BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS



martes, 14 de julio de 2020

La oración perfecta



En su sermón de Pentecostés, San Francisco de Sales enumera las partes de que se compone una oración perfecta.

Son tres: petición, invocación y acción de gracias.

No quiere eso decir que todas las oraciones deban constar de dichas tres partes; pero si queremos esforzarnos por alcanzar la perfección en nuestra oración, agradar a Dios lo máximo posible en nuestra plegaria, sí hemos de tenerlas en cuenta.

Por lo que se refiere a la primera, la petición, el doctor de Sales se pregunta cuál debe ser el contenido de dicha petición, qué hemos de pedirle a Dios.

A su vez, dos son las contestaciones a dicha pregunta; doble es el contenido que ha de comprender nuestra petición. Primero, “todo lo que sea para honra suya”, para honra de Dios. Es decir, que nuestra oración debe suplicar, ante todo, aquello que glorifique a Dios, Nuestro Señor. Y cuanto más glorifique a nuestro creador, más perfecta será nuestra oración: “todo”, llega a afirmar el santo obispo de Ginebra. 

¿Todo, todo? En sentido absoluto no será posible; pero sí en modo relativo, todo lo que para cada uno de nosotros, en la medida de nuestras posibilidades, estado, formación y talentos, contribuya a la honra de Dios.

Análogamente, por lo que se refiere a la Iglesia militante, cabe hacer una inferencia litúrgica de dicho requisito relativo a la oración. La petición efectuada a Dios debe realizarse con todo el gran depósito de verdad, sabiduría y belleza acumulado por la Iglesia a lo largo de su existencia e historia para poder honrar a Dios.

Por consiguiente, las ideologías simplificadoras, los afanes iconoclastas, las derivas racionalistas, idealistas o humanistas no encuentran justificación alguna si pretendemos defender honradamente la mejor oración de la que somos capaces.

Otra cosa es si no somos consecuentes o, aún peor, si lo que queremos para Dios no es su honra sino su deshonra – y vestimos esa intención pecaminosa con el velo oscuro de la ideología, la excusa y la mentira.

El segundo aspecto del contenido de nuestra petición lo compone todo aquello que sea para la salvación de nuestra alma.

De aquí se deducen, una vez más, dos consecuencias, una positiva y otra negativa.

Comencemos por esta última: Si nuestra petición en la oración perfecta se dirige a cuanto coopere a nuestra salvación, huelga entretenerse y entretener a Dios en aquello que no tiene por objeto dicho fin salvífico.

O sea, que aprobar un examen, ganar la lotería, que pierda la liga el Barça, e incluso las cuestiones de nuestra propia salud, por ajenas a nuestra salvación, sobran si queremos esmerarnos de veras en nuestra comunicación con Dios.

Ello no excluye la salvación de los demás, por cuanto pedir tal es muestra de caridad y auxilio, por tanto, de la nuestra; lo mismo cabría decir de rezar por la salud ajena, por el éxito académico de un conocido y… hasta por el triunfo deportivo de un adversario.

Y, como ocurría en lo relativo a la honra de Dios, debemos centrarnos en “todo” lo que redunde en nuestra propia salvación. Conforme nos vamos conociendo más en nuestro camino espiritual a lo largo de la vida, estamos en disposición de centrarnos mejor en aquello que a cada uno de nosotros nos conviene especialmente en orden a preparar nuestra muerte: evitar las tentaciones y pecados a los que somos más propensos, ser meticulosos en nuestro diario diálogo con nuestro Padre y con nuestra Madre, no descuidar por supuesto los Sacramentos que la Iglesia nos da gratis; muy necios seríamos si, precisamente, lo más sagrado, aquello instituido por Dios mismo, lo despreciamos olímpicamente.

Para lograr que la petición de nuestra oración abarque los dos extremos citados, San Francisco de Sales aconseja una fórmula infalible, ahora que estamos en Pentecostés y siempre, a lo largo de todo el año litúrgico: la asistencia del Espíritu Santo.

Si pedimos la asistencia del Paráclito, amor del Padre y del Hijo, estamos reconociendo implícitamente la gloria de la Santísima Trinidad y honrando a las tres personas divinas, por una parte.

Por otra, el Espíritu Santo no nos falla; es una fórmula infalible, porque es Dios; y así resultan todas las garantías de que nuestra oración se dirija, como es debido en segundo lugar, a nuestra propia salvación.

Durante el tiempo de Pentecostés, en el que nos encontramos, el mensaje salesiano añade otros dos ingredientes necesarios para lograr la perfección de nuestra petición, a saber, la paz y la tranquilidad.

Pero no la paz y la tranquilidad ni como fines en sí mismos (por ejemplo, la ideología del pacifismo) ni como medios para lograr cosas innecesarias (por ejemplo, me llevo aceptablemente con mi prójimo, sobre todo si me conviene, aunque luego le critico cuando no está delante).

Sino la paz y la tranquilidad como condiciones óptimas para poder servir a Dios. Es difícil servir a Dios cuando uno está nervioso; hasta la guerra justa se lleva a cabo con el fin de que después resplandezcan la paz y la justicia. La victoria, dice San Francisco, es un principio de paz; el combate tiene como fin inmediato el triunfo sobre el enemigo, pero como fin mediato la paz.

Cuando Felipe II lanzó su gran Armada sobre la isla de Gran Bretaña, buscaba la pacificación de ese reino sobre la base de la Fe; cuando don Carlos al fin se decidió a perseguir por la fuerza sus legítimos derechos, pensaba en la paz que luego asistiría a la Religión y al Trono; cuando los requetés se alzaron contra la República atea que agredía el cuerpo y el alma de España y de los católicos, añoraban la paz que, tres años después, sucedería a la Victoria.

Si no tememos a nuestros agresores, nuestros días transcurren tranquilamente, nuestros corazones son dóciles a los mandamientos de Dios, nuestra oración se une a la de la Iglesia para que, librados del enemigo, sirvamos a nuestro Padre con la devoción que caracteriza a nuestra raza.

La invocación-segunda de las partes de la oración perfecta- viene a ser, según el santo de Annecy, la razón de nuestra súplica. Por qué, en el fondo, nos dirigimos a Dios para pedirle, para suplicarle como hijos y criaturas Suyas que somos.

En efecto, hay que recomendar la oración en virtud de algo que a Dios plazca. Ante todo, San Francisco sugiere una invocación primera entre todas las posibles: Por su misma bondad. A Dios, bondad infinita, Le place que nos dirijamos a Él porque sabemos que de tal bondad surgirán las gracias que le pedimos.

En segundo lugar, la invocación se dirige a Jesucristo, Nuestro Señor. En la primera Epístola a Timoteo, San Pablo define al Hijo como “mediador entre Dios y los hombres”. Luego necesariamente, cuando nos dirigimos a Dios Padre hemos de pasar por Jesucristo y así ha de placer a Aquél que lo reconozcamos.

A continuación, los católicos invocamos a Dios a través de los santos, que interceden por nosotros; incluyendo a los santos patronos que nos correspondan por razón de nuestra nacionalidad, residencia, profesión o estado, y muy particularmente a la Santísima Virgen María, por el amor que Jesucristo le profesa como Su madre que es.

Por último, la oración perfecta contiene una acción de gracias. Gracias por todos los beneficios que Dios nos concede. En nuestra lengua española, la fórmula habitual de agradecimiento incorpora precisamente el mismo término teológico que sirve para designar los dones que Él confiere a Sus hijos; tan estrecha es la unión del alma hispánica con la santa religión católica.

Gracias a Dios Padre, especialmente en tiempo de Pentecostés, por enviar su Espíritu, primero sobre su Hijo; después sobre sus apóstoles, que lo comunicaron a los restantes cristianos, a través de sus manos, hasta hoy en día, casi dos mil años después, de generación en generación a todos los bautizados dentro de Su Iglesia Santa, por medio de esa misma sucesión apostólica, fuera de la cual no puede caber tal transmisión del Espíritu de Dios; puesto que ello entrañaría contradicción, confusión y burla respecto de aquella transmisión original.

Gracias a Dios Hijo, que al hacerse hombre y por Su pasión y muerte, pudo entregar Su Espíritu y recibirlo Él mismo luego de Dios Padre, para a continuación ser ese mismo Espíritu del Padre y del Hijo derramado sobre la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, y sobre cada uno de los bautizados en ella. 

Y, aunque el autor saboyano no insiste al final de su sermón en el particular, resulta justo y necesario añadir la acción de gracias al Espíritu Santo por la asistencia a la que nos hemos referido arriba, siguiendo el mismo esquema del doctor de Sales; sin tal asistencia no cabe lograr, sólo por nuestros propios méritos, los fines de glorificación de Dios y salvación de nuestras almas que explican toda nuestra existencia.

Por ello hemos definalizar nuestra conversación íntima con Dios, si lo queremos hacer bien y no mal, santiguándonos mediante la fórmula trinitaria de reconocernos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y no encuentro explicación alguna, por parte de los sacerdotes celebrantes con posterioridad a 1970, a haber suprimido dicha fórmula al fin de su sermón dentro de la Misa, como si quisieran hurtar tal reconocimiento a cuanto han suplicado para nosotros hasta ese momento.

Miguel Toledano Lanza

Esperamos que hayan disfrutado con “la visión Salesiana de San Pedro”. Pueden leer todos los artículos de Miguel Toledano en nuestra página.