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sábado, 9 de febrero de 2013

CIENCIA Y VERDAD (y IV)


POSIBILIDAD DE LA CIENCIA COMO CONOCIMIENTO

Nos hacemos ahora la siguiente pregunta: ¿Puede el pensamiento llegar a conocer, efectivamente, la realidad material? Existe un prejuicio que hace de la materia una realidad impenetrable por la inteligencia, prejuicio que tiene como trasfondo el dogma dualista de la separación absoluta entre el espíritu y la materia, dualismo muchas veces inconsciente y fuertemente arraigado en la conciencia occidental desde Descartes.

Sin embargo, la mejor manera de abordar un problema es considerar todos sus datos sin ningún tipo de prejuicios. Por lo tanto, si la ciencia, como así ocurre, nos descubre en la naturaleza una profunda inteligibilidad, sería anticientífico declarar a priori que ese hecho es contradictorio e incomprensible. Por el contrario, el hecho de que la materia sea pensable debe ser considerado-sin ningún tipo de ideas preconcebidas- como el único punto de partida que hace posible una investigación ulterior.

Son varias las cosas que han de ser tenidas en cuenta. De un lado, el hombre de ciencia cree en la existencia de un mundo exterior, con el que puede entrar en diálogo y descifrarlo. De otro lado, como resultado de ese diálogo, el esfuerzo científico desemboca en unas teorías que parecen muy alejadas del mundo real. Y, no obstante, a pesar de su gran abstracción, no se trata de teorías ilusorias, al margen de la realidad. No son puras construcciones del espíritu humano, pues su aplicación a lo real concreto está, de hecho, transformando el mundo.


Louis de Broglie, uno de los máximos representantes de la Física Moderna, hace, por ejemplo, afirmaciones como ésta: "Lo maravilloso del progreso de la ciencia es que nos ha revelado que existe una concordancia entre nuestro pensamiento y lo real". La conclusión a la que se llega parece, pues, bastante clara: la materia se deja penetrar por el pensamiento, puede ser conocida; lleva en sí la capacidad de ser pensada y comprendida. El esfuerzo del científico queda así suficientemente justificado y recompensado. De lo contrario no tendría ningún sentido.

LÍMITES DE LA CIENCIA

El último punto a considerar, de gran interés, es el relativo a los límites propios que tiene la ciencia, límites que deben ser considerados para situar a la ciencia en el lugar que le corresponde, sin denigrarla por ello, ni muchísimo menos, pero tampoco haciendo de ella un ídolo y endiosándola como si ella fuera capaz de resolver todos los problemas y satisfacer todos los deseos de la persona humana.

Debido a su propio método de acceso a la realidad, la ciencia nos revela sólo lo real material y en su aspecto cuantitativo. El problema surge cuando no se admite que pueda existir algún otro modo, diferente y válido, para acceder a lo real (que no sea utilizando el método científico). Desde esa perspectiva sólo sería real aquello que pudiera ser reducido a números, pero tal reducción es una simplificación que ignora la riqueza de lo real y es, por lo tanto, falsa. Es evidente que, si la ciencia experimental ha nacido parcelando la realidad y considerando sólo el aspecto cuantitativo de la misma, no puede tener una pretensión de explicación total. Cuando tal cosa ocurre, lo que es bastante frecuente, la ciencia se está saliendo de su cometido como tal ciencia, erigiéndose en metafísica. Pero ésa no es su misión. Este fenómeno es conocido como cientifismo o ciencismo. La ciencia, en sí misma, es ajena a él.


Algunos científicos, sin embargo, caen en el error del cientifismo. Pero es conveniente tener las ideas bien claras, pues lo cierto es que el error que cometen no se debe a su condición de científicos sino a su modo personal de interpretar los resultados a los que llega la ciencia, absolutizándolos. Una posible causa de este modo de actuar, que podríamos llamar "psicológica" (por llamarla de algún modo), habría que buscarla en el hecho constatado de que la sola explicación científica de cualquier cosa deja a la persona insatisfecha. ¿Por qué? Pues porque la mente humana, por su propia conformación, aspira a poseer un conocimiento completo -y no parcial- de las cosas: es éste un aspecto muy importante para el desarrollo de toda persona, como tal persona.

Lo honesto en un científico es dar a los resultados de sus experiencias el valor que realmente tienen, admitiendo que existen otros modos, también válidos, de acceder a una misma realidad. No es propio de un científico honrado pretender que la visión que proporciona la ciencia, como modo particular de encuentro con el mundo, es la única posible, ignorando que existen otras maneras, reales también, de comprender el mundo.

El hecho mismo de reflexionar sobre la ciencia, que es precisamente lo que yo estoy haciendo en este estudio, no es propiamente ciencia, pues no se utiliza el método científico en esta reflexión. Cuando un científico reflexiona sobre su propia disciplina objeto de estudio no lo hace ya como tal científico; es decir, no hace uso del saber científico sino que acude a otros saberes. Tales pueden ser su propio buen sentido, con los riesgos a los que se expone al hacerlo así (como prejuicios, falta de sentido crítico,...) o bien el saber filosófico y, concretamente, la rama de la filosofía que se conoce como Filosofía de la Naturaleza.

La apertura del científico a otro tipo de saberes diferentes del saber científico, y válidos igualmente, al mismo tiempo que lo perfecciona como persona (ser, por definición, esencialmente abierto a la verdad, independientemente de las formas que ésta adopte) hace patente, de una manera "vivencial", si podemos expresarlo así, los límites propios del saber científico.


Y, además, existe cierto tipo de realidades que quedan fuera del alcance de la ciencia; por ejemplo: la libertad no tiene ningún sentido para la ciencia, no porque no sea real, sino porque su realidad, científicamente hablando, no tiene sentido. La libertad sigue siendo un hecho, una realidad. Por supuesto que sí; pero en un sentido completamente diferente del que la ciencia entiende como realidad. De hecho, los más graves problemas humanos superan el alcance de la ciencia. No es misión de la ciencia, por poner algún ejemplo, promover amor y esperanza en los corazones de las personas, enseñar el sentido de la vida, etc.

La ciencia, por sí sola, no puede satisfacer todas las exigencias de la persona humana. Hacer esta afirmación no significa, en absoluto, condenar a la ciencia. Lejos de mí tal propósito, por lo demás absurdo: la ciencia es fundamental para el progreso humano. Ahora bien, dicho lo cual, no debe perderse de vista que la ciencia no puede ni debe ser endiosada. Aquí se la considera en el punto en el que debe estar; o sea, como un modo, muy importante, sin duda, pero no único, de acceder a la realidad.

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Cito, a continuación, la bibliografía en la que me he basado para confeccionar este artículo:

  1. Artigas, Mariano: "Ciencia, Razón y Fe"
  2. Aubert, J. M. : "Filosofía de la Naturaleza"
  3. Cardona, Carlos: " Metafísica de la opción intelectual"
  4. García Morente, Manuel: "Fundamentos de Filosofía"
  5. Gilson, Etiénne: "El realismo metódico"
  6. Gutiérrez Ríos, Enrique: "La ciencia en la vida del hombre"
  7. Millán Puelles, Antonio: "Fundamentos de Filosofía"
  8. Zubiri, Xavier: "Naturaleza, Historia, Dios"

viernes, 8 de febrero de 2013

MATRIMONIO


Es éste un vídeo de HO muy interesante que, sin discriminar en absoluto a los homosexuales, llama a las cosas por su nombre. Sólo el matrimonio como institución de origen divino y, por lo tanto, natural, es propiamente matrimonio: Muy bien argumentado.


sábado, 2 de febrero de 2013

CIENCIA Y VERDAD (III)


Con relación a los dos tipos de ciencias a los que nos hemos referido, las ciencias experimentales y las filosóficas, está claro que hay algo en común entre ellas. En ambas se busca la verdad de las cosas, cada una con su propio método, pero siempre a la luz de la razón.

Pues bien: existe una tercera clase de ciencias: las ciencias teológicas. Si hubiera que dar de ellas una definición, ésta es análoga a la de las ciencias filosóficas, o sea, estudio de la totalidad del ser, atendiendo a sus causas últimas, incluyendo aquí el origen y el sentido de todo lo que es; sólo que, en este caso, el conocimiento adquirido se tiene utilizando como dato cierto y punto de partida, la luz de la Revelación; o la luz de la fe, que viene a ser lo mismo. Por razones obvias, podemos decir, igual que hacíamos con la filosofía, que no toda teología es ciencia teológica: lo es únicamente si acepta, como real, el punto de partida que la hace posible, o sea, la verdad íntegra de la Revelación, sin excluir nada de ella.

La existencia de Jesucristo es un hecho histórico que nadie puede negar. Evidentemente, si la Ciencia Teológica toma como punto de partida el Dato Revelado, es decir, que Dios se ha hecho realmente hombre en Jesucristo y que ha fundado su Iglesia, su verdadera y única Iglesia, que es la Iglesia Católica, dando sentido a todo cuanto ha sido, es y será, no cabe duda de que para hacer ciencia teológica se requiere, necesariamente, de la fe (como se ha dicho). Es a la luz de la fe cuando el conocimiento de la verdad se enriquece infinitamente.

Por eso podemos hablar de Ciencia, y hacerlo de modo riguroso, si nos referimos a la verdadera Teología, pues como se dijo al principio es lo propio de toda ciencia el conocimiento de la verdad. No importa el método usado, en realidad, si la meta de toda auténtica ciencia es la verdad. Conviene no olvidarlo. Si el grado de verdad conseguido, haciendo uso del dato Revelado, es superior al que se obtiene haciendo uso solamente de la razón, habremos de concluir que, incluso como Ciencia, la Teología es superior a la Filosofía. Como diría Santo Tomás de Aquino, lo sobrenatural supone lo natural como base y, además, lo perfecciona. En otras palabras, la fe no se opone a la razón, sino que la supone y la conduce a su plenitud. Dicho lo cual, sin embargo, y para evitar confusiones, en lo que sigue, cuando usemos la palabra ciencia nos estaremos refiriendo exclusivamente a las ciencias experimentales, pues tal es el uso que se da comúnmente a dicha palabra.

¿QUÉ SE ENTIENDE POR CIENCIA?

Subjetivamente, la ciencia es un saber acerca de las cosas, pero no cualquier tipo de saber, sino un saber sistemático. Es decir: no sólo se sabe algo sino que se sabe también el porqué de ese algo que se sabe. Es bien conocida la clásica definición de ciencia como "conocimiento cierto por sus causas". Es precisamente en este sentido en el que, con frecuencia, se dice que el estudio debe ser una actividad científica: el que estudia debe esforzarse en obtener un saber sistemático.

Desde un punto de vista objetivo, la palabra ciencia designa un conjunto de "proposiciones" o afirmaciones sobre la realidad, a las que podemos llamar verdades científicas. Éstas aparecen siempre como conclusiones o resultado de algún tipo de demostración, estando, además, relacionadas entre sí de una manera lógica. Considerada de este modo, la ciencia es un sistema. Las demostraciones, en sí mismas, no forman parte de la ciencia, aunque son necesarias para su construcción.

En la actualidad se suele llamar también ciencia a un conocimiento ordenado de algún aspecto de la realidad, aunque no se sea capaz de llegar a conocer sus "porqués". Tal es el caso de la Botánica, la Zoología, la Historia, etc. No obstante, atendiendo a la definición de ciencia, aunque se les llame ciencias, en rigor no lo serían, al no ser capaces de dar una explicación de aquello que describen. De hecho, para evitar equívocos, se las suele conocer normalmente como ciencias descriptivas.




PRINCIPIOS DE LA CIENCIA

Antes de seguir avanzando, en esta breve exposición, conviene recordar que existen unos principios,  conocidos como principios de la ciencia o primeros principios, sin los cuales ninguna ciencia sería posible. Nos estamos refiriendo aquí a aquellos juicios evidentes e inmediatos, acerca de la realidad, que toda persona posee de modo natural, perteneciendo a lo que suele denominarse sentido común. Se trata de certezas, que evidencian salud mental en quien las posee como tales certezas y que no admiten ningún tipo de discusión. A modo de ejemplo, citaremos tres de ellos: 1) El principio de objetividad del mundo exterior: Las cosas están ahí, independientemente de que sean o no pensadas por mí. 2) El principio de identidad: Toda cosa es idéntica a sí misma. 3) El principio de no-contradicción: Una cosa no puede ser y no ser, al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto.

Estos principios tienen un doble carácter. Son, a la vez, originales y originarios. Originales, pues no existe ninguna demostración previa por medio de la cual se llegue a ellos. Y originarios en el sentido de que toda demostración, aunque sólo sea de modo implícito, debe tenerlos en cuenta. Negarlos equivaldría a negar la misma ciencia, de la cual son soporte.

Si se admite que sólo es verdad aquello que se puede demostrar o, dicho de otro modo, si se identifican verdad y verdad científica, se llega a una contradicción. Una posible demostración "por reducción al absurdo" podría ser ésta: 

1. Partimos de que la ciencia existe y de que, como tal ciencia, está formada por verdades científicas (verdades demostrables).
2. Consideramos que no existe otro tipo de verdades que las científicas y que cualquier verdad, para poder serlo, ha de poder demostrarse.

Pues bien. Consideremos que dicha hipótesis inicial es cierta. Y supongamos, por ejemplo, que A es una verdad científica. Por la propia definición de verdad científica, A debe poder ser demostrada. Se requiere de otra verdad científica B, en la cual debe apoyarse. Claro que B, por idénticas razones, necesita de otra verdad C, y ésta de otra D, ...,  Y así,  ¿hasta cuando?  Se trataría de un proceso sin fin, pues partimos de la base de que no existe ningún tipo de verdad que no sea científica. La conclusión a la que se llega, haciendo uso de la Lógica, es la de que, al no haber un punto de partida inicial que sea verdad, sin más, resulta que todo ese conjunto de verdades demostradas es una quimera, pues no tiene ninguna base firme en la que poder apoyarse. 

Curioso: Partiendo de que la ciencia existe y está formada por un conjunto de verdades científicas, y considerando, como hipótesis de trabajo, que sólo estas verdades científicas son verdad, llegamos a la conclusión de que ninguna de ellas es verdad,  pues nada puede ser demostrado, en rigor. Y si eso es así, no habría, entonces verdades científicas, de modo que no existiría la ciencia. Pero, ¿cómo es posible que, simultáneamente,  exista y no exista la ciencia? Al identificar verdad con verdad científica incurrimos en una contradicción. Puesto que dicha identificación es falsa, al conducir a conclusiones absurdas, debe ser cierta la contraria, a saber: Existen verdades evidentes e indemostrables que, no siendo, por lo tanto, científicas, son, sin embargo, verdad. Tales son, precisamente, los primeros principios que, sin ser ciencia ellos mismos, hacen posible la ciencia, aunque no se haga referencia a ellos de un modo directo. La ciencia auténtica no contradice el sentido común; y tiene la verdad como fundamento. 

No hay más que pensar un poco. Un ejemplo lo aclarará: Si toda verdad, para serlo, tuviese que ser una verdad científica, entonces, puesto que no se puede demostrar que haya cosas, resulta que las cosas no existen, no existe nada. Conclusión ésta que es impropia de una mente que funcione bien. Si desaparece el sentido común, estamos perdidos.
(Continuará)

jueves, 31 de enero de 2013

CIENCIA Y VERDAD (II)


Continuando con nuestro discurso, es bueno traer aquí a colación a Santo Tomás de Aquino, un filósofo excepcional, además de ser un gran teólogo y un gran santo, pues es muy claro y rotundo en lo que dice, como puede apreciarse cuando afirma taxativamente: "El estudio de la filosofía no se ordena a saber qué pensaron los hombres, sino a conocer cuál es la verdad de las cosas".

Esa frase, tan simple a primera vista, debería ser, sin embargo, objeto de reflexión. Lo que se dice en ella es fundamental, pues es lo que nos va a permitir discernir entre una auténtica filosofía (o ciencia filosófica, propiamente dicha) y otras corrientes de pensamiento, conocidas también como filosóficas, pero que no son, en absoluto, filosofía. Nos estamos refiriendo a todas esas disciplinas "filosóficas", de signo idealista, que suelen estar dotadas de una gran lógica y coherencia interna y que, de algún modo, son capaces de justificarlo todo... ¡bueno, todo excepto a sí mismas! Y es que parten de una premisa falsa en la que TODO (es decir, todo lo que es real) es reducido a pensamiento.

¿Cómo es posible que pueda hacerse esta reducción? -nos preguntamos. La razón se rebela contra ese absurdo y el sentido común desmiente estas "filosofías" que, en buena lógica, no deberían existir. Pero, claro está, se trata de hechos, de hechos que se han dado históricamente (y que se siguen dando en la actualidad, tal vez con más fuerza que nunca). Una posible explicación de que esto haya sucedido (y de que esté sucediendo) es que el entendimiento realiza una opción, por la que renuncia a depender de lo real como causa de conocimiento. En su afán de querer comprenderlo todo con claridad (las "ideas claras y distintas" a las que se refería Descartes), y dominarlo todo con la mente, están dispuestos a lo que sea, aun cuando para ello tengan que realizar una elección reduccionista como punto de partida, de modo que lo real queda reducido a pensamiento: Ser es ser pensado.


Ésta es, por una parte, la grandeza del idealismo (si es que se le puede llamar así): la de ser un gran sistema de pensamiento, con una extraordinaria coherencia lógica y sin fallos en sí mismo; razón por la cual ejerce una poderosa influencia sobre la mente humana. Claro que, por otra parte, adolece de un grave error, un error que es anterior a su doctrina misma: ¡y es que no respeta la realidad tal y como es, sino que la reduce a lo que quiere que sea, de acuerdo con unas reglas arbitrariamente elegidas por el propio pensamiento! Y ésta es su verdadera miseria.

El no aceptar las limitaciones de la mente en el conocimiento de lo real, el querer hacer simple lo que en sí mismo es complejo (lo real) mediante un proceso de reducción, con el único objeto de comprenderlo todo, ése -y no otro- es el gran fallo del idealismo: un edificio perfecto (ideal, si se quiere), pero construido sobre arena o, para ser más exactos, sobre la nada, sobre un artificio que es producto únicamente del pensamiento humano. Así es el idealismo: todo un prodigio de la mente humana (¡de esto no cabe duda!), pero que no acerca, sin embargo, a la realidad. Y esta nota de acercamiento a la realidad, para conocerla, es esencial en cualquier ciencia que se precie de tal, como vimos al principio.

La conclusión salta a la vista: construir sobre premisas falsas no puede conducir nunca a nada verdadero. El idealismo, al intentar construir la realidad, tomando por realidad su propio pensamiento, produce un distanciamiento de la auténtica  realidad: ésta no puede ser reducida a pensamiento. El verdadero científico es realista: es humilde, en definitiva. Se esfuerza por comprender la realidad que le rodea, y de la que él mismo forma parte. Pero es consciente de sus limitaciones y de la infinitud del ser que pretende comprender. La tarea no es fácil, pero eso, en vez de asustarle, le espolea a comprender cada vez con mayor profundidad y rigor esa realidad que se le resiste, siempre desde el máximo respeto, un delicado respeto, a la realidad de las cosas; y no consintiendo nunca que sus ideas sobre la realidad primen sobre la realidad misma.

De nuevo acude a nuestro pensamiento la genial frase del genial Santo Tomás, que nos sitúa en terreno firme y no movedizo, frase que todo filósofo, y también todo científico, debería grabar a fuego en su mente, porque, en efecto, "el estudio de la filosofía no se ordena a saber qué pensaron los hombres, sino a conocer cuál es la verdad de las cosas".
(Continuará)

lunes, 28 de enero de 2013

CIENCIA Y VERDAD (I)

Reproduzco aquí, con el mismo título, un artículo que publiqué hace años en una revista científica, con ligeros retoques de forma, dejando prácticamente intacto el contenido, aunque actualizado.
Es cierto que estoy escribiendo en un blog cuya temática principal concierne a todo lo relacionado con la religión católica, lo que no obsta, sin embargo, para que pueda permitirme el hablar también de otro tipo de cuestiones que, de alguna manera, hagan referencia a la Religión Católica. El caso que nos ocupa ahora es el de la relación entre ciencia y verdad. Dado que Jesucristo dijo de Sí Mismo que Él era el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6), creo que está más que justificada esta "injerencia" científica. Un científico honesto, con un gran amor hacia la verdad, en el caso de que no fuera creyente, es lo más probable que acabase creyendo en Dios: la historia nos muestra bastantes ejemplos en este sentido, lo que no es de extrañar y está en perfecta consonancia con lo que dijo Jesús:  todo el que es de la verdad escucha mi voz (Jn 18,37). Quede claro, no obstante, que aquí no se está emitiendo juicio, de ningún tipo, sobre aquellos científicos que, por lo que sea, no creen en Dios. El juicio acerca de las personas es algo que no nos compete a nosotros: sólo a Dios. Así lo decía el apóstol Pablo: "En cuanto a mí, ni siquiera yo mismo me juzgo...Quien me juzga es el Señor" ( 1 Cor 4, 3.4)

Todo acercamiento a la verdad supone, pues, o debe suponer, un acercamiento a Dios, que es lo que definitivamente importa, en realidad. La razón y la Fe están perfectamente conjuntadas y en plena armonía.Y es lógico que así sea, puesto que Una es la Luz de la que ambas proceden: la Sabiduría Divina. De modo que no puede haber entre ellas ningún tipo de contradicción, como enseguida vamos a ver. 

OBJETO DE LA CIENCIA

El fin último de toda ciencia es la verdad, entendida ésta como un acuerdo del pensamiento con las cosas. Es decir: las cosas están ahí y de lo que se trata es de conocerlas. La inteligencia necesita aprender a acercarse a las cosas, para que éstas se le manifiesten cada vez más y mejor.

El acercamiento a la realidad, para hacerse con ella intelectualmente, supone una cierta manera, un modo concreto de preguntarse por ella, un método, que en este caso sería un método de interrogación. Mediante un sistema de preguntas previas la inteligencia afronta la realidad. Sólo entonces las cosas dan la respuesta que permite conocerlas que tal es, precisamente, el objeto de la ciencia.

Son las cosas las que imponen su esfuerzo al científico. El hecho de que haya rectificaciones no confirma el escepticismo de que no se puede conocer nada. Es todo lo contrario: si se rectifica es precisamente porque hay algo "ahí fuera" que nos está diciendo: "Aquí estoy siendo, no como tú pensabas, sino como realmente soy". La verdad no es algo subjetivo, sino que es inherente a las cosas, las cuales son su fundamento. El posible error, caso de haberlo, no estaría nunca en las cosas sino en el juicio acerca de ellas.


HACIA UNA CLASIFICACIÓN DE LAS CIENCIAS

Es tan compleja y tan variada la realidad que una sola ciencia no puede abarcarla, de ninguna de las maneras. Según la clase de realidad (o el aspecto de ella que se considere), se tendrán las diversas clases de ciencia. No existe una única ciencia de la realidad. Además, por otra parte, como dice acertadamente Zubiri, debe de tenerse en cuenta que "las ciencias no se hallan yuxtapuestas, sino que se exigen mutuamente para captar diversas facetas y planos de diversa profundidad de un mismo objeto real". Un objeto se conocerá tanto mejor cuanto mayor sea el número de ciencias que lo consideren, estudiándolo con el mayor número de métodos posible.

La palabra método procede del término griego methodos, que significa camino o sendero. En términos genéricos, un método es el camino o procedimiento que se sigue para conseguir algo. En lo que concierne a una determinada ciencia el método se refiere al modo que tiene dicha ciencia de acercarse a la realidad que pretende conocer. El que se utilice, para ello, un método u otro, va a depender, entre otras cosas, del tipo de realidad en estudio. Es evidente que no se pueden estudiar con el mismo método la naturaleza de la libertad y la naturaleza del agua, por poner algún ejemplo.

De modo que el primer gran problema que se nos plantea es el de la clasificación de las ciencias. No es una tarea fácil. Se han dado muchas y muy buenas clasificaciones. Intentando ser sistemáticos, podríamos distinguir, al menos, en principio, dos clases de ciencias: las ciencias positivas o categoriales (llamadas comúnmente experimentales) y las ciencias filosóficas (o trascendentes).

Las ciencias experimentales proporcionan un conocimiento sólo de la realidad material y desde un determinado aspecto (o categoría) de la misma. Es el caso de la Física, la Química, la Biología, la Matemática, etc.


Las ciencias filosóficas no son experimentales, en el sentido propio de esa palabra, pero no son tampoco puras construcciones teóricas al margen de la realidad. Se basan también en la experiencia, pero entendida ésta en un sentido más completo, proporcionando un conocimiento de toda la realidad (y no sólo de la realidad material).

Si distinguimos entre el Ser, en tanto que es, y el Conocimiento del Ser, tenemos dos grandes capítulos de la filosofía, a saber, la Ontología (o teoría del ser) y la Gnoseología (o teoría del conocimiento): los demás saberes filosóficos son modos imperfectos, secundarios, de la noción de filosofía. Se suele hablar de filosofía segunda: tal es el caso de la Ética, la Estética, la Psicología, la Sociología, la Filosofía de la Naturaleza, etc. Estas disciplinas aún no se han salido de la filosofía porque los objetos a los que se refieren están íntimamente enlazados con lo que los objetos son. Esta idea es fundamental pues las soluciones que se dan a los problemas, propiamente filosóficos, de la Ontología y la Gnoseología, repercuten profundamente en esas otras elucubraciones que llamamos Ética, Estética, etc...

No obstante lo dicho, es cierto que en el campo de las ciencias filosóficas es más fácil deslizarse hacia el "camelo" que en las ciencias experimentales. Y esa es, básicamente, la razón por la que no puede decirse de toda filosofía que sea ciencia filosófica: lo será únicamente en la medida en que se acerque a la realidad. Y sólo en esa medida. La realidad es la piedra de toque a la que se debe acudir siempre, como fundamento que es de toda ciencia, entendiendo por realidad la totalidad de lo que es, de lo que tiene ser.

En lo que concierne al mundo exterior, éste es percibido de modo inmediato a través de los sentidos (intuición sensible). Su evidencia es manifiesta; no se precisa de ningún tipo de demostración. Éste es el primer paso: la percepción de lo real concreto. Sobre esta base, y utilizando la razón adecuadamente, el pensamiento se va enriqueciendo a medida que va aumentando el conocimiento de lo real, que no otro es el sentido del pensar. Se piensa para conocer, para conocer cosas. Pero las cosas ya estaban ahí antes de que yo las pensara. Y pensando acerca de ellas, yo no las modifico en su ser: mi pensamiento no las altera.


La famosa expresión de Descartes: "Cogito, ergo sum" ("pienso, luego existo"), debería ser sustituida por alguna otra como, por ejemplo, la que utiliza Etiénne Gilson en su libro El Realismo metódico, a saber: "Res sunt, ergo cogito" ("las cosas son, luego pienso"). Dice textualmente este autor:" 'Pienso' es una evidencia, pero no la evidencia primera, y por eso no llegaremos a nada basándonos en ella. 'Las cosas son' es otra evidencia; y ésta sí que es la primera de todas y la que conduce, por una parte, a la ciencia, y por otra, a la metafísica; por consiguiente es un método sano tomarla como punto de partida". Y continúa diciendo, más adelante, en el mismo libro: "No tenemos más que dos caminos: o sujetarnos a los hechos y ser libres de nuestro pensamiento. O, liberándonos de los hechos, caer en la esclavitud de nuestro pensamiento". Es evidente que sólo el primer camino es el que conduce a la ciencia.

(Continuará)

miércoles, 2 de enero de 2013

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO X)


Desde el comienzo de su misión, el amor del Padre hacia su Hijo se manifiesta abiertamente. Esto ocurrió cuando Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán, pues nada más salir del agua , "... mientras estaba en oración, se abrió el cielo, y descendió el Espíritu Santo sobre Él en forma corporal, como una paloma, y se oyó una voz del cielo: 'TÚ ERES MI HIJO AMADO; en Tí me he complacido' " (Lc 3, 21-22). Este pasaje evangélico se encuentra también descrito en Mt 3, 16-17 y Mc 1, 10-11; un pasaje que nos recuerda aquel otro en el que Jesús se manifestó en su Gloria, ante sus tres apóstoles predilectos, Pedro, Santiago y Juan, en el monte Tabor; lo que se conoce como la Transfiguración del Señor: "Pedro, tomando la palabra, le dijo a Jesús: 'Señor, qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Tí, otra para Moisés y otra para Elías'. Todavía estaba hablando, cuando una nube de luz los cubrió y una voz desde la nube dijo: 'ÉSTE ES MI HIJO AMADO, en quien me he complacido: ESCUCHADLE' " (Mt 17, 4-5). Este episodio de la Transfiguración puede leerse también en Mc 9,7 y Lc 9,35. San Pedro se referirá también más adelante a este evento, en su segunda carta: "... Hemos sido testigos oculares de su grandeza. En efecto, Él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la suprema gloria le dirigió esta voz: 'ÉSTE ES MI HIJO AMADO, en quien tengo mis complacencias'. Y esta voz venida del cielo la oímos nosotros, estando con Él en el monte santo" (2 Pet 1, 16-18).

Como vemos, el Padre se complace en el Hijo, tiene en Él toda su alegría, todo su agrado, toda su satisfacción: es su Hijo amado. Es este episodio de la Transfiguración el único en el cual el Padre nos interpela directamente a nosotros. No sólo habla de su Hijo, el Amado, en quien tiene todas sus complacencias, sino que, además, se dirige expresamente a nosotros y nos dice (con un verbo que está en imperativo y, que es, por lo tanto, un mandato): ¡Escuchadle! Dios Padre nos habla por su Hijo. No sé si fue San Juan de la Cruz quien dijo aquello de: Una sola Palabra nos dijo Dios. Y con ella nos lo dijo todo. Se dijo a Sí Mismo. Esta Palabra es su Hijo. Y así es. Esta REALIDAD (así, con mayúsculas) se nos debería grabar, a fuego, en la mente y en el corazón: La Palabra del Padre es el Hijo. Si queremos saber lo que el Padre quiere, tenemos que escuchar al Hijo. Y no hay otro camino. Por eso Jesús pudo decir: "Quien cree en Mí, no cree en Mí, sino en Aquel que me ha enviado; y quien me ve a Mí, ve al que me ha enviado" (Jn 12, 44-45). Y también: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. NADIE VA AL PADRE SI NO ES A TRAVÉS DE MÍ" (Jn 14,6).

En repetidas ocasiones, Jesús habla del Amor que su Padre le profesa: "Por eso EL PADRE ME AMA, porque Yo doy mi Vida, para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que Yo la doy libremente. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Tal es el mandato que de mi Padre he recibido" (Jn 10, 17-18). San Pablo, en su epístola a los Filipenses, después de recomendarnos que tuviésemos los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús quien "...siendo de condición divina...se humilló a Sí Mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2,6.8), continúa diciendo: "Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: 'Jesucristo es el Señor', para gloria de Dios Padre" (Fil 2, 9-11).

Las citas podrían multiplicarse y nunca acabaríamos. Valga alguna más como muestra de este Amor que el Padre tiene por su Hijo, en correspondencia plena y total al Amor que el Hijo le profesa, un Amor que se hace también extensivo a todos nosotros. Así, refiriéndose a Sí Mismo, por ejemplo, dice Jesús: "He bajado del Cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado" (Jn 6,38); y refiriéndose a Su Padre: "El que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que le agrada" (Jn 8,29). O: "No estoy solo, porque el Padre está conmigo" (Jn 16,32). Finalmente, refiriéndose a nosotros, en su oración sacerdotal de la última Cena, le dice a su Padre: "Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como Nosotros somos Uno. Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado y los has amado como me amaste a Mi" (Jn 17, 22-23)

Nos estamos acercando ya al Corazón del mismo Dios, a su Espíritu; pero de esto continuaremos hablando en el siguiente post.

(Continuará)

lunes, 31 de diciembre de 2012

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO IX)


Recordemos la oración sacerdotal de la Última Cena, en donde Jesús, dirigiéndose a su Padre le dice: "Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora, Padre, glorifícame Tú con la gloria que tuve junto a Tí antes que el mundo existiera" (Jn 17, 4-5).

Ya ha quedado suficientemente claro, en lo que hemos venido diciendo, que toda la Vida de Jesús fue glorificar a su Padre, llevando a cabo la misión para la que había sido enviado. El Amor de Jesús hacia su Padre ha quedado más que evidente: "Yo hago siempre lo que le agrada" (Jn 8,29). "Yo nada hago por Mï Mismo, sino que hablo lo que me enseñó mi Padre" (Jn 8,28). "Yo hablo lo que he visto en mi Padre"(Jn 8,38)."Yo no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió"(Jn 5,30), etc...

Nos preguntamos ahora si el Padre ama al Hijo de la misma manera. Por supuesto que sí. Tenemos abundantes citas del Nuevo Testamento que nos lo revelan: "El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en sus manos" (Jn 3,35). "Dios nos ha dado la vida eterna, y esa vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida. Quien no tiene al Hijo, no tiene la Vida de Dios" (1 Jn 5, 11-12). Y en otro lugar: "Ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna" (Jn 6,40). Por eso, "todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre"(1 Jn 2,23). Y "el que no honra al Hijo, no honra al Padre, que lo ha enviado" (Jn 5,23). En cambio, "quien confiesa al Hijo también posee al Padre" (1 Jn 2,23). Esa es la razón por la que el Hijo puede decir: "Si me conocierais a Mí conoceríais también a mi Padre" (Jn 8, 19).

Todo esto está en consonancia con lo que Jesús ha dicho en frecuentes ocasiones: "El Padre está en Mí y Yo en el Padre" (Jn 10,38). Por ejemplo, cuando Felipe le dice: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta", Jesús le responde: "Felipe, tanto tiempo como llevo con vosotros, ¿y no me has conocido? El que me ha visto a Mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al Padre? (Jn 14, 8-10).  Y prosigue: "Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en Mï" (Jn 14,11). ¿Hay mayor modo de amar a otro que estar en él? : el Hijo está en el Padre y el Padre está en el Hijo.

Observamos, por una parte, una distinción de Personas: el Padre, que está en el Hijo, y el Hijo, que está en el Padre: Padre e Hijo se relacionan mutuamente y se conocen: "Como el Padre me conoce a Mï, así Yo conozco al Padre" (Jn 10, 15). Es más: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo..." (Mt 11,27; Lc 10,22). Esta relación Padre-Hijo aparece como eterna, anterior al nacimiento de Jesús según la carne: "En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios" (Jn 1,1). De hecho, "a Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, Él mismo nos la ha dado a conocer" (Jn 1,18). Por eso pudo decir a los judíos: "Antes de que Abrahán naciese, Yo soy" (Jn 8,58). Y en la oración sacerdotal: "Ahora, Padre, glorifícame Tú, a tu lado, con la gloria que tuve junto a Tí, antes de que el mundo existiera" (Jn 17,5).

Por otra parte, esta igualdad de conocimiento existente entre Padre e Hijo, esta intimidad tan perfecta entre ambos, nos está hablando, de alguna manera, de un modo misterioso, pero real, de la igualdad de naturaleza de ambas Personas. Así dice San Juan en el prólogo de su Evangelio, refiriéndose al Hijo, el Verbo, que no sólo estaba junto a Dios sino que también  "... el Verbo era Dios" (Jn 1,1). El mismo Jesús así lo expresó cuando dijo: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30).

[¿Cabe amor mayor entre dos personas que la unidad entre ellas? En el lenguaje ordinario cuando dos personas se aman se dicen cosas como: "Me gustaría fundirme contigo y que fuéramos uno". Estos bellos deseos se quedan, ciertamente, sólo en deseos. El amor humano no puede llegar hasta ese extremo. En Dios no sucede así. Realmente el Hijo está en el Padre y el Padre está en el Hijo; y realmente son Uno. Eso sí, sin confusión de Personas: la Persona del Padre es distinta de la Persona del Hijo; y la Persona del Hijo es distinta de la Persona del Padre. Se trata de Personas diferentes, en cuanto Personas. De no ser así, ¿cómo podría darse el Amor en Dios? ... un Amor, por otra parte, que es tan perfecto que, aunque nuestro Dios es único, no es, sin embargo, un Dios solitario. El amor se da siempre entre dos personas. Si en Dios no hubiese una pluralidad de Personas, no podría entenderse cómo es posible que Dios sea Amor, tal y como conocemos por la Revelación. Más adelante iremos ahondando en esta idea (más que idea, Realidad), que es de una importancia vital para todos nosotros, como veremos]

(Continuará)

jueves, 27 de diciembre de 2012

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO VIII)


[Nota: Cuando comencé a escribir acerca de este tema trascendental y fundamento de toda la vida cristiana, no sabía exactamente el tiempo que me iba a llevar. Pero lo cierto es que, a medida que he ido escribiendo, se me abrían nuevos horizontes. Y me doy cuenta de que hablar de estas cosas me supera, como no podría ser de otra manera... sólo que ahora me doy más cuenta de que eso es así. Eso no significa que no vaya a continuar escribiendo. Lo que quiero decir con esto es que, para no cansar demasiado al posible lector, hablaré paralelamente de otros temas, como en realidad he venido haciendo hasta ahora. El trasfondo seguirá siendo, como en un cuadro, la Santísima Trinidad. Eso sí, sin prisas: son muchas las citas bíblicas; y lleva mucho tiempo escribir sobre este tema. Pero el esfuerzo está más que compensado. Merece la pena estudiar y meditar todo lo que lleve a un mejor conocimiento y amor de Dios, tanto para mí mismo como, así lo espero, también para aquellos que llegaran a leer lo que aquí escribo].

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Efectivamente, los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos (Is 55,8). ¿Quién hubiera sido capaz de imaginar jamás que, en obediencia perfecta a la voluntad de su Padre, el Hijo de Dios iba a entrar en la historia humana, haciéndose uno de nosotros, un niño pequeñito, un bebé, completamente desprotegido y dependiente absolutamente de sus padres, como cualquier otro bebé humano lo es? Tremendo misterio es éste: que el Dios Único, Todopoderoso y Eterno, se nos haya manifestado del modo en que lo hizo, tomando nuestra naturaleza humana y haciéndose realmente un hombre como nosotros, "semejante en todo a nosotros, menos en el pecado" (Heb 4,15).

Un misterio que, como tal, es inexplicable. Si quisiéramos encontrarle alguna "explicación" sólo existe una: el Amor. Su Amor hacia nosotros le llevó a hacer lo que hizo. Esta "explicación", sin embargo, también es incomprensible. ¿Qué necesidad tenía Él de actuar así? La respuesta es: Ninguna. Y, entonces, ¿Por qué actuó del modo en que lo hizo?. Y la respuesta es: Porque así lo decidió libremente, porque quiso, porque le dio la gana, vamos. El Amor tiene sus "razones" que la razón desconoce. En realidad, no hay ninguna razón para el Amor que no sea el Amor mismo. Esto se nos escapa. Y así debe ser. ¿Dónde estaría, si no, el misterio?

Nosotros pensamos en términos de grandeza, de poder, de dinero, de influencias, de fama, de ser reconocidos, etc... En cambio, Jesucristo, que vino con una misión muy clara, de parte de su Padre, nos dijo, hablando de Sí Mismo: "El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos" (Mt 20,28). Ya hemos dicho esto antes, en repetidas ocasiones, pero nunca acabamos de entenderlo del todo, si es que llegamos a entender algo. Decía Jesús:  "Yo no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió" (Jn 5, 30). "He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de aquel que me ha enviado" ( Jn 6, 38).

Hasta ahora hemos hablado, básicamente, de la relación de Jesús con su Padre. Toda la vida de Jesús hace referencia al Padre: "Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre y acabar su obra" (Jn 4,34). "Yo hablo lo que he visto en mi Padre" (Jn 8, 38). Y en otra ocasión: "Yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre, que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar. Y sé que su mandato es Vida Eterna; por tanto, lo que Yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo" (Jn 12, 49-50).

Y con relación a la misión que del Padre ha recibido nos dice: "Todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer" (Jn 15,15). "El mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal y como me ordenó" (Jn 14,31). Por eso les dice a sus discípulos: "Como el Padre me envió así os envío Yo" (Jn 20,21). La obediencia de Jesús a la voluntad de su Padre fue hasta el extremo, como decía San Pablo: "Fue obediente (a su Padre) hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 7-8). O, como el mismo Jesús decía: "¿Acaso no voy a beber el cáliz que el Padre me ha dado" (Jn 18,12). Y sus últimas palabras en la cruz,  refiriéndose a la misión recibida por parte de su Padre, fueron: "Todo está consumado" (Jn 19,30). "Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu" (Lc 23,46)

Por eso, en la oración sacerdotal de la Última Cena, pudo decirle a su Padre: "Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora, Padre, glorifícame Tú con la gloria que tuve junto a Tí antes que el mundo existiera" (Jn 17, 4-5)
(Continuará)

viernes, 7 de diciembre de 2012

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO VII)


Recapitulemos brevemente lo dicho hasta ahora, y continuemos con nuestra reflexión en torno a este maravilloso misterio de la Santísima Trinidad. Como ya sabemos…

“En el principio existía el Verbo; y el Verbo estaba con Dios; y el Verbo era Dios” (Jn 1,1). “Todo fue hecho por Él; y sin Él nada se hizo de cuanto ha sido hecho” (Jn 1, 3-4a). Y este Verbo, que es Dios (el Único) y que existe desde el principio y por quien fueron hechas todas las cosas, “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Jesucristo es el Verbo de Dios, encarnado; y “siendo de condición divina… se hizo semejante a los hombres…, haciéndose obediente (a su Padre) hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 7-8).

Por eso pudo decir, por una parte: “El Padre y Yo somos uno” (Jn 10,30) y “Antes de que Abraham existiese, Yo soy” (Jn 8,58). Jesucristo, Hijo de Dios Padre, es de la misma naturaleza divina que el Padre y, por lo tanto, es verdaderamente Dios. Pero, por otra parte, tomó también nuestra naturaleza humana como propia, realmente propia, y se hizo verdaderamente hombre, uno de nosotros, “probado en todo igual que nosotros, menos en el pecado” (Heb 4,15). Ambas cosas se dan en Jesús: es verdadero Dios y es verdadero hombre.

La unicidad de Dios no queda mermada en modo alguno, aunque así pudiera parecer a una mirada superficial. Sigue habiendo un único Dios, “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” (Ex 3,15). Pero hay una novedad sumamente importante: es la comprensión de este único Dios la que Jesucristo ha venido a traernos, en obediencia a la voluntad de su Padre. Nuestro conocimiento de Dios se enriquece gracias a la venida de Jesús; y de un modo tal que ninguna mente humana sería capaz de imaginar, puesto que Jesús no es que nos hable de Dios, sin más, sino que Él mismo es Dios: “Felipe, el que me ve a Mí ve al Padre” (Jn 14,9). Así lo afirma también San Juan, quien dice que aunque “a Dios nadie lo ha visto jamás, Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, … nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).

Decididamente, quedan patentes en Jesucristo las palabras bíblicas, palabras de Dios, en definitiva, cuando dice: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos” (Is 55,8). Jamás persona humana alguna hubiera sido capaz de concebir algo tan sublime, tan grande, tan inefable, tan extraordinario… No cabe en la mente humana que Dios se haga hombre sin dejar de ser Dios, que siendo un solo Dios, se trate, sin embargo, de Personas distintas, una de las cuales, el Hijo, es enviado por la otra, el Padre, con una misión, que a nosotros nos sobrepasa y que conlleva que el propio Hijo tome nuestra naturaleza humana, haciéndose realmente hombre, en cumplimiento de la Voluntad de Su Padre, una Voluntad que es también la Suya propia, porque el Hijo hace siempre aquello que agrada a su Padre (Jn 8,29).

La grandeza de Dios se manifiesta en la debilidad: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado… y lleva por nombre Consejero maravilloso, Dios fuerte,…”(Is 9,5). “Mirad, la virgen está encinta y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel” (Is 7,14), que significa “Dios con nosotros”. Esta profecía de Isaías se cumplió en Jesús, de quien dice el Ángel a María: “Será grande, se llamará Hijo del Altísimo… reinará eternamente… y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).

¡Imposible, absolutamente imposible la comprensión de este proceder de Dios por ningún ser humano! ¡¿Que Dios, creador de todo cuanto existe, se haga un niño pequeño e indefenso?!... ¡Vamos, eso no se le pasa a nadie por la cabeza, ni se le puede pasar! ¡Eso es una locura! Y, sin embargo, así ocurrió: ¡es la locura de Dios! Lo sabemos porque así nos lo ha revelado el mismo Dios, en la Persona de su Hijo, Jesucristo. Tremendo misterio éste, en el que nos iremos adentrando, poco a poco, …, e iremos descubriendo que se trata, en realidad, de un Misterio de Amor; y descubriremos también que es precisamente este Amor, y sólo este Amor, el Único capaz de dar sentido a nuestras pobres vidas que, ahora, han venido a ser enormemente valiosas porque, para Él, somos importantes.

(Continuará) 

domingo, 25 de noviembre de 2012

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO VI)


Continuemos hablando de la relación de Jesús con su Padre. Jesucristo tenía una misión que cumplir, una misión que había recibido de su Padre. El cumplimiento de esa misión era lo único que explicaba su presencia en este mundo. Toda su vida terrena no fue sino la puesta en práctica de esa misión: “Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Jn 6,38). Y esto hasta tal extremo que no había nada en su vida que no hiciera referencia a su Padre: Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34).

Ya a los 12 años, cuando sus padres le estuvieron buscando durante tres días y, por fin, lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles,  a la pregunta de María: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos”, Jesús le respondió: “¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 48-49)

Jesús entendió su vida como obediencia al mandato que de su Padre había recibido: “Yo no hablo por mí mismo, sino que el Padre, que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Así que, lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo” (Jn 12, 49-50), pues “el Hijo no puede hacer nada por Sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre” (Jn 2,16).  Y en otro lugar dice: “Yo hablo lo que he visto en mi Padre” (Jn 8,38). Y también: Nada hago por mí mismo, sino que como el Padre me enseñó así hablo. Y el que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8,28b-29).

Esto no es algo accidental, sino que es de suma importancia; y un punto clave de la existencia cristiana: El mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal y como me ordenó” (Jn 14,31). De ahí que les diga a sus discípulos: Todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer” (Jn 15,15). La entrega de Jesús a la voluntad del Padre es total, incluso hasta el sacrificio de su propia vida: “Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea como yo quiero, sino como quieres Tú” (Mt 26,39). Se observa aquí la naturaleza humana de Jesús: “Ahora mi alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: ‘Padre, líbrame de esta hora?’¡Pero si para ésto he venido a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!” (Jn 12,27-28)

Esa fue la vida de Jesús: el cumplimiento pleno, en sí mismo, de la voluntad de su Padre, con relación a Él. En palabras de Jesús: Yo no busco mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Jn 5,30).  Y ese amor de Jesús hacia su Padre, esa búsqueda del cumplimiento de la voluntad de su Padre, no tiene lugar de cualquier manera, como podemos adivinar en sus palabras: “Fuego he venido a traer a la tierra; y ¿qué quiero sino que arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!" (Lc 12, 49-50). Recordamos aquí también la escena del Templo, cuando Jesús “encontró a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos… y con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y les dijo a los que vendían palomas: ‘Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado’. (Jn 2, 13-17)”. Los discípulos de Jesús se acordaron entonces de aquello que está escrito en los salmos: El celo de tu casa me consume (Sal 69,10).

Jesús se tomó muy en serio su misión, haciendo realidad en su propia vida aquello que había dicho a sus discípulos: “Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Sobre la obediencia de Jesús nos habla San Pablo en su carta a los Filipenses: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 5-8).
(Continuará)

jueves, 1 de noviembre de 2012

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO V)


El Único Dios, cuyo "eterno poder y su divinidad se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas" (Rom 1, 20); este Dios que "en diversos momentos y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas" (Heb 1, 1-2)... al llegar la plenitud de los tiempos, ENVIÓ A SU HIJO, nacido de mujer, nacido bajo la Ley..." (Gal 4, 4),  es decir, a Jesús.

De modo que, por una parte, Jesús es verdadero hombre, nacido de mujer, hijo de María según la carne [“... bendito es el fruto de tu vientre" (Lc 1,42), le dijo Isabel a María, refiriéndose a Jesús], y considerado "legalmente" como hijo de José: "¿No es éste el hijo de José?" (Lc 4,22), decían los judíos hablando de Jesús; de ahí la expresión nacido bajo la Ley [ya sabemos que José no fue realmente padre de Jesús según la carne, pues entre María y José no hubo relaciones conyugales; José representó ese papel de padre legal de Jesús porque eso fue lo que Dios le pedía; y a ello consagró gustoso toda su vida].

Por otra parte, Jesús es también verdadero Dios: A la pregunta de María dirigida al arcángel Gabriel con respecto al modo en que concebiría a su hijo: "¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?" (Lc 1,34), el ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre tí y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios...pues para Dios nada hay imposible" (Lc 1, 36-37)Ya hemos visto cómo "... al llegar la plenitud de los tiempos, Dios ENVIÓ A SU HIJO, nacido de mujer, nacido bajo la Ley..." (Gal 4, 4). El que nació de mujer y nació bajo la ley, es decir, Jesús, es también SU HIJO, el que Él nos ha enviado.

El propio Jesús habla, en repetidas ocasiones, de esta misión que ha recibido de su Padre así como de su identidad con el Padre: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30).  "El que me ve a Mí, ve al que me ha enviado" (Jn 12, 45).

Después de saludar a María, el ángel Gabriel le dijo: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo... reinará eternamente... y su Reino no tendrá fin" (Lc 1, 30-33). Aquí aparece Jesús como hijo de María y como Hijo de Dios

¿Y cómo era la relación de Jesús con su Padre? ¿Qué se lee en el Evangelio?

Cuando San Juan, en su Evangelio, habla del Verbo,  de ese Verbo que estaba junto a Dios y de ese Verbo que era Dios, se está refiriendo precisamente al Hijo, al Hijo de Dios, lo que queda muy claro cuando dice que "... el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad" (Jn 1, 14). Este Verbo que se hizo carne, que habitó entre nosotros y que es Unigénito del Padre es, precisamente, JESÚS.

De modo que, aunque es verdad que "a Dios nadie lo ha visto jamás", sin embargo, "el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre", es decir, Jesucristo, "Él mismo nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18). Esto explica todo lo que era inexplicable para los judíos, por ejemplo, cuando pensaban que Jesús blasfemaba, al decirle al paralítico: "Hijo, tus pecados te son perdonados", porque "¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios" (Mc 2, 5.7). Y tenían razón en lo que estaban pensando... ¡Pero claro, es que... Jesucristo era Dios!
(Continuará)

domingo, 28 de octubre de 2012

LA SANTÍSIMA TRINIDAD(DIOS HIJO IV)


Vemos cómo Jesús se identifica con su Padre: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 30). A Felipe le dice: "Tanto tiempo como estoy con vosotros¿ y no me has conocido? El que me ve a Mí ve al Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al Padre?" (Jn 14,9). Y poco más adelante: "Creedme que Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí"(Jn 14,11).

En realidad, ésta fue la verdadera causa por la que los judíos querían dar muerte a Jesús, como así se dice expresamente en el Evangelio: "Los judíos buscaban el modo de matarle porque no sólo quebrantaba el sábado sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios" (Jn 5,18)

En la oración sacerdotal, Jesús se dirige a su Padre diciéndole: "Padre, glorifícame Tú, a tu lado, con la gloria que tuve junto a Tí, antes que el mundo existiera" (Jn 17,5); en donde pueden apreciarse, al menos, dos cosas: por una parte, la pre-existencia de Jesús (en cuanto que es verdadero Dios) antes de la creación del mundo, en conformidad con aquello que dijo a los judíos, y por lo que quisieron apedrearle: "En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham naciese, Yo soy" (Jn 8,58). Pero, por otra parte, es de notar que Jesús se dirige a su Padre como a Alguien distinto de Él, con quien dialoga: estaba a Su lado, junto a Él.

San Juan, en el prólogo de su Evangelio, relata esto mismo: "En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho" (Jn 1, 1-3). En este contexto, el Verbo se refiere al Hijo, antes de venir a este mundo y hacerse hombre, en Jesucristo (verdadero Dios y verdadero hombre). El Dios junto al cual estaba el Verbo (el Verbo estaba junto a Dios) se refiere al Padre (Padre, glorifícame...con la gloria que tuve junto a Tí). Observamos cómo aparecen aquí ya dos Personas distintas, dialogando entre sí, con la peculiaridad de que ambas Personas poseen la Naturaleza Divina. Del Hijo se dice que es Dios, exactamente igual que se dice del Padre; siendo así, como lo es, que sólo hay un único Dios. Esto es algo absolutamente incomprensible, aunque no contradictorio, como veremos. Y es que nos encontramos ante el mayor de todos los Misterios del Cristianismo.
(Continuará)

sábado, 13 de octubre de 2012

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO III)

En el Nuevo Testamento se observa, como ya se ha dicho,  esta continuidad con el Antiguo Testamento. Cuando le preguntan a Jesús sobre el primer mandamiento contesta con estas palabras: "Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor" (Mc 12, 29), que son una cita  expresa del libro del Deuteronomio (Deut 6, 4) y un texto fundamental del Antiguo Testamento sobre la unicidad de Dios. En el Nuevo Testamento (en adelante NT) se reafirma el monoteísmo del Antiguo Testamento (en adelante AT). Además: el Dios del que habla Jesús no sólo es único, sino que es "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob" (Mc 12, 26); de modo que hay una clara sintonía entre los dos Testamentos. ¿En qué difieren, entonces?

La respuesta la tenemos tanto en las Palabras como en la Vida de Jesús, que no son sólo una confirmación del monoteísmo del AT (que lo son) sino, sobre todo, una PROFUNDIZACIÓN en la realidad de ese único Dios.

Al igual que en el AT, en los escritos del NT se hace repetida profesión de fe en un solo Dios, de quien todo procede y para quien son todas las cosas: "Uno solo es Dios" (1 Tim 2,5); "Aquel para quien y por quien son todas las cosas" (Heb 2, 10); "No hay más Dios que el Dios único" (1 Cor 8, 4), "un solo Dios y padre de todos" (Ef 4,6); " de quien todo procede y para quien somos nosotros" (1 Cor 8, 6); "de Él, por Él y para Él son todas las cosas" (Rom 11,36).  Y los atributos con que se describe a Dios en el NT son los mismos que en el AT: Dios es Único (Mc 12,29), Eterno (Rom 16, 26), Sabio (Rom 16, 27), Todopoderoso (Ap 4,8; Mc 14, 36), Bueno (Mc 10, 18), Santo (Jn 17, 11; 1 Pedr 1, 15) Fiel (1 Cor 1,9; 10,13; 2 Tes 3,3), Creador y Señor (Mt 11,25), Rey (1 Tim 6, 15), etc,.

Sin embargo, estos atributos divinos encuentran una expresión nueva al revelarse en el rostro de Jesucristo. De este Dios, de quien dice San Pablo que "en Él vivimos, nos movemos y existimos" (Hech 17,28); "a quien nadie ha visto jamás" (Jn 1, 18), que es "el Único que es inmortal, [y que] habita en una luz inaccesible; [y] a quien ningún hombre ha visto ni puede ver" (1 Tim 6, 16). Es de este Dios de quien nos dice San Juan, refiriéndose a Jesucristo: "el Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése es quien nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18).

Sólo así se entienden algunas expresiones utilizadas por Jesús, expresiones que, de otro modo, no tendrían ningún sentido, como cuando les dijo a los judíos: "En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán naciese, Yo soy" (Jn 8,58). Y cuando Felipe le dice: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Jn 14,8), Jesús le contesta: "Felipe, tanto tiempo como llevo con vosotros, ¿y aún no me has conocido? EL QUE ME VE A MÍ, VE AL PADRE" (Jn 14,9).

El modo en que Jesús llama Padre a Dios no es aplicable a ninguna persona humana, pues refiriéndose a Sí mismo dice: "Todo me lo ha entregado mi Padre; y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y nadie conoce quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo" (Lc 10,22). La relación filial de Jesús con su Padre se encuentra a un nivel distinto y superior del que tienen los demás hombres con Dios. "En esto se manifestó entre nosotros el Amor de Dios: en que DIOS ENVIÓ A SU HIJO UNIGÉNITO al mundo para que recibiéramos por Él la Vida" (1Jn 4,9). Jesús nunca usó la expresión "nuestro Padre", poniendo su filiación al Padre al mismo nivel que la nuestra, sino que, dirigiéndose a nosotros, habló de "vuestro Padre": "¿Cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?" (Mt 7, 11). Una distinción que expresa, aún más claramente, cuando dice:"Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Jn 20, 17).

Por otra parte, Jesús no se limita a llamar Padre a Dios, sino que afirma ser una misma cosa con Él: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30) . "El Padre está en Mí, y Yo estoy en el Padre" (Jn 10,38). Además, al igual que "Dios [el Padre] es luz y no hay tiniebla alguna en Él" (1 Jn 1,5), también el Hijo es luz, como el Padre: "Yo soy la luz del mundo" (Jn 8,12). "Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que cree en Mí no quede en tinieblas" (Jn 1, 46). 

Dios se nos ha ido revelando paulatinamente a lo largo de la historia de un modo más o menos velado hasta la venida de Jesucristo: "Muchas veces y de diversos modos habló Dios a los padres en otro tiempo por medio de los profetas; últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo, a quien ha constituido heredero de todo, por quien hizo también el mundo" (Heb 1, 1-3). O también: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo" (Gal 4, 4).

En todos estos pasajes queda claro, con una claridad meridiana, que Dios se revela plenamente, a Sí Mismo, en su Hijo,  "resplandor de su gloria e impronta de su sustancia" (Heb 1, 3).  Jesús mismo nos lo dice: "Quien me ve a Mí, ve al que me ha enviado" (Jn 12, 45).  En verdad, podemos decir, con San Pablo, aquello de que "ni ojo vio ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (1Cor 2,9), y es que "Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo de Dios tiene la Vida; quien no tiene al Hijo tampoco tiene la Vida (1 Jn 5, 11-12)Para el NT toda la verdad de Dios se condensa en Jesús, quien dice de Sí mismo que "es el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6).

Y, sin embargo, no todos aceptarán esta verdad; sólo  aquéllos a los que se refería Jesús cuando dijo: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien" (Mt 11, 25-26)
(Continuará)