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Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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jueves, 25 de junio de 2020
¿Respuesta a Viganò? Monseñor Schneider presenta sus tesis sobre el Vaticano II
Monseñor Athanasius Schneider escribió el 24 de junio que el Vaticano II necesita correcciones y explicó dónde y por qué.
Este texto se lee como una respuesta al pedido del arzobispo Viganò que el Vaticano II sea descartado en su totalidad.
Schneider enfatiza que se puede criticar o corregir a un Concilio. Por ejemplo, Pío XII declaró en 1947 que solo la imposición de las manos y la oración de consagración son necesarias para la validez del Sacramento del Orden Sagrado. En este sentido, contradijo al Concilio de Florencia, según el cual la entrega del cáliz también pertenece a la materia del sacramento.
Eugenio IV (1446) y el Vaticano I (1870) condenó del decreto “Frequens” del Concilio de Constanza, que había sido confirmado por Martín V en 1425, según el cual un Concilio está por encima del Papa.
Schneider quiere entonces corregir los siguientes problemas en el Vaticano II:
- la aseveración que la libertad religiosa es un derecho querido por Dios para practicar incluso un religión falsa;
- la aseveración que se puede distinguir entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica, de tal modo que la primera “subsiste” ("subsistit in”) en la segunda;
- la actitud del Concilio hacia las religiones no cristianas y el mundo.
Schneider enfatiza que el Vaticano II no quiso presentar enseñanzas infalibles, se vio a sí mismo como un concilio pastoral, y no fue claro. Él prueba esto con Pablo VI, quien sintió la necesidad de publicar una nota aclaratoria en Lumen Gentium.
Schneider describe la historia del impacto del Vaticano II como “catastrófica”. Elogia al fundador de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, el arzobispo Marcel Lefebvre, quien criticó enérgicamente al Vaticano II y comparó su propia franqueza con la de algunos Padres de la Iglesia.
Schneider critica el desarrollo también anterior al Vaticano II. Con Benedicto XV (+1922) comenzó la infiltración de los obispos con un espíritu secular y modernista que continuó creciendo hasta el Concilio.
También Juan XXIII (+1963), a quien Schneider no considera un modernista, mostró un complejo de inferioridad hacia el mundo, “ciertamente” tenía buenas intenciones, cree Schneider.
La repugnante deriva racista y cristianófoba de Black Lives Matter que los medios ocultan
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La imagen de la Virgen Negra de Czestochowa en el cementerio polaco de Breda, en Países Bajos, vandalizada por activistas de Black Lives Matter (Foto: Pix4Profs/René Schotanus). |
Hasta ahora el movimiento racista Black Lives Matter (BLM) se ha carecterizado por su violencia contra monumentos públicos de todo tipo, pero ahora da un paso más.
¿Antirracismo? Black Lives Matter ataca un monumento a las víctimas del comunismo
¿Antirracistas? ‘Antifa’ atacan la estatua de un héroe polaco que se opuso a la esclavitud
Racismo y cristianofobia en BLM: pide derribar imágenes cristianas de raza blanca
Uno de los líderes y promotores de ese movimiento, el periodista y activista de extrema izquierda Shaun King, hizo gala de su actitud propia de un talibán señalando los próximos objetivos a los violentos activistas de ese grupo. Este lunes, en un fanático mensaje publicado en Twitter, King escribió: “Sí, creo que las estatuas del blanco europeo que dicen que es Jesús también deberían derribarse. Son una forma de supremacismo blanco. Siempre lo ha sido. En la Biblia, cuando la familia de Jesús quería esconderse, y mezclarse, ¿adivina a dónde fueron? ¡EGIPTO! No Dinamarca. Derribadlos”.
Unos minutos después, King escribía otro mensaje más con la misma actitud de talibán: “Sí. Todos los murales y vidrieras del Jesús blanco, y su madre europea, y sus amigos blancos también deberían derribarse. Son una forma grosera de supremacismo blanco. Creadas como herramientas de opresión. Propaganda racista. Todos deberían derribarse”. Una clara incitación a la violencia racista y anticristiana, que no se dirige, curiosamente, contra la iconografía que representa a Cristo y a la Virgen con otras razas (es habitual adaptar esas imágenes al entorno cultural de cada comunidad cristiana).
Avalancha de críticas contra el racismo y la violencia de BLM
Los comentarios del dirigente de Black Lives Matter han provocado un fuerte rechazo en Twitter. Anoche, el primero de los comentarios llevaba ya más de 16.000 contestaciones, y el segundo más de 11.000. Muchos usuarios le han reprochado abiertamente su racismo, su violencia y su odio a los cristianos. A estas alturas ha quedado en evidencia que Shaun King odia a los blancos. Es tan racista como los racistas a los que dice oponerse, y BLM se parece cada vez más a una versión negra del Ku Klux Klan, tan violenta, racista y odiosa como ese grupo supremacista blanco.
Activistas de BLM atacan a la Virgen Negra de Czestochowa en Breda
Significativamente, unas horas antes de que Shaun King publicase esos comentarios, activistas de BLM atacaron la imagen de la Virgen de Czestochowa en el cementerio polaco de Breda, en Países Bajos, donde están enterrados soldados de la Segunda Guerra Mundial que combatieron contra el nazismo. Para colmo de ignorancia, la de Czestochowa es una Virgen negra (tanto ella como el Niño Jesús aparecen representados con piel oscura). Esta representación de la Virgen María como una mujer negra no es nada extraña en Europa, y en España es muy habitual: aquí tenemos Vírgenes negras tan famosas como las de Atocha (patrona de la monarquía española), la Cabeza, Guadalupe, Montserrat, la Candelaria, Torreciudad…
Los guiños de King hacia la ultraizquierda, el Islam y la Iglesia de Satán
El alegato extremista y anticristiano de King no es nada extraño viniendo de él. El dirigente de Black Lives Matter es partidario del ala más izquierdista del Partido Demócrata: “Amo a Bernie Sanders”, decía King el 14 de abril en un artículo publicado en The North Star, el periódico izquierdista que él dirige. Así mismo, en 2017 mostró abiertamente su apoyo a los ultraizquierdistas violentos de Antifa, y también escribió: “Apoyo a los comunistas y socialistas que se oponen a Trump”. Tal vez esta afirmación pueda servir de explicación a cosas como el reciente ataque de BLM al monumento a las víctimas del comunismo en Washington DC.
Por otra parte, y en contraste con su mensaje cristianófobo de este lunes, en 2017 Shaun King también hizo un alegato en defensa del Islam: “Nunca debemos odiar al Islam, ni a los musulmanes”, comentó. Ese mismo año, King arremetió contra el “cristianismo estadounidense” citando un mensaje de la Iglesia de Satán. Esto da una idea de la clase de personas que mueven los hilos del movimiento racista BLM. Y lo más curioso es que la amplia mayoría de los medios ocultan todo esto. Empezad a preguntaros por qué.
Elentir
Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia (Monseñor Schnëider)
S. E. Mons. Athanasius Schneider publicó hoy un documento titulado “Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia” a fin de esclarecer su posición sobre el Concilio y disipar toda confusión entre los fieles. En algunos temas, Mons. Schneider profundiza algunas de las reflexiones ya presentadas en su libro-entrevista Christus Vincit: Christ’s Triumph Over the Darkness of the Age.
Mons. Schneider dio la versión oficial del documento en exclusividad a Corrispondenza Romana en italiano, a Correspondencia Romana en español, a The Remnant en inglés y al Blog de Jeanne Smits en francés. Todos los derechos reservados.
En las últimas décadas no únicamente algunos modernistas declarados sino también teólogos y fieles que aman a la Iglesia han tenido una actitud que se parecía a una suerte de defensa ciega de todo aquello que había sido dicho en el Concilio Vaticano II. Tal actitud a veces parece requerir verdaderas acrobacias mentales y una “cuadratura del círculo”. También hoy la mentalidad de los buenos católicos lleva a considerar como totalmente infalible cada palabra del Concilio Vaticano II y cada palabra y gesto del Pontífice. Este género de malsano centralismo papal estaba ya presente en varias generaciones de católicos de los últimos dos siglos. Una crítica respetuosa y un debate teológico sereno, sin embargo, estuvieron siempre presentes y permitidos en el interior de la Iglesia, en conformidad con su gran tradición, ya que es la Verdad y la fidelidad a la revelación divina como también la tradición constante de la Iglesia lo que se debe buscar, lo que de suyo implica el uso de la razón y de la racionalidad evitando acrobacias mentales. Algunas explicaciones de ciertas expresiones obviamente ambiguas que inducen al error, contenidas en textos del Concilio, parecen artificiales y poco convincentes, especialmente cuando se reflexiona sobre los mismos, de un modo intelectualmente más honesto, a la luz de la doctrina ininterrumpida y constante de la Iglesia.
Instintivamente, se ha reprimido todo argumento razonable que pudiera, incluso mínimamente, colocar en discusión cualquier expresión o palabra en los textos del Concilio. Sin embargo, un comportamiento semejante no es sano y contradice la gran tradición de la Iglesia, como se observa en los Padres de la Iglesia y en los grandes teólogos de la Iglesia a lo largo de dos mil años. Una opinión diferente de la que ha enseñado el Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, es decir de la traidito instrumentorum, se permitió en los siglos posteriores a este Concilio y dio lugar al pronunciamiento del Papa Pío XII en el año 1947 en la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis, con la cual corrigió la enseñanza no infalible del Concilio de Florencia, estableciendo que la única materia estrictamente necesaria par la validez del sacramento del Orden es la imposición de las manos del Obispo. Con este acto, Pío XII hizo no un acto de hermenéutica de la continuidad sino, precisamente, una corrección, porque esta doctrina del Concilio de Florencia no reflejaba la doctrina constante y la praxis litúrgica de la Iglesia universal. Ya en el año 1914 el Cardenal G.M. van Rossum había escrito respecto a la afirmación del Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, que aquella doctrina del Concilio es reformable y que incluso hay que abandonarla (cfr. De essentia sacramenti ordinis, Freiburg 1914, p. 186). Entonces,, en este caso concreto no había margen para una hermenéutica de la continuidad en este caso concreto.
Cuando el Magisterio Pontificio o un Concilio Ecuménico han corregido alguna doctrina no infalible de Concilios Ecuménicos precedentes– aunque esto ha ocurrido raramente–, con ese acto no han minado los fundamentos de la fe católica ni tampoco opusieron el magisterio de mañana al de hoy, como lo demuestra la historia. Con una Bula del año 1425 Martín V aprobó los decretos del Concilio de Costanza e incluso el decreto “Frequens” de la 39a sesión (del 1417), un decreto que afirma el error del conciliarismo, es decir, de la superioridad del Concilio sobre el Papa. Sin embargo, su sucesor, el Papa Eugenio IV, declaró en el año 1446 que aceptaba los decretos del Concilio Ecuménico de Costanza excepto aquellos (de las sesiones 3, 5 y 39) que perjudican los derechos y el primado de la Sede Apostólica” (absque tamen praeiudicio iuris, dignitatis et praeeminentiae Sedis Apostolicae). El dogma del Concilio Vaticano I sobre el primado del Papa rechazó definitivamente el error conciliarista del Concilio Ecuménico de Costanza. El Papa Pío XII, como ya fue mencionado, corrigió el error del Concilio de Florencia respecto a la materia del sacramento del Orden. Con estos no frecuentes actos de corrección de precedentes afirmaciones del Magisterio no infalible no fueron minados los fundamentos de la fe católica, no se han minado los fundamentos de la fe católica, precisamente porque dichas afirmaciones concretas (como por ejemplo las del Concilio de Costanza y de Florencia) no habían tenido carácter infalible.
Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo las expresiones del Concilio sobre el tema de la libertad religiosa (en el sentido de un derecho natural y por lo tanto positivamente querido por Dios, de practicar y difundir una religión falsa, que puede abarcar también idolatrías o cosas peores), sobre una distinción entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica (el problema del “subsistit in” da la impresión de la existencia de dos realidades: por una parte la Iglesia de Cristo y por otra la Iglesia Católica), de la conducta ante la confrontación de las religiones no cristianas y de la conducta frente a las confrontaciones del mundo contemporáneo.
Aunque la Respuesta la Congregación para la -Doctrina de la Fe a estos aspectos acerca de la doctrina sobre la Iglesia (29 de junio de 2007) dio una explicación del “subsistit in”, lamentablemente ha evitado decir con toda claridad que la Iglesia de Cristo es verdaderamente la Iglesia Católica, o sea, ha evitado de declarar explícitamente la identidad entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica. Permanece, de hecho, un tono de indeterminación.
También se observa una actitud que rechaza a priori todas las posibles objeciones a las discutibles afirmaciones de los textos conciliares. Se presenta, en cambio, como única solución el método llamado “hermenéutica de la continuidad”. Desafortunadamente no se toman en serio las dudas con respecto a los problemas teológicos inherentes a aquellas afirmaciones conciliares. Debemos tener siempre presente el hecho de que la principal finalidad del Conciliar era de carácter pastoral y que el Concilio no tenía la intención de proponer sus propias enseñanzas de un modo definitivo.
Las declaraciones de los Papas antes del Concilio, también aquellos del siglo XIX y del siglo XX, reflejan fielmente a sus predecesores y a la constante tradición de la Iglesia de un modo ininterrumpido. Los Papas de dos siglos, decimonoveno y veinte, es decir después de la Revolución Francesa, no representan un período “exótico” con relación a la tradición bimilenaria de la Iglesia. No se puede reivindicar ninguna ruptura en las enseñanzas de aquellos Papas respecto al Magisterio anterior. En lo que dice respecto a la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo y a la objetiva falsedad de las religiones no cristianas, por ejemplo, no se puede encontrar una significativa ruptura entre las enseñanzas de los Papas desde Gregorio XVI a Pío XII por un lado y a las enseñanzas del Papa Gregorio el Grande (siglo VI) y sus predecesores y sucesores por el otro.
Verdaderamente se puede ver una línea continua sin ninguna ruptura desde la época de los Padres de la Iglesia hasta Pío XII, especialmente en temas como la realeza también social de Cristo, la libertad religiosa y el ecumenismo en el sentido de que existe un derecho natural positivamente deseado por Dios de practicar exclusivamente la única verdadera religión que es la fe católica. Antes del Concilio Vaticano II no existía la necesidad de hacer un esfuerzo colosal para presentar voluminosos estudios a fin de demostrar la perfecta continuidad de la doctrina entre un Concilio y otro, entre un Papa y sus predecesores, pues la continuidad era evidente. El hecho en sí de la necesidad, por ejemplo, de la “Nota explicativa previa” al documento Lumen Gentium demuestra que el mismo texto de la Lumen Gentium en el nº 22 es ambiguo respecto al tema de las relaciones entre el primado y la colegialidad episcopal. Los Documentos esclarecedores del Magisterio en la época post-conciliar, como por ejemplo las encíclicas Mysterium Fidei, Humanae Vitae, il Credo del Popolo di Dio de Paulo VI fueron de gran valor y ayuda, pero los mismos no aclararon las afirmaciones ambiguas del Concilio Vaticano II antes mencionadas.
Frente a la crisis que surgió con Amoris Laetitia y con el documento de Abu Dhabi estamos obligados a profundizar estas consideraciones sobre el necesario esclarecimiento o rectificaciones de algunas de las afirmaciones conciliares anteriormente mencionadas. En la Suma Teológica Santo Tomás presentaba siempre objeciones (“videtur quod”) y contra-argumentaciones (“sed contra”). Santo Tomás era intelectualmente muy honesto; las objeciones deben ser permitidas y tomadas en serio. Deberíamos utilizar su método respecto a algunos puntos controvertidos de los textos del Concilio Vaticano II que fueron discutidos durante casi sesenta años. La mayor parte de los textos del Concilio está en continuidad orgánica con el Magisterio anterior. En última instancia, el Magisterio Pontificio debe esclarecer de modo convincente algunas expresiones específicas de los textos del Concilio, lo que hasta ahora no siempre fue hecho de una manera intelectualmente honesta y convincente. Si fuera necesario, un Papa o un futuro Concilio Ecuménico deberían agregar explicaciones (algo así como notas explicativas posteriores) o presentar incluso modificaciones de esas expresiones controvertidas dado que no fueron presentadas por el Concilio como una enseñanza infalible y definitiva, como lo declaró también Paulo VI diciendo que el Concilio: “evitó de dar definiciones dogmáticas solemnes, empeñando la infabilidad del magisterio eclesiástico” (Audiencia General, 12 de enero de 1966).
La historia nos lo dirá a distancia. Estamos a solo cincuenta años del Concilio. Seguramente lo veremos más claramente después de otros cincuenta años. Sin embargo, del punto de vista de los hechos, de las pruebas, desde un punto de vista global, el Vaticano II no ha traído un verdadero florecimiento espiritual en la vida de la Iglesia. Y aún cuando antes del Concilio ya existían problemas en el Clero, sin embargo, honestamente y por amor a la justicia, se debe reconocer que los problemas morales, espirituales y doctrinales del Clero antes del Concilio no estaban difundidos en una escala tan vasta y con una intensidad tan grave como lo fue en el período postconciliar hasta los días de hoy. Tomando en cuenta que ya antes del Concilio existían algunos problemas, la primera finalidad del Concilio Vaticano II debería haber sido, precisamente, establecer normas y doctrinas lo más claras posibles e incluso privadas de toda ambigüedad, como lo hicieron en el pasado todos los Concilios empeñados en reformas. El plan y las intenciones del Concilio eran principalmente pastorales, sin embargo, a pesar de su propósito pastoral, le siguieron consecuencias desastrosas que aún hoy estamos viendo. Ciertamente, el Concilio tiene varios textos hermosos. Pero las consecuencias negativas y los abusos cometidos en nombre del Concilio fueron tan significativos que obscurecieron los elementos positivos que se encuentran en él.
He aquí los elementos positivos que aportó el Vaticano II: es la primera vez que un Concilio Ecuménico hizo un solemne llamamiento a los laicos a tomar en serio sus votos bautismales para aspirar a la santidad. El capítulo de Lumen Gentium sobre los laicos es bello y profundo. Los fieles son llamados a vivir su bautismo y su confirmación como valientes testigos de la fe en la sociedad secular. Este llamamiento fue profético. Sin embargo, después del Concilio, este llamamiento a los laicos fue utilizado de un modo abusivo por el establishment progresista en la Iglesia y también por muchos funcionarios y burócratas eclesiásticos. Frecuentemente los nuevos burócratas laicos (en determinados países europeos) no eran ellos mismos testigos sino que ayudaban a destruir la fe en los consejos parroquiales y diocesanos y en otros consejos oficiales. Desafortunadamente estos burócratas laicos eran a menudo engañados por el Clero y los Obispos.
El período después del Concilio nos dio la impresión de que uno de los principales frutos del mismo fuera la burocratización. Esta burocratización mundana en las décadas posteriores al Concilio a menudo paralizó el fervor espiritual y sobrenatural en una considerable medida y, en lugar de la primavera anunciada, llegó un momento de invierno espiritual. Bien conocidas e inolvidables permanecen las palabras con las cuales Paulo VI diagnosticó honestamente el estado de la salud espiritual de la Iglesia después del Concilio: “Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los otros. Buscamos cavar abismos en vez de colmarlos.” (Homilía del 29 de junio de 1972).
En este contexto, el Arzobispo Marcel Lefebvre, en particular, fue quien a una escala más amplia y con una franqueza comenzó (si bien no fue el único que lo hizo) en un ámbito más vasto y con una franqueza similar a la de algunos de los grandes Padres de la Iglesia, a protestar contra el debilitamiento y la dilución de la Fe católica, particularmente en lo que dice respecto al carácter sacrificial y sublime del rito de la Santa Misa, que se estaba difundiendo en la Iglesia, sustentado, o al menos tolerado, también por las autoridades de alto rango de la Santa Sede. En una carta dirigida al Papa Juan Pablo II al comienzo de su Pontificado, el Arzobispo Lefebvre describe de manera realista y apropiada en una breve síntesis la verdadera magnitud de la crisis de la Iglesia. Impresiona la perspicacia y el carácter profético de la siguiente afirmación: “El diluvio de novedades en la Iglesia, aceptado y alentado por el Episcopado, un diluvio que devasta todo en su camino: la fe, la moral, la Iglesia institución: no podían tolerar la presencia de un obstáculo, de una resistencia. Tuvimos entonces la oportunidad de dejarnos llevar por la corriente devastadora y de unirnos al desastre, o de resistir al viento y a las olas para salvaguardar nuestra fe católica y el sacerdocio católico. No podemos dudar. No podíamos dudar. Las ruinas de la Iglesia están aumentando: el ateismo, el abandono de las iglesias, la desaparición de las vocaciones religiosas y sacerdotales son de tal magnitud que los Obispos están comenzando a despertarse” (Carta del 24 diciembre de 1978). Estamos ahora asistiendo a la culminación del desastre espiritual en la vida de la Iglesia que el Arzobispo Lefebvre ya señaló tan vigorosamente hace cuarenta años.
Al acercarnos a cuestiones relativas al Concilio Vaticano II y a sus documentos se deben evitar interpretaciones forzadas o el método de la “cuadratura del círculo”, manteniendo naturalmente todo el respeto y el sentir eclesiástico (sentire cum ecclesia). El principio de la hermenéutica de la continuidad no puede ser utilizado ciegamente a los efectos de eliminar a priori eventuales problemas evidentemente existentes o para crear una imagen de armonía, mientras persisten en la hermenéutica de la continuidad matices de incertidumbre. En efecto, tal enfoque transmitiría de manera artificial y no convincente el mensaje de que cada palabra del Concilio Vaticano II es inspirada por Dios, infalible y a priori en perfecta continuidad con el Magisterio precedente. Dicho método infringiría la razón, la evidencia y la honestidad y no rendiría honor a la Iglesia.
Tarde o temprano – tal vez después de cien años – la verdad será declarada tal como es. Existen libros con fuentes documentadas y demostrables que suministran profundizaciones históricamente más realísticas y reales sobre los hechos y las consecuencias respecto al evento del mismo Concilio Vaticano II, a la redacción de sus documentos y al proceso de interpretación y aplicación de sus reformas en las últimas cinco décadas. Son por ejemplo recomendables los siguientes libros que pueden ser leídos con provecho: Romano Amerio, Iota Unum: un estudio sobre los cambios en la iglesia católica en el siglo XX (1996); Roberto de Mattei, El Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita (2010); Alfonso Gálvez, El invierno Eclesial (2011).
Los temas siguientes: el llamado universal a la santidad, el papel de los laicos en la defensa y el testimonio de la fe, la familia, como iglesia doméstica y la enseñanza sobre María Santísima– son los que se pueden considerar contribuciones verdaderamente positivas y duraderas del Concilio Vaticano II.
En los últimos 150 años la vida de la Iglesia fue sobrecargada con una insana papolatría a tal punto que ha surgido una atmósfera en la cual se atribuye un papel de centralidad a los hombres de la Iglesia en lugar de a Cristo y a Su Cuerpo Místico, y esto representa a su vez un antropocentrismo escondido. De acuerdo con la visión de los Padres de la Iglesia, la Iglesia es únicamente la luna (mysterium lunae), y Cristo es el sol. El Concilio fue una demostración de un rarísimo “Magisterio-centrismo”, pues con el volumen de sus prolijos documentos superó de lejos a todos los otros Concilios. Sin embargo, el Concilio Vaticano II también suministró una bellísima descripción de lo que es el Magisterio, que nunca antes había sido dada en la historia de la Iglesia. Está en el documento Dei Verbum, n. 10, donde está escrito: “Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve”
Por “Magisterio-centrismo” se entiende a los elementos humanos y administrativos, especialmente la producción excesiva y continua de documentos y frecuentes forums de discusión (con la consiga de la “sinodalidad”) que fueron colocados en el centro de la vida de la Iglesia. Si bien los Pastores de la Iglesia deben siempre ejercitar con celo el munus docendi, la inflación de los documentos y con frecuencia de los documentos prolijos, se reveló sofocante. Documentos menos numerosos, más breves y concisos habrían tenido un mejor efecto.
Un ejemplo clarísimo del malsano “Magisterio-centrismo”, donde representantes del Magisterio no se comportan como siervos sino como dueños de la tradición, es la reforma litúrgica de Paulo VI. En cierto sentido, Paulo VI se colocó por encima de la Tradición -no de la Tradición dogmática (lex credendi), sino de la gran Tradición litúrgica (lex orandi). Paulo VI se atrevió a iniciar una verdadera revolución en la lex orandi. Y en cierta medida, actuó en desacuerdo con la afirmación del Concilio Vaticano II el cual en Dei Verbum, n. 10 afirma que el Magisterio solo es el servidor de la Tradición. Debemos colocar a Cristo en el centro, Él es el sol: lo sobrenatural, la consistencia de la doctrina y de la liturgia y toda la verdad del Evangelio que Cristo nos ha enseñado.
A través del Concilio Vaticano II, y ya con el Papa Juan XXIII, la Iglesia comenzó a presentarse al mundo, a coquetear con el mundo y a manifestar un complejo de inferioridad con relación a él. Sin embargo, los clérigos, en particular los Obispos y la Santa Sede, tienen el deber de mostrar a Cristo al mundo, no a sí mismos. El Vaticano II dio la impresión de que la Iglesia Católica había comenzado a mendigar simpatía al mundo. Esto ha continuado en los pontificados postconciliares. La Iglesia pide la simpatía y el reconocimiento del mundo; eso no es digno de ella y no ganará el respeto postconciliar. La Iglesia pide la simpatía de quienes verdaderamente buscan a Dios. Debemos pedir simpatía a Cristo, a Dios y al cielo.
Algunos que critican al Concilio Vaticano II afirman que, si bien tiene aspectos buenos, es como una torta con un poco de veneno, y entonces todo el pastel tiene que ser desechado. Pienso que no podemos seguir ese método y ni siquiera el método de «tirar al bebé con el agua sucia». Con relación a un Concilio Ecuménico legítimo, aunque existían puntos negativos, debemos mantener una actitud global de respeto. Debemos valorar y estimar todo aquello que es verdadero y verdaderamente bueno en los textos del Concilio, sin cerrar irracionalmente y deshonestamente los ojos de la razón a aquello que es objetiva y evidentemente ambiguo en algunos de los textos y a aquello que puede inducir al error. Es necesario recordar siempre que los textos del Concilio Vaticano II no son la inspirada Palabra de Dios, ni son juicios dogmáticos definitivos o declaraciones infalibles del Magisterio, porque el mismo Concilio no tenía esa intención.
Otro ejemplo es Amoris Laetitia. Ciertamente existen muchos punto que deben criticarse doctrinalmente. Pero existen algunas secciones que son muy útiles, verdaderamente buenas para la vida familiar, como por ejemplo sobre los ancianos en la familia: de suyo son muy buenos. No se debe rechazar todo el documento sino recibir aquello que es bueno. Lo mismo vale para los textos del Concilio.
Aunque antes del Concilio todos tenían que hacer el juramento anti-modernista, promulgado por el Papa Pío X, algunos teólogos, sacerdotes, obispos e incluso cardenales lo hicieron con reservas mentales, tal como lo demostraron los hechos históricos posteriores. Con el pontificado de Benedicto XV, comenzó una lenta y cauta infiltración de eclesiásticos con un espíritu mundano y parcialmente modernista a altos cargos en la Iglesia. Esta infiltración creció sobretodo entre los teólogos a tal punto que después el Papa Pío XII debió intervenir condenando algunas ambigüedades y errores de importantes teólogos de la llamada “nouvelle théologie” (Chenu, Congar, De Lubac, etc.), publicando en 1950 la encíclica Humani generis. Sin embargo, del pontificado de Benedicto XV en adelante, el movimiento modernista estaba latente y en continuo crecimiento. Y así, en la vigilia del Concilio Vaticano II, una parte considerable del episcopado y de los profesores en la facultad teológica y de los seminarios estaba embebida de una mentalidad modernista, que es esencialmente relativismo doctrinal y moral, como así también mundanismo, amor por el mundo. En la vigilia del Concilio, estos cardenales, obispos y teólogos adoptaron la “forma” – el modelo de pensamiento– del mundo (cfr. Rm. 12, 2), queriendo complacer al mundo (cfr. GAL. 1, 10). Demostraron un claro complejo de inferioridad con relación al mundo.
También el Papa Juan XXIII demostró una suerte de complejo de inferioridad con relación al mundo. No tenía una mentalidad modernista, pero tenía un estilo político de ver al mundo y extrañamente mendigaba simpatía al mundo. Tenía seguramente buenas intenciones. Convocó el Concilio que después abrió un enorme portón hacia el interior de la Iglesia al movimiento modernista, protestantizante y mundano. Muy significativa es la aguda observación hecha por Charles de Gaulle, Presidente de Francia desde 1959 a 1969, respecto al Papa Juan XXIII y al proceso de reformas iniciado con el Concilio Vaticano II: “Juan XXIII abrió las puertas y aún no ha podido cerrarlas. Era como si un dique se hubiera derribado. Juan XXIII fue superado por aquello que desencadenó.” (ver Alain Peyrefitte, C’était de Gaulle, París, 1997, 2, 19).
El discurso de “abrir las ventanas” antes y durante el Concilio era una suerte de ilusión y una causa de confusión. Estas palabras causaron en mucha gente la impresión de que el espíritu de un mundo no creyente y materialista, ya evidente en aquel tiempo, podía transmitir algunos valores positivos para la vida de la Iglesia. Por el contrario, la autoridad de la Iglesia en aquellos tiempos habría debido declarar expresamente el verdadero significado de la expresión “abrir las ventanas”, que consiste en abrir la vida de la Iglesia al aire fresco de la belleza y de la claridad inequívoca de la verdad divina, a los tesoros de la santidad siempre joven, a la luz sobrenatural del Espíritu Santo y de los Santos, a una liturgia celebrada y vivida con un sentido siempre más sobrenatural, sacro y reverente. A lo largo del tiempo, durante la era post-conciliar, los portones parcialmente abiertos dejaron espacio para un desastre que provocó daños enormes a la doctrina, a la moral y a la liturgia. Hoy, el agua de la inundación que entró está alcanzando niveles peligrosos. Estamos viviendo el auge del desastre.
Hoy el velo fue levantado y el modernismo reveló su verdadero rostro, que consiste en la traición a Cristo y en el volverse amigo del mundo, adoptando al mismo tiempo su modo de pensar. Una vez terminada la crisis en la Iglesia, el Magisterio tendrá el deber de rechazar formalmente todos los fenómenos negativos de las últimas décadas en la vida de la Iglesia. La Iglesia lo hará porque es divina. Lo hará con precisión y corregirá los errores que se han acumulado, comenzando con algunas expresiones ambiguas en los textos del mismo Concilio Vaticano II.
El modernismo es como un virus escondido, escondido en parte también en algunas afirmaciones del Concilio, pero que ahora se ha manifestado plenamente. Después de la crisis, después de esta grave infección espiritual, la claridad y la precisión de la doctrina, la sacralidad de la liturgia y la santidad de la vida del Clero resplandecerán más intensamente. La Iglesia lo hará de un modo inequívoco, como lo ha hecho en épocas de grave crisis doctrinal y moral en los últimos dos mil años. Enseñar claramente la verdad del depósito divino de la fe, defender a los fieles del veneno del error y conducirlos de un modo seguro a la vida eterna pertenece a la misma esencia de la misión divinamente confiada al Papa y a los Obispos.
El documento Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II nos ha recordado la genuina naturaleza de la verdadera Iglesia, “de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos. ” (n. 2).
Mons. Schneider dio la versión oficial del documento en exclusividad a Corrispondenza Romana en italiano, a Correspondencia Romana en español, a The Remnant en inglés y al Blog de Jeanne Smits en francés. Todos los derechos reservados.
En las últimas décadas no únicamente algunos modernistas declarados sino también teólogos y fieles que aman a la Iglesia han tenido una actitud que se parecía a una suerte de defensa ciega de todo aquello que había sido dicho en el Concilio Vaticano II. Tal actitud a veces parece requerir verdaderas acrobacias mentales y una “cuadratura del círculo”. También hoy la mentalidad de los buenos católicos lleva a considerar como totalmente infalible cada palabra del Concilio Vaticano II y cada palabra y gesto del Pontífice. Este género de malsano centralismo papal estaba ya presente en varias generaciones de católicos de los últimos dos siglos. Una crítica respetuosa y un debate teológico sereno, sin embargo, estuvieron siempre presentes y permitidos en el interior de la Iglesia, en conformidad con su gran tradición, ya que es la Verdad y la fidelidad a la revelación divina como también la tradición constante de la Iglesia lo que se debe buscar, lo que de suyo implica el uso de la razón y de la racionalidad evitando acrobacias mentales. Algunas explicaciones de ciertas expresiones obviamente ambiguas que inducen al error, contenidas en textos del Concilio, parecen artificiales y poco convincentes, especialmente cuando se reflexiona sobre los mismos, de un modo intelectualmente más honesto, a la luz de la doctrina ininterrumpida y constante de la Iglesia.
Instintivamente, se ha reprimido todo argumento razonable que pudiera, incluso mínimamente, colocar en discusión cualquier expresión o palabra en los textos del Concilio. Sin embargo, un comportamiento semejante no es sano y contradice la gran tradición de la Iglesia, como se observa en los Padres de la Iglesia y en los grandes teólogos de la Iglesia a lo largo de dos mil años. Una opinión diferente de la que ha enseñado el Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, es decir de la traidito instrumentorum, se permitió en los siglos posteriores a este Concilio y dio lugar al pronunciamiento del Papa Pío XII en el año 1947 en la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis, con la cual corrigió la enseñanza no infalible del Concilio de Florencia, estableciendo que la única materia estrictamente necesaria par la validez del sacramento del Orden es la imposición de las manos del Obispo. Con este acto, Pío XII hizo no un acto de hermenéutica de la continuidad sino, precisamente, una corrección, porque esta doctrina del Concilio de Florencia no reflejaba la doctrina constante y la praxis litúrgica de la Iglesia universal. Ya en el año 1914 el Cardenal G.M. van Rossum había escrito respecto a la afirmación del Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, que aquella doctrina del Concilio es reformable y que incluso hay que abandonarla (cfr. De essentia sacramenti ordinis, Freiburg 1914, p. 186). Entonces,, en este caso concreto no había margen para una hermenéutica de la continuidad en este caso concreto.
Cuando el Magisterio Pontificio o un Concilio Ecuménico han corregido alguna doctrina no infalible de Concilios Ecuménicos precedentes– aunque esto ha ocurrido raramente–, con ese acto no han minado los fundamentos de la fe católica ni tampoco opusieron el magisterio de mañana al de hoy, como lo demuestra la historia. Con una Bula del año 1425 Martín V aprobó los decretos del Concilio de Costanza e incluso el decreto “Frequens” de la 39a sesión (del 1417), un decreto que afirma el error del conciliarismo, es decir, de la superioridad del Concilio sobre el Papa. Sin embargo, su sucesor, el Papa Eugenio IV, declaró en el año 1446 que aceptaba los decretos del Concilio Ecuménico de Costanza excepto aquellos (de las sesiones 3, 5 y 39) que perjudican los derechos y el primado de la Sede Apostólica” (absque tamen praeiudicio iuris, dignitatis et praeeminentiae Sedis Apostolicae). El dogma del Concilio Vaticano I sobre el primado del Papa rechazó definitivamente el error conciliarista del Concilio Ecuménico de Costanza. El Papa Pío XII, como ya fue mencionado, corrigió el error del Concilio de Florencia respecto a la materia del sacramento del Orden. Con estos no frecuentes actos de corrección de precedentes afirmaciones del Magisterio no infalible no fueron minados los fundamentos de la fe católica, no se han minado los fundamentos de la fe católica, precisamente porque dichas afirmaciones concretas (como por ejemplo las del Concilio de Costanza y de Florencia) no habían tenido carácter infalible.
Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo las expresiones del Concilio sobre el tema de la libertad religiosa (en el sentido de un derecho natural y por lo tanto positivamente querido por Dios, de practicar y difundir una religión falsa, que puede abarcar también idolatrías o cosas peores), sobre una distinción entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica (el problema del “subsistit in” da la impresión de la existencia de dos realidades: por una parte la Iglesia de Cristo y por otra la Iglesia Católica), de la conducta ante la confrontación de las religiones no cristianas y de la conducta frente a las confrontaciones del mundo contemporáneo.
Aunque la Respuesta la Congregación para la -Doctrina de la Fe a estos aspectos acerca de la doctrina sobre la Iglesia (29 de junio de 2007) dio una explicación del “subsistit in”, lamentablemente ha evitado decir con toda claridad que la Iglesia de Cristo es verdaderamente la Iglesia Católica, o sea, ha evitado de declarar explícitamente la identidad entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica. Permanece, de hecho, un tono de indeterminación.
También se observa una actitud que rechaza a priori todas las posibles objeciones a las discutibles afirmaciones de los textos conciliares. Se presenta, en cambio, como única solución el método llamado “hermenéutica de la continuidad”. Desafortunadamente no se toman en serio las dudas con respecto a los problemas teológicos inherentes a aquellas afirmaciones conciliares. Debemos tener siempre presente el hecho de que la principal finalidad del Conciliar era de carácter pastoral y que el Concilio no tenía la intención de proponer sus propias enseñanzas de un modo definitivo.
Las declaraciones de los Papas antes del Concilio, también aquellos del siglo XIX y del siglo XX, reflejan fielmente a sus predecesores y a la constante tradición de la Iglesia de un modo ininterrumpido. Los Papas de dos siglos, decimonoveno y veinte, es decir después de la Revolución Francesa, no representan un período “exótico” con relación a la tradición bimilenaria de la Iglesia. No se puede reivindicar ninguna ruptura en las enseñanzas de aquellos Papas respecto al Magisterio anterior. En lo que dice respecto a la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo y a la objetiva falsedad de las religiones no cristianas, por ejemplo, no se puede encontrar una significativa ruptura entre las enseñanzas de los Papas desde Gregorio XVI a Pío XII por un lado y a las enseñanzas del Papa Gregorio el Grande (siglo VI) y sus predecesores y sucesores por el otro.
Verdaderamente se puede ver una línea continua sin ninguna ruptura desde la época de los Padres de la Iglesia hasta Pío XII, especialmente en temas como la realeza también social de Cristo, la libertad religiosa y el ecumenismo en el sentido de que existe un derecho natural positivamente deseado por Dios de practicar exclusivamente la única verdadera religión que es la fe católica. Antes del Concilio Vaticano II no existía la necesidad de hacer un esfuerzo colosal para presentar voluminosos estudios a fin de demostrar la perfecta continuidad de la doctrina entre un Concilio y otro, entre un Papa y sus predecesores, pues la continuidad era evidente. El hecho en sí de la necesidad, por ejemplo, de la “Nota explicativa previa” al documento Lumen Gentium demuestra que el mismo texto de la Lumen Gentium en el nº 22 es ambiguo respecto al tema de las relaciones entre el primado y la colegialidad episcopal. Los Documentos esclarecedores del Magisterio en la época post-conciliar, como por ejemplo las encíclicas Mysterium Fidei, Humanae Vitae, il Credo del Popolo di Dio de Paulo VI fueron de gran valor y ayuda, pero los mismos no aclararon las afirmaciones ambiguas del Concilio Vaticano II antes mencionadas.
Frente a la crisis que surgió con Amoris Laetitia y con el documento de Abu Dhabi estamos obligados a profundizar estas consideraciones sobre el necesario esclarecimiento o rectificaciones de algunas de las afirmaciones conciliares anteriormente mencionadas. En la Suma Teológica Santo Tomás presentaba siempre objeciones (“videtur quod”) y contra-argumentaciones (“sed contra”). Santo Tomás era intelectualmente muy honesto; las objeciones deben ser permitidas y tomadas en serio. Deberíamos utilizar su método respecto a algunos puntos controvertidos de los textos del Concilio Vaticano II que fueron discutidos durante casi sesenta años. La mayor parte de los textos del Concilio está en continuidad orgánica con el Magisterio anterior. En última instancia, el Magisterio Pontificio debe esclarecer de modo convincente algunas expresiones específicas de los textos del Concilio, lo que hasta ahora no siempre fue hecho de una manera intelectualmente honesta y convincente. Si fuera necesario, un Papa o un futuro Concilio Ecuménico deberían agregar explicaciones (algo así como notas explicativas posteriores) o presentar incluso modificaciones de esas expresiones controvertidas dado que no fueron presentadas por el Concilio como una enseñanza infalible y definitiva, como lo declaró también Paulo VI diciendo que el Concilio: “evitó de dar definiciones dogmáticas solemnes, empeñando la infabilidad del magisterio eclesiástico” (Audiencia General, 12 de enero de 1966).
La historia nos lo dirá a distancia. Estamos a solo cincuenta años del Concilio. Seguramente lo veremos más claramente después de otros cincuenta años. Sin embargo, del punto de vista de los hechos, de las pruebas, desde un punto de vista global, el Vaticano II no ha traído un verdadero florecimiento espiritual en la vida de la Iglesia. Y aún cuando antes del Concilio ya existían problemas en el Clero, sin embargo, honestamente y por amor a la justicia, se debe reconocer que los problemas morales, espirituales y doctrinales del Clero antes del Concilio no estaban difundidos en una escala tan vasta y con una intensidad tan grave como lo fue en el período postconciliar hasta los días de hoy. Tomando en cuenta que ya antes del Concilio existían algunos problemas, la primera finalidad del Concilio Vaticano II debería haber sido, precisamente, establecer normas y doctrinas lo más claras posibles e incluso privadas de toda ambigüedad, como lo hicieron en el pasado todos los Concilios empeñados en reformas. El plan y las intenciones del Concilio eran principalmente pastorales, sin embargo, a pesar de su propósito pastoral, le siguieron consecuencias desastrosas que aún hoy estamos viendo. Ciertamente, el Concilio tiene varios textos hermosos. Pero las consecuencias negativas y los abusos cometidos en nombre del Concilio fueron tan significativos que obscurecieron los elementos positivos que se encuentran en él.
He aquí los elementos positivos que aportó el Vaticano II: es la primera vez que un Concilio Ecuménico hizo un solemne llamamiento a los laicos a tomar en serio sus votos bautismales para aspirar a la santidad. El capítulo de Lumen Gentium sobre los laicos es bello y profundo. Los fieles son llamados a vivir su bautismo y su confirmación como valientes testigos de la fe en la sociedad secular. Este llamamiento fue profético. Sin embargo, después del Concilio, este llamamiento a los laicos fue utilizado de un modo abusivo por el establishment progresista en la Iglesia y también por muchos funcionarios y burócratas eclesiásticos. Frecuentemente los nuevos burócratas laicos (en determinados países europeos) no eran ellos mismos testigos sino que ayudaban a destruir la fe en los consejos parroquiales y diocesanos y en otros consejos oficiales. Desafortunadamente estos burócratas laicos eran a menudo engañados por el Clero y los Obispos.
El período después del Concilio nos dio la impresión de que uno de los principales frutos del mismo fuera la burocratización. Esta burocratización mundana en las décadas posteriores al Concilio a menudo paralizó el fervor espiritual y sobrenatural en una considerable medida y, en lugar de la primavera anunciada, llegó un momento de invierno espiritual. Bien conocidas e inolvidables permanecen las palabras con las cuales Paulo VI diagnosticó honestamente el estado de la salud espiritual de la Iglesia después del Concilio: “Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los otros. Buscamos cavar abismos en vez de colmarlos.” (Homilía del 29 de junio de 1972).
En este contexto, el Arzobispo Marcel Lefebvre, en particular, fue quien a una escala más amplia y con una franqueza comenzó (si bien no fue el único que lo hizo) en un ámbito más vasto y con una franqueza similar a la de algunos de los grandes Padres de la Iglesia, a protestar contra el debilitamiento y la dilución de la Fe católica, particularmente en lo que dice respecto al carácter sacrificial y sublime del rito de la Santa Misa, que se estaba difundiendo en la Iglesia, sustentado, o al menos tolerado, también por las autoridades de alto rango de la Santa Sede. En una carta dirigida al Papa Juan Pablo II al comienzo de su Pontificado, el Arzobispo Lefebvre describe de manera realista y apropiada en una breve síntesis la verdadera magnitud de la crisis de la Iglesia. Impresiona la perspicacia y el carácter profético de la siguiente afirmación: “El diluvio de novedades en la Iglesia, aceptado y alentado por el Episcopado, un diluvio que devasta todo en su camino: la fe, la moral, la Iglesia institución: no podían tolerar la presencia de un obstáculo, de una resistencia. Tuvimos entonces la oportunidad de dejarnos llevar por la corriente devastadora y de unirnos al desastre, o de resistir al viento y a las olas para salvaguardar nuestra fe católica y el sacerdocio católico. No podemos dudar. No podíamos dudar. Las ruinas de la Iglesia están aumentando: el ateismo, el abandono de las iglesias, la desaparición de las vocaciones religiosas y sacerdotales son de tal magnitud que los Obispos están comenzando a despertarse” (Carta del 24 diciembre de 1978). Estamos ahora asistiendo a la culminación del desastre espiritual en la vida de la Iglesia que el Arzobispo Lefebvre ya señaló tan vigorosamente hace cuarenta años.
Al acercarnos a cuestiones relativas al Concilio Vaticano II y a sus documentos se deben evitar interpretaciones forzadas o el método de la “cuadratura del círculo”, manteniendo naturalmente todo el respeto y el sentir eclesiástico (sentire cum ecclesia). El principio de la hermenéutica de la continuidad no puede ser utilizado ciegamente a los efectos de eliminar a priori eventuales problemas evidentemente existentes o para crear una imagen de armonía, mientras persisten en la hermenéutica de la continuidad matices de incertidumbre. En efecto, tal enfoque transmitiría de manera artificial y no convincente el mensaje de que cada palabra del Concilio Vaticano II es inspirada por Dios, infalible y a priori en perfecta continuidad con el Magisterio precedente. Dicho método infringiría la razón, la evidencia y la honestidad y no rendiría honor a la Iglesia.
Tarde o temprano – tal vez después de cien años – la verdad será declarada tal como es. Existen libros con fuentes documentadas y demostrables que suministran profundizaciones históricamente más realísticas y reales sobre los hechos y las consecuencias respecto al evento del mismo Concilio Vaticano II, a la redacción de sus documentos y al proceso de interpretación y aplicación de sus reformas en las últimas cinco décadas. Son por ejemplo recomendables los siguientes libros que pueden ser leídos con provecho: Romano Amerio, Iota Unum: un estudio sobre los cambios en la iglesia católica en el siglo XX (1996); Roberto de Mattei, El Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita (2010); Alfonso Gálvez, El invierno Eclesial (2011).
Los temas siguientes: el llamado universal a la santidad, el papel de los laicos en la defensa y el testimonio de la fe, la familia, como iglesia doméstica y la enseñanza sobre María Santísima– son los que se pueden considerar contribuciones verdaderamente positivas y duraderas del Concilio Vaticano II.
En los últimos 150 años la vida de la Iglesia fue sobrecargada con una insana papolatría a tal punto que ha surgido una atmósfera en la cual se atribuye un papel de centralidad a los hombres de la Iglesia en lugar de a Cristo y a Su Cuerpo Místico, y esto representa a su vez un antropocentrismo escondido. De acuerdo con la visión de los Padres de la Iglesia, la Iglesia es únicamente la luna (mysterium lunae), y Cristo es el sol. El Concilio fue una demostración de un rarísimo “Magisterio-centrismo”, pues con el volumen de sus prolijos documentos superó de lejos a todos los otros Concilios. Sin embargo, el Concilio Vaticano II también suministró una bellísima descripción de lo que es el Magisterio, que nunca antes había sido dada en la historia de la Iglesia. Está en el documento Dei Verbum, n. 10, donde está escrito: “Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve”
Por “Magisterio-centrismo” se entiende a los elementos humanos y administrativos, especialmente la producción excesiva y continua de documentos y frecuentes forums de discusión (con la consiga de la “sinodalidad”) que fueron colocados en el centro de la vida de la Iglesia. Si bien los Pastores de la Iglesia deben siempre ejercitar con celo el munus docendi, la inflación de los documentos y con frecuencia de los documentos prolijos, se reveló sofocante. Documentos menos numerosos, más breves y concisos habrían tenido un mejor efecto.
Un ejemplo clarísimo del malsano “Magisterio-centrismo”, donde representantes del Magisterio no se comportan como siervos sino como dueños de la tradición, es la reforma litúrgica de Paulo VI. En cierto sentido, Paulo VI se colocó por encima de la Tradición -no de la Tradición dogmática (lex credendi), sino de la gran Tradición litúrgica (lex orandi). Paulo VI se atrevió a iniciar una verdadera revolución en la lex orandi. Y en cierta medida, actuó en desacuerdo con la afirmación del Concilio Vaticano II el cual en Dei Verbum, n. 10 afirma que el Magisterio solo es el servidor de la Tradición. Debemos colocar a Cristo en el centro, Él es el sol: lo sobrenatural, la consistencia de la doctrina y de la liturgia y toda la verdad del Evangelio que Cristo nos ha enseñado.
A través del Concilio Vaticano II, y ya con el Papa Juan XXIII, la Iglesia comenzó a presentarse al mundo, a coquetear con el mundo y a manifestar un complejo de inferioridad con relación a él. Sin embargo, los clérigos, en particular los Obispos y la Santa Sede, tienen el deber de mostrar a Cristo al mundo, no a sí mismos. El Vaticano II dio la impresión de que la Iglesia Católica había comenzado a mendigar simpatía al mundo. Esto ha continuado en los pontificados postconciliares. La Iglesia pide la simpatía y el reconocimiento del mundo; eso no es digno de ella y no ganará el respeto postconciliar. La Iglesia pide la simpatía de quienes verdaderamente buscan a Dios. Debemos pedir simpatía a Cristo, a Dios y al cielo.
Algunos que critican al Concilio Vaticano II afirman que, si bien tiene aspectos buenos, es como una torta con un poco de veneno, y entonces todo el pastel tiene que ser desechado. Pienso que no podemos seguir ese método y ni siquiera el método de «tirar al bebé con el agua sucia». Con relación a un Concilio Ecuménico legítimo, aunque existían puntos negativos, debemos mantener una actitud global de respeto. Debemos valorar y estimar todo aquello que es verdadero y verdaderamente bueno en los textos del Concilio, sin cerrar irracionalmente y deshonestamente los ojos de la razón a aquello que es objetiva y evidentemente ambiguo en algunos de los textos y a aquello que puede inducir al error. Es necesario recordar siempre que los textos del Concilio Vaticano II no son la inspirada Palabra de Dios, ni son juicios dogmáticos definitivos o declaraciones infalibles del Magisterio, porque el mismo Concilio no tenía esa intención.
Otro ejemplo es Amoris Laetitia. Ciertamente existen muchos punto que deben criticarse doctrinalmente. Pero existen algunas secciones que son muy útiles, verdaderamente buenas para la vida familiar, como por ejemplo sobre los ancianos en la familia: de suyo son muy buenos. No se debe rechazar todo el documento sino recibir aquello que es bueno. Lo mismo vale para los textos del Concilio.
Aunque antes del Concilio todos tenían que hacer el juramento anti-modernista, promulgado por el Papa Pío X, algunos teólogos, sacerdotes, obispos e incluso cardenales lo hicieron con reservas mentales, tal como lo demostraron los hechos históricos posteriores. Con el pontificado de Benedicto XV, comenzó una lenta y cauta infiltración de eclesiásticos con un espíritu mundano y parcialmente modernista a altos cargos en la Iglesia. Esta infiltración creció sobretodo entre los teólogos a tal punto que después el Papa Pío XII debió intervenir condenando algunas ambigüedades y errores de importantes teólogos de la llamada “nouvelle théologie” (Chenu, Congar, De Lubac, etc.), publicando en 1950 la encíclica Humani generis. Sin embargo, del pontificado de Benedicto XV en adelante, el movimiento modernista estaba latente y en continuo crecimiento. Y así, en la vigilia del Concilio Vaticano II, una parte considerable del episcopado y de los profesores en la facultad teológica y de los seminarios estaba embebida de una mentalidad modernista, que es esencialmente relativismo doctrinal y moral, como así también mundanismo, amor por el mundo. En la vigilia del Concilio, estos cardenales, obispos y teólogos adoptaron la “forma” – el modelo de pensamiento– del mundo (cfr. Rm. 12, 2), queriendo complacer al mundo (cfr. GAL. 1, 10). Demostraron un claro complejo de inferioridad con relación al mundo.
También el Papa Juan XXIII demostró una suerte de complejo de inferioridad con relación al mundo. No tenía una mentalidad modernista, pero tenía un estilo político de ver al mundo y extrañamente mendigaba simpatía al mundo. Tenía seguramente buenas intenciones. Convocó el Concilio que después abrió un enorme portón hacia el interior de la Iglesia al movimiento modernista, protestantizante y mundano. Muy significativa es la aguda observación hecha por Charles de Gaulle, Presidente de Francia desde 1959 a 1969, respecto al Papa Juan XXIII y al proceso de reformas iniciado con el Concilio Vaticano II: “Juan XXIII abrió las puertas y aún no ha podido cerrarlas. Era como si un dique se hubiera derribado. Juan XXIII fue superado por aquello que desencadenó.” (ver Alain Peyrefitte, C’était de Gaulle, París, 1997, 2, 19).
El discurso de “abrir las ventanas” antes y durante el Concilio era una suerte de ilusión y una causa de confusión. Estas palabras causaron en mucha gente la impresión de que el espíritu de un mundo no creyente y materialista, ya evidente en aquel tiempo, podía transmitir algunos valores positivos para la vida de la Iglesia. Por el contrario, la autoridad de la Iglesia en aquellos tiempos habría debido declarar expresamente el verdadero significado de la expresión “abrir las ventanas”, que consiste en abrir la vida de la Iglesia al aire fresco de la belleza y de la claridad inequívoca de la verdad divina, a los tesoros de la santidad siempre joven, a la luz sobrenatural del Espíritu Santo y de los Santos, a una liturgia celebrada y vivida con un sentido siempre más sobrenatural, sacro y reverente. A lo largo del tiempo, durante la era post-conciliar, los portones parcialmente abiertos dejaron espacio para un desastre que provocó daños enormes a la doctrina, a la moral y a la liturgia. Hoy, el agua de la inundación que entró está alcanzando niveles peligrosos. Estamos viviendo el auge del desastre.
Hoy el velo fue levantado y el modernismo reveló su verdadero rostro, que consiste en la traición a Cristo y en el volverse amigo del mundo, adoptando al mismo tiempo su modo de pensar. Una vez terminada la crisis en la Iglesia, el Magisterio tendrá el deber de rechazar formalmente todos los fenómenos negativos de las últimas décadas en la vida de la Iglesia. La Iglesia lo hará porque es divina. Lo hará con precisión y corregirá los errores que se han acumulado, comenzando con algunas expresiones ambiguas en los textos del mismo Concilio Vaticano II.
El modernismo es como un virus escondido, escondido en parte también en algunas afirmaciones del Concilio, pero que ahora se ha manifestado plenamente. Después de la crisis, después de esta grave infección espiritual, la claridad y la precisión de la doctrina, la sacralidad de la liturgia y la santidad de la vida del Clero resplandecerán más intensamente. La Iglesia lo hará de un modo inequívoco, como lo ha hecho en épocas de grave crisis doctrinal y moral en los últimos dos mil años. Enseñar claramente la verdad del depósito divino de la fe, defender a los fieles del veneno del error y conducirlos de un modo seguro a la vida eterna pertenece a la misma esencia de la misión divinamente confiada al Papa y a los Obispos.
El documento Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II nos ha recordado la genuina naturaleza de la verdadera Iglesia, “de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos. ” (n. 2).
S. E. Mons. Athanasius Schneider
¿Es la pandemia un castigo de Dios? (padre Hugo Valdemar)
El sacerdote mejicano Hugo Valdemar se ha preguntado, en un vídeo publicado por Contra Réplica, si la pandemia de coronavirus es un castigo divino o no lo es. El padre Valdemar es aquel sacerdote que quemó una imagen de la pachamama el pasado noviembre, con una oración de exorcismo.
A partir de la aparición del Covid-19 que ha azotado a la humanidad, ha surgido al interior de la Iglesia un debate sobre si tal pandemia es un castigo divino. Hay quienes no dudan afirmar que se trata de una punición de Dios por los graves pecados cometidos en nuestro mundo. Pensemos en el más espantoso de ellos, el aborto; crimen que el año pasado cobró más de 45 millones de víctimas, la pornografía y sus perversiones, la exaltación de la homosexualidad, el exacerbamiento del individualismo, el adulterio y la banalización del matrimonio y la sexualidad, las graves injusticias que mantienen a millones de seres humanos en la pobreza, la miseria y el hambre, el pecado de la impiedad por el que se pretende echar a Dios de la sociedad y encerrar a la fe en el ámbito privado, la perversión de los valores por la que se glorifican anti valores como el ataque a la familia, la ideología de género que niega la naturaleza de la sexualidad, el feminismo, el mal llamado matrimonio homosexual, la idolatría de la ecología y la ridículamente llamada “madre tierra”, el retorno al paganismo, el satanismo y la superstición, y tantas abominaciones que no solo son una grave ofensa a Dios, sino que están llevando a la humanidad a su destrucción.
Por otra parte, hay quienes aún siendo cristianos apelan al pensamiento mágico y supersticioso afirmando que se trata de una especie de reacción o venganza de la “madre tierra” -como si fuera un ser animado que piensa y siente-, ante la depredación de la misma y el cambio climático; pero que Dios que es solo misericordia no tiene nada que ver con el virus y que, quienes piensan lo contario son peores que los paganos, se quedaron con el Dios del Antiguo Testamento –como si el del Nuevo Testamento no fuera el mismo-, y no entienden a Cristo que predicó el amor, el perdón y la misericordia.
A los que así se escandalizan y que por lo visto ignoran la más elemental teología y la historia de la Iglesia, confunden el castigo con la venganza, y no es lo mismo, la venganza nace del odio y busca la destrucción, y el castigo nace del amor, de la necesidad de corrección, y de la preocupación por el otro y del establecimiento de la justicia. Si un individuo roba o mata, el estado lo castiga ya sea con la cárcel o con una indemnización, o alguna otra pena que considera justa, pero la ley parte de un sentido de justicia, no de odio, castiga porque es lo justo y porque así protege a sus ciudadanos, además de buscar la reinserción social del delincuente, no su destrucción. Lo mismo en la familia o en la escuela existe el castigo, no como resultado del odio, sino como prevención y preocupación de la persona de la que se pretende su corrección para su propio bien.
Jesús que predicó el amor, el perdón y la misericordia, repetidamente habla en el evangelio del pecado y del castigo y hace una grave advertencia sobre el peor de los castigos que es la condenación eterna –incluso a los condenados los llama “malditos”-, no se puede banalizar su enseñanza ni omitir sus advertencias solo porque no nos gustan, o porque chocan con una percepción teológica pusilánime y dulzona que nada tiene que ver con las exigencias del evangelio y la doctrina de la Iglesia.
Padre Hugo Valdemar
El vídeo puede verse en Youtube:
miércoles, 24 de junio de 2020
Iglesia y masonería: las dos ciudades (Alberto Bárcena)
Conferencia de D. Alberto Bárcena Pérez, Doctor en Historia, Profesor de Doctrina Social de la Iglesia, de Historia de las Civilizaciones, de Historia de España y de Historia Contemporánea. Profesor de referencia en la Universidad CEU San Pablo (Madrid). Salón de actos de la Parroquia de la Asunción de Nuestra Señora, en Torrelodones (Madrid) 2018.
Puede verse y escucharse en el siguiente link de Youtube:
El excelente discurso de una diputada de Vox contra el «hembrismo» del PSOE
El Congreso ha debatido hoy una proposición no de ley del PSOE que intentaba criminalizar a quienes discrepan de la ideología de género.
El significado del concepto ‘violencia de género’ y su perversa finalidad política
¿Igualdad? Ella le da un puñetazo y una patada: 3 meses de prisión; él le da una torta: 6 meses
En su habitual manipulación del lenguaje, los socialistas decían querer “combatir el negacionismo de la violencia de género”, un término con el que vienen demonizando a los varones y con el que incluso han creado una legislación injusta que discrimina penalmente a los hombres por su sexo.
La réplica por parte de VOX la han recibido de parte de Macarena Olona, que ha recordado que “el hombre no viola, viola un violador; el hombre no mata, mata un asesino; el hombre no maltrata, maltrata un maltratador; el hombre no humilla, humilla un cobarde”.
Aquí podéis ver su magnífica intervención (enlazo a Youtube)
¿Puede Viganò reabrir el ‘diálogo’ acerca del Vaticano II?
La última carta de Viganò ha provocado una mayor controversia que la generada por sus comunicaciones más recientes, especialmente por cuanto tiene lugar días después de la ampliamente divulgada carta al Presidente Trump y a la cual este respondió favorablemente en un tweet. Sorprendentemente, al menos un miembro de la “corriente dominante” del episcopado ha hecho una declaración en la que no se dedica simplemente a vilipendiar a Viganò. Desde el principio, ad hominem attacks (ataques a la persona), calumnias, y violentos ensayos han sido las respuestas emitidas por la “Iglesia de acompañamiento” a las acusaciones cuidadosamente documentadas de Viganò. En pocas palabras, todo menos diálogo. Ciertamente, los papas y obispos conciliares han buscado y dialogado con heréticos, judíos, musulmanes, e incluso brujas, pero han rechazado, en su gran mayoría, dialogar con su propio rebaño acerca de los tópicos más resaltantes que afectan esta crisis total: los documentos del Vaticano II. Ésta es una discusión que debe tener lugar y hay que agradecerle a Su Excelencia el haberla colocado en el primer plano del debate.
Por décadas ha habido dos partes enfrentadas dominando el episcopado: la supuesta “Liberal” y la “Conservadora”, las cuales conformaron una parte victoriosa en el Concilio. La primera está representada por la revista Concilium y la escuela de pensamiento de Boloña, en tanto que la segunda estuvo representada por la revista Communio e incluyó luminarias y Papas tales como Juan Pablo II y Benedicto XVI. Pero la curiosa unidad entre ambas consiste en esto: las dos defienden el Concilio de manera cuasi incondicional. Efectivamente, los prelados liberales fueron todos promovidos de rango por los Conservadores -como es el caso del infame Cardinal Martini quien se enfrentó duramente contra Humanae Vitae y promovió las mujeres “sacerdote”, convirtiéndose en el modelo de su devoto, Jorge Bergoglio (quien lo citó favorablemente en su último discurso de Navidad).
Estas partes están en desacuerdo acerca de la naturaleza del Vaticano II, pero se mantienen unidas en condenar al ostracismo y denigrar de una tercera parte en el episcopado: los tradicionalistas. Este grupo era conocido como el Coetus Internationalis Patrum en el Concilio, y tuvo como figuras destacadas al Arzobispo Lefebvre y al Obispo De Castro Mayer. Entretanto, se ha ido creando un grupo creciente de estudiosos por laicos preocupados por el Vaticano II y la Nueva Misa, quienes han sido también ignorados por la academia católica prevaleciente. Todavía busco en vano una defensa extensa del Vaticano II proveniente del lado Conservador de una erudición comparable a la de Sire, De Mattei, o Ferrara.
Y es así como una de las amargas ironías del Concilio, el intento por “democratizar” la Iglesia contra el “clericalismo, ha causado el abandono del arca de salvación por millones; otros han permanecido, pero se les ha despojado de su herencia como católicos, y unos más han sido dejados abandonados en la búsqueda de un diálogo real. Esta es la razón por la que las palabras del Arzobispo Viganò en su última carta aportan un alivio calurosamente acogido por tantos que han sido silenciados en su búsqueda de respuestas. Como Skojec bien señala: los “tradicionalistas han lamentado con frecuencia que incluso nuestros “héroes” dentro de la Iglesia son apologetas conciliares, sin excepción.´´ En cierto modo, podemos tolerar que haya un apologeta para una cosa, en tanto cuanto sea capaz de conducir un debate honesto acerca de esa cosa. Pero el Vaticano II es algo acerca de lo cual las dos partes dominantes, antes mencionadas, han intentado silenciar todo debate.
Nos queda solo esperar y orar–al tiempo que hacemos nuestra parte con verdad y caridad –de que este debate será finalmente abierto por Viganò de una manera que era prácticamente imposible en los días de Lefebvre contra Pablo VI y Juan Pablo II. En aquellos días, el movimiento tradicional había sido casi totalmente excluido y la reputación de la Iglesia oficial era grandemente admirada. En nuestros días, la crítica tradicional ha crecido únicamente gracias a una exoneración oficial del propio pontífice (quien observó la juventud del movimiento), en tanto que la reputación de la Iglesia ha sido destrozada por las revelaciones de las obras del maligno en el Vaticano y en el episcopado. En este contexto, ofrezco mi propia contribución al debate en una de las áreas fundamentales que Viganò aborda.
Los documentos y sus frutos
Viganò plantea una serie de observaciones que se deben considerar seriamente (de manera crítica incluso) como puntos fundamentales del debate. Una importante observación general se refiere a los frutos del Concilio como algo totalmente distinto a los de cualquier concilio precedente:
Si lo examinamos más de cerca, nunca en la historia de la Iglesia se presentó un Concilio a sí mismo como un evento histórico de magnitud tal que lo hacía diferente a cualquier otro concilio: nunca se habló de un “espíritu del Concilio de Nicea” o del “espíritu del Concilio de Trento”, así como tampoco nunca hubo una era “posconciliar” después del Letrán IV o del Vaticano I.
Si por “espíritu” de un concilio entendemos lo que señala la escuela de pensamiento de Boloña, que ve al concilio como meramente un paso hacia adelante en dirección a una mayor evolución del dogma, podemos ciertamente darle la razón en este punto. Incluso, podemos observar que Juan Pablo II creía en una cierta versión de este “espíritu” al afirmar en su primer sermón como pontífice:
[Como] el Concilio no está circunscrito únicamente a los documentos, ni tampoco ha sido completado por las formas de aplicarlo desarrolladas en estos años posconciliares. En consecuencia, es correcto considerar que estamos obligados por el deber primario de profundizar de manera diligente la implementación de los decretos y normas directrices de ese mismo Sínodo Universal. Esto indudablemente lo haremos de un modo que sea a la vez prudente y estimulante. Nos abocaremos, en particular, que florezca, ante todo, una mentalidad adecuada. Es decir, es necesario más que nada que las actitudes estén al unísono con el Concilio, de modo que en la práctica se hagan aquellas cosas que fueron ordenadas por él, y que aquellas otras que yacen ocultas en él o -como usualmente se dice- están “implícitas” se hagan explícitas a la luz de los experimentos realizados desde entonces y las exigencias de las circunstancias cambiantes. Dicho en breves palabras, es necesario que las semillas fértiles de los Padres del Sínodo Ecuménico, nutridas por la palabra de Dios, sembradas en tierra buena (cf. Mt 13: 8, 23) — es decir, las enseñanzas y deliberaciones pastorales importantes sean llevadas a su madurez del modo que es característico al movimiento y a la vida.[1]
Sin lugar a dudas, Juan Pablo II afirmaba que la oración interreligiosa de Asís era la expresión visible del Vaticano II.[2] Esto concuerda precisamente con la crítica que hace Viganò quien conecta los puntos entre sí hacia adelante con el ídolo de la Pachamama y la blasfemia de Abu Dhabi: “Si la pachamama se puede adorar en una iglesia, se lo debemos a Dignitatis Humanae[.] … Si la Declaración de Abu Dhabi fue firmada se lo debemos a Nostra Aetate.” El propio Juan Pablo II vio su labor en términos de llevar adelante lo que estaba “implícito” en los mismos documentos, lo que socava las aseveraciones de Benedicto XVI al criticar los malos frutos del Concilio como provenientes de los medios de comunicación o de una equivocada hermenéutica, y no del propio Concilio.
De aquí surge la crítica primordial de Viganò a los frutos del Concilio a nivel dogmático:
Entre otras cosas, este Concilio ha demostrado ser el único que ha causado tantos problemas de interpretación y tantas contradicciones con respecto al Magisterio precedente, pues no existe ningún otro concilio –desde el Concilio de Jerusalén hasta el Vaticano I– que no haya estado en perfecta armonía con la totalidad del Magisterio o que necesite de tanta interpretación.
Los defensores Conservadores del Concilio aseveran (correctamente) que cada concilio es seguido de un periodo de caos y turbulencia y, en tal sentido, podemos citar el tan famoso Concilio de Nicea como una excelente muestra de ello. Pero note la diferencia: cada uno de los concilios anteriores articulaba una clara doctrina contra la herejía, y el caos que surgía era instigado por aquellos heréticos que eran condenados o por los poderes políticos que buscaban obstruir el concilio o llegar a un acuerdo con los heréticos. Es claro que la causa de este caos se podía atribuir no a las palabras mismas del concilio, sino más bien a la desobediencia de los fieles a los decretos definitivos.
Empero, podemos notar dos muy importantes excepciones a esta aseveración general de Vigano: Constanza y Vaticano I. Ambos concilios fueron concilios de emergencia que intentaron resolver el problema de los papas cismáticos (en el caso de Constanza) y la designación de obispos por el Estado y las revoluciones republicanas (en el caso del Vaticano I). Como consecuencia de muchos factores históricos, estos concilios fueron o bien parcialmente abrogados (como fue el caso de Constanza) o incompletos (como ocurrió con Vaticano I).
Particularmente, en lo que concierne al Vaticano I, podemos limitar la aseveración de Viganò acerca de los concilios previos. Aquí podemos observar que un cierto “espíritu de Vaticano I” emergió bajo la forma de un positivismo papal absoluto –contrario, sin embargo, al texto de Pastor Aeternus –-el cual se convirtió en el precursor del positivismo extremo de Pablo VI. A pesar de los esfuerzos oficiales en contrario, el Vaticano I dejó sin respuesta muchas cuestiones acerca de la naturaleza de la Tradición en relación con el poder del papa. Estas debilidades de ese periodo posconciliar fueron explotadas por los herejes del Vaticano II para crear la situación que tenemos hoy en día, en donde papas y obispos esperan una obediencia ciega ante declaraciones contradictorias. Cuando los fieles buscan respuestas y diálogo, y una articulación de la hermenéutica de continuidad, la única respuesta de los obispos es ordenar obediencia. Y esto es el sumun del clericalismo porque se niega a explicar y a enseñar -lo que constituye el significado mismo del término “Magisterio”- y esperan una fe ciega ante la aseveración de “continuidad”.
Esta es la realidad que Viganò dice haberse dado cuenta finalmente:
Confieso con serenidad y sin ánimo de controversia: yo fui uno de los tantos quien, a pesar de las muchas perplejidades y temores que han probado ser, hoy en día, absolutamente legítimas, confió en la autoridad de la Jerarquía con obediencia incondicional. En realidad, pienso que mucha gente, yo mismo incluido, no consideró inicialmente la posibilidad de que podía haber un conflicto entre la obediencia a una orden de la Jerarquía y la fidelidad a la Iglesia misma. Lo que hizo tangible esta antinatural, e incluso diría perversa, separación entre la Jerarquía y la Iglesia, entre la obediencia y la fidelidad, ha sido ciertamente este reciente Pontificado
Este es el lado esperanzador del pontificado de Francisco: ha provocado un despertar entre todos los defensores Conservadores del Vaticano II – el mismo Viganò inclusive. Ha forzado a los pocos obispos ortodoxos y valientes a articular y condenar plenamente las verdades y errores de nuestro tiempo. Sobre todo, ha sacado a relucir el reconocimiento de la verdadera doctrina del Concilio Vaticano Primero que el Venerable Pío IX intentó sin éxito generar durante ese periodo posconciliar, al darle su aprobación a la siguiente clara interpretación del Vaticano I:
En modo alguno depende del capricho del Papa y de su buen gusto, hacer de tal o cual doctrina el objeto de una definición dogmática: está atado y limitado por la revelación divina y por las verdades que esa revelación contiene; está atado y limitado por los Credos que ya existen, y por las definiciones precedentes de la Iglesia; está atado y limitado por la ley divina y por la constitución de la Iglesia.[3]
Los esfuerzos del movimiento tradicionalista se pueden reducir a estas palabras. Ellas simplemente afirman que incluso el Papa e incluso un concilio ecuménico están “limitados” por lo que los ha precedido: la Tradición y las tradiciones. En síntesis, es la frase de Ripperger: la Tradición retiene una fuerza vinculante, obligatoria.
Timothy Flanders
[2] Al presentar a la iglesia católica llevando de la mano a los hermanos cristianos y a todos estos que se unen de la mano con los hermanos de otras religiones, la Jornada en Asís fue como una expresión visible de estas afirmaciones del Concilio Vaticano II. Juan Pablo II, Discurso ante la Curia Romana, dic. 22, 1986
[3] Esta fue la Instrucción Pastoral Conjunta emitida por los obispos suizos y aprobada y elogiada por Pío IX. Dom. Cuthbert Butler, El Concilio Vaticano (Newman Press, 1962), 464
martes, 23 de junio de 2020
SACERDOTES, SEGLARES Y EL PROPIO ESTADO DEBEN AYUDAR A LA IGLESIA EN SU LUCHA CONTRA EL COMUNISMO (5 de 5)
V. MINISTROS Y AUXILIARES DE ESTA OBRA SOCIAL DE LA IGLESIA
Los sacerdotes
64. (...) Si el sacerdote no va al obrero y al necesitado para prevenirlo o para desengañarlo de todo prejuicio y de toda teoría falsa, ese obrero y ese necesitado llegarán a ser fácil presa de los apóstoles del comunismo.
65. (...) toda obra, por muy hermosa y buena que sea, debe ceder necesariamente el puesto a la vital necesidad de salvar las bases mismas de la fe y de la civilización cristianas. Por esta razón, los sacerdotes, en sus parroquias, conságrense naturalmente, en primer lugar, al ordinario cuidado y gobierno de los fieles, pero después deben necesariamente reservar la mejor y la mayor parte de sus fuerzas y de su actividad para recuperar para Cristo y para la Iglesia las masas trabajadoras y para lograr que queden de nuevo saturadas del espíritu cristiano las asociaciones y los pueblos que han abandonado a la Iglesia. (...) Es éste un hecho que hemos visto comprobado en Roma y en otras grandes ciudades, donde en las nuevas iglesias que van surgiendo en los barrios periféricos se van reuniendo celosas comunidades parroquiales y se operan verdaderos milagros de conversión en poblaciones que antes eran hostiles a la religión por el solo hecho de no conocerla.
66. Pero el medio más eficaz de apostolado entre las muchedumbres de los necesitados y de los humildes es el ejemplo del sacerdote que está adornado de todas las virtudes sacerdotales, que hemos descrito en nuestra encíclica Ad catholici sacerdoti [22]; en la materia presente es necesario de modo muy especial que el sacerdote sea un vivo ejemplo eminente de humildad, pobreza y desinterés que lo conviertan a los ojos de los fieles en copia exacta de aquel divino Maestro que pudo afirmar de sí con absoluta certeza: Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20).(...)
Llamamiento a los obreros católicos
73. Una palabra especialmente paterna queremos dirigir aquí a nuestros queridos obreros católicos, jóvenes o adultos, los cuales, como premio de su heroica fidelidad en estos tiempos tan difíciles, han recibido una noble y ardua misión.
Bajo la dirección de sus obispos y de sus sacerdotes, deben trabajar para traer de nuevo a la Iglesia y a Dios inmensas multitudes de trabajadores que, exacerbados por una injusta incomprensión o por el olvido de la dignidad a que tenían derecho, se han alejado, desgraciadamente, de Dios.Demuestren los obreros católicos, con su ejemplo y con sus palabras, a estos hermanos de trabajo extraviados que la Iglesia es una tierna madre para todos aquellos que trabajan o sufren y que jamás ha faltado ni faltará a su sagrado deber materno de defender a sus hijos. Y como esta misión que el obrero católico debe cumplir en las minas, en las fábricas, en los talleres y en todos los centros de trabajo, exige a veces grandes sacrificios, recuerden los obreros católicos que el Salvador del mundo ha dado no sólo ejemplo de trabajo, sino también ejemplo de sacrificio. (...)
Deberes del Estado cristiano
Ayudar a la Iglesia
78. Hemos expuesto hasta ahora, venerables hermanos, la misión positiva, de orden doctrinal y práctico a la vez, que la Iglesia ha recibido como propia en virtud del mandato a ella confiado por Cristo, su autor y apoyo, de cristianizar la sociedad humana, y, en nuestros tiempos, de combatir y desbaratar los esfuerzos del comunismo, y hemos dirigido, en virtud de esta misión, un llamamiento a todas y a cada una de las clases sociales.
79. Pero con esta misión de la Iglesia es necesario que colabore positivamente el Estado cristiano, prestando a la Iglesia su auxilio en este campo, auxilio que, si bien consiste en los medios externos que son propios del Estado, repercute necesariamente y en primer lugar sobre el bien de las almas.
80. Por esta razón, los gobiernos deben poner sumo cuidado en impedir que la criminal propaganda atea, destructora nata de todos los fundamentos del orden social, penetre en sus pueblos; porque no puede haber autoridad alguna estable sobre la tierra si se niega la autoridad de Dios, ni puede tener firmeza un juramento si se suprime el nombre de Dios vivo. (...)
Libertad de la Iglesia
83. Pero, al mismo tiempo, el Estado debe dejar a la Iglesia en plena libertad para que ésta realice su divina misión sobre las almas, si quiere colaborar de esta manera en la salvación de los pueblos de la terrible tormenta de la hora presente (...)
Cuando se excluye la religión de los centros de enseñanza, de la educación de la juventud, de la moral de la vida pública, y se permite el escarnio de los representantes del cristianismo y de los sagrados ritos de éste, ¿no se fomenta, acaso, el materialismo, del que nacen los principios y las instituciones propias del comunismo?Ni la fuerza humana mejor organizada ni los más altos y nobles ideales terrenos pueden dominar los movimientos desordenados de este carácter, que hunden sus raíces precisamente en la excesiva codicia de los bienes de esta vida.
84. Nos confiamos en que los que actualmente dirigen el destino de las naciones, por poco que adviertan el peligro extremo que amenaza hoy a los pueblos, comprenderán cada vez mejor la grave obligación que sobre ellos pesa de no impedir a la Iglesia el cumplimiento de su misión; obligación robustecida por el hecho de que la Iglesia, al procurar a los hombres la consecución de la felicidad eterna, trabaja también inseparablemente por la verdadera felicidad temporal de los hombres.
Paterno llamamiento a los extraviados
85. Pero Nos no podemos terminar esta encíclica sin dirigir una palabra a aquellos hijos nuestros que están ya contagiados, o por lo menos amenazados de contagio, por la epidemia del comunismo. Les exhortamos vivamente a que oigan la voz del Padre, que los ama, y rogamos al Señor que los ilumine para que abandonen el resbaladizo camino que los lleva a una inmensa y catastrófica ruina, y reconozcan también ellos que el único Salvador es Jesucristo Nuestro Señor, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos (Hech 4,12).
CONCLUSIÓN
San José, modelo y patrono
86. Finalmente, para acelerar la paz de Cristo en el reino de Cristo [25], por todos tan deseada, ponemos la actividad de la Iglesia católica contra el comunismo ateo bajo la égida del poderoso Patrono de la Iglesia, San José. (...)
88. Nos, levantando la mirada, vigorizada por la virtud de la fe, creemos ya ver los nuevos cielos y la nueva tierra de que habla nuestro primer antecesor, San Pedro. Y mientras las promesas de los falsos profetas de un paraíso terrestre se disipan entre crímenes sangrientos y dolorosos, resuena desde el cielo con alegría profunda la gran profecía apocalíptica del Redentor del mundo: He aquí que hago nuevas todas las cosas (Ap 21,5).
No nos queda otra cosa, venerables hermanos, que elevar nuestras manos paternas y hacer descender sobre vosotros, sobre vuestro clero y pueblo, sobre la gran familia católica, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de San José, Patrono de la Iglesia universal, el día 19 de marzo de 1937, año decimosexto de nuestro pontificado.
PÍO PP XI
Notas
[1] Pío IX, Encl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846 (Acta Pii IX, vol.I, p.13). Cf. Syllabus c.4: ASS 3 (1865) 170.
[2] León XIII, Encl. Quod Apostolicis muneris, 28 de diciembre de 1924: AAS 9 (1878) 369-376.
[3] Pío XI, Aloc Nostis qua, 18 de diciembre de 1924: AAS 16 (1924) 494-495.
[4] 8 de mayo de 1928: AAS 20 (1928) 165-178.
[5] 15 de mayo de 1931: AAS 23 (1931) 177-228.
[6] 3 de mayo de 1932: AAS 24 (1932) 177-194.
[7] 29 de septiembre de 1932: AAS 24 (1932) 331-332.
[8] 3 de junio de 1933: AAS 25 (1937) 261-274.
[9] 12 de mayo de 1936: AAS 29 (1937) 130-144.
[10] Discurso a los españoles prófugos con motivo de la guerra civil, 14 de septiembre de 1936, sobre las lecciones de la guerra española: AAS 28 (1936) 374-381.
[11] AAS 29 (1937) 5-9.
[12] Enc. Casti connubii, 31 de diciembre de 1930: AAS 22 (1930) 567.
[13] Enc. Divini illius Magistri, 31 de diciembre de 1929: AAS 22 (1930), p. 49-86.
[14] Enc. Casti connubii, 31 de diciembre de 1930: AAS 22 (1930), p.539-592.
[15] Enc. Rerum novarum, 15 de mayo de 1891 (Acta Leonis XIII, vol. IV, p.177-209).
[16] Enc. Quadragesimo anno, 15 de mayo de 1931: AAS 23 (1931), p.177-288.
[17] Enc. Diuturnum illud, 20 de junio de 1881 (Acta Leonis XIII, vol. I, p.210-222)
[18] Enc. Immortale Dei, 1 de noviembre de 18856, (Acta Leonis XIII, vol. II, p.146-168)
[19] M. T. Cicerón, De officiis I, 42.
[20] AAS 28 (1936) 421-424.
[21] Enc. Quadragesimo anno, 15 de mayo de 1931: AAS 23 (1931) 2002.
[22] 20 de diciembre de 1935: AAS 28 (1936) 5-53.
[23] Enc. Caritate Christi, 3 de mayo de 1932: AAS 24 (1932) 184.
[24] Enc. Caritate Christi, 3 de mayo de 1932: AAS 24 (1932) 184.
[25] Cf. Ubi arcano, 23 de septiembre de 1922: AAS (1922) 691.
FIN
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