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jueves, 20 de noviembre de 2014

LA ESTRELLA DE LA MAÑANA (P. Alfonso Gálvez)

Al que venza y al que guarde hasta el fin mis obras le daré potestad sobre las naciones... y le daré la estrella de la mañana


(De la Carta a la Iglesia de Tiatira, Apocalipsis, 2:26)

La más importante de estas promesas que se hacen a los elegidos, contenidas en la Carta al Ángel de la Iglesia de Tiatira en el Apocalipsis, es sin duda alguna, la última. Puesto que la primera está contenida en realidad en la segunda.

Su significado no resulta difícil de averiguar, si nos atenemos a otro texto del Apocalipsis: Yo, Jesús, he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas que se refieren a las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella radiante de la mañana (Ap 22:16: stella splendida matutina).




Y si bien se considera, la promesa viene a coincidir, bajo diferentes expresiones, con las que se hacen a las Iglesias de Éfeso y de Pérgamo: el árbol de la vida o la piedrecita blanca con un nombre nuevo. Las de las otras restantes Iglesias no son más que explicitaciones o consecuencias de lo mismo.

Dios es Supremo Remunerador. Y entrega como recompensa a los que le aman a Sí mismo, de manera que tampoco podría entregar más. El resultado no es otro sino que el premio a recibir por el vencedor es, nada más y nada menos que Jesucristo mismo, en plena propiedad y posesión.

La promesa en concreto es de una extraordinaria importancia, puesto que es uno de los pocos lugares de la Revelación en los que se propone directamente a Jesucristo mismo como recompensa a los elegidos.

Los conceptos más comúnmente manejados, como los de Reino de los Cielos, la Vida Eterna, la Salvación o la Posesión de Dios, son incompletos en el sentido de que no expresan de forma explícita el contenido preciso de aquello a lo que se refiere esa corona de gloria prometida a los que se salvan. Los conceptos de Reino de Dios o el de Reino de los Cielos tampoco explican de manera precisa en lo que consiste o lo que se contiene en ese Reino.

En cuanto al de Vida Eterna, el entendimiento humano tiende inconscientemente a poner el énfasis más en lo de eterno (con referencia a lo que nunca se acaba) que en lo de vida. Pero el concepto de eterno como duración indefinida, además de ser insuficiente para las aspiraciones del corazón humano, anda lejos de expresar la realidad. Pues la eternidad no es precisamente duración (indefinida o no), sino ausencia de duración. Y en cuanto al concepto de vida, apenas si es entendido por el hombre según las referencias que de él hace la Revelación. Para la cual la Vida es justamente plenitud de vida, como se ve en el texto: Yo he venido para que tengan vida, y la tengan sobreabundante (Jn 10:10). Aunque el adjetivo sobreabundante ---abundantius, en la Neovulgata y en griego perissòs viene a significar algo que excede en mucho lo usual---; y más si se tiene en cuenta que, según San Pablo, la vida para el cristiano es Cristo (Col 3:4). Y Jesucristo lo dice expresamente: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14:6).

Aún menos expresiva es la idea de Salvación, la cual se suele contraponer a la de Condenación, con lo que se convierte en un mero concepto positivo contrario a otro negativo.

Por otra parte, algo en lo que no se suele reparar cuando se insiste en explicar cualquier tipo de Espiritualidad, es que las ideas de estado paradisíaco, o las de felicidad o salvación eternas son insuficientes en cuanto incapaces de llenar las más profundas aspiraciones del corazón humano. El cual, creado al fin y al cabo para amar y para ser amado, no puede satisfacerse sino con la idea de un elemento personal como elemento otro de la relación amorosa, que es la que constituye el último fin del hombre. En este sentido cabe destacar la importancia de todo el Sermón de Despedida de la Última Cena como el lugar por antonomasia donde se expresa, claramente y con toda su amplitud, que el destino final para cada uno de los elegidos no es otro que el de estar para siempre con Jesús. En definitiva, en la mutua, recíproca y eterna posesión del uno y el otro ---Jesús y el discípulo--- y del otro con el uno. Pues será entonces, y sólo entonces, cuando al fin se cumpla definitivamente el deseo expresado por la esposa con respecto al Esposo ---y el del Esposo con respecto a la esposa--- que El Cantar de los Cantares expresa de forma tan sublime (Ca 2:16; 6:3):

Mi amado es para mí y yo soy para él.
Pastorea entre azucenas.
Yo soy para mi amado y mi amado es para mí,
el que se recrea entre azucenas
.

En este sentido, la idea según la cual la corona de los elegidos no consiste en otra cosa que en la posesión definitiva de la Estrella de la Mañana, que no es sino Jesucristo mismo, viene a llenar un hueco importante en la historia de la Espiritualidad Cristiana. La cual, o así me lo parece a mí, no ha insistido suficientemente en la Persona de Jesucristo, ni en la necesidad de traer a un primer plano la Humanidad de Jesucristo a fin de impulsar en el hombre un amor por cuyos ímpetus ha suspirado siempre su corazón: consciente o inconscientemente. Un amor que, por otra parte, solamente podría ser suscitado por un factor personal. Como ya supo ver San Agustín en su famoso: Nos hiciste, Señor, para ti, y por eso nuestro corazón estará siempre inquieto mientras no descanse en ti.


Padre Alfonso Gálvez

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (9 de 10)

¿Cómo es posible no conmoverse cuando se leen estas sublimes palabras del Cantar, pronunciadas por el propio Dios -nuestro Señor y Creador- y dirigidas a lo más profundo de nuestro corazón siendo, como somos, criaturas suyas? 


"Dame a ver tu rostro, 
dame a oír tu voz, 
que tu voz es suave
y es amable tu rostro" (Cant 2, 14)

¿Cabe imaginar amor mayor en ninguna mente humana? ... Y, sin embargo, es un amor real, manifestado en la Encarnación del Hijo de Dios, que sólo espera que nuestra respuesta sea como la que le dio la esposa del Cantar:

Yo soy de mi amado
y mi amado es mío (Cant 6, 3)
Yo soy para mi amado
y a mí tienden todos sus anhelos (Cant 7, 11)

Una vez que hemos conocido el Amor que Dios nos tiene, y que nos ha manifestado enviando a su Hijo al mundo, debemos pedirle insistentemente que nos conceda la virtud de la fe, sin la cual estamos perdidos, pues nunca acabamos de creer del todo; siempre nos lo estamos pensando. Y en el pecado llevamos la penitencia. En la narración evangélica de la curación del endemoniado epiléptico, cuando el padre intercede por su hijo ante el Señor, diciéndole: "Si algo puedes, ayúdanos, apiádate de nosotros", Jesús le dijo: "¡Si puedes ...! ¡Todo es posible para el que cree!" (Mc 9, 22-23). "Al instante exclamó el padre del muchacho: "Creo, Señor; pero ayuda mi incredulidad" (Mc 9, 24). Así deberíamos hablarle también nosotros al Señor: de seguro que Él nos va a comprender y nos dará esa fe que tanto necesitamos.



Sólo mediante la fe podemos acceder a un verdadero conocimiento del amor de Dios, conocimiento que no podemos obtener mediante nuestras propias fuerzas, puesto que no es de carácter natural sino sobrenatural. Tenemos, sin embargo, la absoluta seguridad de que Dios nos lo va a conceder, si se lo pedimos: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden" (Lc 11, 13). Y como los apóstoles, debemos decirle al Señor: "Auméntanos la fe" (Lc 17, 5)

¿Por qué es tan importante la fe? La respuesta, como siempre, la tenemos  en la Biblia: "Sin fe es imposible agradar a Dios, pues es preciso que quien se acerca a Dios crea que existe y que es remunerador de los que le buscan" (Heb 11, 6). Sin la fe no podríamos resistir todos los peligros a los que estamos expuestos. En el libro de Job se puede leer: "¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?" (Job 7, 1). Y esto es aún más cierto si se refiere a los cristianos. Así dice san Pablo a los efesios : "Tomad, en todo momento, el escudo de  la fe, con el que podáis apagar los dardos encendidos del Maligno" (Ef 6, 16). Y san Juan: "Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe" (1 Jn 5, 4). 



Aparte de todo eso, la fe es necesaria si queremos llegar a entender hasta qué extremo nos ha amado Dios, y nos ama, como muy bien lo entendió el apóstol San Juan: "Nosotros, que hemos creído, conocemos el amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4, 16). Si Dios nos concede esa fe en Jesucristo, que es lo único que puede dar sentido a nuestra vida, entonces podremos responder, como corresponde, a los requerimientos de amor por parte del Esposo, que es Dios, tal y como lo hacía la esposa del Cantar, en la que están representados todos los cristianos que mantienen viva su fe en Jesucristo. 

(Continuará)

martes, 18 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (8 de 10)

El máximo amor posible que entendemos las personas es el enamoramiento. Pues ése es el Amor que Dios quiere tener con cada uno de nosotros, aunque no podrá ser llevado a cabo con todos, sino tan solo con aquellos que estén dispuestos a amarle de la manera que Dios entiende el amor, que es el único modo correcto de entenderlo, ya que todo amor procede de Él, que es  "el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin" (Ap 22, 13)

Un amor que sería imposible si Dios no nos hubiera creado libres, pues el amor -como tantas veces hemos dicho ya- nunca se impone ... ¡o no sería amor!. La libertad es una nota característica del verdadero amor. Esa es la razón por la que Dios se manifestó "en debilidad", y se hizo un niño que "crecía en sabiduría, en edad y en gracia, delante de Dios y de los hombres" (Lc 2, 52). Si Dios se nos hubiese manifestado en toda su Gloria y Esplendor no hubiésemos sido libres para amarlo; nos habríamos rendido, 
sin más, ante la evidencia de su Poder y de su Majestad. No hubiéramos podido hacer otra cosa sino admirarlo, adorarlo y bendecirlo, de modo necesario. Pero no podría hablarse aquí de amor, rigurosamente hablando; al menos no del amor tal y como ha querido Dios que sea entre Él y nosotros. Sólo procediendo como lo hizo es ahora posible que nosotros, haciendo un uso correcto de la libertad que hemos recibido de Él, podamos dar una respuesta auténticamente amorosa -y no impuesta- al amor que Él nos tiene. 

Aparece aquí también otra nota que es esencial al amor cual es la de la reciprocidad  entre los que se aman, aquella por la cual un yo y un tú se "dicen" mutuamente su amor, pues así ha querido ser el amor de Dios hacia cada uno de nosotros


Y en tercer lugar, es preciso tener en cuenta que el amor verdadero, para ser tal, o lo es en totalidad o no puede hablarse, en absoluto, de amor. Nada puede haber en nosotros que no le pertenezca a Él, porque libremente se lo hemos entregado todo al igual que, libremente, todo lo hemos recibido de Él, a quien no le ha quedado nada por dar: de la máxima riqueza (siendo Dios) pasó a la máxima pobreza"se anonadó a Sí mismo", haciéndose un hombre como nosotros, "y en su condición de hombre, se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz") (Fil 2, 7-8). Y lo hizo por amor"Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para que os enriquecierais con su pobreza" (2 Cor 8, 9).  


Si Él nos ha dado su Vida, ¿qué menos puede esperar de nosotros sino que le demos también la nuestra? En este mutuo dar-recibir, libremente y en totalidad, se resume la meta a la que estamos llamados a llegar con relación a Dios; y lo que constituye el sentido último de nuestra vida. Porque este amor, a su vez, se difundirá entre todos aquellos que nos rodean de modo que, también ellos, nos acompañen en este camino hacia Dios, hacia el que no vamos en solitario.



Ante el amor de Dios, manifestado en Jesucristo, no es posible permanecer pasivamente. Es preciso definirse, "mojarse", como se dice en lenguaje coloquial. Y esto debe concretarse en nuestra vida y no quedarse sólo en palabras.
Una vez que nos hemos decidido por Jesús ya no cabe la vuelta atrás. El amor es un sí total y definitivo, si es amor verdadero. De ahí la radicalidad de las palabras de Jesús: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios" (Lc 9, 62). Si le hemos entregado nuestra vida al Señor, ésta ya no nos pertenece. Le pertenece a Él que, por amor, nos dio la suya. No se puede nadar y guardar la ropa, de modo que -insiste Jesús- "quien quiera salvar su vida, la perderá; mas quien pierda su vida por Mí, la encontrará" (Mt 16, 25). Y no nos puede caber la más mínima duda de que salimos ganando en este intercambio de vidas en el que consiste el verdadero amor. 
(Continuará)

lunes, 17 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (7 de 10)

Si amamos de verdad a Jesús nuestra respuesta no puede ser otra que la de hacer nuestros sus sentimientos: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Fil 2, 5). ¿Y cuáles fueron esos sentimientos? Necesitamos conocer a Jesús, para poder así amarle y conformar nuestra vida a la Suya. Fijémonos en el proceder de Jesús. Puesto que amaba a su Padre, y se sabía amado por Él, su único objetivo y el sentido de su Vida era el de hacer realidad en Sí mismo todo -y sólo- aquello que agradaba a su Padre; lo que, en su caso concreto, le llevó a hacerse uno de nosotros "y en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2, 7-8). 

La voluntad de Jesús con relación a nosotros, podemos verla muy bien expresada en la oración que le dirigió a su Padre en la noche de la Última Cena cuando, refiriéndose a todos los que creyesen en Él, le rogaba, : "Que todos sean uno: como Tú, Padre, en Mí, y Yo en Tí, que también ellos sean uno en nosotros" (Jn 17, 21). Ése es el tipo de unión que quiere Jesús que exista entre todos los cristianos, aquéllos que viven de la fe en Él: que todos sea uno en Dios.




Jesús piensa también en el resto de la humanidad: "No ruego sólo por éstos, sino también por los que han de creer en Mí por su palabra" (Jn 17, 20). Luego es necesario creer en Él para salvarse. De ahí la importancia tan grande que tiene el conocimiento del mensaje de Jesucristo por parte de todos aquellos que no lo conocen y que desearían conocerlo, incluso aun cuando no sean del todo conscientes de ello. Y de ahí también la importancia de actuar conforme al Mensaje que Jesús nos dejó cuando ascendió a los cielos: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. Quien crea y sea bautizado se salvará; pero quien no crea se condenará" (Mc 16, 15-16). 


El tener esto en cuenta nos permitirá discernir cuándo se está cumpliendo la voluntad de Dios o cuándo se le está traicionando: cuidado, pues, con todos esos movimientos llamados "ecuménicos"; cuidado con el llamado "diálogo con los no creyentes" o "diálogo inter-religioso". Se trata de expresiones desafortunadas que más que aclarar ofuscan el pensamiento cristiano. 


El cristiano se sabe en posesión de la Verdad, no por sí mismo, sino porque ha recibido de Dios este don. Y esa Verdad es Jesucristo. Sólo en Él está la salvación. ¿Qué sentido tiene "dialogar" con otras religiones o con los llamados "hermanos separados", cuando la misión de un cristiano es la de vivir la Vida de Jesucristo en su propia vida y hacer llevar esa Vida a todos los que le rodean, con vistas a su felicidad, tanto la terrena como la eterna. 


Cuando se pierde de vista esta misión, Dios se difumina y desaparece del horizonte. No porque Él nos deje, sino porque nosotros le rechazamos o nos avergonzamos de Él. Para tener las ideas claras a este respecto, es necesario acudir a la Tradición de la Iglesia de siempre, que es la única capaz de disipar todas nuestras dudas o desconciertos. Esto es hoy más importante que nunca, pues la lucha contra la Iglesia Católica está teniendo lugar en su propio seno; y estoy hablando, también, de las altas Jerarquías. 


Estamos en tiempos difíciles; pero es justo ahora cuando debemos redoblar nuestra esperanza y nuestra alegría, porque el Señor está con nosotros: "Cuando comiencen a suceder estas cosas, tened ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se aproxima vuestra redención" (Lc 21, 28) Nunca hay motivos para la desesperanza. Estamos "perplejos pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados pero no aniquilados" (2 Cor 4, 9) 


Todos los sufrimientos que tengamos a causa de nuestra fe nos sirven de Gloria para nosotros y para el resto del mundo. Un dolor o un sufrimiento por Cristo, con Él y en Él es un dolor o un sufrimiento redentor, un sufrimiento que salva, debido a la íntima unión que existe entre Cristo y los suyos. El poder de un cristiano es el mismo poder de Cristo"Os lo aseguro: quien cree en Mí hará las obras que Yo hago y las hará mayores que éstas" (Jn 14, 12). 


La unión de un cristiano con Jesucristo tiene lugar siempre en el seno de la Iglesia que Él fundó, la cual es su Cuerpo Místico. En ese Cuerpo, Cristo es la Cabeza y nosotros sus miembros. De modo que la suerte que corre la Cabeza es la misma que la que corren sus miembros: Muere la Cabeza, mueren sus miembros. Sufre la Cabeza, sufren sus miembros. Resucita la Cabeza, resucitan sus miembros. Tal es el grado de unión de un cristiano con Jesús. Tal vez podamos entender así mejor estas palabras que dirigió el apóstol Pablo a los colosenses: "Ahora me alegro en los padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). Alegría en el sufrimiento, aunque parezca increíble ... pero sólo si el sufrimiento se debe a que estamos compartiendo con Jesús las penalidades que conlleva el mantenernos fieles al Mensaje que de Él hemos recibido.


Penalidades necesariamente las habrá: "Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones" (2 Tim 3, 12). Jesús mismo nos lo advirtió con toda claridad: "Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a Mí, también os perseguirán a vosotros" (Jn 15, 20). 


Sin embargo, esos sufrimientos no deben ser nunca motivo de tristeza, sino todo lo contrario, pues no hay mayor amor que el de compartir la vida del Amado, y junto al Amor -y de su mano- viene siempre la Alegría. Así se explica la alegría de los discípulos de Jesús cuando fueron azotados por hablar en el nombre de Jesús. Se dice que "salieron gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre de Jesús" (Hech 3, 41). Aparente paradoja, pero que tiene su explicación ... y es que se estaban cumpliendo en ellos las palabras de su Maestro y Señor: "Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo género de mal por mi Causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será abundante en el cielo" (Mt 5, 11-12) . 


Así pues: hagamos de su Vida la nuestra, marquemos sus Palabras en nuestra mente y en nuestro corazón y procuremos hacerlas realidad. Sólo entonces seremos todo lo felices que podemos ser ... ya en este mundo. Y luego, acudamos a Jesús, con toda confianza: "Venid a Mí todos los que estáis fatigados y agobiados, que Yo os aliviaré" (Mt 11, 28), con la absoluta seguridad de que Él no nos va a defraudar jamás: "En el mundo tendréis sufrimientos. Pero confiad: Yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). 


(Continuará)

domingo, 16 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (6 de 10)

El amor que Dios ha querido tener para con los hombres es del mismo tipo que el que se tienen entre sí los enamorados, pero en un grado infinitamente mayor. Como decíamos, la segunda razón (¡o tal vez la primera!) de que Dios se haya hecho hombre es porque así Él lo ha querido. En términos coloquiales diríamos "porque le ha dado la gana": Nos quiere porque quiere querernos. En Dios el Amor (de amar) y la Libertad (de querer) son una y la misma cosa. En otras palabras: no estando Dios obligado a amarnos -como no lo estaba-, de hecho nos amó, y no con un amor de palabra -que no es tal amor- sino con un amor verdadero, hasta el extremo de dar su propia Vida por nosotros. Y no lo hizo forzadamente: "Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita sino que Yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10, 17-18)

Por supuesto que todo verdadero amor -y máxime entre enamorados- espera una respuesta amorosa por parte del amado, de aquel a quien se ama. La reciprocidad o bilateralidad es un componente esencial del amor. Sin él no puede hablarse de amor verdadero. 

En el caso concreto del amor divino-humano, que es el que ahora nos ocupa - y que es una referencia segura para conocer cuándo el amor que se dicen tener dos personas es auténtico- la idea de reciprocidad o de bilateralidad aparece como condición "sine qua non" para que pueda hablarse, con verdad, de enamoramiento entre Dios y el hombre

En lo que se refiere a Dios esto es patente: haciéndose hombre, en la Persona del Hijo, y dando su Vida para salvarnos, nos ha demostrado la veracidad de su amor: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Su amor hacia nosotros (hacia todos y cada uno) llegó hasta el máximo posible. Siendo Dios no pudo amarnos más de lo que nos amó, pues lo dio todo, se dio a Sí mismo. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). 


Falta ahora por comprobar la respuesta del hombre a esos requerimientos amorosos de Dios hacia él. De no existir esa respuesta, no podría hablarse de perfección en el amor, no podría hablarse de amor, en realidad; porque sin reciprocidad no puede concebirse el amor, que es siempre bidireccional. En realidad, Dios no espera otra cosa de nosotros (de todos y de cada uno): "He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, Yo entraré a él, y cenaré con él y él cenará conmigo" (Ap 3, 20). Si se lee con atención se observa la relación interpersonal yo-tú existente entre Dios y cada uno de nosotros, pues no se dice "cenaremos juntos" sino "Yo cenaré con él y él cenará conmigo". Intimidad y reciprocidad son exigencias propias del verdadero amor.




Ya hemos oído lo que dice Jesús acerca del amor como entrega de la propia vida. San Pablo, en concreto, estaba muy seguro, y era muy consciente, del amor que Jesús le tenia: "Me amó y se entregó a Sí mismo por mí" (Gal 2, 20) y su respuesta 
a Jesús fue la que cabe esperar en los casos de amor verdadero, como era el suyo; a saber, una respuesta total, completa y definitiva : "Para mí la vida es Cristo" (Fil 1, 21). Sin el contacto con Jesús san Pablo no entendía su propia vida. Percibió el Amor personalísimo de Jesús hacia él: "Yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús" (Fil 3, 12) y le correspondió del único modo posible que se puede corresponder en estos casos; haciendo de la Vida de Jesús su propia vida"Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20).   


Otro punto importante a tener en cuenta es que, aunque es cierto que Jesús murió por todos los hombres para salvarlos (Redención objetiva genérica) no a todos les llega la salvación, sino sólo a aquellos que son sus amigos (Redención subjetiva concreta). Éstas son sus palabras:: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Y añade:  "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que Yo os mando".(Jn 15, 14). 


¿Estamos nosotros incluidos en ese grupo de amigos de Jesús? ¿Estamos haciendo también de su Vida nuestra vida, de su voluntad la nuestra, de sus pensamientos los nuestros, de sus pasos nuestros pasos? Porque si no hacemos esto es que estamos aún muy lejos de ser sus amigos; nuestra respuesta amorosa es todavía muy imperfecta. Pensemos en cómo procedió Jesús con relación a su Padre, a quien amaba y con quien se identificaba: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra" (Jn 4, 34). Pues así debemos proceder también nosotros con relación a Jesús. Eso es lo único que puede dar sentido a nuestra vida.


[La salvación es un vivir en Dios, que es Amor. Si voluntaria y libremente renunciamos al Amor de Dios y nos mantenemos así hasta el fin de nuestra existencia humana; si no deseamos saber nada de Dios porque hemos decidido que no existe o bien que somos nosotros quienes "creamos" las normas de nuestra vida y no permitimos que nadie "externo" a nosotros pueda influir en nuestras decisiones; si procedemos así, estaríamos hablando del peor de los pecados, que es el de soberbia; un pecado, que es contra el Espíritu Santo, y que no puede ser perdonado. Y no porque Dios no quiera perdonar sino porque el pecador no reconoce su pecado como tal pecado y huye de la Verdad. No hay más "verdad" que la que él mismo se fabrica. Si esto es así, Dios no puede menos que respetar nuestra decisión, pues para eso nos creó libres. Aunque quiera y aunque su Poder sea infinito, dicho Poder está limitado por el principio de no contradicción, pues no se puede estar unido a Dios por amor si, al mismo tiempo se le odia y se le rechaza. Se trata de una imposibilidad metafísica. De tal modo que, en realidad de verdad, no es Dios quien nos castiga, cuando actuamos así, sino que somos nosotros quienes, al renegar de Dios y no arrepentirnos, hacemos imposible que Él pueda amarnos y hacemos imposible, por lo tanto, nuestra salvación eterna



(Continuará)

sábado, 15 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (5 de 10)

El hombre es una simple criatura y fue creado por Dios a su imagen y semejanza. (Gen 1, 26). Esto, ya de por sí, es incomprensible, pero aún lo es más el hecho de que ese Dios Creador nos haya amado de un modo diferente del que ama cualquier otra cosa que haya creado, pues se dice en la Biblia que "vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno" (Gen 1, 31), lo que es cierto también para el hombre, pero con la particularidad de que afirmar que hemos sido creados por Dios a su imagen y semejanza equivale a afirmar que hemos sido creados con capacidad para amar y para ser amados, puesto que "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8) y esta capacidad es esencial para poder hablar de amor que, dicho sea de paso, no es poseída por el resto de las criaturas, lo que nos diferencia esencialmente de ellas. 

Pero, ¿en qué consiste el amor? ¿Cómo conocer el Amor que Dios profesa al hombre y cómo podríamos amar a Dios, que es Espíritu puro, si ni le vemos ni podemos verle? Nuestra condición humana nos lo impide. No podemos amar lo que no conocemos; y sólo podemos conocer a través de nuestros sentidos corporales: "Nada hay en el entendimiento que no haya pasado primero por los sentidos" -decía santo Tomás de Aquino. Estando necesitado Dios de nuestra respuesta amorosa, porque ésa ha sido su Voluntad y así ha querido Él que sea. Y dado que, para nosotros, tal respuesta era imposible, ya que "a Dios nadie lo ha visto jamás" (1 Jn 4, 12) he aquí que Dios toma un cuerpo, en la Persona de su Hijo, y se hace uno de nosotros, sin dejar de ser Dios: "Muchas veces y de diversos modos habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. Últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo, a quien ha constituido heredero de todo, por quien hizo también el mundo" (Heb 1, 1-2).




Dios mismo se hace uno de nosotros, en la Persona de su Hijo: "En esto se manifestó el amor de Dios por nosotros: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que vivamos por Él" (1 Jn 4, 9). Y de esta manera, ese "Dios, a quien nadie ha visto jamás, el Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, Él mismo nos lo dio a conocer" (Jn 1, 18).  Este hombre-Dios, como sabemos, es Jesucristo: Jesús (en cuanto hombre) Cristo (en cuanto Dios). Si Dios no hubiese procedido así no hubiéramos podido amarle tal y como Él nos ama, que es tal y como Él desea ser amado por cada uno de nosotros.


Amando a Jesucristo, a quien sí podemos ver, pues es realmente un hombre como nosotros, estamos amando a Dios"El que me ha visto a Mí ha visto al Padre"  (Jn 14, 9). 9). "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 30). El tener claras las ideas, en este sentido, es sumamente importante, porque es imposible conocer y amar a Dios si no es conociendo y amando a Jesucristo: "Nadie va al Padre si no es a través de Mí" (Jn 14, 6b). No hay otro camino para llegar a Dios: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6a), dijo Jesús.

Por lo tanto, Dios ha querido necesitar de nosotros, de nuestro amor. Y, desde el momento en que ha querido que así sea, es realmente así. Dios nos necesita con verdadera necesidad. Nos podríamos preguntar cómo es esto posible, siendo Él Dios y nosotros simples criaturas. Si Él es nuestro Creador y de la nada venimos, ¿qué podría necesitar de nosotros?. ¿Qué podríamos nosotros aportarle a Dios, si Él lo tiene todo y es infinito? Absolutamente nada. Esto no tiene vuelta de hoja ... conforme a nuestro modo de pensar. Pero, por lo que parece, Dios razona de otro modo: "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos-oráculo del Señor" (Is 55,8). Y aunque, ciertamente, no necesita de nosotros, absolutamente hablando, ha querido necesitar, ha querido hacernos sus contertulios y ha querido, en definitiva, tener con nosotros (con cada uno) una relación íntima de amor. Para Él somos realmente importantes: Él nos ha hecho importantes; y, desde ese momento, lo somos.


Real y verdaderamente Dios nos necesita, porque nos ama; y desea estar con nosotros"Mis delicias son estar con los hijos de los hombres" (Prov 8, 31). Todo esto es tan sublime que no nos puede caber en la cabeza que Dios nos pueda querer; y menos aún de esa manera. Pero así es. 
(Continuará)

viernes, 14 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (4 de 10)

Estábamos considerando la importancia fundamental de los misterios en el Cristianismo. En particular, comentaba que el misterio más grande, para mí, era el de llegar a entender la razón o las razones por la que "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14), pues cuando hablamos del Verbo nos estamos refiriendo al Hijo de Dios, al que "existía en el principio (...), y estaba junto a Dios (...) y era Dios" (Jn 1, 1). (...) "Todo se hizo por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho" (Jn 1, 3) 

Es algo inimaginable e inconcebible que Aquel por quien todo ha sido hecho, optara libremente, sin dejar de ser Dios, por asumir nuestra condición humana y hacerse un hombre como nosotros, "en todo igual a nosotros, menos en el pecado" (Heb 4, 15). 


Hemos considerado ya una razón muy importante y es la de nuestra salvación. Posterior al pecado de nuestros primeros padres, la humanidad entera quedó herida por ese pecado original que afecta a toda persona que viene a este mundo y le incapacita para la unión con Dios en el Cielo. Mediante la Encarnación del Hijo de Dios en ese Dios-hombre, que es Jesucristo, todos los hombres tienen la posibilidad de salvarse, pues "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom 5, 20). La salvación es ahora posible; pero sólo en unión con Jesucristo por medio del Espíritu Santo, "pues ningún otro nombre hay bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos" (Hech 4, 12).



[Recordemos otra vez la parte del trozo del Credo que nos ocupa y al que ya nos hemos referido en la primera entrada de este estudio:  "Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, (...) engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien todo fue hechoque por nosotros los hombresy por nuestra salvación bajó del cielo, (...) y se hizo hombre".] 

Por supuesto que el motivo de la Encarnación del Verbo, como así lo cree la Iglesia, fue librarnos del pecado y abrirnos las puertas del Cielo, que estaban cerradas. En las entradas anteriores pienso que se ha hecho suficiente hincapié en esta idea de la salvación del hombre como razón fundamental para que el Verbo se encarnara. Aunque es obvio decirlo, queda aquí suficientemente claro que somos muy importantes para Dios y que nos quiere. ¿Cómo no nos iba a querer si precisamente para salvarnos tomó nuestra condición humana?  

Y esto nos introduce ya en la segunda razón de la Encarnación del Verbo, que va íntimamente unida a la primera, cual es la del Amor de Dios hacia el hombre. No es posible pensar en la Encarnación, como causa de salvación, sin que venga a la mente, de modo inmediato, el Amor de Dios por nosotros. En el Credo se lee que el Verbo se hizo hombre "por nosotros los hombresy por nuestra salvación" . De algún modo aquí se deja entrever una cierta distinción entre "nosotros los hombres" y "nuestra salvación" como si se tratase de dos motivos diferentes. 


Puesto que Dios es simple, en Dios su Voluntad se identifica con su Ser. Luego el motivo por el que actuó como lo hizo fue único. Sin embargo, con relación a nosotros Dios se nos revela de diferentes modos para que vayamos entendiendo, poco a poco, su modo de proceder; y dado que nadie conoce al hombre mejor que Dios, que es quien lo ha creado, no cabe duda de que la mejor pedagogía para el hombre es la divina. 

Así es que haciendo uso de la facultad de razonar que Dios me ha dado, considero que aunque es completamente cierto que el Verbo se hizo hombre por nuestra salvación, sin embargo, estoy convencido de que la causa más profunda y determinante de la venida de Jesucristo a este mundo fue el Amor de Dios por nosotros [ "Por nosotros los hombres" ] Un convencimiento basado, por otra parte, en el misterio íntimo de Dios [cual es el de la Santísima Trinidad] de quien podemos leer que "es Amor" (1 Jn 4, 8), Amor intratrinitario que se manifestó, libérrimamente [y no necesariamente, pues no sería Amor] en la Creación del Universo, primero, y luego en la Creación de su obra más perfecta, que es el ser humano. 


El Amor de Dios para con nosotros, los hombres no es un amor cualquiera, un amor genérico, como el que tiene al resto de la creación: la tierra, los astros, las plantas, los animales, etc... Se trata de un amor que va más allá de lo concebible por cualquier imaginación, por muy grande que ésta sea. Un amor de verdadero enamorado, tal como los humanos entendemos esta palabra, pero en un grado más sublime e inefable, un amor sin medida, como corresponde a un Ser que es infinito; como corresponde, en definitiva, a Dios. 




Dado que el que ama de veras quiere hacerse igual que su amado para que éste, a su vez, pueda amarlo del mismo modo; dado que el amor de enamoramiento sólo se da entre iguales, pienso que ésta es, posiblemente, la razón más importante de la Encarnación, la que llevó a Dios a tomar un cuerpo, en la Persona de su Hijo, y a hacerse un niño pequeño para que pudiéramos verlo, oírlo, tocarlo, besarlo y abrazarlo. 
(Continuará)

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (3 de 10)

Si la salvación sólo, única y exclusivamente nos puede venir de Jesucristo no se entiende, ni puede entenderse, el "diálogo" con las demás religiones. Todo verdadero diálogo se caracteriza por la búsqueda de la verdad. Pero es preciso buscar en ausencia de todo tipo de interés personal y con puro corazón

No hay otro modo de poder encontrar a Aquel que es la Verdad y que da sentido a toda la existencia, Aquél que es el único Dios verdadero, "el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (...) que ha glorificado a su Hijo Jesús" (Hech 3, 13) "En Él [en Jesucristo] Dios cumplió lo que había anunciado de antemano por boca de todos los profetas" (Hech 3, 18). 

Los cristianos creemos en la divinidad de Jesucristo. Y esta realidad, que es fundamental para la fe de la Iglesia, no es compartida con ninguna otra religión. ¿Qué diálogo puede haber? ¿Cómo va a ser lo mismo una religión que otra? 

Cito a continuación algunos párrafos, con alguna ligera modificación, del artículo que escribí en el Blog católico de José Martí (2), al que hace referencia el enlace anterior:


¿Por qué se ataca hoy a la religión católica con tanto odio? ¿Por qué no se ataca de igual modo a las demás religiones? La respuesta es que las demás religiones son falsas e inventos humanos. Sólo la religión católica y la judía tienen origen divino; pero en la religión católica, además, este origen divino se puso de manifiesto por la victoria de Jesucristo sobre la muerte, al resucitar de entre los muertos. "¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?" (Lc 24,5). Jesucristo no vino a destruir la ley judía sino a llevarla a su plenitud. En Él se cumplieron todas las profecías a las que se hacía referencia en el Antiguo Testamento. De modo que la conclusión es clara, para todo aquel que quiera ver: Sólo la religión católica es la verdadera (...) 

Jesucristo no sólo fue un hombre extraordinario (que lo fue) sino que, además, era Dios: ¡es Dios! ...  y sigue presente entre nosotros, con presencia misteriosa, pero real, en el Sagrario. Sin embargo se le persigue y se le odia, cada día con mayor violencia: la persecución a los cristianos no es otra cosa que la persecución a Jesucristo, como dijo el mismo Señor a Pablo de Tarso cuando éste se dirigía a Damasco a detener a los cristianos: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" Saulo respondió: "¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9,4-5). O cuando dijo, en otra ocasión, a sus discípulos: "El que a vosotros desprecia, a mí me desprecia". (Lc 10, 16). 



La rebelión del hombre contra Dios es consecuencia, por supuesto, del pecado original; un pecado de soberbia,que fue cometido por nuestros primeros padres pero que ya nos encargamos nosotros de actualizar todos los días, rechazando nuestros orígenes y convirtiéndonos en "dioses" conocedores del bien y del mal. Somos nosotros ahora los que decidimos que nuestra vida es nuestra, que no la hemos recibido de nadie y que, por lo tanto, decidimos también lo que está bien y lo que está mal. 

No aceptamos las leyes de Dios, nuestro Creador, leyes que rigen todo el universo físico y también el universo de las relaciones humanas. En este querer sustituir a Dios por el hombre, el único que sale perdiendo es el propio hombre. Actuando contra Dios estamos actuando contra nosotros mismos, contra la verdad de nuestro ser: conculcamos las leyes naturales, establecidas por Dios, nos inventamos nuestras propias "leyes" mediante "consensos". Y se las imponemos al resto de las personas. Lo que nos mueve a ello no es, en absoluto, el amor  y el bien de las personas, sino el odio a Dios y a toda su Creación. No admitimos que exista más dios que nosotros mismos. El hombre es su propio dios. 

Lo que no sabemos, o no queremos saber, es que este edificio que estamos construyendo no puede sostenerse, al estar basado en la mentira, en el amor propio y la soberbia. Esclavizados por el pecado, por más que alardeemos de libertad, nos transformamos en seres tristes y desgraciados, desconocedores del verdadero amor, que es el que viene de Dios y el único que puede proporcionarnos la felicidad que tanto ansiamos todos porque así está inscrito en nuestro corazón; y para eso, precisamente, fuimos creados. 

Y, sin embargo -tremendo misterio éste de la Encarnación- Dios no nos deja solos, sino que se hace hombre en Jesucristo para darnos la posibilidad de la salvación, si aceptamos su mensaje. La prueba fetén de que Jesucristo es Dios la tenemos en su Resurrección. "Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe. Resultaríamos unos falsos testigos de Dios" (1 Cor 15, 14-15). "Si sólo para esta vida tenemos puesta la esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres" (1 Cor 15, 19). "Pero no -continúa san Pablo- Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que durmieron. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán todos murieron, así también en Cristo todos serán vivificados" (1 Cor 15, 20-22)


(Continuará)

domingo, 9 de noviembre de 2014

Concilio Vaticano I y Sínodo de 2014 ( Roberto de Mattei)

 Esta entrada es un resumen de la traducción de María Teresa Moretti para Adelante la Fe, de un artículo del profesor Roberto de Mattei, director de la Agencia de Información Católica Corrispondenza Romana. En este resumen me he permitido subrayar o cambiar el tipo de letra de algunas de las frases que en él aparecen. Dice así:
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La fase histórica que se abre con el Sínodo de 2014 exige de parte de los católicos no sólo la disponibilidad a la polémica y a la lucha, sino también una actitud de prudente reflexión y estudio de los nuevos problemas que están sobre la mesa


El primero de estos problemas es la relación de los fieles con una autoridad que parece fallar en su deber. En una entrevista a “Vida Nueva” del 30 de octubre, el Cardenal Burke afirmó que “hay una fuerte sensación de que la Iglesia está como una nave sin timón”. Es una imagen fuerte, pero perfectamente correspondiente al cuadro general.

El camino que hay que seguir en esta situación tan confusa no es el de sustituir al Papa y a los obispos en la conducción de la Iglesia, cuyo supremo timonel sigue siendo en todo caso Jesucristo. De hecho, la Iglesia no es una asamblea democrática, sino una sociedad monárquica, divinamente fundada sobre la institución del Papado, que representa su piedra insustituible. El sueño progresista de republicanizar a la Iglesia y transformarla en una condición de “sinodalidad” permanente está abocado a estrellarse contra la constitución Pastor Aeternus del Vaticano I que definió no sólo el dogma de la infalibilidad, sino sobre todo el del pleno e inmediato poder del Papa sobre todos los obispos y sobre toda la Iglesia.

El 18 de julio de 1870, ante una inmensa muchedumbre que abarrotaba la basílica, el texto final de la constitución apostólica Pastor Aeternus fue aprobado con 525 votos a favor y 2 en contra. Cincuenta y cinco miembros de la oposición se abstuvieron. Inmediatamente después de la votación, Pío IX promulgó solemnemente como regla de fe la constitución apostólica Pastor Aeternus.

La Pastor Aeternus establece que el primado del Papa consiste en un verdadero y supremo poder de jurisdicción, independiente de cualquier otro poder, por encima de todos los Pastores y del entero rebaño de los fieles. Él posee este poder supremo no por delegación de parte de todos los obispos o de toda la Iglesia, sino en virtud de un derecho divino. El fundamento de la soberanía pontificia no consiste en el carisma de la infalibilidad, sino en el primado apostólico que el Papa posee sobre la Iglesia universal en cuanto sucesor de Pedro y príncipe de los Apóstoles.

El Papa no es infalible cuando ejerce su poder de gobierno: en efecto, las leyes disciplinarias de la Iglesia, diversamente de las divinas y naturales, pueden cambiar. Sin embargo es de fe divina, y por tanto garantía del crisma de la infalibilidad, la constitución monárquica de la Iglesia, que confía al Pontífice romano la plenitud de la autoridad. Esta jurisdicción, además del poder de gobierno, incluye también el del Magisterio.

La constitución Pastor Aeternus establece con claridad cuáles son las condiciones de la infalibilidad pontificia. Tales condiciones fueron ampliamente explicadas por Mons. Vincenzo Gasser, obispo de Bressanone y relator oficial de la diputación de la fe, en su intervención del 11 de julio de 1870.

En primer lugar, puntualizó Mons. Gasser, el Papa no es infalible como persona privada, sino como “persona pública”. Y por “persona pública” se debe entender que el Papa esté cumpliendo con sus obligaciones, hablando ex cathedra como Doctor o Pastor universal

En segundo lugar, el Pontífice debe expresarse en materia de fe o de moral, “res fidei vel morum”. 

Por último, debe querer pronunciar una sentencia definitiva sobre la materia objeto de su intervención. La naturaleza del acto que compromete la infalibilidad del Papa debe ser expresada con la palabra “definir”, que tiene como correlativo la fórmula ex cathedra.

La infalibilidad del Papa no significa en modo alguno que él goce, en materia de gobierno o de magisterio, de un poder ilimitado y arbitrario.

El dogma de la infalibilidad, mientras define un supremo privilegio, a la vez fija sus límites precisos, admitiendo la posibilidad de la infidelidad, del error, de la traición. Si no, no sería necesario rezar, en las oraciones para el Sumo Pontífice: “ut non tradat eum in animam inimicorum eius”. Si fuera imposible que el Papa pasara al bando enemigo, no haría falta rezar para que tal cosa no ocurra. Sin embargo, la traición de Pedro es el paradigma de una infidelidad posible, que, desde entonces, se cierne sobre todos los Papas de la historia, hasta el fin del mundo.

Son éstos los problemas que los católicos vinculados a la Tradición hoy día deben estudiar y profundizar. Sin negar en modo alguno la infalibilidad del Papa y su suprema autoridad de gobierno, ¿es posible y en qué manera resistirle, si él falla en su misión, que es la de garantizar la transmisión inalterada del depósito de la fe y de la moral que Jesucristo entregó a su Iglesia?

Lamentablemente, éste no fue el camino que el Concilio Vaticano II siguió, a pesar de proponerse continuar y de algún modo integrar el Vaticano I. Las tesis de la minoría contraria a la infalibilidad, derrotada por Pío IX, volvieron a aflorar en el aula del Vaticano II, bajo la nueva forma del principio de colegialidad. Si el Vaticano I había concebido al Papa como la cúspide de una societas perfecta, jerárquica y visible, el Vaticano II, y especialmente las disposiciones postconciliares, redistribuyeron el poder en sentido horizontal, atribuyéndolo a las conferencias episcopales y a las estructuras sinodales. Hoy el poder de la Iglesia parece haber sido transferido al “pueblo de Dios”, que incluye a las diócesis, las comunidades de base, las parroquias, los movimientos y las asociaciones de fieles.

El Sínodo de los Obispos de octubre ha evidenciado los resultados catastróficos de esta nueva eclesiología, que pretende fundarse sobre una “voluntad general”, manifestada a través de sondeos y cuestionarios de todo tipo. Pero ¿cuál es la voluntad del Papa, al que corresponde, por mandato divino, la misión de custodiar la ley natural y divina? 

Lo que es cierto es que en las épocas de crisis, como la que estamos atravesando, todos los bautizados tienen el derecho de defender su fe, incluso oponiéndose a los Pastores insolventes. Por lo que les toca, los Pastores y los teólogos auténticamente ortodoxos tienen el deber de estudiar la extensión y los límites de este derecho de resistencia.
Roberto de Mattei

viernes, 7 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (2 de 10)

Anteriormente a la venida de Jesucristo a este mundo, los justos del Antiguo Testamento no podían entrar en el cielo, a causa del pecado original. Lógicamente no podían estar en el Infierno, pues eran justos. Según la tradición sus almas se encontrarían en lo que se conoce como "seno de Abraham" (Lc 16, 22) un lugar semejante a lo que hoy llamamos el limbo; con la diferencia de que ellos tenían la esperanza del Cielo, que estaba a expensas de la venida del Mesías, lo que no ocurre con los que están en el limbo. 



Una vez que Jesucristo vino al mundo y, con su amor [manifestado hasta el extremo con la entrega total de su vida en la cruz] venció al pecado, también nosotros, en Él (y sólo en Él), podemos vencerlo, pues su Victoria se hace la nuestra y participamos de sus propios méritoscomo si fueran nuestros

Además, al ser Jesús no solo perfecto hombre sino también perfecto Dios, esta participación se hace extensiva a todos los hombres de todos los tiempos, también a los que vivieron antes que Él. Por eso los justos del Antiguo Testamento, que se encontraban en el "seno de Abrahán", a la espera de Su venida, se encuentran ahora en el cielo gozando de la visión beatífica. El "seno de Abrahán" dejó de existir, una vez cumplido su cometido.


Con la venida de Jesucristo a este mundo y con su muerte en la cruz por amor a los hombres, el pecado quedó vencido (Redención objetiva) y la salvación es ahora posible.  Ahora bien: para que se dé una participación real en los méritos de Jesús es precisa la unión con Él en el Espíritu Santo, de modo que formemos con Jesús un solo cuerpo. Esta condición es necesaria para que la Redención sea efectiva para nosotros (Redención subjetiva) y podamos salvarnos. 


De aquí la necesidad imperiosa que tenemos de darle al Señor una respuesta amorosa y definitiva para hacer posible nuestra salvación. Y, vistas así las cosas, como son en verdad, la conclusión a la que llegamos es que sólo se salvará aquél que quiera ser salvado, como ya se ha hablado de este tema en numerosas entradas de este blog. En realidad, a esto estamos llamados y éste -y no otro- es el sentido de nuestra vida como cristianos: ser uno en Jesucristo, transformarnos en Él, sin dejar de ser nosotros mismos, con nuestra propia personalidad, que no perdemos; lo que viene a ser un eco de las palabras de San Pablo, que todos desearíamos hacer nuestras: "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20). 


Una vez que Jesús ha venido a este mundo y Dios se ha manifestado plenamente en Él, haciéndonos ver así cuál es su Voluntad, no tenemos otra opción para salvarnos que no pase siempre por Jesucristo: "Si no hubiera venido ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado. Quien me odia a Mí, odia también a mi Padre" (Jn 15, 22-23).


Es un dogma de fe que  nuestra salvación sólo es posible "por Cristo, con Él y en Él", como se dice en la Santa Misa; se trata de una regla que es siempre es cierta y que no admite excepciones: "Ningún otro Nombre hay bajo el Cielo por el que podamos salvarnos" (Hech 4, 12) ... hasta el punto de que "todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre" (1 Jn 2, 23). 


(Continuará)