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sábado, 14 de septiembre de 2013

Renovar el mundo (José Martí)


Cuando se hace oración, es necesario comenzar siempre invocando la ayuda del Espíritu Santo, porque es su voz la que necesitamos oir. Se suele usar esta plegaria: "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor. Envía tu Espíritu, Señor y serán creadosY se renovará la faz de la Tierra." [Lo escrito entre cursivas y en negrita es del Salmo 104, versículo 30].


Sólo el Espíritu de Jesús puede renovar la faz de la Tierra. Pero ese Espíritu debemos pedirlo y pedirlo insistentemente y con confianza: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lc 11, 13). A veces pedimos y no recibimos. Y es que no pedimos como debemos: "Pedís y no recibís porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones" (Sant 4,3). Y es que nuestra oración debería ser como la de Jesucristo quien "en los días de su vida en la tierra, ofreció con gran clamor y lágrimas, oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte, y fue escuchado por su piedad filial; y aun siendo Hijo, aprendió por los padecimientos la obediencia" (Heb 5, 7-8).  Así pues, hemos de pedir al Señor con insistencia que nos conceda su Espíritu, con confianza en que nos lo dará, y poniendo en nuestra súplica todo nuestro ser y todo nuestro corazón, porque está en juego la propia salvación y  también, en cierto modo, la salvación del mundo, pues Dios cuenta con nosotros para renovarlo.




Renovar algo significa "volver a hacerlo nuevo". El mundo de hoy está envejecido y triste. ¿Tiene solución su enfermedad?. ¿Puede rejuvenecer? En la conversación con Nicodemo, éste le dijo a Jesús: "¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?" (Jn 3,4). Y Jesús le contestó diciendo que "si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,5), explicándole que se trataba de un verdadero re-nacer, pero en el Espíritu (Jn 3,6); de ahí que luego le diga: "No te sorprendas de que te haya dicho que es preciso nacer de nuevo" (Jn 3,7). 


Tan importante es esto que cuando le presentaban unos niños a Jesús para que los tomara en sus brazos y los discípulos reñían a la gente, Jesús al verlo se enfadó y les dijo: "Dejad que los niños vengan conmigo y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos" (Mc 10, 14). Y añade: "En verdad os digo que quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él" (Mc 10,15). "Y abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos" (Mc 10,16). De modo que renacer y hacerse como niños viene a ser lo mismo. La renovación radical, en lo más profundo de nuestro corazón,  equivale a hacerse realmente como niños: sencillos,  humildes, con mirada pura, confiados completamente en Dios, que es nuestro Padre, y en Jesucristo, que es nuestro hermano mayor.


Pues bien: esa renovación a la que estamos llamados, y que necesitamos con urgencia, sólo es posible en el Espíritu (escrito con mayúsculas, es decir, el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo). Y aquí es preciso ser muy prudentes: "Queridísimos: no creáis a cualquier espíritu, sino averiguad si los espíritus son de Dios, porque han aparecido muchos falsos profetas en el mundo" (1 Jn 4,1). ¿ Y cómo podemos discernir entre un espíritu que venga de Dios y otro que venga del diablo? Aquí viene la explicación de San Juan: "En esto conocéis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiese a Jesucristo venido en carne, es de Dios" (1 Jn 4,2). 


Esta advertencia es enormemente importante y es hoy más actual todavía que entonces, cuando fue dicha por el apóstol: son muchos los que hoy han renegado de Jesucristo, o bien negando su divinidad o bien su humanidad, siendo así que Jesucristo es Dios, verdadero Dios, pero también ha venido en carne, y es hombre, verdadero hombre. Ambas cosas son ciertas en lo que se refiere a Jesús. Y quien así no lo crea incurre en un pecado grave de herejía.




Y continúa diciendo San Juan: "todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios. Ése es el espíritu del Anticristo, de quien habéis oído que va a venir, y ya está en el mundo"  (1 Jn 4,3). San Juan dice las cosas con una claridad meridiana. Hoy, más que nunca, el mundo odia a Jesucristo; y si hacemos caso de lo que dice San Juan, podemos concluir diciendo que el mundo de hoy está dominado por el Anticristo, que ya está en el mundo. Estas palabras proceden de la Sagrada Escritura, son Palabra del mismo Dios, que no engaña. Y puesto que son verdad,  deberíamos de tomarlas muy en serio.


Jesucristo hablaba ya del demonio como "el príncipe de este mundo" (Jn 12,31), " homicida desde el principio... mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8,44). ¿Debemos tener miedo, entonces? Sí, pero sólo en parte, y siguiendo siempre la recomendación del Señor: "No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno" (Mt 10,28). 


¿Existe algún remedio para poder librarnos de todas estas calamidades que nos rodean y que se respiran en el ambiente pagano y anticatólico en el que estamos inmersos? San Pablo nos da una solución que, en realidad, es la única posible:  "Revestíos -nos dice- con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las dominaciones de este mundo de tinieblas y contra los espíritus malignos que están en los aires. Por eso, poneos la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y, tras vencer en todo, permanezcáis firmes" (Ef 6, 11-12).






Necesitamos la armadura de Dios. No hay armas humanas que nos puedan ayudar a vencer en esta contienda. San Pablo, a renglón seguido, nos va señalando cuáles son esas armas que necesitamos para no caer derrotados en la lucha contra el diablo (ver Ef 6, 13-18). Cada una de ellas tendría que ser meditada en la presencia de Dios, rogándole, con insistencia, que nos las hiciera entender y que nos ayudara a ponerlas en práctica. Entre esas armas (todas ellas fundamentales) la más importante es la que se refiere al Espíritu: "Recibid ... la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, mediante oraciones y súplicas, orando en todo tiempo movidos por el Espíritu" (Ef 6, 17). No debemos olvidar que se está hablando aquí del Espíritu Santo, es decir, del Espíritu de Jesús (y no de cualquier espíritu). Este Espíritu, que aunque "sopla donde quiere, y oyes su voz, no sabes ni de dónde viene ni adónde va" (Jn 3,8)  puede llegar, en principio, a todos los hombres de cualquier clase y condición y en las circunstancias más impensables, pero no es eso lo ordinario. 


Hay algo aquí que es sumamente importante y trascendental y es lo siguiente: Dios nos ha hablado por medio de su Hijo. Pero las palabras del Hijo, contenidas en la Escritura y en la Tradición y custodiadas e interpretadas por la Iglesia, tienen que ser luego oídas por cada hombre y escuchadas en la intimidad personal. Sin olvidar que esta escucha y esta intelección, para que sean auténticas y no aparten de la verdad, tienen que ser hechas en la Iglesia y con la Iglesia. Es aquí donde interviene el Espíritu, sin cuya labor la revelación llamada oficial nunca terminaría de hacerse efectiva en nosotros: "El Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que Yo os he dicho" (Jn 14,26) [del libro La oración, del padre Alfonso Gálvez]


Necesitamos de la palabra de Dios, revelado en Jesucristo, Palabra que sólo puede ser hecha realidad en nuestra vida mediante la acción del Espíritu Santo. Para lo cual, ciertamente, debemos responder con generosidad a las insinuaciones de amor que Dios nos dirige. Así es la palabra de Dios: "viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente a los ojos de Aquél a quien hemos de rendir cuentas" (Heb 4, 12-13).


Finalmente, es bueno traer a la memoria que "los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia. Contra estos frutos no hay ley" (Gal 5,22-23)

viernes, 13 de septiembre de 2013

El limbo de los niños (y IV) por José Martí

Con relación a los niños que mueren en el vientre de su madre y, por lo tanto, sin bautizar... siempre queda la posibilidad de que Dios actúe, en casos concretos, por razones que sólo Él conoce, y que a algunos de ellos les conceda la gracia santificante que les permita gozar de la visión beatífica en el Cielo, junto a Él. Pero esto deja demasiado abierto el camino a la imaginación y no deja de ser una mera conjetura; lo que no ocurre, en cambio, si se admite la existencia del limbo, ya definida como cierta por la Iglesia desde hace mucho tiempo (aunque, es conveniente insistir, no se trate de ningún dogma de fe). De hecho, la Iglesia, aunque no se ha pronunciado de modo expreso en ese sentido, sí lo ha hecho, de alguna manera, desde el momento en que no afirma, de modo categórico, que el limbo no exista, pues el hacerlo supondría la no necesidad del bautismo para la salvación, lo que es una herejía. Sabia y prudente es la Iglesia...

... de modo que, en principio, lo que les espera a los niños muertos sin bautizar y con sólo el pecado original, es de suponer que es el limbo (así se ha convenido en llamar a ese lugar). La situación de estos niños allí sería la de una felicidad natural, una felicidad propia de seres humanos, pero que no han sido elevados a la condición de hijos de Dios por el bautismo y que, por lo tanto, no pueden disfrutar de la visión de Dios




No hay modo de saber si a una persona concreta Dios le va a dar la gracia de la salvación, como modo extraordinario. ¡Por supuesto que puede hacerlo! Pero puede también que no lo haga; y desde luego, sería sólo en casos excepcionales. Como se ha dicho ya hasta la saciedad, todo lo que se piense en ese sentido no dejan de ser meras hipótesis y elucubraciones piadosas de las que no se tiene la menor seguridad. En cambio, la existencia del limbo es aceptada por los Padres de la Iglesia y es doctrina común de la Iglesia, aunque aún no haya sido declarada como dogma. Y lo prudente y lo aconsejable es optar por lo seguro (máxime si se trata de algo tan serio como es la salvación eterna).


Conviene no olvidar que, al fin y al cabo, es Dios quien concede gratuitamente su gracia y lo hace a quien quiere. Nadie puede exigirle nada, en ese sentido; ni Dios es injusto por no conceder a todos la gracia santificante. Lo que es natural y propio de la naturaleza humana, eso es lo exigible por la misma naturaleza. Pero es preciso distinguir entre lo que es natural y lo que es sobrenatural. El orden de lo sobrenatural está por encima de nuestra naturaleza (ya lo dice la palabra: sobre-natural): no es algo que el hombre pueda exigir a Dios, como si tuviera derecho a ello,  y Dios tuviera necesariamente que concedérselo, puesto que es de justicia. No, no es así como funcionan estas cosas. Dios es esencialmente libre. Y si concede su gracia a alguien es porque quiere, gratuitamente. No tiene ninguna obligación, en ese sentido. 




Dicho lo cual, hay que decir que  Dios quiere (¡así lo ha querido!) dar su gracia a todos los hombres, pues quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4). Pero, y este matiz es fundamental, ha querido realizar esta concesión de su gracia condicionándola a nuestra respuesta a su Amor. Luego resulta que nuestra propia salvación va a depender, en realidad, de nosotros mismos, de que verdaderamente queramos salvarnos: de la voluntad de Dios y de su Amor por nosotros no tenemos ninguna duda. Él quiere nuestra salvación (1 Tim 2,4)... Sólo hace falta que nosotros también queramos, pero que queramos de verdad, no sólo con palabras, lo que lleva consigo, entre otras cosas, el cumplimiento de sus mandamientos, el tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (ver Fil 2, 5), el vivir en nosotros su propia Vida y el darle nuestro corazón para que Él nos pueda dar el Suyo. 


En otras palabras, es necesario entrar por la puerta estrecha, lo que supone la negación de uno mismo, el tomar la cruz y el dejarlo todo por amor a Él. El Señor no se anda con rodeos cuando habla: "Quien ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí; y quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí. Quien quiera ganar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por Mí, la encontrará" (Mt 11,37-39).  Y también: "Quien acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y quien me ama será amado por mi Padre, y Yo lo amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).  "Si estas cosas entendéis seréis dichosos si las ponéis en práctica" (Jn 13,17). El Señor nos lo ha dado todo, por Amor, pero también nos lo exige todo, como respuesta amorosa a su Amor: "...siendo rico se hizo pobre por vosotros para que os enriquecierais con su pobreza" (2 Cor 8,9). Y así, también nosotros, una vez enriquecidos, seríamos capaces de entregarle, por amor, todo lo que antes Él nos había dado: nos haríamos pobres por Él, pobreza que es la máxima expresión de amor posible; y que es a la que debemos aspirar todos los cristianos para parecernos así a nuestro Maestro.

  

La negación de la existencia del limbo lleva a conclusiones muy peligrosas para la fe. Por ejemplo, si se niega la existencia del limbo entonces: 


a) Aparece la duda sobre la necesidad absoluta del bautismo para salvarse (esta necesidad es dogma de fe: no se puede negar sin caer en herejía)


b) Aparece también la duda sobre la urgencia y la necesidad de ser bautizados lo más pronto posible, pues de todas maneras el niño, aunque no se bautizase se seguiría salvando igualmente.


c) Se minimiza la gravedad del aborto, porque según estas premisas al niño abortado se le estaría enviando directamente al cielo.


d) Se relativizan todos los medios ordinarios que la Iglesia ha dispuesto para nuestra salvación. Nos quedamos sólo con la primera parte de la copla, aquélla que habla de que Dios quiere que todos los hombres se salven, pero nos olvidamos de lo más importante... y es que dice el mismo Dios, por boca de San Pablo, hablando de Jesucristo que "ningún otro Nombre hay bajo el cielo, dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Hech 4,12); lo que significa que la salvación sólo es posible en el seno de la Iglesia, y que no da lo mismo tener una religión u otra, o incluso no tener ninguna (en contra de la opinión, tan extendida hoy en día, de que nadie se condena)


e) Si resulta que para salvarnos no necesitamos, en realidad, ni de Jesucristo ni de su Iglesia, ¿qué sentido tiene, entonces, la venida de Jesús al mundo? El amor que demostró Jesús por todos y cada uno de nosotros, siendo obediente a su Padre hasta la muerte y muerte de cruz, para librarnos del pecado, no habría servido para nada. Y la misma existencia de Jesús sería absurda. Eso no es así, en absoluto.


Sabemos, por la fe, y con certeza, que Jesucristo, siendo, como es, verdadero hombre, es también verdadero Dios. Resucitó por Sí mismo, triunfando de la muerte y del pecado, y haciendo posible que los que, por su gracia, estemos unidos a Él y creamos en Él, podamos reunirnos definitivamente con Él y con todos los santos, en el Cielo.


Ésa es la razón, a mi entender, por la que la Iglesia no ha negado nunca, expresamente, la existencia del limbo, y aunque tampoco se haya declarado como dogma dicha existencia,  si reflexionamos un poco, de modo coherente y lógico, sobre lo dicho más arriba, llegamos fácilmente a concluir que el limbo existe realmente. Esta realidad ha sido creída durante muchos siglos por los cristianos, y es doctrina cierta de la Iglesia, pese a no haber sido declarada como dogma de fe. Ya nos referimos a esto, cuando poníamos como ejemplo el caso de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos, creencia común de todo el pueblo cristiano, y creencia cierta, hasta ser declarada dogma por el papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950; momento a partir del cual quien no creyere en la Asunción de María, incurriría automáticamente en herejía.


Pienso sinceramente, como colofón, que lo que se oculta bajo todos estos "buenismos" de hoy en día es, ni más ni menos, que la pérdida de la fe: Ya no se cree en Dios, ni en la existencia del demonio, ni en el pecado, ni en la necesidad de salvación. No se cree que exista otro mundo que no sea éste. Jesucristo fue un mero hombre, pero no fue Dios. La resurrección de Jesús es una fábula, etc. Estamos llegando a una situación altamente preocupante, cual es la de la gran Apostasía, pues este fenómeno se está extendiendo por todo el mundo... pero éste es un tema que excede el propósito de este escrito. 

José Martí

miércoles, 11 de septiembre de 2013

El limbo de los niños (III), por José Martí

En el punto 1261 del vigente Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) se puede leer: En cuanto a los niños muertos sin Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cf Tim 2,4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: "Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis" (Mc 10,14), nos permite confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo.

Fijémonos que esa idea de confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin bautismo, no deja de ser más que una hipótesis teológica. En esta misma declaración, además, de alguna manera también le da esta interpretación, pues cuando hace referencia a las palabras de Jesús: "No impidáis que los niños vengan a Mí" (Mc 10,14), añade a continuación ... por eso mismo es más apremiante que nunca el no impedir que los niños puedan llegar a Cristo a través del sacramento del Bautismo, con lo que se está afirmando claramente la necesidad del Bautismo para la salvación. Vemos que no se hace alusión al limbo, pero en ningún momento se niega expresamente su existencia.


Y es que, puesto que, efectivamente, es cierto que "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 4,2), alguien podría estar tentado a pensar: Si eso es lo que Dios quiere, ¿quién se puede oponer a su voluntad? Claro que, si se piensa así, habría que matizar sobre determinados hechos que son reales e innegables. Por ejemplo: es verdad que Dios quiere la salvación para todos los hombres... ¡por supuesto que sí!... pero esta voluntad salvífica de Dios es desde siempre ... y, pese a ello: hay ángeles que se condenaron (son los actuales demonios)... Dios creó a Adán en estado de gracia santificante... pero Adán pecó: Dios permitió el pecado original. Dios no quiere el mal y el pecado. Y, sin embargo, hay una gran abundancia de hijos de Adán que cometen graves pecados. 

¿Cómo explicar todo esto? Sencillamente: hay mucha gente que, haciendo uso de su libre albedrío (un libre albedrío que Dios le ha concedido) se resiste a la gracia, no quiere saber nada con Dios. Pero la culpa de esa actitud del hombre es del hombre y no de Dios.

Dios envía un Redentor (Jesucristo), funda su Iglesia, ordena que su Evangelio se predique a todas las partes del mundo: aquí se manifiesta la voluntad salvífica de Dios para con todos los hombres. Y, sin embargo, ¿ se salvan todos los hombres? La respuesta es: ¡no! Y esto no es ningún invento mío sino que es palabra de mismo Dios: "Ancha es la puerta y espaciosa la senda que conduce a la perdición, y SON MUCHOS LOS QUE ENTRAN POR ELLA.¡Qué angosta es la puerta y estrecha la senda que lleva a la Vida, y QUÉ POCOS SON LOS QUE LA ENCUENTRAN! (Mt 7,13-14).

De modo que resulta que, en verdad, la salvación es para pocos... pero no porque esa sea la voluntad de Dios (¡todo lo contrario!), sino porque el hombre prefiere las criaturas a Dios y, voluntariamente, dejándose engañar por el Príncipe de este mundo (que es el Diablo), le da la espalda a Dios. De ahí la advertencia de Jesús y su pena de ver que el hombre no responde a su Amor, sino que sólo busca lo suyo, en oposición a Dios. El amor de Dios al hombre reclama amor, por parte del hombre, hacia Dios. La reciprocidad es una nota esencial del amor auténtico, que nunca es unilateral. Y es esencial también al amor la libertad. Sin libertad entre los que se aman no puede haber amor. Ni siquiera Dios puede obligar al hombre a amarle. Un amor "obligado" sería cualquier cosa menos amor. Si el hombre no quiere saber nada con Dios, Dios no puede hacer otra cosa, con relación al hombre, que aceptar su decisión. En este sentido podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el Amor de Dios hacia nosotros le hace vulnerable y, en cierto modo, impotente

Dios no puede salvar a quien no quiere ser salvado porque así lo ha decidido, porque considera que hay otras cosas en las que encuentra más satisfacción que en Dios, en quien, por otra parte, no cree. Dios, que nos quiere tanto, no nos condena (¿cómo nos iba a condenar?), pero no puede obligarnos a estar con Él, no puede obligarnos a que lo queramos, no puede obligarnos a amarle por toda la eternidad, que en eso consiste el Cielo, básicamente. No es Dios, sino el propio hombre el que se condena a sí mismo, si se mantiene cínicamente en su actitud hasta el fin de su vida y no rectifica. Cada nuevo día Dios nos da la oportunidad de volver a nacer y de matar el hombre viejo que nos esclaviza, pues "todo el que comete pecado es esclavo del pecado" (Jn 8,34). Es muy importante tener estas ideas bien claras, pues nos jugamos en ello nuestra salvación eterna.

(Continuará)

lunes, 9 de septiembre de 2013

El limbo de los niños (II) por José Martí

¿Qué pasa entonces con los niños muertos sin bautismo? 

Lo primero que debemos hacer es recordar que la gracia santificante es una cualidad sobrenatural, infundida por Dios en nuestra alma, que nos eleva sobre nuestra propia naturaleza, haciéndonos partícipes de la naturaleza divina. Lo que significa que no es algo exigible por nuestra naturaleza humana, como tal. De ahí el nombre de sobre-natural. Al pecar, el hombre perdió para sí y para su descendencia, esta gracia santificante, que es la única que le capacita para poder ver a Dios. El hombre nace con ya con ese pecado, que no es personal como lo fue en Adán, sino propio de la naturaleza humana que ha heredado; pero pecado, al fin y al cabo. Y el estado de pecado, aunque sea el original, es incompatible con la visión de Dios. 

Dicho lo cual, vamos a ir analizando determinados puntos: 

1.  Las almas que, por la muerte, salen de esta vida con sólo el pecado original quedan excluidas, para siempre, de la visión de Dios o visión beatífica, por lo que ya se ha dicho: el estado de pecado, aunque se trate del pecado original, supone la carencia de la gracia santificante y, por lo tanto, la imposibilidad y la incapacidad de poder ver a Dios. Existe, pues, el pecado original y la pena que conlleva dicho pecado es la privación de la visión de Dios, o visión beatífica. Esto es enseñanza de la Iglesia y es dogma de fe.

2. Este pecado, en el caso de los niños, carentes de uso de razón, sólo puede borrarse mediante  el bautismo de agua, que es el medio ordinario para ello, aunque también puede borrarse por el bautismo de sangre, como medio extraordinario excepcional. Y esto también es enseñanza de la Iglesia y dogma de fe. El bautismo es necesario para salvarse. Tenemos las palabras del mismo Jesucristo: "el que no renaciere del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el Reino de los Cielos" (Jn 3,5). Sobre la necesidad del bautismo pueden verse los puntos 1257 y 1258 del Catecismo de la Iglesia Católica (en lo sucesivo CEC). 


Por supuesto que Dios podría haber elegido otros modos de salvar a las personas, pero ha querido hacerlo de la manera en que lo ha hecho,  y no de otra. Por lo tanto: el bautismo es absolutamente necesario para la salvación

Lógicamente éste es el camino ordinario que Dios ha escogido para nuestra salvación. Podríamos preguntarnos si existe algún otro medio. Sí, aunque a modo excepcional o extraordinario, está previsto ya por la Iglesia, que aquellos niños que mueran por odio a la fe católica, se salvarán y gozarán de la visión beatífica. Es lo que se conoce como bautismo de sangre. Por ejemplo, si matan a una mujer embarazada y a su bebé, y lo hacen por odio a la Iglesia, el niño, así muerto, participa en la pasión de Cristo y adquiere la gracia santificante, necesaria para salvarse. Como se ve, se trata de situaciones excepcionales. 

De ahí la enorme importancia de que los niños sean bautizados lo más pronto posible (ver CEC nº 1250). El Catecismo Mayor de San Pío X es, en este sentido, bastante más claro y explícito: 

562.- ¿Cuándo hay que llevar a los niños a la Iglesia para que los bauticen?
 - Hay que llevar a los niños lo más pronto posible a la Iglesia para que los bauticen. 

563.- ¿Por qué tanta prisa en bautizar a los niños?
 - Hay que darse prisa en bautizar a los niños, porque están expuestos por su tierna edad a muchos peligros de muerte, y no pueden salvarse sin el Bautismo.

564.- ¿Pecarán, pues, los padres y las madres que por negligencia dejen morir a sus hijos sin Bautismo o lo dilatan? - Si, señor; los padres y madres que por negligencia dejan morir a los hijos sin Bautismo, pecan gravemente porque les privan de la vida eterna, y pecan también gravemente dilatando mucho el Bautismo, porque los exponen al peligro de morir sin haberlo recibido 

3.  La realidad del limbo no es dogma de fe pero es doctrina común de la Iglesia y doctrina cierta: no es una mera hipótesis o conjetura. Cierto que no se trata de un dogma de fe ... pero podría llegar a serlo si la Iglesia, fiel depositaria de la fe,  lo proclamara así en algún momento. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con el caso concreto de la Asunción de María en cuerpo y alma a los Cielos: se trataba de una creencia común de todos los fieles cristianos desde los primeros siglos del cristianismo, pero fue proclamada, expresamente, como dogma de fe el 1 de noviembre de 1950 por el papa Pío XII. La existencia cierta del limbo se deduce, en cierto modo, a partir de los datos dogmáticos de los dos primeros puntos; aunque-como digo- no es un dogma de fe.

El limbo sería el lugar adonde van aquellos que mueren sólo con el pecado original (sin pecados personales). No pueden ir al Cielo, pues carecen de la gracia santificante, pero tampoco pueden ir al infierno, pues nunca ofendieron a Dios ni se aferraron a los criaturas. No tienen pecado personal, luego es imposible que Dios los castigue en la otra vida. 

4. Los niños que mueren sólo con el pecado original no sufren en la otra vida la pena de sentido; tan solo la pena de daño, que consiste en que carecen de la visión beatífica de Dios. Al igual que el punto 3 ésta es también una verdad cierta o doctrina común de la Iglesia, pero no es ningún dogma de fe

Según Santo Tomás de Aquino, a excepción de no poseer la visión beatífica, tienen la felicidad natural más perfecta que podemos imaginar en esta vida. Tendrán un alto grado de conocimiento, de bondad y de amor tales que realmente, para ellos, más vale existir que no existir. Su existencia está más que justificada. Llegarán a un conocimiento natural de Dios tal como se le puede conocer a partir de sus criaturas y lo adorarán como a su Creador supremo, porque les ha dado el ser y la vida. Eso sí: lo sobrenatural les está vedado, pero ya hemos dicho al principio que lo sobrenatural no es algo que sea exigible por la propia naturaleza humana, como tal.


De manera que no sólo no sufrirán, sino que serán felices, con una felicidad real, aunque sólo natural. Solo les está vedada la visión beatífica, a causa del pecado original. Sin embargo, hay que decir, siguiendo a Santo Tomás, que:

a) Nadie se puede doler de un mal desconocido

Estos niños sabrán que estaban destinados a la felicidad sobrenatural, que jamás tendrán, pero no tendrán ni la menor idea de en qué consiste esa felicidad. Y al no saberlo, ni poder saberlo, ello no les causará ninguna pena.

b) Nadie se puede doler de carecer de algo que nunca ha podido alcanzar

Estos niños nunca pudieron recibir el bautismo, ni pudieron darle un sí personal a Dios. No tuvieron jamás la posibilidad de tener la gracia santificante, de modo que no están capacitados para ver a Dios. Y ellos lo saben. Si saben que no son ni pueden ser capaces de poseer la visión beatífica, por ello mismo no van a tener dolor por no poseerla. Su felicidad va a ser real, pero de orden natural y no sobrenatural.

(continuará)

sábado, 7 de septiembre de 2013

Ecumenismo bobalicón (Fray Gerundio)


Cuando escuché por vez primera la palabra “ecumenismo”, allá en mis lejanos tiempos de noviciado, su significado obvio estaba marcado por la enseñanza de los Papas: no era otra cosa que el deseo ferviente de que los herejes, cismáticos y todos los que estaban fuera de la Iglesia volvieran al redil, según aquella consigna del Señor: Que haya un solo rebaño y un solo Pastor. Se trataba de rezar insistentemente y hacer el apostolado necesario para que ellos abandonaran sus doctrinas anti-católicas y se adhirieran a la Fe de la Santa Madre Iglesia, única verdadera. Por aquellos tiempos se entendían las palabras del Credo en su sentido más elemental: Una sola fe, una sola Iglesia, un solo Bautismo.

Un poco más adelante, me explicaron que esto del ecumenismo se había entendido mal durante veinte siglos de Historia de la Iglesia. Las cosas iban ahora por otros derroteros: se trataba de comprender que las palabras herejes, cismáticos… no eran muy caritativas. Por eso había que llamarlos hermanos separados, para hacer ver con el lenguaje (siempre el lenguaje “interpretando” la realidad), que estaban en otro departamento, pero estábamos todos en la misma casa. Por tanto había que tener la puerta abierta por si deseaban regresar. Sin rencores, sin temores, sin intolerancias.

Conseguido esto, se me explicó que en realidad no son tantas las diferencias entre la fe de unos y la verdadera Fe católica. Se me decía que era cuestión de matices. Que al fin y al cabo no se puede dar a los dogmas (los famosos dogmas que provocaron las separaciones odiosas) un contenido sustancial y real, sino que más bien habían sido producto de la diversidad de culturas y de pensamientos filosóficos (haciendo especial hincapié en ese maldito pensamiento escolástico que tanto mal hizo a la Iglesia al cosificar los misterios). 

Ya no hacía falta por tanto esperar a que los hermanos regresaran: eramos nosotros los que deberíamos permitir que también ellos expresaran SU fe en el ámbito católico. O sea, que podían entrar en nuestro departamento como si nada y establecerse allí.

Otro capítulo más apareció después, ya en mi vida de fraile. Ahora la cuestión estaba mucho más “nítida”, pues me explicaban los novicios jóvenes que en realidad no podíamos pretender tener toda la Verdad. Por lo que era necesario admitir el derecho de cada ser humano a tener su propia religión. Ya no eran solamente los hermanos separados (aún no me había acostumbrado a llamarlos así), sino que también los paganos, los animistas, los hinduistas eran quienes tenían que ser comprendidos y no ser molestados en absoluto, porque también ellos tenían parte de la Verdad en el acercamiento a SU dios. 

Recuerdo que esta época coincidió con el regreso a casa de multitud de misioneros, que ya no veían necesaria la conversión de nadie. Fue la época del declive estrepitoso de todas aquellas ordenes religiosas misioneras, fundadas muchas de ellas en el siglo XIX, que pasaron automáticamente a convertirse en organizaciones solidarias, caritativas, promotoras del desarrollo, e incluso (lo más lógico en este ambientillo), en Congregaciones con acentos marxistoides. Por tanto ya no hacía falta ni dejar la puerta abierta para que regresaran, ni salir nosotros a convencerles. Ahora se trataba de que nos dieramos cuenta de que debíamos dejarlos actuar sin interferir para nada, porque de todos modos ellos estaban en su derecho a creer lo que quisieran.

Cuando yo creía que esta locura (a mí me lo parecía) había terminado, hete aquí que me encuentro con que se me empezó a decir que la fe católica es la misma que la de los judíos. También con algunos matices, sí. Pero que ellos son los hermanos mayores en la Fe, que ellos también esperan a SU Mesías, que no se puede ser antijudío y católico y además de todo eso, que ellos y los musulmanes adoramos al mismo Dios. ¡Toma castaña! Confieso que en ese momento, mi natural bondad y relajación dialéctica comenzó a verse ensombrecida, mientras el demonio iracundo se me iba subiendo a la cabeza.

Comenzaron las Jornadas de Oración en común pidiendo la Paz a ese Dios que cada uno tenía en su cabeza, los indios con su pipa de la paz rezando a Manitú (o como se llamara), el Dalai Lama, los animistas y brujos africanos y otros muchos… junto al Santo Padre, Vicario de Cristo. 

Empecé a ver a personajes arrodillados ante líderes religiosos solicitando su bendición, mientras seguían acosándonos con todo tipo de argumentos que siempre acababan en la consideración de que lo importante es que todos somos hermanos por ser humanos y que había que insistir en lo que nos unía, más que en lo que nos separaba. Todos estábamos redimidos y punto. Todo esto me parecían falacias, mientras se iba perdiendo lo propio de la fe católica en aras de una pretendida voluntad de diálogo, que siempre consistía en darles la razón a ellos.

Confieso que todo esto me desagradaba. Pero creo que en estos días estamos llegando al colmo, con lo que he llamado Ecumenismo Bobalicón. Quizá sea ésta la última fase disparatada, antes de abocar en la Religión Universal y Fraterna que muchos promueven.

El que profesa el Ecumenismo Bobalicón se admira por cosas que no merecen admiración, se queda boquiabierto ante algo que no tiene categoría para asombrar a nadie. De este modo, se valora sobremanera el ayuno del Ramadán mientras se ha olvidado el ayuno cristiano como algo habitual y no sólo para una fecha determinada; se ensalza el esplendor de la liturgia bizantina, mientras se desprecia la Misa de San Pío V; se sobrevalora y justifica la lucha islámica para implantar su fe, mientras se desprecian las Cruzadas; se babea por el Islam, mientras se pide a la Iglesia que revise sus posiciones en torno a la homosexualidad. Podríamos seguir en una lista interminable, fruto del complejo de inferioridad de un cristianismo débil que piensa que nada tiene que enseñar, decir y -mucho menos-, imponer. En una palabra: caída de baba por todo lo que no sea católico, mientras se destruye lo católico.

Por eso mismo, yo he pedido a mi Padre Superior que me dispense de estos menesteres cuando se celebren eventos ecuménicos en mi convento. Prefiero volver a lo que me enseñaron en mis primeros años, y seguir rezando, como la liturgia española antigua: omnes errantes ad unitatem Ecclesiae revocare et infideles universos ad Evangelii lumen perducere… (dígnate volver a la unidad de la Iglesia a todos los que viven en el error, y traer a la luz del Evangelio a todos los infieles….). Así sea.


Fray Gerundio, 7 de septiembre de 2013

El limbo de los niños (I) por José Martí


¿Cuál es la doctrina de la Iglesia Católica con relación a la salvación de los niños abortados o de los niños fallecidos sin bautismo? Muchas hipótesis teológicas se han hecho con relación a este tema. Para contestar a esta pregunta, antes de nada, vamos a hacer un pequeño repaso de una serie de ideas previas importantes relativas al pecado original y a la necesidad de un Redentor, así como a la institución de la Iglesia Católica por Jesucristo, pues sólo dentro de la Iglesia (en unión con Jesucristo) es posible la salvación; y para entrar a formar parte de la Iglesia es necesario el bautismo de agua, como medio ordinario, porque así ha sido dispuesto por el mismo Señor: El que no renaciere en el agua y en el Espíritu Santo no podrá entrar en el Reino de los Cielos (Jn 3,5). No significa esto que Dios no podrá salvar también a otras personas por otros medios, pero se tratará de casos excepcionales. Esto se explica muy bien en el Catecismo. 

Yo he tomado como referencia, en principio, el Catecismo Mayor de San Pío X, por razones de tipo didáctico y de brevedad; y cuando nos refiramos a él se escribirá directamente el punto del catecismo que corresponda, cambiando el tipo de letra. De todos modos, al ser doctrina común de la Iglesia, esta misma enseñanza se recoge también en el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992. En el caso de que haya algún matiz que pueda dar lugar a algún tipo de confusión, intentaré explicar el motivo.

Como bien sabemos, Dios creó al hombre para hacerlo partícipe de su Vida divina. Adán y Eva fueron creados con una naturaleza perfectamente sana, dotados de la gracia santificante, con la que podrían gozar de la visión beatífica, y de otros dones preternaturales, que ellos transmitirían, junto con la gracia santificante, a sus descendientes. Pues bien:

Tales dones eran la integridad o perfecta sujeción de la sensualidad a la razón, la inmortalidadla inmunidad  (de todo dolor y miseria), y la ciencia proporcionada a su estado (ver nº 58). 



Pero Adán y Eva pecaron...

El pecado de Adán fue pecado de soberbia y grave desobediencia (nº 59). Al pecar, Adán y Eva perdieron la gracia de Dios y el derecho al Cielo; fueron lanzados del Paraíso terrenal, sujetos a muchas miserias, en el alma y en el cuerpo y condenados a morir (nº 60). Si Adán y Eva no hubiesen pecado, tras una feliz estancia en este mundo, hubieran sido trasladados por Dios al cielo, sin morir, para gozar una vida eterna y gloriosa (nº 61). 

...y privaron de estos dones también a sus descendientes:

Puesto que estos dones no eran debidos al hombre, sino absolutamente gratuitos y sobrenaturales, por eso, desobedeciendo Adán el divino mandamiento, pudo Dios, sin injusticia, privar de ellos a Adán y a toda su posteridad (nº 62). 

Así lo decía San Pablo: "Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios" (Rom 3,23), de modo que:

Este pecado no es propio únicamente de Adán, sino que también es nuestro, aunque de diverso modo. Es propio de Adán, porque él lo cometió con un acto de su voluntad, y por esto en él fue personal. Es propio nuestro porque, habiendo pecado Adán en calidad de cabeza y fuente de todo el linaje humano, viene transfundiéndose por natural generación a todos sus descendientes, y por esto es para nosotros pecado original. (nº 63)

El pecado original se transfunde a todos los hombres porque, habiendo conferido Dios al género humano, en Adán, la gracia santificante y los otros dones sobrenaturales, a condición de que Adán no desobedeciese, y habiendo éste desobedecido, en su calidad de cabeza y padre de humano linaje, tornó la naturaleza humana rebelde a Dios. Por esta causa, la naturaleza humana se transfunde a todos los hombres descendientes de Adán en estado de rebelión a Dios, privada de la gracia divina y de los otros dones ( nº 64). 

El pecado es, en realidad, la causa de todos los males que padecemos:

Los daños que nos ha causado el pecado original son la privación de la gracia, la pérdida de la bienaventuranza, la ignorancia, la inclinación al mal, todas las miserias de esta vida y, en fin, la muerte (nº 65)

Y todos nacemos con el pecado original; bueno...


Todos los hombres contraen el pecado original, excepto la Santísima Virgen, que fue preservada de Dios por singular privilegio, en previsión de los méritos de Jesucristo Nuestro Salvador. Este privilegio se llama “la Inmaculada Concepción” de María Santísima (nº 66).

Las puertas del Cielo estaban cerradas para todos los hombres, como consecuencia del pecado original:

Después del pecado de Adán, los hombres no podían salvarse, a no usar Dios la misericordia con ellos (nº 67). 

Y eso es precisamente lo que hizo Dios, cuando dirigiéndose a la serpiente (es decir, al Diablo), le dijo: "Pondré enemistad entre tí y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, mientras tú le herirás en el talón" (Gen 3,15). La mujer hace referencia a la Virgen María y su linaje es Jesucristo.

La misericordia que usó Dios con el linaje humano fue prometer a Adán el Redentor divino o Mesías, y enviarlo después a su tiempo para librar a los hombres de la esclavitud del demonio y del pecado (nº 68). Y este Mesías prometido es Jesucristo, como nos enseña el segundo artículo del Credo (nº 69).

Con relación a la salvación, esto es lo que hay:

Jesucristo murió por la salvación de todos los hombres y por todos ellos satisfizo (nº 113). Jesucristo murió por todos; pero no todos se salvan, porque o no le quieren reconocer o no guardan su ley, o no se valen de los medios de santificación que nos dejó (nº 114). Para salvarnos no basta que Jesucristo haya muerto por nosotros, sino que es necesario aplicar a cada uno el fruto y los méritos de su pasión y muerte, lo que se hace principalmente por medio de los sacramentos instituidos a este fin por el mismo Jesucristo, y como muchos no reciben los sacramentos, o no los reciben bien, por esto hacen para sí mismos inútil la muerte de Jesucristo (nº 115)

 Y fue por esa razón que Jesucristo instituyó su Iglesia, la Iglesia católica: 



La Iglesia Católica es la sociedad o congregación de todos los bautizados que, viviendo en la tierra, profesan la misma fe y ley de Cristo, participan en los mismos Sacramentos y obedecen a los legítimos Pastores, principalmente al Romano Pontífice (nº 151). Para ser miembro de la Iglesia es necesario estar bautizado, creer y profesar la doctrina de Jesucristo, participar de los mismos Sacramentos, reconocer al Papa y a los otros Pastores legítimos de la Iglesia (nº 152). Todos los que no reconocen al Romano Pontífice por cabeza no pertenecen a la Iglesia de Jesucristo (nº 155). 

Entre tantas sociedades o sectas fundadas por los hombres, que se dicen cristianas, puédese fácilmente distinguir la verdadera Iglesia de Jesucristo por cuatro notas, porque sólo ella es UNA, SANTA, CATÓLICA y APOSTÓLICA (nº 156) . No basta para salvarse ser como quiera miembro de la Iglesia Católica, sino que es necesario ser miembro vivo (nº 167). Los miembros vivos de la Iglesia son todos y solamente los justos; a saber, los que están actualmente en gracia de Dios (nº 168). Miembros muertos de la Iglesia son los fieles que se hallan en pecado mortal nº 169). 

Pues bien: Fuera de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, nadie puede salvarse, como nadie pudo salvarse del diluvio fuera del Arca de Noé, que era figura de esta Iglesia (nº 170). Ahora bien, quien sin culpa, es decir, de buena fe, se hallase fuera de la Iglesia y hubiese recibido el bautismo o, a lo menos, tuviese el deseo implícito de recibirlo y buscase, además, sinceramente la verdad y cumpliese la voluntad de Dios lo mejor que pudiese, este tal, aunque separado del cuerpo de la Iglesia, estaría unido al alma de ella y, por consiguiente, en camino de salvación (nº 172). Y, por supuesto, quien, siendo miembro de la Iglesia Católica, no practicase sus enseñanzas, sería miembro muerto y, por tanto, no se salvaría, pues para la salvación de un adulto se requiere no sólo el bautismo y la fe, sino también obras conformes a la fe (nº 173)

La existencia y universalidad del pecado original es dogma de fe. De modo que quien no lo admitiera incurriría en herejía y quedaría excluido de la comunión de los santos y fuera de la verdadera Iglesia. Jesucristo instituyó la Iglesia y los sacramentos para que pudiéramos salvarnos; entre ellos el Bautismo: 



El Bautismo es un sacramento por el cual renacemos a la gracia de Dios y nos hacemos cristianos (nº 552). El Sacramento del Bautismo confiere la primera gracia santificante, por la que se perdona el pecado original, y también los actuales, si los hay; remite toda la pena por ellos debida; imprime el carácter de cristianos; nos hace hijos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos de la gloria y nos habilita para recibir los demás sacramentos (nº 553)

De ahí la gran importancia de que los niños reciban el bautismo lo más pronto posible. Esa es la razón por la que...

los padres y madres que por negligencia dejan morir a los hijos sin Bautismo, pecan gravemente porque les privan de la vida eterna, y pecan también gravemente dilatando mucho el Bautismo, porque los exponen al peligro de morir sin haberlo recibido (nº 564)

Y es que el bautismo es necesario para la salvación: 

El Bautismo es absolutamente necesario para salvarse, habiendo dicho expresamente el Señor: El que no renaciere en el agua y en el Espíritu Santo no podrá entrar en el reino de los cielos (Jn 3,5) (nº 567). La falta del Bautismo puede suplirse con el martirio, que se llama Bautismo de sangre, o con un acto de perfecto amor de Dios o de contrición que vaya junto con el deseo al menos implícito del Bautismo, y este se llama Bautismo de deseo (nº 568)
[este último sólo se podría dar en el caso de los adultos, por razones obvias]

De todo lo expuesto más arriba se concluye fácilmente, por una parte, que fuera de la Iglesia no hay salvación, lo que, formulado de modo positivo significa que la salvación sólo es posible en la unión con Jesucristo"Ningún otro Nombre hay bajo el cielo, dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Hech 4,12). Y, por otra parte, la necesidad del bautismo como sacramento y medio ordinario, elegido por Dios, para pasar a formar parte de la Iglesia, razón por la que es tan importante bautizar a los niños nacidos lo más pronto posible.

Y es bueno recordar que no se ha dicho nada que no sea doctrina constante de la Iglesia, lo que puede verse reflejado también en el Catecismo de la Iglesia Católica. Así, en lo que se refiere al tema de la Iglesia están los puntos 846, 847 y 848. Y en lo concerniente al Bautismo pueden leerse los puntos 1250, 1251, 1252, 1257, 1258 y 1260 (básicamente).

(continuará)

jueves, 29 de agosto de 2013

Pontífice...¿emérito? (Fray Gerundio)


Desde el momento mismo en que Benedicto XVI anunció su renuncia al Solio Pontificio, se dispararon las curiosidades morbosas y las dudas razonables sobre el puesto que en lo sucesivo tendría en la Iglesia, la dignidad que se le debería guardar, e incluso el nombre con el que se le habría de tratar. Cosas todas ellas de menor importancia, utilizadas hábilmente para distraer a las mentes débiles y flojuchas, de tal modo que no pudieran darse cuenta del tremendo golpe que desde ese mismo día se le estaba propinando al Papado. Aunque trataban de encubrirlo diciendo que este gesto ya se había dado en siglos anteriores, a los más conspicuos y menos aborregados, no se les escapaba la diferencia de esta renuncia con las otras (escasísimas, en rigor una sola) de la Historia de la Iglesia precedente.

Me llamó poderosamente la atención la insistencia de portavoces y expertos de todo calado, incluido el propio interesado, en advertir que una vez presentada la renuncia, el Papa iba a dedicarse a la oración y al estudio. Por el momento, se decía, Benedicto XVI  esperaría a que estuviera adecuadamente preparada la residencia en la que esperaba pasar sus últimos días: un pequeño convento de clausura dentro del Vaticano. Esto ya me alarmó, he de confesarlo. Porque nunca terminé de creerlo.

En pocos días, ya se había llegado a un acuerdo entre los que mangonean estas cosas de protocolos y liturgias. Se nos dijo entonces, que se le podría seguir llamando Benedicto XVI, que seguiría vestido de blanco, que se le trataría de Pontífice Emérito… y no sé cuántas cosas más. Todo ello innecesario -creo yo-, en el caso de una persona que insistía en que se retiraba del mundanal ruido para dedicarse a la oración. (Ya se sabe que el mundanal ruido y la oración son incompatibles). Yo seguía pensando que si dejaba de ser Papa debería llamarse Joseph Ratzinger, debería dejar de vestir de blanco y en modo alguno podría titularse Emérito porque esto supondría poner en el mismo plano al Pontífice Reinante y al que acaba de dejar de ser reinante. Todos sabemos el papelito que han hecho casi todos los Obispos Eméritos, que en el mismo momento de serlo, adquieren una locuacidad para dar conferencias, una fortaleza para viajar por el mapamundi y una longevidad matusalénica, hasta el punto de que se dan casos de Obispos Eméritos que han sobrevivido a varios Obispos Sucesores suyos. Pero bueno, esto daría para otro artículo sobre las ocurrencias del Vaticano II.

El caso es que desde mi malvado punto de vista, pensé desde el primer momento que este anunciado silencio no llegaríamos a verlo nunca. Al fin y al cabo, y siguiendo con mi maldad, esta renuncia había sido cuidadosamente programada. Con fines también claramente programados. Y uno de estos fines, como decía antes, era el de hacer ver como algo normal, que puede haber dos Pontífices (sí, ya sé… uno de ellos Emérito. Pero en la mentalidad de la gente… dos Papas. Ni más ni menos). Por eso nunca llegué a creerme que Benedicto XVI desaparecería del mapa mediático.

Muy pronto pude ver que mis teorías se confirmaban. Primero fue el montaje del helicóptero saliendo del Vaticano hacia Castelgandolfo, luego un mini-reportaje sobre el día y las actividades del ex-Santo Padre, después el estado de las obras del convento de marras, luego (un pasito más en la línea destructiva de la monarquía), la visita de Francisco I al Papa Emérito en Castelgandolfo para saludar a su digno predecesor (cosa que se podría haber hecho -si hubieran querido-, sin la presencia de periodistas), luego (otro pasito más), la nueva aparición de Ratzinger en la bendición de la estatua de San Miguel junto al Pontífice felizmente reinante, luego (otro pasitín más), la encíclica cuadrumana escrita por los dos, luego (otro nuevo paso) Ratzinger siguiendo por televisión la JMJ y enviando un mensajito previo a los jóvenes que allí se iban a reunir; luego, una visita sorpresa a Castelgandolfo este pasado 20 de agosto (algún periódico titulaba: Benedicto XVI se va de excursión a Castelgandolfo), y ahora se nos anuncia que muy pronto celebrará la misa con sus antiguos alumnos tras el encuentro anual que éstos celebran en los últimos días de agosto.

Resumiendo: que no veo por ninguna parte la tan cacareada vida contemplativa y la desaparición de Ratzinger de la vida pública. Si, ya sé que son pocas las apariciones y actividades, pero teniendo en cuenta que en el Vaticano no hacen nada sin estudiadas y pensadas razones, creo que abona mi teoría del intento de desprestigiar al Papado. Me temo que todo ha estado programado desde el primer día. Incluidas las clases intensas de italiano que Bergoglio empezó a recibir unos meses antes de la renuncia del ahora Papa Emérito. Todo programado: desprestigio por la dosificada presencia del Emérito y desprestigio por la constante presencia del Reinante.

Que Dios nos ayude.
Fray Gerundio, 29 de agosto de 2013