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sábado, 8 de diciembre de 2018

Francisco insiste en su último vídeo en que ‘adaptemos’ el lenguaje de la fe al del mundo (Carlos Esteban)


Duración 1:01 minutos

El Papa, en el vídeo recién publicado sobre su intención mensual, vuelve a insistir en la necesidad de ‘adaptar’ el lenguaje del Evangelio a la audiencia moderna, una receta que lleva medio siglo revelando su ineficacia.

Ha salido el vídeo con la intención del Papa de este mes, ‘Al servicio de la transmisión de la fe’, con este mensaje:
“Si uno quiere compartir su fe con la palabra, tiene que escuchar mucho. Imitemos el estilo de Jesús que se adaptaba a las personas que tenía ante Él para acercarles el amor de Dios. Recemos para que las personas dedicadas al servicio de la transmisión de la fe encuentren un lenguaje adaptado al presente, en diálogo con la cultura, en diálogo con el corazón de las personas y sobre todo escuchando mucho”.
Las palabras del Papa, recitadas por él mismo, entrelazan su imagen con un corto de unos jóvenes preparando una función de Navidad o belén viviente bastante multicultural. Visualmente no es en absoluto distinto a miles de ‘spots’ comerciales, que combinan una improbable diversidad racial con una ausencia absoluta de diversidad estética: todos son guapos y están bien hechos, como mandan los canónes publicitarios.

En el brevísimo mensaje están, sin embargo, algunas de las preocupaciones obsesivas de Su Santidad, como el ‘diálogo con la cultura’ y la ‘actualización’ del modo de transmitir el mensaje para ‘adaptarlo’ al tiempo presente. También es significativa la expresión, en su primera frase, de ‘compartir su fe’, preferida a ‘predicar el Evangelio’, que suena demasiado cercana, imaginamos, al aborrecido ‘proselitismo’.

La idea de que el modo más eficaz de transmitir un mensaje es adaptarlo al receptor, utilizar los medios que lo hagan más comprensible a la audiencia imitando los mismos códigos que esta, parece una perogrullada. Es, por lo demás, la ‘idea fuerza’ de todo el Concilio Vaticano II, del que su iniciador, Juan XXIII, esperaba que inaugurara una ‘primavera eclesial’ con el sencillo procedimiento de actualizar los modos de transmisión de la fe, como insiste ahora Francisco.

Hay sólo una pequeña pega, quizá pasada por alto, una minucia: este método tan obvio, tan elemental, tan de perogrullo, no está funcionando. Lo que ahora, este mes, en este vídeo, recomienda el Papa no es exactamente nuevo; es el estado normal, el sistema por defecto de transmitir la fe en todo el mundo desde el final del concilio. Suena hasta raro, como si estuviera recomendando a los conductores circular por la derecha a modo de insólita novedad. Y, como decía, en lugar de haber provocado un multitudinario acercamiento del mundo a la fe, el consejo desencadenó la más apabullante apostasía masiva sin persecución de la Historia de la Iglesia.

Repetir idénticas causas en la esperanza de que produzcan resultados diferentes es la definición de locura, según una frase que se le atribuye a Albert Einstein, probablemente sin culpa alguna. Así que quizá podamos explorar algunos motivos por los que esta adaptación del lenguaje, este ‘diálogo con la cultura’, está dando un resultado tan espantoso y opuesto al pretendido y aparentemente lógico. Se me ocurren algunos.

Un mensaje tiene, en efecto, que ser comprensible para el receptor, y por tanto debe emplear al menos algunos significantes que el oyente comparta. Pero la forma también dice mucho del fondo, especialmente cuando se están transmitiendo realidades sobrenaturales y misterios de la fe. En ese sentido, una vulgarización del lenguaje puede transmitir en sí misma la idea adicional de que lo que se está contando es vulgar, una narración más, un mensaje más de los muchos con que nos bombardean los medios a diario. Si usas el mismo lenguaje que un anuncio de colonia, lo normal es que se te escuche como a un fabricante de colonia, como a alguien que vende algo.

Pero el mensaje del Evangelio va a la raíz de la existencia humana, aspira a ser la asombrosa respuesta definitiva a los más profundos anhelos del corazón humano, y quizá un lenguaje más solemne del habitual, incluso más extraño y misterioso, tenga mayor capacidad de reflejar ese carácter transcedente.

Dicho de otro modo, la manera en que se transmite una verdad debe reflejar algo de esa misma verdad, de la posición que ocupa en el rango de las verdades. Y esto no se aplica solo a la fe, en absoluto: todos adaptamos nuestro lenguaje, no solo a los códigos de los oyentes, sino también a la naturaleza misma de lo que se transmite. Las leyes tienen sus formalidades, como las tiene la ciencia; ni siquiera pide uno en matrimonio en el mismo tono casual en que se pide a alguien que te pase la sal en la mesa.

Dice Su Santidad en el mensaje del vídeo que Jesús “se adaptaba a las personas que tenía ante Él “. Es difícil saberlo, sobre todo porque ese “adaptarse” puede entenderse de muchas maneras. Aparentemente, al menos, de la lectura del Evangelio obtenemos una notoria regularidad en su lenguaje, hablara con quien hablara; no es fácil advertir esa ‘adaptación’ de la que habla el Santo Padre, salvo que se refiera al hecho obvio de que tenía en cuenta las circunstancias de las personas que tenía delante. Pero fuera de lo más evidente, no advertimos adaptación alguna ni en el mensaje ni en el modo de expresarlo, más bien todo lo contrario, aunque no es imposible que eso se deba a que prácticamente todo el mundo con el que trataba se movía en el mismo marco de referencia. Y, después de todo, como hacía notar el superior de los jesuitas -y ahora superior de los superiores de todas las órdenes religiosas-, el padre Arturo Sosa, en tiempos de Jesús no había grabadoras.

Otra razón que se me ocurre para que este consejo no haya dado el fruto esperado es que en la jerarquía eclesiástica suele haber cierto ‘décalage’ cultural perfectamente comprensible. Intentaré explicarme. Si un padre emplea con su hijo adolescente el lenguaje que este ha oído siempre de él, el que el padre ha usado siempre y al que el propio hijo está acostumbrado, no habrá mucho problema de comunicación. Pero si el padre, para resultar más ‘relevante’ ante su hijo, trata de emplear una ‘jerga juvenil’, el resultado es a menudo catastrófico. El padre tenderá a usar una jerigonza mixta, con palabras novísimas usadas quizá de modo impropio y otras que remiten más a su juventud que a la de su hijo. Al hijo probablemente le parecerá cómico y, desde luego, la comunicación entre ambos no habrá mejorado en absoluto.

El Papa, los cardenales, incluso los obispos tienden a ser personas mayores, porque para llegar adonde están han tenido que recorrer un prolongado ‘cursus honorum’: seminarista, sacerdote, coadjutor, párroco, monseñor, vicario, obispo auxiliar… Eso hace que el lenguaje cotidiano de la juventud les resulte extraño, y que al intentar usarlo estén en realidad empleando una jerga ya inexistente, perdida en algún punto entre los años setenta y el presente.

La analogía que he empleado me sirve también para ilustrar lo que, en mi opinión, podría ser una tercera causa por la que este método de adaptación del mensaje parece haber fracasado estrepitosamente. ¿Qué otra reacción es esperable en el adolescente de mi ejemplo anterior? La irritación, el recelo y cierto desprecio. Le parecerá que su padre está usando ‘un truco’, que al emplear un lenguaje que no es el suyo propio, el natural, aquel al que el adolescente está acostumbrado desde la primera infancia, su padre le está engañando de algún modo, está apelando a una añagaza evidente para manipularle.

Esto es crucial. En la pastoral, a menudo la Iglesia parece condescendiente en las formas, y una de las cosas que un joven normal siente como más ofensivas es la condescendencia. Acomodar una fe de siglos para no ‘asustar’ a los oyentes tiene el efecto contrario, porque la idea que transmite es más la de una secta que la de la Iglesia. En una conmovedora parábola evangélica, Jesús nos habla de cómo las ovejas no obedecen al asalariado, sino al verdadero pastor, porque “conocen su voz”. Quizá haya sido este intento de imitar (mal) una voz ajena, la del mundo, lo que ha alejado a tantos de la práctica religiosa.
Carlos Esteban