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miércoles, 23 de enero de 2019

A propósito de la necesidad de la fe (comentado por José Martí)

Padre Alfonso Gálvez Morillas

La meditación, que tuvo lugar el 26 de enero de 2014, puede escucharse haciendo clic aquí (es un archivo de audio de 56 minutos de duración). Añado a continuación, a modo de resumen personal, algo de lo que he escuchado en esta homilía, aportando también mi cosecha personal a raíz de la escucha de esta meditación.


Tomando como base la fe del centurión, el padre Alfonso [cuya onomástica es hoy] nos va señalando dónde y cómo se encuentra la verdadera fe. Y plantea una serie de preguntas a las que les va dando una respuesta que, para muchos, puede ser esclarecedora y hacerles bien. Aquí indico sólo la idea principal con la que yo me he quedado.

¿Qué ha pasado con la Iglesia? ¿Cómo es posible que el Concilio Vaticano II, que nació con el propósito de ser sólo pastoral (y nada más que pastoral), un concilio en el que se dijo expresamente que la Doctrina Católica de siempre no se tocaría de ninguna de las maneras ... y, siendo esto así, sin embargo, es el único Concilio que se quiere imponer, además, de modo obligatorio, como si fuese el único que ha existido en la Iglesia? [Concluyó con una misa celebrada por Pablo VI el 8 de diciembre de 1965, de modo que su antigüedad es de poco más de cincuenta años]. Esto es algo que no había ocurrido con ninguno de los veinte concilios anteriores (al menos, que el padre Alfonso recuerde) los cuales, por otra parte, nunca fueron meramente pastorales sino también dogmáticos: no pueden separarse el Dogma y la Moral católica, que siempre van unidas.

Hoy nos podemos encontrar en la Iglesia con muchas cosas que nos desconciertan. Hay, por ejemplo,  ciertos movimientos dentro de la Iglesia que han sido aceptados -y promovidos incluso- por el Papa; y, sin embargo, aparecen en ellos -en sus estatutos- algunas ideas completamente discordantes con lo que siempre ha dicho la Iglesia. Como católicos lo acatamos, pero no lo entendemos. 

Consideramos que se trata de una prueba de fe, pues -entre otras cosas- la fe nos exige la obediencia a la Jerarquía, aunque no siempre se entiendan cierto tipo de actuaciones, como le ocurría también a la Virgen María, que no entendía todo lo que su Hijo hacía ... Y entonces, guardaba estas cosas en su corazón y las meditaba. 

Ciertamente Jesús no podía equivocarse. Y todas sus acciones eran las que tenían que ser. No ocurre así, precisamente, con muchos de los Papas que han gobernado la Iglesia desde su fundación. Y, sin embargo, y a pesar de todo, el cristiano no puede separarse de la Iglesia, no puede formar su propia Iglesia, no puede hacer la guerra por su cuenta. La fidelidad a la Iglesia es fundamental:  "Ubi Petrus, Ibi Ecclesia", es decir, "donde está Pedro, está la Iglesia". 

Ahora bien: dicho lo cual es preciso no perder de vista que si alguien predica a un Cristo "facilón", que comulgue con las ideas del mundo, ese tal ya no está predicando al verdadero Jesucristo, ni su "mensaje" es el de la Iglesia. "Yo predico a Jesucristo -decía san Pablo- y a éste, crucificado" (1 Cor 2, 2). Es ésta una nota esencial del cristianismo. Sin la cruz, sin el esfuerzo, sin el sacrificio, sin la entrega de la propia vida, no podemos encontrar al Señor, el cual es muy claro, en este sentido, como lo es en cualquier otro: "El que no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí" (Mt 10, 38). "Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24). 

Por otra parte, vemos cómo las Iglesias se están vaciando, vemos que hay muchos "cristianos" que no creen en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, que consideran que el pecado es algo propio de culturas antiguas ... y un largo etcétera. Es verdad que,  en gran parte, eso se debe a la existencia de malos pastores que han escamoteado la verdad a sus fieles y que los han engañado ... pero, a fuer de ser sinceros, lo cierto y verdad es que, aun así, de modo más o menos consciente, es preciso reconocer que sólo han sido engañados aquellos que han aceptado ese engaño ... por las "razones" que sean.

Los fieles de buena voluntad, en cambio, no pueden ser engañados: tales son los que conocen el auténtico Magisterio de la Iglesia de toda la vida e intentan vivir conforme a lo que siempre han creído todos los verdaderos cristianos que los han precedido. 

La regla a seguir nos la da San Vicente de Lerins, en su Conmonitorio. Esto dice: 
"En la misma Iglesia católica es necesario velar con gran esmero para que profesemos como verdadero aquello que ha sido creído en todos los lugares, siempre y por todos. La expresión suena mejor en latín: "Quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus creditum est".
Las verdades de la fe de la Iglesia, contenidas en el Catecismo para ser más asequibles a todos, están ahí y pueden ser conocidas por todo aquel que lo desee sinceramente. El que yerra, en este sentido, y es ignorante, lo es porque no ama la verdad, pues puede salir de su ignorancia si de veras lo desea. Cada uno es responsable de sus propios actos ante Dios ... y no puede escudarse en la existencia de malos pastores, como justificación de su  mala conducta.

Aquí no se discute acerca de la autoridad de la Jerarquía, la cual se acata, por supuesto ... pero en el corazón de un cristiano, que lo sea de veras, en el corazón de un católico no puede acatarse (asumirse) TODO cuanto diga el Papa de turno, sólo aquello que esté en conformidad con lo que siempre ha dicho la Iglesia. Y actuando así es como será realmente fiel a la Iglesia, a la verdadera Iglesia. No se puede pensar en la palabra de un Papa como Palabra de Dios: sus palabras son sólo infalibles cuando hablan "ex cathedra"; en otros puntos pueden estar equivocados, máxime si hablan de asuntos que no les competen, como podría ser el cambio climático o las inmigraciones, por ejemplo. Nadie está obligado a pensar, en esos temas, del mismo modo en el que lo haga un Papa, pues hablando así no actúa como vicario de Cristo, sino a título personal.

La papolatría es hoy un peligro que debemos evitar, a toda costaPor supuesto que tenemos la obligación de respeto, cariño y obediencia para con los representantes de Cristo en la Tierra, y de modo especial a los Papas, pero sin olvidar que el Magisterio de la Iglesia es uno y es único, no es propiedad de ningún Papa. Decía san Pablo: "Os escribo para que obréis el bien, aun cuando nosotros fuéramos dignos de reprobación. Pues nada podemos contra la verdad, sino en favor de la verdad" (2 Cor 13, 7-8). Y en otro lugar: "Aunque nosotros mismos o un ángel del Cielo os anunciara un Evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!" (Gal 1, 8) ... 

Todo esto son palabras que debemos grabar muy bien en nuestro corazón porque al ser palabras de la Biblia son Palabra de Dios y, por lo tanto, su auténtico autor es el Espíritu Santo. Jesucristo, Nuestro Señor, instituyó tanto la Iglesia como el Papado, siendo Pedro el primer Papa, pero nuestra obediencia es a la Verdad y al Mensaje enseñado por Jesucristo a sus Apóstoles para que lo dieran a conocer a todas las gentes, en completa y total fidelidad a lo que habían recibido.

De manera que ningún Papa, por muy Papa que sea [es un modo de hablar], puede actuar en contra de aquello que ha sido dogmáticamente definido por el Magisterio anterior. Las verdades de la fe no pueden cambiarse. Cierto que el Evangelio tiene que adaptarse a los tiempos, pero siempre en el sentido de hacer más comprensible el Mensaje, nunca vaciándolo de su contenido y cambiándolo: "Yo aseguro a todo el que oiga las palabras de la profecía de este libro: si alguien añade algo a esto, Dios enviará sobre él las plagas descritas en este libro; y si alguien sustrae alguna palabra a la profecía de este libro, Dios le quitará su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa que se describen en este libro" (Ap 22, 18-19). 

Por lo tanto, para no perdernos, hay que tener en cuenta algunas ideas:

Es doctrina perenne de la Iglesia, aunque esto hoy no se dice, que fuera de la Iglesia no hay salvación. Ésta sólo es posible por, con y en Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, a la que se nace por medio del bautismo. De ahí la importancia fundamental de expandir el Mensaje de Cristo a todo el mundo: "Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que Yo os he mandado" (Mt 28, 19-20a). "Quien crea y sea bautizado se salvará; pero quien no crea, se condenará" (Mc 16, 16). 

Si se diera una conversión de la Iglesia al mundo ... y la Iglesia se hiciera mundana, en sus documentos, aun cuando nos sigamos manteniendo dentro de la Iglesia (¡la verdadera!) no podríamos obedecer aquellos documentos eclesiales que se apartaran del sentir de la Iglesia de siempre y que supongan una claudicación hacia el mundo. De hacerlo, nos perderíamos, porque actuaríamos en contra de la voluntad de Dios. ¿Por qué? Pues porque esos documentos, aunque tengan su origen en la Curia o incluso aun cuando fueran firmados por el Papa, contradicen la Enseñanza de la Iglesia ... ante lo cual sólo podemos y tenemos que reaccionar del mismo modo en el que lo hizo san Pedro, el primer Papa, cuando dijo al Sanedrín [máxima autoridad religiosa y política en aquellos tiempos, para los judíos, como lo es hoy el Papa para los cristianos]: "Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hech 5, 29). 

Nuestra fidelidad a la verdadera Iglesia tendría que manifestarse, entonces, en la desobediencia a esas leyes "mundanas" (aunque provinieran de representantes cualificados de la Curia e incluso del mismo Santo Padre que gobernara la Iglesia en ese momento) porque no serían verdaderas leyes, al incurrir en contradicción con la Ley de Dios

Será ésta una gran prueba (¡una prueba que hoy estamos ya viviendo, aunque aún no ha llegado a su cenit!) ... que se irá manifestando con más virulencia a medida que pase el tiempo. Y, sin embargo, no debemos asustarnos pue esto es algo que el Señor nos predijo  ya que ocurriría: "Se acerca la hora en la que quien os dé muerte piense que así sirve a Dios" (Jn 16, 2) (...) "Os digo esto para que cuando llegue la hora os acordéis de ello, de que ya os lo anuncié" (Jn 16, 4).

El Concilio Vaticano II ha supuesto -de hecho- un punto de inflexión en la Iglesia en el sentido de haberse rendido ante los movimientos progresistas y  aplaudiendo todo cuanto el mundo hace. Nosotros tenemos que mantenernos en la Iglesia, pues fuera de ella no podemos salvarnos. Esta idea es esencial. No debemos olvidarla y precisamente por ello, no podemos actuar nunca en contra del Magisterio auténtico de la Iglesia, el cual no cambia ni con el tiempo ni con los diversos lugares de la tierra. Siempre es el mismo, aunque siempre nos dice algo nuevo. Su actualidad es permanente, como Palabra de Dios que es. Y por eso mismo, el Magisterio actual de la Iglesia no puede anular ni poner en tela de juicio el Magisterio anterior: "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Heb 13, 8) y sus Palabras son Espíritu y  Vida, siempre son actuales y aplicables a todos los tiempos y lugares.

No se puede diluir el Mensaje de Jesucristo para adecuarlo a los pensamientos del mundo. Si eso sucediera en la Iglesia "burocrática", nuestra pertenencia a la Iglesia no estaría relacionada con dicha "iglesia" (que no sería tal Iglesia). Tal pertenencia a la Iglesia de Cristo está intrínsecamente ligada con nuestra fidelidad al verdadero Magisterio. Ningún Papa puede cambiar el Mensaje de Jesucristo. De hacerlo no estaría cumpliendo su misión, que es la de conservar íntegro el Depósito de la Fe, que ha recibido, y transmitirlo de igual modo a las siguientes generaciones (cfr Tim 6, 14.20). 

Hoy los medios de difusión de la mentira son muy numerosos y muy poderosos. Las fake-news están a la orden del día: ¡qué raro es encontrar noticias fieles a la verdad! Siempre suelen ser medias verdades (o medias mentiras, si se quiere: mentiras, en definitiva). La mentira es la que domina hoy el mundo en el que vivimos. Una vez más se cumplen las palabras de Jesús, como no podía ser de otra manera, puesto que es Dios y no puede equivocarse: "realmente" el Diablo (padre de la mentira y de todos los mentirosos) es el príncipe de este mundo que ha entronado a la mentira (Jn 16, 11; cfr también 2 Cor 4, 4). Y, junto al Diablo, el teatro y la farsa se han introducido también en la Iglesia. 

¿Y qué es lo que tenemos que hacer, entonces, si no queremos perdernos? Bueno, la receta (si es que se puede hablar así) es antigua, en cierto sentido, pero siempre es nueva y actual en tanto en cuanto está relacionada directamente con la Palabra de Dios. Éste es el único remedio: Oración, humildad,  intento serio de seguir a Jesucristo por amor. Y luego, por supuesto, la práctica de los sacramentos.  Esto -y sólo esto- es lo único que nos puede llevar a la verdadera fidelidad a la Iglesia (¡a la auténtica Iglesia!) y, por lo tanto, a la salvación.

Por eso hay que confesarse, pues el pecado es la causa de todos los males. Es a causa de él de donde han salido los "políticos", los malos pastores, los cobardes, los malvados, los que viven según sus propios deseos, etc. La oscuridad que sufrimos se hace, a veces, muy grande, impenetrable ... pero si lo amamos seguiremos creyendo en Él.

Porque si hay algo claro es que Él no nos abandona. No estamos solos. Además, la virgen María, nuestra Madre, nos ayuda. De eso estamos seguros. Y esa es la gran razón, precisamente, por la que no podemos ser engañados si no queremos serlo. Tengamos siempre "in mente" que "la victoria que vence al mundo es nuestra fe" (1 Jn 5, 4). 

Una fe, que tiene que ser como la del centurión, y siempre consecuencia de la confianza y del amor a Jesucristo.  
José Martí

Los favorecidos por el Papa Francisco deterioran la credibilidad de la ‘tolerancia cero’ (Carlos Esteban)



El caso Zanchetta no ha podido ser más inoportuno, saltando a los medios a poco de iniciarse la reunión episcopal que deberá encontrar una solución a los escándalos de pederastia en el clero. Pero también es la enésima confirmación de que el Papa tiende a rodearse de un equipo que resta credibilidad a su política de ‘tolerancia cero’.

Los refranes no son el Evangelio; son solo sabiduría popular, a menudo acertada, pero no infalible. Afortunadamente, porque las conclusiones de aplicar a Su Santidad el refrán “dime con quién andas y te diré quién eres” nos llevarían a la desesperación.

En cualquier caso no ayudan en absoluto a afianzar la credibilidad de un pontificado que aspira a embarcar a la Iglesia universal en grandes cambios que la alejan de lo que ha sido hasta ahora, fiada en la autoridad del Pontífice, una autoridad a la que a veces parece renunciar y que otras ejerce con una minuciosidad rayana en la extralimitación de competencias.

Y, pues se nos pide que avancemos a tientas por un terreno desconocido, la confianza en la persona es aquí más importante que con otros Papas, una de las razones que hacen especialmente importante la gente de la que se rodea. Y la nómina es tan casi unánimemente desastrosa que cuesta achacarlo todo exclusivamente a un desafortunado azar.

El avezado vaticanista Marco Tosatti hace en su blog, Stilum Curiae, un repaso inmisericorde. Desde el primer día, además, o incluso desde antes, empezando por la ya célebre ‘mafia de San Galo’ que promovió su candidatura en el pasado cónclave. Sin entrar en la cuestión de si los esfuerzos del grupo fueron los responsables de la elevación de ‘su hombre’ al Papado o si sus deseos coincidieron con la inspiración del Espíritu Santo, lo cierto es que Francisco no se ha mostrado ingrato con ellos. Aparecer junto al Pontífice recién proclamado en la ‘loggia’ de San Pedro es un extraordinario privilegio que le cupo al cardenal belga Godfried Danneels, arzobispo emérito de Bruselas-Malinas.

Danneels tiene el dudoso honor de haber sido, en la primera oleada de escándalos iniciada en 2002, durante el pontificado de Juan Pablo II, el único cardenal europeo hallado culpable de encubrir un caso de pederastia. Cubrió en su día a un obispo que había abusado de su propio sobrino, llegando a hablar por teléfono con el joven para intimidarle, al punto que se cursó una petición para que no acudiese al cónclave que tanto había trabajado por manipular. Y éste es el hombre a quien el Papa no solo quiso tener a su lado en su primera presentación ante los fieles, sino que le invitó a participar en el Sínodo de la Familia.

De McCarrick no hace falta hablar mucho. Cuando Francisco llegó al Papado, el arzobispo emérito de Washington era un cardenal jubilado a quien Benedicto había pedido discretamente -punto sobradamente confirmado por el cardenal Ouellet con el evidente placet papal- que se retirase a una vida alejada de los focos, de oración y penitencia, debido a las informaciones sobre su reprobable conducta homosexualmente promiscua con sacerdotes y seminaristas. No es que el hiperactivo cardenal hiciera mucho caso, pero al menos la Santa Sede prescindía de sus servicios hasta que llegó Francisco y le puso a viajar -China, Armenia, Irán, Arabia Saudí- en delicadas misiones diplomáticas.

Otro que -este sí pública y oficialmente- fue obligado a llevar una vida retirada de oración por su sucesor al frente de Los Ángeles, el arzobispo José Horacio Gómez, fue el cardenal Mahoney, el más alto cargo implicado en encubrimientos masivos de sacerdotes pedófilos en la primera oleada de escándalos. Francisco pidió a Mahoney que le representara en una ceremonia de conmemoración en una diócesis norteamericana, evento al que sólo renunció cuando las protestas se hicieron demasiado audibles. Mahoney sigue dando conferencias y presidiendo cursos, mientras que el arzobispo que le intentó disciplinar en vano, pese a ocupar un arzobispado tan poblado y prestigioso, sigue sin recibir el capelo cardenalicio. ¿Por osar castigar a un amigo del Papa o por pertenecer al Opus Dei?

El supuestamente encargado por el grupo de San Galo para sondear a Bergoglio y conocer sus intenciones era, de estos, el más cercano al entonces cardenal argentino, el difunto cardenal Murphy O’Connor. Doctrina de la Fe, entonces en manos del cardenal Gerhard Müller, nombrado por Benedicto, investigaba unas acusaciones contra el cardenal británico según las cuales había protegido a un sacerdote pedófilo en su diócesis cuando, en mitad de una misa, Müller se vio interrumpido con el aviso de que se presentase inmediatamente en la sacristía, donde le esperaba el Papa. Allí, un airado Francisco le ordenó que detuviera inmediatamente la investigación, sin más explicaciones, a lo que el cardenal alemán accedió.

El favor mostrado desde el primer día por Francisco hacia estos personajes, de pasado cuestionable, puede disculparse por un sentido exagerado de la gratitud. Pero es que los nombramientos posteriores no han sido en absoluto mejores. Solo hay que fijarse en el coordinador del consejo asesor de cardenales y mano derecha de Francisco en Latinoamérica, el cardenal hondureño Óscar Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa. El investigador enviado por el Papa a la capital hondureña volvió con un voluminoso dossier en el que había de todo, desde multimillonarios enjuagues financieros -hablamos del país más pobre de Latinoamérica- hasta la escandalosa conducta homosexual desinhibida de su obispo auxiliar Pineda, acusado de abusos por seminaristas y que vivía en las lujosas instalaciones del obispo con su amante. Pineda tuvo que acabar renunciado, pero Maradiaga parece hecho de teflón.

Sorprendió también en su día el empecinamiento del Papa en nombrar a Juan Barros obispo de Osorno contra la opinión unánime del episcopado chileno. Las víctimas del pederasta condenado padre Karadima le hicieron llegar informes de que Barros, pupilo de Karadima, asistía aquiescente a sus abusos, y el Papa les llamó “calumniadores”. Hasta tres veces presentó Barros la renuncia antes de que Francisco, al fin, la aceptara, no sin convocar antes a todos los obispos chilenos, que presentaron colectivamente su renuncia, no aceptada.

Monseñor Ricca saltó a la noticia con un sonado escándalo homosexual, que el Papa ‘recompensó’ poniéndole al cargo de las finanzas vaticanas. Sobre Ricca, precisamente, fue la pregunta que en una de las ruedas de prensa de avión motivó una de las frases de Francisco que se han hecho más famosas: “¿Quién soy yo para juzgar?”.

Carlos Esteban

martes, 22 de enero de 2019

NOTICIAS VARIAS 22 de enero de 2019



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Vaticano mintió sobre monseñor Zanchetta (20 de enero)

Vaticano miente de nuevo: dice que no sabía “nada” a pesar de las fotos devastadoras





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lunes, 21 de enero de 2019

Recordatorios para la cumbre sobre los abusos. Para Francisco, los pecados “bajo la cintura” son “los más leves” (Sandro Magister)



> Todos los artículos de Settimo Cielo en español

*

La novedad que más sorprende, en el viaje que el papa Francisco se apresta a hacer a Panamá para la Jornada Mundial de la Juventud, es que ha querido tener en el séquito, entre sus acompañantes oficiales, al francés Dominique Wolton (en la foto), que no es un eclesiástico y ni siquiera es católico, sino un teórico de la comunicación, director de investigaciones en el Centre National de la Recherche Scientifique [Centro Nacional de la Investigación Científica], el mítico CNRS, y fundador de la revista internacional “Hermès”.

Pero sobre todo, Wolton es el autor del libro-entrevista en el que Jorge Mario Bergoglio quiso hablar más despreocupadamente, sin frenos, hasta decir por primera vez en público que se había entregado durante seis meses, cuando tenía 42 años, al cuidado de una psicóloga agnóstica de Buenos Aires.

El libro, traducido en varios idiomas, fue publicado en el 2017, reuniendo en ocho capítulos ocho conversaciones con el Papa, llevadas a cabo por el autor en el 2016. Desde entonces, en Bergoglio se ha despertado por Wolton ese sentimiento de proximidad que lo ha llevado a querer que esté muy cerca suyo en el próximo viaje. Un sentimiento afín al madurado entre Bergoglio y Eugenio Scalfari, otro campeón de los sin Dios, llamado muchas veces por el Papa para conversar, con la certeza de que después Scalfari transcribiría y publicaría, a su modo, esas conversaciones, para edificar una buena imagen de Francisco en el campo de los que no creen.

También esto forma parte del modelo comunicativo que Bergoglio ama. Porque en la entrevista con un interlocutor agregado él puede decir a un vasto público más de lo que aparece en los textos oficiales. Puede alzar el velo sobre lo que realmente piensa.

Por ejemplo, en el libro-entrevista con Wolton está explicado por qué el papa Francisco ve en los abusos sexuales cometidos por eclesiásticos no tanto un problema de moral y de sexo, sino de poder, y en particular de poder clerical, que él condensa en la palabra “clericalismo”.

Cuando Wolton le pregunta por qué ahora se escucha muy poco el mensaje “más radical” del Evangelio, que es la “condena de la locura del dinero”, Bergoglio responde:

“Es porque algunos prefieren hablar de moral, en sus homilías o en sus cátedras de teología. Hay un gran peligro para los predicadores, que es el de condenar sólo la moral que está – perdóneme la expresión – ‘bajo la cintura’. Pero de los otros pecados que son más graves – el odio, la envidia, el orgullo, la vanidad, el matar al otro, el quitar la vida, etc. – de estos se habla poco. Entrar en la mafia, hacer acuerdos clandestinos... ‘Eres un buen católico?´. Ahora págame el soborno’”.

Más adelante dice también el Papa:

“Los pecados de la carne son los pecados más leves, porque la carne es débil. Los pecados más peligrosos son los del espíritu. Hablo de angelismo: el orgullo y la vanidad son pecados de angelismo. Los sacerdotes tienen la tentación – no todos, pero muchos – de focalizarse sobre los pecados de la sexualidad, la que llamo la moral bajo la cintura. Pero los pecados más graves son otros”.

Objeta Wolton: “Pero no entendí lo que usted dice”.

Responde el Papa:

“No, pero hay buenos sacerdotes… Conozco un cardenal que es un buen ejemplo. Me ha confiado, hablando de estas cosas, que apenas alguien se dirige a él para hablarle de esos pecados bajo la cintura, le dice inmediatamente: ‘Entendí, pasemos a los otros’. Lo detiene, como para decirle: ‘Entendí, pero veamos si hay algo más importante. ¿Rezas? ¿Buscas al Señor? ¿Lees el Evangelio?’. Le hace entender que hay errores más importantes que aquéllos. Sí, es un pecado, pero... Le dice: ‘Entendí’, y pasa a otro. En oposición a esto hay algunos que cuando reciben la confesión de un pecado de género preguntan: ¿‘Cómo lo has hecho, cuándo lo has hecho, cuántas veces?’… Y se hacen una ‘película’ en su cabeza. Pero éstos tienen necesidad de un psiquiatra”.

El viaje del papa Francisco a Panamá tendrá lugar a menos de un mes de la cumbre en el Vaticano de los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo, convocada para acordar líneas comunes que permitan afrontar los abusos sexuales. Esta cumbre está programada del 21 al 24 de febrero.

Será interesante ver, en esa cumbre, cómo conciliará Francisco su minimización de la gravedad de los pecados mortales que él define “bajo la cintura”, con el énfasis de los abusos de poder de la casta clerical, muchas veces estigmatizada por él como causa primera del desastre.

No sólo eso. Se entenderá además en qué medida su minimización de los pecados del sexo – y de las prácticas homosexuales difundidas entre el clero – explica sus silencios y sus tolerancias frente a casos concretos de abusos, por obra de eclesiásticos también de alto nivel, apreciados y favorecidos por él:

> Francisco y los abusos sexuales. El Papa que sabía demasiado

Es ejemplar, a este propósito, el caso del obispo argentino Gustavo Óscar Zanchetta, del que Bergoglio fue también confesor y al que promovió en 2013 como obispo de Orán y al que llamó a Roma, en diciembre de 2017, a un cargo de importancia en la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, a pesar de que en dos ocasiones, en 2015 y en 2017 – como documentó el 20 de enero la Associated Press –, llegaran desde su diócesis, al Vaticano, acusaciones por su mal comportamiento "bajo la cintura", con jóvenes seminaristas; el Papa le pidió, también en dos ocasiones, que diera cuenta de dichas acusaciones, para quitarle al fin de la diócesis, pero promoviéndole a un cargo de mayor importancia, lo que indica que consideraba irrelevantes, «ligeros», esos comportamientos:

> Ex-deputy to Argentine bishop says Vatican knew of misdeeds
Sandro Magister

Omella y los silencios selectivos (Carlos Esteban)



El cardenal Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, ha escrito una carta pastoral contra el tráfico de personas dedicadas a la prostitución, deplorando un silencio que realmente no existe. Admitámoslo, no es difícil condenar la trata de blancas; el silencio atronador de los prelados es otro.

“Queridos hermanos y hermanas, es necesario que esta realidad silenciada nos sacuda y conmueva”, escribe el cardenal Omella en su última carta dominical. “Es necesario que, en la medida en que podamos, no seamos cómplices de este silencio”. Pero, no, no se emocionen, no va a hablar de los casos de encubrimiento de la pederastia clerical que asola la Iglesia, sino de las redes de prostitución forzosa.

“El mercadeo con seres humanos es una actividad económica ilegal, que a menudo observamos desde la distancia, aunque la tenemos muy cerca”, se lamenta. “Tristemente hay un gran silencio sobre este gran drama que afecta directamente a muchas personas, pero que, en realidad, también afecta a toda la sociedad”.

¿Y qué tiene de especial, podrán preguntarse, que un prelado católico deplore la prostitución forzosa? ¿No es acaso una lacra espantosa y profundamente inmoral? Sí, claro, naturalmente. De hecho, lo es para todo el mundo, y eso es lo que hace característicos los mensajes de nuestros prelados hoy: que defienden lo que todo el mundo defiende y se oponen con firmeza a lo que no defendería nadie en su sano juicio. Es decir, es ir a lo seguro, como pescar en un barril; recordar lo que apenas nadie necesita que le recuerden, lo que es ya un grave delito y lo que no hace falta que la Iglesia condene especialmente porque nadie pone en duda su carácter indignante e inmoral.

De hecho, si algo resulta cuestionable en la carta de Omella es esa referencia al asunto como “realidad silenciada”. Cualquiera puede comprobar que es objeto de reportajes y denuncias en prensa, radio y televisión. Si la Iglesia estuviera para decir estas cosas, nos tememos que sería redundante, como lo es cuando insiste en la urgencia de adoptar medidas contra el Cambio Climático o jalear por una apertura de par de par de las fronteras a la inmigración masiva: se piense lo que se piense de estas cuestiones, son ya obsesiones de los grandes grupos mediáticos de todo Occidente, y la Iglesia tiene poco o nada especializado que aportar.

Ya nos hemos referido otras veces que lo que la Iglesia ha dado tradicionalmente al mundo es el espíritu de profecía, que consiste en decir de forma especialmente insistente a cada época lo que no quiere oír; no el bien que ya hace, sino el que ignora; no el mal que condena, sino aquel al que llama “bien”. Por eso es desalentador oír a nuestros prelados usando su púlpito para repetir lo mismo que cualquier puede leer en la página editorial del New York Times o de El País, bueno o malo. La Iglesia nunca puede ser irrelevante, pero el mensaje de su jerarquía, sí; de hecho, ya lo es en su mayor parte.

Porque si de silencios hablamos, es notable comprobar el de nuestros obispos en todo el mundo, verdaderamente sepulcral, ante los escándalos de encubrimiento de sacerdotes pederastas o la evidentísima extensión de redes homosexuales en el clero. En la Iglesia de Francisco, la Iglesia sinodal, democrática, transparente y participativa, llama la atención que todos los sucesores de los Apóstoles actúen tan al unísono como soldados en un desfile.

Las iglesias se vacían a un ritmo alarmante, Occidente se descristianiza a marchas forzadas, en la Curia bulle un mundo aparte del mundo, una atmósfera enrarecida y opaca de rumores y secretos. Puestos a condenar, sí, mejor tirar por algo facilito, como la prostitución forzosa, que no va a molestar absolutamente a nadie. Ni a los propios proxenetas.
Carlos Esteban

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Miguel Aranguren: “Como novelista, creo en el hombre y su proyección al bien” (Gonzalo Altozano)



Lo dice San Juan al final de su Evangelio: “Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relatara detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían”. Uno de esos libros de los que habla el evangelista lo acaba de firmar Miguel Aranguren. Se trata de ‘J.C. El sueño de Dios’una novela de 700 páginas y siete años de trabajo. Con ella el autor ha viajado hasta el siglo I de nuestra era, calzándose las sandalias de personajes imposibles y, sin embargo, reales y regresando solo él sabe si con más certezas y menos preguntas de las que partió, o al revés. La novela, en cualquier caso, pasa a engrosar la lista de un autor que, indiferente al éxito o el fracaso, sigue teniendo claro después de tantos años porque se sienta cada mañana frente al folio en blanco.
¿En qué momento empezaste a juntar palabras para contar historias?
Supongo que empecé a narrar muy pronto. En la nebulosa de algunos momentos de la infancia me veo con un lápiz en la mano, mezclando dibujos y palabras. Mejor aún, pidiendo a mis hermanos que me escribieran el interior de los bocadillos que salían de la boca de mis personajes porque aún no sabía escribir.
Eso los primeros años. ¿Y después?
Después el proceso fue más o menos natural: a los 10 años me ovacionaron en clase después de leer una redacción bastante maniquea acerca de ser feliz sin necesidad de consumir, y pensé que aquel éxito me gustaba; a los 13 o 14 descubrí la literatura de Miguel Delibes y entonces comencé a ejercitarme con la mayor de las inocencias, porque no me paré a pensar que de esto pudiera hacerse un oficio o una carrera.
¿Ah, no?
Ni siquiera entraba en mis planes convertirme en escritor; es más, nunca tuve claro a qué podría dedicar mi madurez: quise ser payaso, misionero, aventurero, torero, pintor, dibujante de tebeos, escultor…
Ya vas teniendo edad para hacerte una idea de lo que quieres ser.
Pues sigo sin saber en qué terminaré convertido, porque pico de todo y me distraigo con todo. De hecho, y sin pretensión de ningún tipo, me encantaría que el día durase más, mucho más, para hacer todo lo que me golpea en el pulso. Pero hablábamos del escritor.
Hablábamos del escritor, sí.
Que no existe hasta que cuenta con algún lector desconocido. Y eso me llegó a los 19 años recién cumplidos, cuando publiqué mi primera novela, Desde un tren africano.
El auténtico origen de tu aventura literaria.
Una especie de milagro que me abrió puertas que no correspondían a mi edad ni a mi poquísima experiencia literaria. Es la memoria de un viaje en el que descubrí que soy hijo de Dios en un entorno donde se mezcla la miseria y el Edén. África y su mal, ese veneno que te hace enloquecer de melancolía ante la evocación de lo que allí viviste.
Dios de alguna manera presente en tu primera novela y Dios totalmente presente en la última, empezando por el título.
J.C. El sueño de Dios.
Enseguida vamos con la novela, pero respóndeme antes: ¿eres un escritor católico?
Yo soy cristiano, no un novelista cristiano. Nos sobran los adjetivos; de hecho, de nosotros deberían hablar solo los libros. A pesar de que mi última novela sea una novela protagonizada por Jesús de Nazaret, no me atrevo a arrogarme un propósito evangelizador, que dotaría a mi trabajo de un aire clerical que detesto.
Entonces, tu novela está abierta a más de un público.
La novela no está escrita para el lector cristiano, porque es todo menos una novelita pía. Cabe la posibilidad, incluso, de que algunos lectores se lleven las manos a la cabeza, sobre todo aquellos que recrean los tiempos evangélicos como un belén de azúcar. En este sentido, puede llegar a ser una novela desconcertante, ya que el narrador se cuela en momentos desconocidos o poco recreados de la vida de Jesús y de las personas de su entorno.
Pero, ¿por qué una novela sobre Jesucristo?
La novela se gestó en dos fases. La primera, en el transcurso de una comida con un amigo que trabajaba con adolescentes. Me habló del desconocimiento por parte de las nuevas generaciones de las raíces de nuestra civilización. No saben más allá de unas ideas vagas, de unos tópicos quién es Jesús, eje y origen de la Historia. No lo reconocen ni siquiera en la imaginería, lo que demuestra una tristísima y elocuente ignorancia, muy superior a la de aquellos tiempos antiguos en los que las letras eran exclusivas de nobles y clérigos. Y sin embargo…
¿Sin embargo?
Como en todas las épocas, hay hambre de Verdad y de decisiones radicales vinculadas a Jesús: hace unos días he sabido del ingreso de una muchacha (guapa, lista, políglota, con carrera universitaria y empleo) en un convento de clausura. Pero hablábamos de las fases de gestación de la novela.
La primera ya la has contado.
La segunda coincidió con la Jornada Mundial de la Juventud que reunió en Madrid, durante el mes de agosto de 2011, a cientos de miles de jóvenes de todos los lugares del mundo. Me pregunté qué motivos les habían animado a tomar sus mochilas y recorrer miles de kilómetros para reunirse con un frágil anciano vestido de blanco.
¿Qué explicación hallaste?
Esa misma hambre de Verdad. Benedicto XVI era una representación de Cristo, que se hizo presente en la adoración eucarística más sobrecogedora de la Historia, cuando por la noche se disipó un huracán rabioso que acababa de azotar el cerro de Cuatro Vientos ante la custodia de la Catedral de Toledo, que ostentaba a Jesús en la eucaristía.
En resumen.
Jesucristo es tan actual como siempre, porque despierta la misma necesidad de conocerle que a los hombres de cada una de las etapas de la Historia desde, incluso, muchos siglos antes de que Él naciera. Y como soy novelista, me convencí de que merecía un acercamiento a través de la novela.
No serás un novelista católico, mucho menos un autor de novelitas pías, pero esto que cuentas casa mal con un propósito puramente narrativo.
Antes de responder, quisiera decirte que cada vez estoy más convencido de que somos narrativos. De hecho, nuestro día está cuajado de narraciones: lo que nos cuenta la radio de camino al trabajo, los chascarrillos de la oficina, las anécdotas que compartimos en el almuerzo, las batallas de los hijos en el colegio o en la universidad, la conversación con nuestros cónyuge, el rato que pasamos disfrutando de una película o de una serie, la foto que colgamos o la que vemos en las redes sociales, la llamada de teléfono…
¿A dónde quieres llegar?
A que si la vida se quedara en lo pragmático, en la orden, en el cumplimiento, en la gestión… sería insoportable. Por eso necesitamos contar y que nos cuenten. Y ahí se esconde el germen de todo escritor: la necesidad de narrar la experiencia liviana y la profunda. Y si a eso añades el amor a la palabra, la búsqueda de equilibrio, la inquietud por la belleza, por la verdad…
¿Entonces?
Entonces el escritor está servido. Siempre y cuando su oficio sea, además, la consecuencia de muchísimas lecturas. A escribir no se aprende leyendo wasaps, coletillas para las imágenes de Instagram, titulares de prensa digital ni nada parecido. Es necesario llegar a los buenos libros, a las buenas novelas, a los clásicos de todos los tiempos, también del nuestro.
Y una vez rota esta lanza a favor de la narración.
No sería cierto si afirmara que mi propósito es estrictamente narrativo. Soy un narrador pequeño; mi calidad literaria tiene muchos límites, supongo, pero es a través de mis novelas como doy a conocer mi modo de entender la vida. Esto mismo les ocurre a todos los escritores que son honestos. Y más a aquellos que están comprometidos con un ideal. Quiero que mis novelas estén al servicio del lector.
¿De qué manera?
Quisiera que mi literatura sirviera, de alguna manera, para el dibujo de un mundo distinto en el que la inmediatez, los resultados, este ir y venir desaforado de un sitio a otro, foto va foto viene, no fuesen óbice para mirarnos a los ojos. Además, quiero transmitir algunos elementos que hacen la vida mejor, feliz, trascendente, pero desde un prisma distinto al que ha copado la cultura occidental de los dos últimos siglos.
¿O sea?
Creo en el hombre y su proyección al bien. Creo en la misteriosa razón que da sentido a todo lo que nos acontece. Creo que la vida siempre es susceptible de mejorar, a pesar de que no soy un optimista compulsivo (leo el periódico, me siento a ver un telediario y se me cae el alma a los pies), porque cada uno de nosotros somos capaces de realizar muchos pequeños gestos positivos al día que, sumados, dan un resultado que hay que tener en cuenta.
Y por si todo esto fuera poco…
Estoy convencido del papel que juega la cultura en la construcción de una sociedad. Ahora mismo somos un caldo que mezcla individualismo, anonimato y globalización, tres elementos desazonadores. Es posible que de cada uno de ellos podamos sacar algún aspecto positivo (la manida lección de que internet, por ejemplo, puede utilizarse de una manera correcta), pero la suma no me gusta porque rompe los lazos con todo lo anterior, con eso que llamamos civilización occidental.
Vamos uno a uno: individualismo.
Evita el amor por el pueblo, por las raíces, la búsqueda de un futuro común, el esfuerzo por mejorar aquellas situaciones que nos afectan a muchos. El rechazo de los jóvenes al compromiso, al matrimonio, a la llegada de los hijos (es decir, su resolución a vivir solos, a morir solos), es la terrible consecuencia de una cultura hedonista.
Algo parecido sucede con el anonimato, ¿no?
Característico de la vida en las grandes ciudades. No sé quién es mi vecino y no me importa no saberlo. Es más, no saberlo me garantiza no tener que atenderle, evitándome problemas. El campo se ha abandonado, y con él la enseñanza de la naturaleza, que hoy se comprende como un parque temático por el que hay que pagar una entrada. Muy pocos saben en qué posición saldrá la luna al caer la noche, ni los efectos que tiene el astro en el devenir de la Tierra. No nos interesa.
¿Y la globalización?
Individualismo y anonimato son la consecuencia de la democratización de la cultura y su banalización, del arte como producto de consumo, una multinacional ética y estética gracias a la cual se han globalizado las costumbres. Mejor dicho, se han universalizado ciertas costumbres de ciertas sociedades, en detrimento de la tradición, del acerbo de los pueblos.
Hablabas antes del papel de la cultura en la construcción de una sociedad.
La cultura es una función propia de las élites, aquellas personas que tienen capacidad para imponer un estilo determinado de vida. La dejación en su liderazgo es una cobardía, como cobarde es el adulto responsable de pinchar el sueño de sus hijos. Para muchas cosas la vida es larga, y poco importa lo que se haya estudiado (salvo, quizás, en el caso de las profesiones técnicas) frente a las posibilidades que nos depara el futuro.
¿Te refieres a esos hogares, vamos a mal llamarlos conservadores, donde no hay inconveniente en que los chicos se aficionen al arte y la cultura, siempre que no se lo planteen como una vocación vital?
Esos hogares de los que hablas no soportan la falta de control parental respecto a las decisiones que toman los hijos, especialmente las relacionadas con los estudios. Para muchos padres el arte y la cultura siguen siendo espacios de hambre, peligrosos, con sesgos ideológicos y hasta con la sombra del escándalo. Muchos conducen a sus hijos al éxito, interpretado solamente en parámetros económicos y de poder, un éxito que creen garantizado después de haber costeado una universidad de pago.
A la vista está de que tus mayores no pincharon ese sueño tuyo de ser escritor; tus mayores y tampoco tu mujer.
Sin la participación de mi mujer, no podría haber llevado a cabo mis proyectos. Ella me permite vivir por y para mi arte(parezco una flamenca…), y a la vez me ayuda a ser realista. Ella debió de valorar que no reunía el perfil de un triunfador, que no soy hombre de acción, de negocios y arriesgadas empresas. Y me quiso así, lo que ha permitido que nuestra vida sea algo distinta a la habitual.
¿Cómo de distinta?
Mis hijos tienen un padre sin jefe, que no ficha ni recibe pagas extraordinarias ni cestas de Navidad. Tienen un padre que puede llevarse el trabajo a cuestas, y por eso disfruta de un verano más largo que las tres o cuatro semanas preceptivas. Y es un padre que, además, se embarca en aventuras curiosas.
Por ejemplo.
Un viaje anual a Kenia, para pintar frescos en las iglesias pobres; distintos pasajes a la India o a Perú para ambientar diferentes novelas; un tiempo vivido en un zoológico por exigencias de un argumento; una pasión desmedida por los animales, la talla en madera, la pintura a la acuarela y el acrílico, así como por los toros, la Fiesta, el último reducto de los héroes.
Ante eso, ¿qué piensan tus hijos de ti?
Cuando eran pequeños, presumían ante sus amigos de tener un padre famoso. Sofía, la pequeña, todavía tiene la sencillez inconsciente para vender mis libros a cualquiera. Pero crecen, claro, y aunque son maravillosos y preguntan por la marcha de mis proyectos, han normalizado todo lo que llevo entre manos.
Entre lo que se encuentra, Excelencia Literaria, una arriesgada empresa, por más que digas que no eres hombre de acción.
Cuando publiqué mi primera novela, a los 19 años, me invitaron a numerosos foros para hablar de su génesis. Esto me ayudó a mantener contacto con otros jóvenes que también escribían. Llegaron nuevas novelas y más encuentros (conferencias, tertulias, cursos…), en los que chicos y chicas menores que yo me pedían que leyera sus escritos e, incluso, me manifestaban el deseo de vivir una experiencia parecida a la mía.
Fue pasando el tiempo…
… y se hizo habitual la manifestación de ese deseo, así como mi frustración al no poder indicarles qué hacer para mejorar su escritura y mucho menos para publicarla. Fue entonces cuando ideé Excelencia Literaria. Para sacarlo adelante renuncié a muchas seguridades y de nuevo conté con el aval de mi mujer.
¿Cómo funciona?
Muy sencillo. Visito colegios de España, México y Perú en busca de chicos y chicas que, a la edad en la que encontré mi vocación literaria, quieran contar con mis consejos, con mis correcciones, para mejorar su escritura de relatos breves y artículos de opinión. Es un método de trabajo muy exigente para ellos y para mí.
¿Y merece la pena?
En estos 15 años se acumulan sucesos que me hacen creer que sí.
A ver.
Desde participantes que han optado por carreras universitarias de Humanidades, a otros que están trabajando en editoriales, o aquellos que estudian cine al tiempo que realizan sus primeros cortometrajes, o aquellos que se dedican a la enseñanza escolar y universitaria, o aquellos que siguen escribiendo y publicandomientras trabajan en ámbitos tan distintos como la medicina, la empresa o el derecho, y sobre todo aquellos que han publicado sus primeros libros.
¿A todos ellos les contaste la ‘cara b’ del oficio de escribir o solo la parte buena?
El proceso creativo de una novela es muy complejo y largo, a veces desesperante cuando no se logran cumplir los plazos de entrega porque la historia todavía no nos pide un final. Por si fuera poco, el éxito, como en cualquier otra actividad, no lo tenemos asegurado.
A ti no te ha ido mal del todo, en el sentido de que vives de lo que escribes.
Al menos lo intento, por más que sea una utopía. Aunque este vivir es doble. Por un lado está lo fungible, los ejemplares vendidos, los derechos de autor, el pago por conferencias, artículos y ejercicios varios. Y por otro la necesidad de relatar, que también es un modo de vivir de la escritura.
¿Y la frustración?
Unas veces la sientes por no haber satisfecho las aspiraciones de algunos de tus lectores. Otras, por la incomprensión de un editor o el desdén de aquellos que antes apostaban por ti. Pero las más de las veces, el desaliento tiene que ver con la tensión creativa, con la dificultad de traducir en palabras una idea, una escena.
Esto qué es, ¿un lamento?
No tengo derecho a quejarme, ya que si publicar y vender es casi imposible, publicar, vender y gustar es casi una utopía que se cumple cada vez que alguien me confiesa su experiencia con cualquiera de mis novelas. Esos momentos lo compensan todo.
¿También el esfuerzo narrativo?
Cuando finalizo una novela, siento que lo he contado todo, que no me queda nada en mi interior. Y me entran sudores fríos, como si mi oficio de pronto hubiese perdido su razón de ser.
¿Qué hacer?
Eso mismo me pregunto. Porque el tintero se me ha quedado vacío, seco. Pero de pronto pasa por delante de mis narices un hilo volador, puede que meses después del último punto final, incluso que necesite un año para darme cuenta, pero el hilo está, y con él la historia. Me corresponde observarlos, preguntarle, tirar de él… Sé que me llevará a un nuevo universo literario. Y entonces da comienzo el fatigosísimo proyecto de construir una nueva novela.
Gonzalo Altozano