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miércoles, 15 de julio de 2020

Carta abierta al Arzobispo Carlo María Viganò y al Obispo Athanasius Schneider




Les ofrecemos la carta abierta al Arzobispo Carlo María Viganò y al Obispo Athanasius Schneider, avalada con la firma de distintas personalidades de relevancia pública en el panorama católico. Puede unirse todo aquel que lo desee. Les invitamos a la lectura de la carta

Carta abierta al Arzobispo Carlo María Viganò y al Obispo Athanasius Schneider

Con permiso de Maike Hickson para su publicación

Traducido por Pedro Luis Llera


9 de julio de 2020

Nosotros, los abajo firmantes, deseamos expresarles nuestra sincera gratitud por su fortaleza y su celo por las almas durante este periodo de crisis de fe de la Iglesia Católica que estamos sufriendo. Sus declaraciones públicas, que reclaman una discusión honesta y abierta sobre el Concilio Vaticano II y sobre los cambios drásticos en las creencias y las prácticas católicas que le siguieron, han sido motivo de esperanza y de consuelo para muchos fieles católicos. El acontecimiento del Concilio Vaticano II aparece ahora, más de cincuenta años después de su finalización, como algo único en la historia de la Iglesia. Nunca antes de nuestro tiempo, un concilio ecuménico ha venido seguido de un período tan prolongado de confusión, corrupción, pérdida de fe y humillación para la Iglesia de Cristo.

El catolicismo se ha distinguido de algunas falsas religiones por su insistencia en que el hombre es una criatura racional y en que la creencia religiosa alienta, en lugar de suprimir, la reflexión crítica de los católicos. Muchos, incluido el actual Santo Padre, parecen colocar el Concilio Vaticano II —y sus textos, actos e implementación— más allá del alcance del análisis crítico y el debate. Frente a las preocupaciones y objeciones planteadas por los católicos de buena voluntad, el Concilio ha sido presentado por algunos como si se tratara de un “superconcilio”, 1 cuya mera invocación acaba con cualquier tipo de debate, en lugar de promoverlo. Vuestro llamamiento a desentrañar las raíces de la crisis actual de la Iglesia y a reclamar que se tomen medidas que corrijan cualquier posible desviación realizada en el Vaticano II y que ahora se pudiera estimar errónea, constituye un ejemplo en el cumplimiento del ministerio episcopal de transmitir la fe tal como ha sido recibida de la Iglesia.

Agradecemos sus llamamientos para que se lleve a cabo un debate abierto y honesto sobre la verdad de lo que sucedió en el Vaticano II y sobre la posibilidad de que el Concilio y su desarrollo posterior puedan contener errores o aspectos que favorezcan esos errores o que dañen la fe. Tal debate no puede partir de la conclusión de que el Concilio Vaticano II en su conjunto y en sus partes está per se en continuidad con la Tradición. Tal condición previa a un debate impide el análisis crítico y la argumentación y sólo permite la presentación de pruebas que apoyen la conclusión ya establecida. La cuestión de si el Vaticano II se ajusta o no a la Tradición debe ser debatida: no postulada ciegamente como una premisa que deba ser aceptada, aunque resulte contraria a la razón. La continuidad del Vaticano II con la Tradición es una hipótesis que hay que probar y debatir: no un hecho incontrovertible. Durante demasiadas décadas, la Iglesia ha visto a muy pocos pastores permitir, y mucho menos alentar, tal debate.

Hace once años, Mons. Brunero Gherardini ya había realizado una petición filial al Papa Benedicto XVI: “La idea (que me atrevo a someter ahora a Su Santidad) ha estado en mi cabeza durante mucho tiempo. Y consiste en que se ofrezca una extensa aclaración y, si es posible definitiva, sobre el último Concilio: sobre cada uno de sus aspectos y contenidos. En efecto, me parece lógico, y me parece urgente, que estos aspectos y contenidos se estudien en sí mismos y en contexto con todos los demás, mediante un examen minucioso de todas las fuentes y desde el punto de vista específico de la continuidad con el Magisterio de la Iglesia anterior, solemne y ordinario. Sobre la base de una obra científica y crítica —lo más vasta e irrefutable posible— en confrontación con el Magisterio tradicional de la Iglesia, será posible definir el asunto de tal modo que permita entonces una evaluación segura y objetiva del Vaticano II.”2

También agradecemos su iniciativa de identificar algunos de los temas doctrinales más importantes que deben abordarse en semejante examen crítico; y agradecemos que nos hayan aportado el modelo para un debate franco, pero cortés, que pudiera albergar la posibilidad de debatir. De sus intervenciones recientes, hemos recopilado algunos ejemplos de los temas que han indicado que se deben abordar y, que si se encuentran erróneos, deberían corregirse. Esta compilación esperamos que sirva de base para una discusión y debate más detallados. No afirmamos que esta lista sea exhaustiva, perfecta o completa. Tampoco todos estamos necesariamente de acuerdo con la naturaleza precisa de cada una de las críticas que se citan a continuación ni en la respuesta a las preguntas que plantean; sin embargo, estamos unidos en la convicción de que sus preguntas merecen respuestas honestas y no meras descalificaciones con acusaciones ad hominem de desobediencia o de ruptura con la comunión. Si lo que cada uno de ustedes afirma es falso, que los interlocutores lo demuestren; si no, la jerarquía debería considerar las demandas que ustedes formulan.
La libertad religiosa para todas las religiones como un derecho natural que Dios quiere
Obispo Schneider: “Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo las expresiones del Concilio sobre el tema de la libertad religiosa (en el sentido de un derecho natural y por lo tanto positivamente querido por Dios, de practicar y difundir una religión falsa, que puede abarcar también idolatrías o cosas peores)3.”

Obispo Schneider: “Desgraciadamente, pocas frases más abajo, el Concilio socava esta verdad proponiendo una teoría que jamás ha sido enseñada por el Magisterio constante de la Iglesia: que el hombre tiene un derecho fundamentado en su propia naturaleza por el que no se debe obligar «a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (ut in re religiosa neque impediatur, quominus iuxta suam conscientiam agat privatim et publice, vel solus vel aliis consociatus, intra debitos limites, n. 2). Apoyado en esta afirmación, el hombre tendría el derecho, fundado en la propia naturaleza (y por tanto positivamente querido por Dios) de elegir, practicar y divulgar, incluso colectivamente, el culto a un ídolo y hasta el culto a Satanás, por ejemplo en la conocida como Iglesia de Satán. De hecho, en algunos países la Iglesia de Satán está jurídicamente equiparada a otras religiones.”4

La identificación de la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica y el Nuevo Ecumenismo

Obispo Schneider: “Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo […] una distinción entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica (el problema del “subsistit in” que da la impresión de la existencia de dos realidades: por una parte la Iglesia de Cristo y por otra la Iglesia Católica), de la conducta ante la confrontación de las religiones no cristianas y de la conducta frente a las confrontaciones del mundo contemporáneo.”5

Obispo Schneider: “Pero afirmar que los musulmanes adoran junto con nosotros al único Dios (“nobiscum Deum adorant“), como lo hizo el Concilio Vaticano II en Lumen Gentium 16, es teológicamente una afirmación altamente ambigua. Que los católicos adoramos con los musulmanes al único Dios no es cierto. No adoramos con ellos. En el acto de adoración, siempre adoramos a la Santísima Trinidad, no adoramos simplemente al “único Dios” sino, más bien, a la Santísima Trinidad conscientemente: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Islam rechaza la Santísima Trinidad. Cuando los musulmanes adoran, no adoran en el nivel sobrenatural de la fe. Incluso nuestro acto de adoración es radicalmente diferente. Es esencialmente diferente. Precisamente porque nos volvemos a Dios y lo adoramos como hijos que están constituidos dentro de la inefable dignidad de la adopción filial divina, y lo hacemos con fe sobrenatural. Sin embargo, los musulmanes no tienen una fe sobrenatural.” 6

Arzobispo Viganò: “Sabemos muy bien que, invocando la palabra de la Escritura Littera enim occidit, spiritus autem vivificat [“La letra mata, el espíritu da vida” (2 Cor 3, 6)], los progresistas y modernistas astutamente encontraron cómo esconder expresiones equívocas en los textos conciliares, que en su tiempo parecieron inofensivos pero que, hoy, revelan su valor subversivo. Es el método usado en la frase subsistit in: decir una medio-verdad como para no ofender al interlocutor (suponiendo que es lícito silenciar la verdad de Dios por respeto a sus criaturas), pero con la intención de poder usar un medio-error que sería instantáneamente refutado si se proclamara la verdad entera. Así, “Ecclesia Christi subsistit in Ecclesia Catholica” no especifica la identidad de ambas, pero sí la subsistencia de una en la otra y, en pro de la coherencia, también en otras iglesias: he aquí la apertura a celebraciones interconfesionales, a oraciones ecuménicas, y al inevitable fin de la necesidad de la Iglesia para la salvación, en su unicidad y en su naturaleza misionera.”7

Primacía papal y la nueva colegialidad

• Obispo Schneider: “El hecho en sí de la necesidad, por ejemplo, de la “Nota explicativa previa” al documento Lumen Gentium demuestra que el mismo texto de la Lumen Gentium en el nº 22 es ambiguo respecto al tema de las relaciones entre el primado y la colegialidad episcopal. Los Documentos esclarecedores del Magisterio en la época post-conciliar, como por ejemplo las encíclicas Mysterium Fidei, Humanae Vitae, El Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI, fueron de gran valor y ayuda, pero los mismos no aclararon las afirmaciones ambiguas del Concilio Vaticano II antes mencionadas.”8

El Concilio y sus textos son la causa de muchos escándalos y errores actuales

Arzobispo Viganò: “El que la Pachamama haya sido adorada en una iglesia se lo debemos a Dignitatis Humanae. El que tengamos una liturgia protestantizada y a veces incluso paganizada, se lo debemos a la revolucionaria acción de monseñor Annibale Bugnini y a las reformas postconciliares. La firma de la Declaración de Abu Dabhi, se la debemos a Nostra Aetate. Y si hemos llegado hasta delegar decisiones en las Conferencias Episcopales -incluso con grave violación del Concordato, como es el caso en Italia-, se lo debemos a la colegialidad y a su versión puesta al día, la sinodalidad. Gracias a la sinodalidad nos encontramos con Amoris Laetitia y teniendo que ver el modo de impedir que aparezca lo que era obvio para todos: este documento, preparado por una impresionante máquina organizacional, pretendió legitimar la comunión a los divorciados y convivientes, tal como Querida Amazonia va a ser usada para legitimar a la mujeres sacerdotes (como en el caso reciente de una “vicaria episcopal” en Friburgo de Brisgovia) y la abolición del Sagrado Celibato.”9

Arzobispo Viganò: “Pero si en aquel momento pudiera resultar difícil pensar que una libertad religiosa condenada por Pío XI (Mortalium Animos) pudiera ser promulgada por Dignitatis Humanae; o que el Romano Pontífice pudiera ver su autoridad usurpada por un colegio episcopalfantasma, actualmente entendemos que lo que se ocultó inteligentemente en el Vaticano II, se promueve abiertamente hoy endocumentos papales precisamente en nombre de la aplicación coherente del Concilio”.10

Arzobispo Viganò: “Podemos, por tanto, afirmar que el espíritu del Concilio es el Concilio mismo, que los errores del postconcilio se contienen in nuce en las actas del Concilio, del mismo modo que se dice con toda razón que el Novus Ordo es la Misa del Concilio, aunque en presencia de los Padres se celebrara la Misa que los progresistas califican significativamente de preconciliar.”11

Obispo Schneider: “Para cualquier persona honesta intelectualmente que no trate de hacer la cuadratura del círculo está claro que la afirmación de Dignitatis humanae de que todo hombre tiene derecho por su propia naturaleza (y por lo tanto sería un derecho positivamente querido por Dios) a practicar y difundir una religión según su conciencia no difiere sustancialmente de lo que afirma la Declaración de Abu Dabi, que dice: «El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente».”12

Hemos tomado nota de las diferencias que han quedado de manifiesto entre las soluciones que cada uno de ustedes ha propuesto para hacer frente a la crisis promovida durante y después del Concilio Vaticano II. Por ejemplo, el Arzobispo Viganò ha argüido que sería mejor “olvidar” por completo el Concilio, mientras que el Obispo Schneider, en desacuerdo con él sobre este punto específico, propone corregir oficialmente solo aquellas partes de los documentos del Concilio que contengan errores o que resulten ambiguos. Su amable y respetuoso intercambio de opiniones debe servir de modelo para un debate más profundo que ustedes y nosotros deseamos. Con demasiada frecuencia, durante estos últimos cincuenta años, las discrepancias sobre el Vaticano II han sido combatidas meramente mediante descalificaciones ad hominem, en lugar de aportando argumentos con tranquilidad. Instamos a todos los que se unan a este debate a que sigan nuestro ejemplo.

Oramos para que Nuestra Santísima Madre; San Pedro, Príncipe de los Apóstoles; San Atanasio y Santo Tomás de Aquino protejan y preserven a sus Excelencias. Que les recompensen por su fidelidad a la Iglesia y les confirmen en su defensa de la Fe y de la Iglesia.

In Christo Rege, (firmado)

In Christo Rege, (firmantes)

Donna F. Bethell, J.D.

Prof. Dr Brian McCall

Paul A. Byrne, M.D.

Edgardo J. Cruz-Ramos, President Una Voce Puerto Rico

Dr Massimo de Leonardis, Professor (ret.) of History of International Relations

Prof. Roberto de Mattei, President of the Lepanto Foundation

Fr Jerome W. Fasano

Mauro Faverzani, journalist

Timothy S. Flanders, author and founder of a lay apostolate

Matt Gaspers, Managing Editor, Catholic Family News

Corrado Gnerre, leader of the Italian movement “Il Cammino dei Tre Sentieri”

Dr Maria Guarini STB, editor of the website Chiesa e postconcilio

Kennedy Hall, book author

Prof. Dr em. Robert D. Hickson

Prof. Dr.rer.nat. Dr.rer.pol. Rudolf Hilfer, Stuttgart, Germany

Rev. John Hunwicke, Senior Research Fellow Emeritus, Pusey House, Oxford

Prof. Dr Peter Kwasniewski

Leila M. Lawler, writer

Pedro L. Llera Vázquez, school headmaster and author at InfoCatólica

James P. Lucier PhD

Massimo Magliaro, journalist, Editor of “Nova Historica“

Antonio Marcantonio, MA

Dr Taylor Marshall, author of Infiltration: The Plot to Destroy the Church from Within

The Reverend Deacon, Eugene G. McGuirk

Fr Michael McMahon Prior St. Dennis Calgary

Fr Cor Mennen

Fr Michael Menner

Dr Stéphane Mercier, Ph.D., S.T.B.

Hon. Andrew P. Napolitano, Senior Judicial Analyst, Fox News; Visiting Professor of Law, Hofstra University

Fr Dave Nix, Diocesan Hermit

Prof. Paolo Pasqualucci

Fr Dean Perri

Dr Carlo Regazzoni, Philosopher of Culture, Therwill, Switzerland

Fr Luis Eduardo Rodríguez Rodríguez

Don Tullio Rotondo

John F. Salza, Esq., Catholic Attorney and Apologist

Wolfram Schrems, Wien, Mag. theol., Mag. Phil., catechist

Henry Sire, historian and book author

Robert Siscoe, author

Jeanne Smits, journalist

Dr. sc. Zlatko Šram, Croatian Center for Applied Social Research

Fr Glen Tattersall, Parish Priest, Parish of St John Henry Newman (Melbourne, Australia)

Marco Tosatti, journalist

Jose Antonio Ureta

Aldo Maria Valli, journalist

Dr Thomas Ward, President of the National Association of Catholic Families

John-Henry Westen, co-founder and editor-in-chief LifeSiteNews.com

Willy Wimmer, Secretary of State, Ministry of Defense (ret.)

M. Virginia O. de Gristelli, Director del C. F. S.Bernardo de Claraval , Argentina

Jorge Esteban Gristelli, editor.(Argentina)

Giovanni Turco, Adjunct Professor of Philosophy of Public Law at the University of Udine (Italy)



Si alguien quiere sumar su firma a esta carta, puede dirigirse por correo electrónico a: Openlettercouncil@gmail.com



1 Cardenal Joseph Ratzinger 13 de julio de 1988, en Santiago de Chile.

2 Concilio Vaticano II: Un discorso da fare (Frigento: Casa Maria Editrice, 2009), posteriormente publicado en inglés como The Ecumenical Vatican Council II: A Much Needed Discussion. El extracto se toma de https://fsspx.news/en/vatican-iicouncil-much-needed-discussion.










América, la bien donada. Los derechos de conquista de España en América (Padre Javier Olivera Ravasi)


Duración 15:34 minutos



(Extractos del libro «Que no te la cuenten I», disponible en Amazon, aquí)


“Mientras exista un confín

de tierra sin alabar 

al que nos vino a salvar,

la tierra no tiene fin”

José María Pemán


“¿Qué derecho tenían los españoles para irrumpir en la paz de los ‘pueblos originarios’? ¿Qué derecho poseían para tomar sus tierras y desparramar sus ideas, su cultura y su religión?”.

Hemos escuchado esta frase una y mil veces, como si fuera un caballito de batalla permanente; detengámonos entonces un poco en ello.

Existe hoy una corriente ideológica que ha logrado instalar en algunos medios lo que sería el “justo reclamo” de las tierras aborígenes “usurpadas” por los descubridores al momento de la conquista.

A estas preguntas intentaremos darle respuesta tratando de resumir al máximo la cuestión y basándonos en los autores más autorizados a nuestro alcance. Sin embargo, digámoslo de una vez, hemos llegado tarde, ya que hace 500 años hubo un grupo de hombres que ya se había planteado el problema de la posible ilegitimidad de la conquista: los mismos españoles…

– ¿Cómo?

Sí, los mismos españoles tuvieron dudas de sus derechos de conquista.

Un rey escrupuloso como Carlos V, el mismo pueblo español y los teólogos más eximios de la corona española comenzaron casi desde el principio, a dudar de la licitud de lo que estaban haciendo (en el curso de la historia, España fue el único país en que se planteó la legitimidad o ilegitimidad de una conquista y que incluso llegó a suspender momentáneamente la empresa hasta tanto no se definiera el asunto)[1].

Fue la inteligencia cristiana la que, de este modo, elaboró un cuerpo de doctrina sólido que se dio en llamarse “la cuestión de los justos títulos”, es decir, la legitimidad o no de los derechos sobre las tierras descubiertas en las “Indias” occidentales.

Pero… ¿qué derechos se invocaban para conquistar? Digamos sucintamente que dos eran los títulos que se invocaban al momento de arrogarse la potestad: la donación papal y el derecho natural.

La donación papal de las tierras

Apenas siete meses después del primer viaje de Colón, Alejandro VI –el Papa reinante– decidía realizar la donación de gran parte del Nuevo Mundo a la Corona de Castilla y León. Para ello redactó la famosísima bula Inter coetera, donde donaba a dicha corona las tierras e islas halladas y por hallar en el occidente, con el cargo de evangelizarlas.

Leamos partes de la misma resaltando algunos párrafos:

“Nos hemos enterado en efecto que desde hace algún tiempo os habíais propuesto buscar y encontrar unas tierras e islas remotas y desconocidas y hasta ahora no descubiertas por otros, a fin de reducir a sus pobladores a la aceptación de nuestro Redentor y a la profesión de la fe católica, pero, grandemente ocupados como estabais en la recuperación del mismo reino de Granada, no habíais podido llevar a cabo tan santo y laudable propósito; pero como quiera que habiendo recuperado dicho reino por voluntad divina y queriendo cumplir vuestro deseo, habéis enviado al amado hijo Cristóbal Colón (…). Estos, navegando por el mar océano con extrema diligencia y con el auxilio divino hacia occidente, o hacia los indios, como se suele decir, encontraron ciertas islas lejanísimas y también tierras firmes que hasta ahora no habían sido encontradas por ningún otro, en las cuales vive una inmensa cantidad de gente que según se afirma van desnudos y no comen carne y que –según pueden opinar vuestros enviados– creen que en los cielos existe un solo Dios creador, y parecen suficientemente aptos para abrazar la fe católica y para ser imbuidos en las buenas costumbres, y se tiene la esperanza de que si se los instruye se introduciría fácilmente en dichas islas y tierras el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo (…).Nos pues encomendando grandemente en el Señor vuestro santo y laudable propósito, y deseando que el mismo alcance el fin debido y que en aquellas regiones sea introducido el nombre de nuestro Salvador, os exhortamos (…) y os requerimos atentamente a que prosigáis de este modo esta expedición y que con el ánimo embargado de celo por la fe ortodoxa queráis y debáis persuadir al pueblo que habita en dichas islas a abrazar la profesión cristiana sin que os espanten en ningún tiempo ni los trabajos ni los peligros (…). Y para que (…) asumáis más libre y audazmente una actividad tan importante (…) haciendo uso de la plenitud de la potestad apostólica y con la autoridad de Dios omnipotente que detentamos en la tierra y que fue concedida al bienaventurado Pedro y como Vicario de Jesucristo, a tenor de las presentes, os donamos, concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano, junto con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, con todos sus derechos, jurisdicciones correspondientes y con todas sus pertenencias; y a vosotros y a vuestros herederos y sucesores os investimos (…). Y además os mandamos en virtud de santa obediencia que haciendo todas las debidas diligencias del caso, destinéis a dichas tierras e islas varones probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes”[2].

He aquí el justo título que se ha invocado siempre por parte de España: la donación pontificia de las tierras por descubrir.

Dicha “donación” de las tierras tiene su fundamento en el derecho divino, es decir, en el mismo derecho que posee el Sumo Pontífice de hacer uso de los bienes temporales en orden a lo espiritual. Tal acto jurídico de parte del Papa, no solo no fue discutido en su tiempo, sino que fue aceptado completamente por Europa.

Desde el punto de vista de la Teología el hecho podría explicarse así; antes de subir al Padre, Jesucristo dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 18-20).

Al ser investido Pedro como Vicario (representante) de Cristo en el mundo, también tiene él todo poder en el Cielo y en la Tierra, de aquí que pueda utilizar (como dice la Bula) “la plenitud de la potestad apostólica”, haciendo uso de su potestad patrimonial en vistas del bien común espiritual de las almas. Vale la pena recordar esto: el poder temporal del Papa es siempre en orden a un fin espiritual, de allí que esta donación de América a la corona española tenga el fin principal de llevar el Evangelio a este Nuevo Mundo, sin violarles el derecho que poseen por naturaleza a que se les predique el Evangelio. Dicha donación sin embargo, es “con cargo”, es decir con una cierta obligación de que los reyes (y sus sucesores) deban evangelizar e “instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes”, de ahí que, incumplido el cargo, podría perfectamente revocarse[3].

Por último, una cosa que no debe dejar de considerarse es que la donación pontificia otorgaba la propiedad de estas tierras a la “Corona”, no al “Estado Español” (es decir, el gobierno de turno), por esto la autonomía primero y la independencia después de los países americanos, comenzada a inicios del siglo XIX fue legítima. Se adujo que los justos títulos habían caducado al abdicar la Corona en manos de Bonaparte y que no se quería servir sino a la corona española que estaba siendo atacada por los enemigos de la Madre Patria y de la Religión.

Ahora bien; al parecer, dicha “donación” podía ser aceptada por los europeos siguiendo su costumbre jurídica, pero… ¿no era un atropello frente al derecho de dominio de los habitantes precolombinos que no conocían a Cristo ni sabían que la tierra le pertenecía? ¿Qué derecho tenía el Papa de “donar” lo que era “de otros?”.

La conquista frente al derecho natural, según Francisco de Vitoria

Pudiendo quedarse en la respuesta teológica (que no por ello deja de ser cierta)[4], la Cristiandad también intentó preguntarse acerca de los justos títulos en base al orden natural. Es decir, en el caso de que alguien no aceptara la gloriosa donación papal a la corona española: ¿había derecho a asentarse en las tierras americanas? España será, lo repetimos, la única nación en la historia que hizo un examen de conciencia político sobre el tema; no lo hizo Inglaterra con Estados Unidos; no lo hizo la URSS con la infinidad de tierras robadas a diversos países durante el comunismo; no lo hizo Israel con los palestinos. Fue España la que puso un “parate” y se preguntó acerca de lo que estaba haciendo. Es acertada, entonces, la frase de Caturelli cuando dice que “es conveniente volver a señalar que no se conoce, en la historia de la humanidad, una actitud semejante: un doctor, Vitoria, muchos doctores españoles, un rey y un pueblo, por propia decisión, plantean de modo permanente, la legitimidad y moralidad de sus actos; una nación tiene el propósito de no soslayar el drama, nunca resuelto del todo en el tiempo finito de la historia, de la conciencia cristiana”[5].

Fue, como decíamos, Francisco de Vitoria quien encabezó el planteo acerca de los “justos títulos”. Bastaba, ciertamente, con la donación; sin embargo quiso desmenuzar la madeja para volver a armarla luego. Para ello recurrió al derecho natural e internacional[6].

Veámoslo poco a poco según su propia visión[7]:

La sociedad y comunicación natural

“Los españoles tienen derecho a recorrer los territorios de los Indios y a permanecer allí, mientras no causen daños a los bárbaros, y estos no pueden prohibírselo”.

Es de derecho natural o más bien, está ínsito en la naturaleza humana el que seamos animales sociales (“animal político” llamaba Aristóteles al hombre), de aquí que era legítimo al español el visitar Las Indias y ofrecer un intercambio de bienes sin causarles daño alguno. Por el mismo motivo les sería lícito comerciar con ellos y participar de los bienes que no son de nadie (res nullius) como por ejemplo, recoger el oro de los campos, las perlas o los peces del mar, etc.; el principio es: “las cosas que no son de ninguno son de quien las ocupa o posee”.

La propagación de la religión cristiana

Se pasa ahora del precedente motivo de derecho natural al derecho divino positivo, derecho y deber al mismo tiempo (existencialmente prioritario) de poder predicar y comunicar la salvación cristiana por parte de la Iglesia y sus miembros.

Así lo declara:

“Los cristianos tienen derecho de predicar y anunciar el Evange­lio en las provincias de los bárbaros y aunque esto es de derecho común y está permitido a todos, pudo, sin embargo, el Papa enco­mendar esta misión a los españoles y prohibírsela a los demás. Si los indios se oponen es lícito llevarles guerra” –afirmaba nuestro autor.

Está el derecho (y la obligación) de los cristianos de propagar el Evangelio y esto no solo se deriva de las palabras de Cristo (“id y ense­ñad a toda creatura…”), sino también surge a partir del derecho de recorrer el territorio libremente y comerciar con sus gentes, enseñando también “la verdad a los que quieran oír”; además, porque quedarían fuera del estado de salvación si no se les predicara y también los indios tenían derecho a ser instruidos en la Fe. ¿O acaso no es también un “derecho humano” el poder acceder a un culto? ¿Con qué derecho se les denegaría esa facultad a los aborígenes que aun no habían conocido el mensaje del Evangelio? ¿Qué ley se invocaría para impedirles la posibilidad de religarse con el Dios Verdadero?

La religión cristiana nunca ha sido impuesta por la fuerza y si en algunas ocasiones lo fue, se trató de un exceso reprochable por parte de la autoridad; el abrazar la Fe implica una aceptación libre de la voluntad (“non ad imponendam, sed disuadendam”, decía San Agustín, es decir, disuadiendo, no imponiendo).

El Papa Alejandro VI, en este caso, podía encomendar esta misión a determinado grupo de personas (las coronas de Castilla y León y sus vasallos) y prohibírselo a los demás para unificar los criterios; ¿con qué derecho? Con el de ser la cabeza de la Iglesia y pastor supremo.

Defensa de los indios convertidos

“Si algunos bárbaros se convierten al cristianismo, y sus prín­cipes quieren por la fuerza o por medio del terror volverlos a la idolatría, los españoles por esta razón, si no hay otra forma, pueden también hacer la guerra, hasta destituir a veces a sus gobernantes”.

Es decir, si los indios, aun permitiendo la predicación la impidieran después la conversión de algunos, matando o castigando a los convertidos (como ocurrió en diversas ocasiones y como sucede en Medio Oriente con los musulmanes que se convierten al cristianismo), los españoles tendrían el derecho de defender a esos terceros contra la persecución declarándoles la guerra y hasta destituyendo a sus jefes como se hace en la guerra justa.

Entra aquí en juego la legítima defensa del tercero, como sucede incluso en la moral individual. ¿Qué derecho tiene un hombre de entrometerse en el caso de una joven que desea hacerse un aborto aludiendo que “puede hacer lo que quiera ‘con su cuerpo’”? El derecho (y la obligación) que tiene quien interviene es el derecho que le da la defensa de un tercero indefenso (el hijo).

El cambio o suplantación del príncipe

“Si una buena parte de los bárbaros se hubiera convertido a la fe de Cristo…, mientras sean cristianos de verdad puede el Papa con causa justa, pídanlo ellos o no, darles un príncipe cristiano y quitarles los otros príncipes infieles”.

Dicha frase se desprende del poder temporal que posee el Papa en orden a lo espiritual. Si el gobernante que posee un grupo de cristianos es mediocre o bien contrario al bien común espiritual, aquel –como jefe de los cristianos– puede sugerir un dirigente más adecuado para sus súbditos.

Tiranía de los gobernantes

En el ámbito del derecho natural, el daño de los terceros inocentes legitima también en favor de estos a los conquistadores –como dice Vitoria; los españoles pueden intervenir en su favor “ante el daño de los inocentes, como cuando se ordena el sacrificio de hombres o la matanza de hombres libres de culpa con el fin de devorarlos”.

Así comenta el propio pa­dre Vitoria: “Aun sin la autoridad del Pontífice, los príncipes españoles pueden prohibir a los bárbaros tan nefastas costumbres y ritos, porque tienen derecho a defender a los inocentes de una muer­te injusta (…). Se puede intimar a los bárbaros a que desistan de semejantes ritos; si se niegan, existe ya una causa para hacerles guerra y emplear contra ellos todos los derechos de guerra. Y si tan sacrílega costumbre no puede abolirse de otro modo, se puede cambiar a sus jefes e instituir nuevos gobiernos”.

Ya hemos señalado que la estructura de la sociedad precolombina podía caracterizarse como una sociedad de dominadores y de esclavos. La enorme bibliografía actual así lo muestra tanto la referida a Mesoamérica cuanto a la América andina, de allí que semejante tiranía terminara en la alianza de grupos indígenas con los conquistadores españoles para luchar contra caciques y vecinos tiránicos.

Dicha existencia de “leyes inhumanas que perjudi­can a los inocentes” da el derecho de intervención; es el caso –como se vio– de los sacrificios humanos y la antropofagia que, aunque practicados en diversísimos lugares de América, alcanzaron su culmen entre los aztecas. El derecho natural exige la defensa del inocente y por ello se puede obligar a los indios a aban­donar esas prácticas; si se niegan, entonces podría declarárseles la guerra.

La verdadera y libre elección

“Si los bárbaros mismos, comprendiendo la prudente administra­ción de los españoles, libremente quisieran –tanto los príncipes como los súbditos– tener y recibir como soberano al rey de España, este podría ser y sería título legítimo y aun de derecho natural”.

Este es el caso de las reducciones jesuíticas y franciscanas, en donde los indios optaban libremente por pertenecer a la Corona de España al entender el beneficio enorme que les traía en el ámbito material y espiritual. 

En razón de aliados y amigos

“A veces los mismos bárbaros guerrean entre sí legítimamente, y la parte que padeció injusticia y tiene derecho a declarar la guerra, puede llamar en su auxilio a los españoles y repartir con ellos el botín de la victoria”.

Este último fue el caso (el mismo Vitoria lo recuerda), de la alianza de los tlaxcaltecas con Cortés y sus españoles para derrocar la tiranía del imperio azteca.

Reflexiones finales

Como dice Caponnetto, “la verdad es que los indios ejercieron entre ellos, con toda naturalidad, las prácticas comunes del saqueo, la invasión armada, la expansión violenta, el reparto de bienes y tierras como botín de guerra y el despojo más absoluto de las tribus vencidas. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. Y la noción jurídica de propiedad era tan inexistente como la de igualdad. El más fuerte sometía al más débil, las tierras eran propiedad arbitraria de los jefes vencedores, el trabajo forzado para un Estado despótico y divinizado resultaba la norma, y quienquiera que hubiese osado plantear –como lo hicie­ron los españoles– cuáles eran los justos títulos de las tribus domi­nantes para enseñorearse sobre las dominadas, no hubiese pasado del balbuceo inicial”[8].

Hay una cosa que es muy cierta: los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles (aztecas, incas y mayas), lo eran a expensas de otros dueños. Y no faltaron los casos en que, gracias a la Conquista, diversos pueblos sojuzgados pudieron reencontrarse con una situación más benigna que les había sido negada. También es cierto que no todos los bienes ni todas las propie­dades de las que se apoderaron los españoles tenían dueño conoci­do; además, existían enormes regiones y riquezas sin ex­plorar ni descubrir ni trabajar (¡solo el 5% de América estaba poblada!).

No somos nosotros, hombres “desarrollados” del siglo XXI los que nos preguntamos acerca de los “derechos” de propiedad de España en América. Ya en aquellas épocas otros lo hicieron antes, y hasta podríamos invertir la carga de la prueba preguntándonos: “¿eran justos los títulos que tenían los indios antes de que llegaran los españoles?”.

En efecto, fue en el Perú que el Virrey Don Francisco de Tole­do, se propuso indagar la real dimensión de la injusticia del siste­ma incaico y, consiguientemente, el grado de justificación que en­contraba la acción española. Para ello se sumió en la investigación de las célebres Informaciones y dispuso la preparación de una ‘historia verdadera’ a cargo de Pedro Sarmiento de Gamboa. Tanto allí como en la Historia Índica, se contienen argumentos más que suficientes para enten­der que la tan mentada “propiedad indígena” de los grupos dominan­tes se asentaba en razones de fuerza y de despojo.

Además, como ya se ha dicho, España no instaló “colonias”, sino “encomiendas” y “reparticiones” y “virreinatos”. Se “encomendaba” lo inhóspito y se “repartía” lo habitado para poder evangelizarlo y civilizarlo. Es distinto fundar una ciudad en el desierto y hacerla “propia”, que saquear una casa particular llena de bienes.

Lo cierto es que España se desangró fundando ciudades en lugares inhóspitos (como por ejemplo, Santiago del Estero en Argentina, donde el calor llega a los 50° y donde hay que recorrer casi 1000 kilómetros para poder llegar al mar). Podría haber elegido primero lugares más “redituables” para ello, como Buenos Aires (que tiene zona costera), pero quiso privilegiar la evangelización antes que la comercialización.

Como bien dice Caponnetto: “Los fabricantes de leyendas negras que vuelven y revuelven constantemente sobre la mantra por el oro como única razón de la Conquista, deberían explicar también por qué España llega, perma­nece y se instala no solo en zonas de explotación minera sino en territorios inhóspitos y agrestes, que las espadas tuvieron que abrir a su paso para qué luego pudiera fecundarse el surco e izarse la Cruz de Cristo. Por qué no se abandonó la empresa conquistadora si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por­ qué, en resumen, si sólo contaba el oro, no es sólo un mercado ne­grero y esclavista, un vulgar lupanar financiero, lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un con­glomerado de naciones ricas de Fe y de Cultura”[9].

En fin, España quiso servir a Dios antes que a Mamón.

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi, SE

[1] Véase al respecto el precioso libro de Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre: la controversia de Valladolid, Encuentro, Madrid 1997, pp. 280.

[2]«Inter coetera» (1era.) de Alejandro VI, del 3 de mayo de 1493; traducción extraída de America Pontificia primi saeculi evangelizationis, 1493-1592, J. Metzler, I, Vaticano 1991, 71-75. Existe también, al día siguiente de esta, una reedición sustancialmente igual a la presente pero con la inclusión de la línea imaginaria que establecía el límite entre los territorios castellanos y portugueses por conquistar.

[3] Para quien quiera ampliar dicha tesis, vea Enrique Díaz Araujo, Propiedad indígena, UCALP, La Plata 2009, 111 pp. y América, la bien donada, UAG, Guadalajara 2005, tº 1, del mismo autor. A quien interese el tema sobre la facultad de donar tierras por parte del Papa, puede consultar también al gran santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II IIae, q. 10, a. 10: “Se debe considerar que el dominio y autoridad han sido introducidos por el derecho humano, mientras que es de derecho divino la distinción entre fiel e infiel. Ahora bien, el derecho divino, que procede de la gracia, no abroga el derecho humano, que se funda en la razón natural. Por lo tanto, la distinción entre fiel e infiel, en sí misma, no abroga el dominio y jurisdicción de los infieles sobre los fieles. Puede, no obstante, ser derogado, en justicia, ese derecho de dominio o prelacía por sentencia u ordenación de la Iglesia, investida de la autoridad de Dios. Efectivamente, los infieles, debido a su infidelidad, merecen perder su autoridad sobre los fieles, que han sido elevados a hijos de Dios. La Iglesia, sin embargo, unas veces lo hace y otras no. (…) Mas en el caso de los infieles no sometidos temporalmente a la Iglesia o a sus miembros, no estableció esta ese derecho, aunque pudiera jurídicamente establecerlo. La Iglesia adopta esa postura para evitar el escándalo. También el Señor manifestó que podía excusarse del tributo porque los hijos son libres (Mt 17,24). Sin embargo, mandó pagar el tributo para evitar el escándalo”.

[4] Seguimos aquí las consideraciones hechas por Ramón Menéndez Pidal, Vitoria y las Casas, Espasa-Calpe, Madrid 1958, 20-30 y en Alberto Caturelli, El nuevo mundo, UPAEP, México 1991, 177-182.

[5] Alberto Caturelli, op cit., 178.

[6] Hay, sin embargo, quienes ven en el teólogo salmantino una ayuda similar a un salvavidas de plomo…. Esta es la posición de Enrique Díaz Araujo. Según el historiador argentino, Vitoria, alejándose del legítimo derecho papal de donación, atacó indirectamente a la corona española con sus “razones naturales”, dando pie a un futuro ataque de la intelectualidad liberal y masónica. Para este autor, el verdadero derecho español sobre América es la donación papal del Vicario de Cristo y, el resto, macanas. Cfr. Enrique Díaz Araujo, América, la bien donada, UAG, Guadalajara 2005.

[7] Véase aquí los extractos traídos por Cayetano Bruno, La España misionera, Didascalia, Rosario 1990, 82-84.

[8] Antonio Caponnetto, Hispanidad y leyendas negras, Ediciones Cruzamante, Buenos Aires 1989, 97.

[9] Antonio Caponnetto, op. cit., 107.

martes, 14 de julio de 2020

¿Quién será el próximo Papa? (Carlos Esteban)



Solo Dios lo sabe, naturalmente. Sin embargo, sabemos cómo se eligen, y entre qué elenco de personas, los cardenales desde hace siglos, de modo que la especulación no es tan ociosa. El prestigioso vaticanista del National Catholic Register Edward Pentin acaba de publicar un libro -The Next Pope- en el que estudia la figura de los 19 cardenales con más probabilidades.

No es un libro ocioso, por lo demás. Hay 117 cardenales electores repartidos por todo el mundo que se reúnen en el cónclave, sin conocerse demasiado unos a otros, con lo que su decisión de voto está, con frecuencia, mediatizada por información escasa y/o sesgada sobre los posibles candidatos. Y eso es lo que ofrece el libro de Pentin: información, abundante, documentada, detallada.

Pentin, naturalmente, tiene su propia opinión sobre los candidatos y sus posibilidades de ocupar el Solio Pontificio tras el próximo cónclave, a la muerte o renuncia de Francisco, y la despliega en una entrevista concedida al portal de información católica LifeSiteNews. Así, por ejemplo, no cree que vaya a elegirse a alguien del perfil del cardenal Christoph Schönborn, arzobispo de Viena, sino que tiende a decantarse por figuras más conservadoras como Robert Sarah, Peter Erdö, Malcolm Ranjith y Raymond Burke. ¿Burke? ¿No está ‘quemado’ por su participación en los Dubia? Pentin no está tan seguro: “Aunque muchos creen que el cardenal Burke tiene poquísimas probabilidades de ser elegido, pienso que hay tanta desazón con respecto a este pontificado entre numerosos cardenales que podría llevar a algunas sorpresas en el sector más ortodoxo”.

En el lado progresista, Pentin considera que los candidatos con más probabilidades de salir elegidos en el próximo cónclave serían el secretario de Estado Pietro Parolin, el filipino Luis Antonio Tagle, considerado por muchos como el ‘delfín’ designado por el propio Francisco, y Matteo Zuppi, arzobispo de Bolonia.

Pentin considera que, tras el ‘movido’ pontificado de Francisco, el próximo Papa tendrá que enfrentarse a numerosos retos, incluyendo una “franca valoración del Concilio Vaticano II”. En cualquier caso, concluye Pentin, “es importante rezar para que sea elegido el candidato adecuado en un cónclave”, y esa es una de las razones que le han movido a escribir este libro, de modo que los lectores puedan rezar para que salga elegido el candidato que consideren más idóneo para unos momentos especialmente espinosos en la vida de la Iglesia.

La oración perfecta



En su sermón de Pentecostés, San Francisco de Sales enumera las partes de que se compone una oración perfecta.

Son tres: petición, invocación y acción de gracias.

No quiere eso decir que todas las oraciones deban constar de dichas tres partes; pero si queremos esforzarnos por alcanzar la perfección en nuestra oración, agradar a Dios lo máximo posible en nuestra plegaria, sí hemos de tenerlas en cuenta.

Por lo que se refiere a la primera, la petición, el doctor de Sales se pregunta cuál debe ser el contenido de dicha petición, qué hemos de pedirle a Dios.

A su vez, dos son las contestaciones a dicha pregunta; doble es el contenido que ha de comprender nuestra petición. Primero, “todo lo que sea para honra suya”, para honra de Dios. Es decir, que nuestra oración debe suplicar, ante todo, aquello que glorifique a Dios, Nuestro Señor. Y cuanto más glorifique a nuestro creador, más perfecta será nuestra oración: “todo”, llega a afirmar el santo obispo de Ginebra. 

¿Todo, todo? En sentido absoluto no será posible; pero sí en modo relativo, todo lo que para cada uno de nosotros, en la medida de nuestras posibilidades, estado, formación y talentos, contribuya a la honra de Dios.

Análogamente, por lo que se refiere a la Iglesia militante, cabe hacer una inferencia litúrgica de dicho requisito relativo a la oración. La petición efectuada a Dios debe realizarse con todo el gran depósito de verdad, sabiduría y belleza acumulado por la Iglesia a lo largo de su existencia e historia para poder honrar a Dios.

Por consiguiente, las ideologías simplificadoras, los afanes iconoclastas, las derivas racionalistas, idealistas o humanistas no encuentran justificación alguna si pretendemos defender honradamente la mejor oración de la que somos capaces.

Otra cosa es si no somos consecuentes o, aún peor, si lo que queremos para Dios no es su honra sino su deshonra – y vestimos esa intención pecaminosa con el velo oscuro de la ideología, la excusa y la mentira.

El segundo aspecto del contenido de nuestra petición lo compone todo aquello que sea para la salvación de nuestra alma.

De aquí se deducen, una vez más, dos consecuencias, una positiva y otra negativa.

Comencemos por esta última: Si nuestra petición en la oración perfecta se dirige a cuanto coopere a nuestra salvación, huelga entretenerse y entretener a Dios en aquello que no tiene por objeto dicho fin salvífico.

O sea, que aprobar un examen, ganar la lotería, que pierda la liga el Barça, e incluso las cuestiones de nuestra propia salud, por ajenas a nuestra salvación, sobran si queremos esmerarnos de veras en nuestra comunicación con Dios.

Ello no excluye la salvación de los demás, por cuanto pedir tal es muestra de caridad y auxilio, por tanto, de la nuestra; lo mismo cabría decir de rezar por la salud ajena, por el éxito académico de un conocido y… hasta por el triunfo deportivo de un adversario.

Y, como ocurría en lo relativo a la honra de Dios, debemos centrarnos en “todo” lo que redunde en nuestra propia salvación. Conforme nos vamos conociendo más en nuestro camino espiritual a lo largo de la vida, estamos en disposición de centrarnos mejor en aquello que a cada uno de nosotros nos conviene especialmente en orden a preparar nuestra muerte: evitar las tentaciones y pecados a los que somos más propensos, ser meticulosos en nuestro diario diálogo con nuestro Padre y con nuestra Madre, no descuidar por supuesto los Sacramentos que la Iglesia nos da gratis; muy necios seríamos si, precisamente, lo más sagrado, aquello instituido por Dios mismo, lo despreciamos olímpicamente.

Para lograr que la petición de nuestra oración abarque los dos extremos citados, San Francisco de Sales aconseja una fórmula infalible, ahora que estamos en Pentecostés y siempre, a lo largo de todo el año litúrgico: la asistencia del Espíritu Santo.

Si pedimos la asistencia del Paráclito, amor del Padre y del Hijo, estamos reconociendo implícitamente la gloria de la Santísima Trinidad y honrando a las tres personas divinas, por una parte.

Por otra, el Espíritu Santo no nos falla; es una fórmula infalible, porque es Dios; y así resultan todas las garantías de que nuestra oración se dirija, como es debido en segundo lugar, a nuestra propia salvación.

Durante el tiempo de Pentecostés, en el que nos encontramos, el mensaje salesiano añade otros dos ingredientes necesarios para lograr la perfección de nuestra petición, a saber, la paz y la tranquilidad.

Pero no la paz y la tranquilidad ni como fines en sí mismos (por ejemplo, la ideología del pacifismo) ni como medios para lograr cosas innecesarias (por ejemplo, me llevo aceptablemente con mi prójimo, sobre todo si me conviene, aunque luego le critico cuando no está delante).

Sino la paz y la tranquilidad como condiciones óptimas para poder servir a Dios. Es difícil servir a Dios cuando uno está nervioso; hasta la guerra justa se lleva a cabo con el fin de que después resplandezcan la paz y la justicia. La victoria, dice San Francisco, es un principio de paz; el combate tiene como fin inmediato el triunfo sobre el enemigo, pero como fin mediato la paz.

Cuando Felipe II lanzó su gran Armada sobre la isla de Gran Bretaña, buscaba la pacificación de ese reino sobre la base de la Fe; cuando don Carlos al fin se decidió a perseguir por la fuerza sus legítimos derechos, pensaba en la paz que luego asistiría a la Religión y al Trono; cuando los requetés se alzaron contra la República atea que agredía el cuerpo y el alma de España y de los católicos, añoraban la paz que, tres años después, sucedería a la Victoria.

Si no tememos a nuestros agresores, nuestros días transcurren tranquilamente, nuestros corazones son dóciles a los mandamientos de Dios, nuestra oración se une a la de la Iglesia para que, librados del enemigo, sirvamos a nuestro Padre con la devoción que caracteriza a nuestra raza.

La invocación-segunda de las partes de la oración perfecta- viene a ser, según el santo de Annecy, la razón de nuestra súplica. Por qué, en el fondo, nos dirigimos a Dios para pedirle, para suplicarle como hijos y criaturas Suyas que somos.

En efecto, hay que recomendar la oración en virtud de algo que a Dios plazca. Ante todo, San Francisco sugiere una invocación primera entre todas las posibles: Por su misma bondad. A Dios, bondad infinita, Le place que nos dirijamos a Él porque sabemos que de tal bondad surgirán las gracias que le pedimos.

En segundo lugar, la invocación se dirige a Jesucristo, Nuestro Señor. En la primera Epístola a Timoteo, San Pablo define al Hijo como “mediador entre Dios y los hombres”. Luego necesariamente, cuando nos dirigimos a Dios Padre hemos de pasar por Jesucristo y así ha de placer a Aquél que lo reconozcamos.

A continuación, los católicos invocamos a Dios a través de los santos, que interceden por nosotros; incluyendo a los santos patronos que nos correspondan por razón de nuestra nacionalidad, residencia, profesión o estado, y muy particularmente a la Santísima Virgen María, por el amor que Jesucristo le profesa como Su madre que es.

Por último, la oración perfecta contiene una acción de gracias. Gracias por todos los beneficios que Dios nos concede. En nuestra lengua española, la fórmula habitual de agradecimiento incorpora precisamente el mismo término teológico que sirve para designar los dones que Él confiere a Sus hijos; tan estrecha es la unión del alma hispánica con la santa religión católica.

Gracias a Dios Padre, especialmente en tiempo de Pentecostés, por enviar su Espíritu, primero sobre su Hijo; después sobre sus apóstoles, que lo comunicaron a los restantes cristianos, a través de sus manos, hasta hoy en día, casi dos mil años después, de generación en generación a todos los bautizados dentro de Su Iglesia Santa, por medio de esa misma sucesión apostólica, fuera de la cual no puede caber tal transmisión del Espíritu de Dios; puesto que ello entrañaría contradicción, confusión y burla respecto de aquella transmisión original.

Gracias a Dios Hijo, que al hacerse hombre y por Su pasión y muerte, pudo entregar Su Espíritu y recibirlo Él mismo luego de Dios Padre, para a continuación ser ese mismo Espíritu del Padre y del Hijo derramado sobre la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, y sobre cada uno de los bautizados en ella. 

Y, aunque el autor saboyano no insiste al final de su sermón en el particular, resulta justo y necesario añadir la acción de gracias al Espíritu Santo por la asistencia a la que nos hemos referido arriba, siguiendo el mismo esquema del doctor de Sales; sin tal asistencia no cabe lograr, sólo por nuestros propios méritos, los fines de glorificación de Dios y salvación de nuestras almas que explican toda nuestra existencia.

Por ello hemos definalizar nuestra conversación íntima con Dios, si lo queremos hacer bien y no mal, santiguándonos mediante la fórmula trinitaria de reconocernos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y no encuentro explicación alguna, por parte de los sacerdotes celebrantes con posterioridad a 1970, a haber suprimido dicha fórmula al fin de su sermón dentro de la Misa, como si quisieran hurtar tal reconocimiento a cuanto han suplicado para nosotros hasta ese momento.

Miguel Toledano Lanza

Esperamos que hayan disfrutado con “la visión Salesiana de San Pedro”. Pueden leer todos los artículos de Miguel Toledano en nuestra página.

En el decimotercer aniversario de Summorum Pontificum, amenazado ahora


(RORATE CAELI)

Desde hace varias décadas, hemos vivido en la “tiranía del presente”. La Tradición se olvida y, precisamente porque se olvida, nuestras responsabilidades para el futuro también se descartan. El experimento litúrgico que condujo al Novus Ordo fue el epítome del Vaticano II: le dio a la jerarquía católica la base litúrgica-teológica para su promoción actual del “aquí y ahora” como objetivo supremo de la Iglesia.

Con Summorum Pontificum, el acto legislativo pontificio más consecuente desde 1969, Benedicto XVI dio un vuelco a esta nueva lógica materialista: al abrir las puertas del pasado, colocó de nuevo a la Iglesia en el camino de la eternidad y la inmortalidad.

Summorum está ahora amenazado con la encuesta que se está realizando, cuyas consecuencias son inciertas. Había una Iglesia antes de la realidad actual, habrá una Iglesia para siempre: y la Sagrada Liturgia que ella celebra aquí, con verdadera impronta tradicional y apostólica, siempre ha sido y debe ser, no un reflejo de la banalidad del momento, sino una prefiguración de su inmortalidad como Novia de Cristo y su Fiesta Pascual con el Señor por toda la eternidad, fuera de las limitaciones de nuestra existencia actual.

Hace doce años, publicamos el siguiente texto: no tenemos motivos para cambiar ni un ápice. Sacerdotes, disfruten de su libertad.

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Summorum Pontificum: Ejes de Interpretación

1. Se debe leer el texto “de abajo hacia arriba”.

Esto es extremadamente importante: esos 12 artículos son la ley. Naturalmente, se aplican otros puntos de derecho (principios generales, conceptos mencionados explícitamente en los propios artículos, así como otros aspectos canónicos aplicables), pero tampoco la introducción a los artículos (la primera parte de Summorum), ni mucho menos la carta de presentación enviada por el Papa a los Obispos, ni ningún otro texto puede ser invocado para suprimir o restringir los derechos reconocidos o creados por el Legislador Supremo en los 12 artículos.

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* Existe un decimotercer artículo de derecho, que es la determinación de una “vacatio legis” del 7 de julio de 2007 al 13 de septiembre de 2007.

2. ¿Quién interpreta?

Afortunadamente, los artículos de derecho de Summorum son en su mayoría bastante claros. Y para los aspectos que no estén tan claros, existe un dicasterio romano listo para proporcionar la interpretación apropiada y que probablemente no estará dispuesto a renunciar a su reciente aumento de poder (Art. 12), que será especificado por el Romano Pontífice en el futuro, según su voluntad (Art. 11).

El texto de referencia es y será solo el original latino. (La versión del Vaticano en inglés estuvo disponible años después del original en latín, pero es el original en latín el texto guía en caso de duda).

3. Summorum es una nueva “Constitución” del Rito Romano.

El Legislador Supremo deseaba crear un marco litúrgico para sacerdotes y fieles, especialmente para los sacerdotes. Es una “Constitución”, no como documento teológico, sino en el sentido legal de que es una ley fundamental, una ley por encima de otras leyes: eso está muy claro, por ejemplo, en varios artículos extremadamente importantes: 2 y 4 (Misas sin el pueblo o “Misas privadas”, con o sin asistencia de fieles), y 9.3 (uso gratuito del Breviario romano), que son la encarnación misma de la liberación.

Summorum está, entonces, “por encima” de las meras disposiciones litúrgicas de la Iglesia Latina. Es una revolución legal en la convivencia mutua de lo que ahora se llaman las dos formas del Rito Romano: es decir, el Misal de Pablo VI todavía puede ser la “forma ordinaria”, pero no es la forma obligatoria estándar, de la cual algunos sacerdotes (debido a una deferencia particular o al carisma de su orden o sociedad de vida apostólica) están exentos gracias a un favor especial (“indulto”). La era del “indulto” ha terminado; la era de la mera “generosidad episcopal” ha terminado: Summorum es una verdadera Declaración de Derechos litúrgica para todos los sacerdotes de la Iglesia Latina.

Queridos sacerdotes del mundo entero, valoren y hagan un uso pleno y bueno de este documento: no es propiedad de “minorías distanciadas”; no pertenece a “clérigos nostálgicos”; pertenece a todos ustedes, es su carta de libertad litúrgica.

Traducción AMGH. Artículo original