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viernes, 4 de septiembre de 2020

León XIII sigue siendo el Papa más longevo de la Historia (Carlos Esteban)



Hoy saltaba la noticia anecdótica de que Benedicto XVI, a sus 93 años y 141 días, se convertía en el Papa más longevo de la historia, superando en un día al segundo, León XIII. Pero Joseph Ratzinger no es Papa. En todo caso, es el hombre más longevo entre los que han sido Papas.

Podría haberlo sido. De haber sido diferente la historia, de haber tomado él mismo otra decisión, de no haberse sentido superado por la presión del cargo, efectivamente, Benedicto XVI sería el Papa más longevo de la historia.

Pero -disculpen que insistamos- Benedicto XVI no es el Papa. Renunció. Todos hemos visto el vídeo del momento, o podemos verlo. El Papa es Francisco, y de ninguna manera pueda haber dos Papas.

Sí, es cierto, sigue en el Vaticano, vestido de blanco, los propios cardenales le besan el anillo y el propio Francisco le llama “Santidad”. Como, por otra parte, se hace con los obispos o aun reyes eméritos, que conservan tratamientos y símbolos de su pasado cargo.

También es cierto que muchos han puesto sus esperanzas en teorías de la conspiración un poco cogidas por los pelos, sobre defectos formales en la redacción latina de su renuncia, sobre la posibilidad de un desdoblamiento del ministerio petrino. Es cierto que todo lo dicho en el párrafo anterior no contribuye mucho a aclarar el panorama, como que la furia renovadora de Francisco y su estilo campechano en el hablar -por no decir nada de su peculiar criterio en la elección de amistades- ha llevado a muchos a confundir deseos con realidades y caer en la trampa ‘benevacantista’.

Pero Benedicto ha tenido múltiples ocasiones de deshacer el malentendido, si lo hubiere, y en cambio ha insistido en lo obvio: que el único Papa es Francisco. Por otra parte, en la historia de la Iglesia se han dado situaciones aún más confusas en la determinación del Papa. Me viene ahora a la cabeza el cónclave de 1378 en el que los cardenales eligieron a Urbano VI en el convencimiento de que, de no hacerlo, el populacho romano que fuera de la sala entonaba “¡romano lo queremos o, al menos, italiano!” les descuartizaría. Pero Urbano VI es un Papa de la Iglesia, reconocido como tal. Y en este casi no ha habido un solo cardenal que haya disputado la condición de Francisco como Papa legítimo.

En Infovaticana, para qué negarlo, no nos distinguimos por un entusiasmo indescriptible sobre la renovación que quiere traer a la Iglesia el Santo Padre. Pero es el Santo Padre. Y, en cualquier caso, no nos correspondería a nosotros decidir lo contrario.
Carlos Esteban

Actualidad Comentada | La primera llaga de la Iglesia | 04.09.2020 | P. Santiago Martín FM



Duración 9:58 minutos

Diplomado en Introducción a la Sagrada Teología. Unicervantes y Ateneo San Elías. Invitación


Duración 3:48 minutos


El curso es de dos horas a la semana. Y está basado en la Teología de Santo Tomás de Aquino. Quien no pueda asistir on line en el momento en el que se imparten, puede luego, estudiarlos por su cuenta, pues están pregrabados.

Extra Ecclesiam nulla salus: ¿de qué manera es necesaria la Iglesia para la salvación? (Peter Kwasniewski)



Lo que sí está claro es que si alguien llega a saber que la Iglesia es necesaria para la salvación y no se hace católico no se puede salvar.

Ahora bien, ¿qué significa saber que la Iglesia es necesaria para la salvación? Los documentos de la Iglesia siempre dicen que si alguien lo sabe y no obra en consonancia no se salva. ¿Existen realmente personas así? Da la impresión de que quienes están interesados en salvarse -por ejemplo, anglicanos, ortodoxos y luteranos practicantes- tienen lo que consideran buenas razones para no convertirse; parece también que los que sí se convencen de que a la Iglesia Católica la fundó Cristo son precisamente los que se convierten, a no ser que mueran en un accidente, camino de la catequesis previa al bautismo.

Podrían darse raras excepciones. Simone Weil era una rara avis, una judía que creía plenamente en Jesucristo y en la Iglesia Católica, pero no se convirtió porque creía que si un judío se convierte traiciona al pueblo hebreo. Pero se diría que no es normal entender que A es necesario para B y luego no hacer A si se quiere B. Sería como dijera: «Dios quiere que vaya a tal isla; a la isla sólo puedo llegar en barco, luego… no tomo el barco». ¿Cómooo?

Sería difícil afirmar (como hace buena parte de la teología moderna) que quienes se preocupan poco o nada por salvar su alma inmortal obran motivados por un deseo implícito de salvarse. Eso sí, quienes quieren salvarse del pecado y heredar la vida eterna se puede decir que tienen un deseo implícito de Cristo y de su Iglesia. Lo malo es que si tomamos al pie de la letra lo que la Iglesia viene diciendo desde hace medio siglo, cuesta entender que una persona sincera cualquiera pueda ser excluida del Reino de los Cielos.

Entiéndase, no andamos a la busca de motivos para excluir a nadie –cuantos más se salven, ¡más será Dios glorificado!–; pero tampoco queremos despojar la cruz de Cristo de su eficacia salvífica ni a la Iglesia de la misión que Dios le encomendó. 

El extra Ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia no hay salvación) no se debe reducir a algo banal ni disolver en un tópico como «todo el que hace la voluntad de Dios en la medida en que alcanza a entender se salva». Sería convertir la Encarnación y la Pasión, no digamos el testimonio de los mártires y misioneros, en un ridículo error de mal gusto con el que se habrían excedido.

Otra forma de plantear la cuestión: ¿qué se entiende por que alguien obre «de buena fe» o «de mala fe»? Y otra manera más de plantearla: ¿en qué medida debe ser vago o específico el deseo implícito para que sirva de deseo de salvarse? ¿Es suficiente con desear en general ser feliz, pacífico y justo? ¿Es necesario creer -como dice en la Epístola a los Hebreos- que hay un Dios que premia a los buenos y castiga a los malos? Santo Tomás dice al parecer cosas diferentes en distintos pasajes en cuanto a la medida de fe explícita que es necesaria.

Veamos una comparación: decir que la Iglesia es necesaria para la salvación es como decir que para ir a la Luna hace falta una lanzadera espacial. No se puede ir a la Luna en barco, en avión o con una escalera; del mismo modo, tampoco se puede ir al Cielo con una religión falsa. La cuestión del conocimiento surge porque Dios está interesado en salvar a los hombres, pero no tiene mayor interés en llevarlos a la Luna. Si Dios quisiera llevar hombres a la Luna, en ese caso se podría decir que si uno sabe que para ir allí hace falta una lanzadera espacial y se niega a servirse de ella, no puede ir a la Luna.

Con todo, uno podría llegar a nuestro satélite subiendo por una escalera, siempre que apoyase su fe en una ignorancia invencible. Cuando decimos que para ir a la Luna se necesita una lanzadera espacial, nos referimos a los medios que el hombre tiene a su disposición; no hablamos del poder de Dios, que para llevar hombres a la Luna no necesita ninguna lanzadera. Y de la misma manera, Dios puede salvar a los hombres sin necesidad de que sean miembros visibles de la Iglesia, aunque en ese caso los medios que pone el hombre son esencialmente insuficientes, del mismo modo que una escalera no sirve para ir a la Luna.

Debe de ser bastante infrecuente que alguien posea un conocimiento explícito de que la Iglesia es necesaria para la salvación y aun así se niegue a incorporarse a ella. De todos modos -y esto ya es más frecuente- tiene una ignorancia culpable de ello.
Si, por lo tanto, se salva alguien que no esté integrado a la Iglesia por los medios ordinarios, debemos decir que se ha integrado por medios extraordinarios. Si sólo es posible salvarse estando en gracia de Dios, y si esa gracia se obtiene en la Iglesia y a través de ella, eso quiere decir que todos los salvados deben de pertenecer a la Iglesia.
Hay que distinguir entre estar unido a la Iglesia en sentido estricto y estar unido a ella de una cierta manera. Todos los que se salvan están unidos a la Iglesia de una manera determinada, dado que es imposible salvarse sin estar en gracia de Dios, la cual es un vínculo de unidad con el Espíritu Santo, y por lo tanto con la Iglesia. Pero no todos los que se salvan están unidos a la Iglesia en sentido estricto, ya que sólo quienes están plenamente unidos a ella en el fuero externo pertenecen en sentido estricto a la Iglesia. 

Esto último enseñan las encíclicas Mystici Corporis y Mortalium animos (los seguidores de la doctrina del P. Feeney* sostienen que ello no sólo basta pertenecer a la Iglesia en sentido estricto –en lo cual están bastante acertados–, sino que tampoco se salva nadie sin pertenecer en sentido estricto a la Iglesia). (*El P. Leonard Feeney tenía interpretación excesivamente estricta del extra Ecclesia nulla salus, y llegó a ser excomulgado por Pío XII, si bien se reconcilió con la Iglesia y fue absuelto años más tarde, permitiéndose esta interpretación estricta. —N. del T.)

Indudablemente es imprescindible estar unido de alguna manera a la Iglesia, del mismo modo que es necesario estar en gracia. Dado que la pertenencia a la Iglesia es ciertamente necesaria, y aun así los papas hablan de la posibilidad de la salvación para las almas que en sentido estricto no son miembros de la Iglesia por ignorancia invencible, hay muchos (como el P. William Most) que sostienen que el dogma extra Ecclesiam nulla salus significa la necesidad de pertenecer de algún modo a la Iglesia.

Ahora bien, entendida como el sentido primario del dogma, tal interpretación debe de ser incorrecta. Precisamente porque la Iglesia es necesaria para la salvación, no se puede salvar quien sabe –o está en condiciones de saber– que la Iglesia es necesaria y aun así se niega a integrarse a ella en el fuero externo y muere por tanto separado de ella. Si la necesidad de la Iglesia para la salvación no fuera otra cosa que la necesidad del estado de gracia, esta conclusión no se seguiría. Un protestante podría haberse bautizado de niño, alcanzando con ello el estado de gracia (pues la gracia santificante la comunica el bautismo); podría saber que la unión con la Iglesia Católica es necesaria pero (en la falsa hipótesis de la que hablamos) sólo en esta medida: que persevere en el estado de gracia. No podría condenarse por negarse a integrarse externamente a la Iglesia porque no se le ha expuesto ninguna razón por la que está obligado a hacerlo.

Dicho de otro modo: cuando la necesidad de la Iglesia para la salvación se entiende correctamente como necesidad de plena comunión con la Iglesia visible y jerárquica fundada por Cristo, toda persona que cobre conciencia de esta exigencia –implícita en los fundamentos mismos de la fe cristiana– tiene que hacerse católica en el fuero externo para salvarse. Por el contrario, si la necesidad se entendiera vagamente como necesidad de estar en gracia de Dios o de actuar impulsado por el Espíritu Santo, nunca existiría una razón vinculante para que un no católico se hiciera católico; todos los motivos serían meramente personales y provisionales (como «no creo que pueda perseverar en la gracia sin los sacramentos que da la Iglesia»). Desgraciadamente, eso es ni más ni menos lo que tienden a decir los ecumenistas hoy en día, si es que no van más allá y disuaden enérgicamente a la gente para que no se convierta.

Por fin estamos en situación de atar estos cabos. Como explicó el Santo Oficio en 1949, el dogma extra Ecclesiam nulla salus significa la necesidad de pertenecer en sentido estricto a la Iglesia –pero precisamente con necesidad de medio, no como un componente intrínsecamente necesario para alcanzar la gracia santificante (en pocas palabras, el motivo es que sería metafísicamente imposible para un alma entrar en el Cielo sin haberse santificado, pero no es metafísicamente imposible que Dios santifique a alguien que no es miembro de la Iglesia en sentido estricto [1]). De donde se desprende que quien sabe que la Iglesia es necesaria no se puede salvar si se niega a integrarse abiertamente a ella. Por eso, los partidarios de Feeney tienen razón en que la necesidad de pertenecer a la Iglesia es una necesidad de pertenecer a ella en sentido estricto, pero no la tienen cuando afirman que de dicha necesidad se desprende que no se salva nadie que no sea en sentido estricto miembro de la Iglesia.

Recapitulemos:

La pertenencia a la Iglesia es necesaria en sentido estricto como necesidad de medios (vida sacramental de la Iglesia, aceptación de su doctrina y disciplina, etc.). No se ha concedido al hombre otra manera de salvarse. Explicación: a la hora de administrar la gracia, Dios no está limitado por los sacramentos que ha instituido ni, en un sentido más amplio, ligado a ningún medio creado. Por consiguiente, Dios es capaz de hacer que un hombre se salve sin que esté en plena comunión con la Iglesia Católica, pero el hombre no es capaz de salvarse separado de dicha comunión. La única vía accesible al hombre para la salvación es la única que Cristo ha revelado y establecido para nuestro bien y para honra de Dios. Por eso, sería contrario a la voluntad de Dios, y hasta pecaminoso, no andar por la vía mencionada en la medida en que uno sabe o está en condiciones de saberlo [2].

La pertenencia a la Iglesia Católica es necesaria de una manera determinada como necesidad de fin (la unión con Dios mediante la gracia), sin la cual nadie se puede salvar en modo alguno, ni siquiera por el poder de Dios. Es decir, que todo el que se salve habrá vivido por la caridad y habrá sido guiado por el Espíritu de Dios a la tierra prometida. No hay manera de salvarse sin la gracia del Espíritu Santo, que es el núcleo central, el alma de la pertenencia a la Iglesia. La gracia es siempre la gracia de Cristo; siempre está vinculada a la Pasión y por tanto siempre está objetivamente relacionada con la Iglesia que es Cuerpo Místico de Cristo, que es donde uno se une a Dios. Por eso, está también objetivamente ligada al Santísimo Sacramento, ya que «si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su Sangre no tendréis vida en vosotros» (Jn.6,53).

Aunque nada que sea sobrenatural entra en la capacidad humana (por eso no se puede decir con verdad que un hombre se salva por sí mismo), Dios ha provisto al hombre de un medio para ocuparse en su salvación. Al ejercer su libre albedrío con la ayuda de la gracia actual que Dios nunca niega, el hombre puede dar todos los pasos necesarios para salvarse: puede buscar y obtener el bautismo y la catequesis, adherirse al Credo, rezar como le enseña la Iglesia y frecuentar los sacramentos. Todo ello requiere la asistencia de la gracia, y sin embargo ha sido ordenado por Dios de tal manera que el hombre puede cooperar con la gracia con sólo estar dispuesto a ello. Por ejemplo, yo siempre puedo querer ir a Misa los domingos, y si nadie me lo impide, puedo de hecho hacerlo. Se puede decir que nunca me falta libertad para hacer ese bien. En su gran misericordia, Dios lo ha dispuesto así para que la salvación esté al alcance de todo el que la desee.

Peter Kwasniewski

NOTAS:

[1] Hay ciertas cosas que, en sentido estricto, son imposibles para el hombre. El hombre no puede hacer nada para salvarse si prescinde de la única religión verdadera que ha instituido Dios por medio de su Hijo. Salvarse fuera de ella sería una contradicción en los términos. Con todo, eso no quiere decir que Dios no pueda en su misericordia salvar a un hombre que de hecho está apartado de la religión pero no se opone personal y obstinadamente a ella. En ese caso, la posibilidad recae enteramente en Dios y no en el hombre. «Lo que es imposible a los hombres es posible para Dios» (Lc.18,27).

[2] La disertación de Ludwig Ott sobre el deseo implícito concuerda con esta postura: «La necesidad de pertenecer a la Iglesia no es una mera necesidad de precepto, sino también una necesidad de medio, como lo demuestra la comparación de la Iglesia con el Arca, medio de salvación del Diluvio. No obstante, la necesidad de medio no es una necesidad absoluta, sino hipotética. En circunstancias especiales, a saber, en caso de ignorancia invencible o de incapacidad, la pertenencia de hecho a la Iglesia se puede suplir con el deseo de la misma. No es necesario que esté explícito, pero también se puede incluir en la disposición moral para cumplir fielmente la voluntad de Dios (deseo implícito). De este modo, pueden también alcanzar la salvación quienes estén fuera de la Iglesia Católica”. Fundamentals of Catholic Dogma, ed. James Bastible, trans. Patrick Lynch (Rockford, Il.: TAN Books and Publishers, 1974), p. 312.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

¿Por qué el Vaticano II no puede simplemente ser olvidado? (Peter Kwasniewski)



El Vaticano II debe ser recordado como un momento en el que la jerarquía de la Iglesia, en diversos grados, se rindió a la más sutil (y por lo tanto más peligrosa) forma de mundanidad ¿Por qué el Vaticano II no puede simplemente ser olvidado, sino que debe ser recordado con vergüenza y arrepentimiento?, un artículo de Peter Kwasniewski para LifeSiteNews

Traducido por Beatrice Atherton para Marchando Religión

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Ciertamente que hoy es un “signo de los tiempos” ver tantas discusiones sobre el Concilio Vaticano II, la mayoría de las cuales son mucho más realistas en la evaluación de sus posibles defectos de lo que ha sido el caso en décadas pasadas, cuando era obligatorio celebrar el Concilio como un verdadero Pentecostés o, en último término, como un momento de rectificar los problemas legados de cuatro siglos de catolicismo tridentino. Debemos agradecer al arzobispo Viganó por volver a encender una discusión que se podría caracterizar como “más vale tarde que nunca.”

Desafortunadamente, muchas de las respuestas publicadas al artículo de Viganó parecen estar motivadas por un deseo de “salvar el rostro eclesial.” George Weigel se refugia en benignas generalidades y en el culto al héroe Woltyla. Adam De Ville apela a la Volknología para descartar las críticas al Concilio como un “trauma escogido” que colapsa en el tiempo. El obispo Barron da respuestas con frases con gancho a sólidas preguntas. John Cavadini expresa simpatía por Viganó pero, después de catalogar todas las cosas maravillosas que él encuentra en el Concilio, simplemente se refugia en la afirmación de Benedicto XVI de que no fueron los documentos del Concilio los culpables, sino su aplicación o desarrollo unilateral por los teólogos postconciliares, sin reconocer que fueron estos mismos teólogos quienes habían redactado o influido en los documentos conciliares y sabían precisamente qué novedades y ambigüedades se habían albergado en ellos. 

En mi opinión, sólo Anthony Esolen y Hubert Windisch han mostrado haber captado hacia donde apuntaba Viganó: para Esolen, “el tiempo del Concilio en la historia ha pasado,” y necesita ser “destronado”, mientras que para Windisch, las raíces de la crisis se ven con claridad en el “replanteo” de la Iglesia frente al mundo, que fue la preocupación central de la pastoral estratégica del Concilio.

Uniéndose a la discusión más recientemente está el Padre Thomas G. Weinandy, o.f.m, capuchino, con un ensayo titulado: Vatican II and the Work of the Spirit” (Vaticano II y la Obra del Espíritu), y que lleva como subtítulo: “Lo suyo ha sido una gracia severa, pero también una gracia benéfica.” 

Para Weinandy, cuya posición de principio contra las desviaciones del Papa Francisco le valió tanto la enemistad del oficialismo como el gran respeto de los católicos preocupados por la crisis actual, el Vaticano II parece haber precipitado una crisis porque expuso males que estuvieron ocultos y latentes por mucho tiempo. Fue un mal necesario, como lacerar un forúnculo o cauterizar una herida. Escribe por ejemplo: “Es una ingenuidad pensar que tantos sacerdotes, previo al Concilio eran hombres de una fe profunda y que luego, de la noche a la mañana, después del Concilio, fueron corrompidos por el Concilio o por el espíritu del Concilio, y desecharon su fe y dejaron el sacerdocio.” El padre Weinandy también declara que el Vaticano II puso en movimiento muchos buenos procesos e iniciativas que están dando fruto hoy.

Al punto del padre Weinandy, que señala que los males que vemos después del Concilio estuvieron presentes antes del Concilio y que el Concilio simplemente los reveló, respondería:

1- Tenemos que distinguir entre tres grupos dentro de la Iglesia antes del Concilio. Estaban los corruptos, los confundidos y los honrados. ¿Cuál fue el efecto del Concilio en estos tres grupos? El punto del padre Weinandy apunta principalmente al corrupto: el Concilio los sacó a la luz. Sin embargo, él no aborda el efecto sobre los confundidos, que es darles a ellos la impresión de que el camino del corrupto era el legítimo. Tampoco aborda el efecto sobre los honrados, que fue reducir su capacidad para desafiar a los corruptos o influir sobre los confundidos. El punto del padre Weinandy puede sostenerse por un largo tiempo, es decir, que fue una gracia exponer este mal, pero esto es completamente compatible con decir que sacar todo este mal a la luz también lo aumentó.

2- No se debe sucumbir al subjetivismo sutil. Supongamos que había, por toda la Iglesia, sacerdotes corruptos teniendo pensamientos corruptos mientras celebraban la Misa; supongamos que su celebración de la Misa era subjetivamente mala, aunque exteriormente buena. Es, de hecho, algo mucho peor que celebraran sus Misas también mal exteriormente. Es decir, agregar la corrupción al ritual visible es de hecho la adición de un mal. Sería como si un montón de personas que interiormente anhelan ser asesinos en masa (juego de palabras. N. de traducción, misa y masa en inglés se dicen igual: mass) luego actuaran según sus antojos. La cantidad neta de mal no se mantiene igual solo porque las intenciones no han cambiado.

A la lista de los frutos positivos del Concilio del padre Weinandy, respondería:

(1) Parte de su lista es verdad, porque Dios siempre saca bien del mal. Esto incluye, por ejemplo, el hecho de que las órdenes religiosas en implosión dieran paso a otras nuevas y mejores.

(2) Parte de su lista es verdad, porque de hecho el Concilio no fue del todo malo. En este amplio contexto, espero que el pontificado de Juan Pablo II dé más frutos teológicos para la Iglesia que el mismo Concilio, pero el padre Weinandy tiene razón de que el Concilio fue una condición para su elección.

(3) Parte de su lista no es muy cierta, porque había muchos buenos frutos germinando en la Iglesia antes del Concilio, y el Concilio se hizo eco de ellos en lugar de aplastarlos. Este es un punto clave: si el padre Weinandy quiere decir que los males ya presentes, pero expuestos después del Concilio, no pueden ser atribuidos al Concilio, entonces tiene que decir lo mismo para lo bueno que siguió al Concilio. No todas las cosas buenas que sucedieron después del Concilio pueden ser atribuidas a éste. ¡Éste sería el mismo caso de la falacia post hoc, ergo propter hoc que a los anti-tradicionalistas les encanta lanzar a los tradicionalistas! Por ejemplo, el uso renovado de la Escritura en teología y la renovación de la patrística ya estaban en marcha antes del Concilio y pueden ser vistas fácilmente en el trabajo de muchos teólogos quienes, trasladados a la escena eclesiástica de hoy, sin duda se encontrarían más a gusto entre los tradicionalistas.

En pocas palabras, el padre Weinandy ha exagerado el caso para mantener al Concilio relevante para la vida diaria de la Iglesia.

No me subscribiría a la opinión de que el Concilio debiera ser “olvidado” como si nunca hubiera ocurrido.

No es así como funciona la historia. Más bien, debe ser recordado con vergüenza y arrepentimiento como un momento en el cual la jerarquía de la Iglesia, en diversos grados, se rindió a la más sutil (y por tanto más peligrosa) forma de mundanidad
Más aún, los errores contenidos en los documentos, así como también los muchos errores comúnmente atribuidos al Concilio o promovidos por éste, deben ser anotados en un syllabus y anatemizados por un futuro Papa o concilio, de modo que las materias controversivas puedan resolverse, como sabia y caritativamente lo han hecho los anteriores concilios con respecto a los errores de su tiempo.
Así como ha expuesto Viganó la complicidad con el mal del Vaticano y de muchos en la jerarquía en el caso de Theodore McCarrick, así también él ha encendido una luz brillante sobre los males doctrinales y litúrgicos que plagan la Iglesia a causa de las orientaciones, decisiones y textos del Concilio. A él se le debe tomar con seriedad. Ya no basta con señalar algunas cosas buenas que dijo el Vaticano II o algunas cosas buenas que han sucedido en el último medio siglo. Eso ya lo sabemos. Es también una gran tontería decir sobre este punto: “Tú sabes, la Iglesia no era perfecta antes del Concilio”, como si alguien afirmara que lo era.

La mayoría de los que ha “respondido” a Viganó, en diversos grados, pasa por alto la mayoría de las preguntas importantes. Es como si hubieran llegado muy tarde a una fiesta en la que la conversación en profundidad se ha mantenido desde hace mucho tiempo, en este caso, desde El Caballo de Troya en la Ciudad de Dios, de Dietrich von Hildebrand; Iota Unum de Romano Amerio; hasta Phoenix from the Ashes (Fenix desde las cenizas) de Henry Sire; Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita de Roberto de Mattei; e irrumpieran con observaciones que antes fueron retomadas y discutidas durante horas. Después de una incómoda pausa la conversación se retoma entre los participantes serios, mientras que los que la han interrumpido se alejan para tomar un cóctel sintiéndose satisfechos de haber “dejado en claro su punto.” ¡Ay!, pero eso estuvo fuera de lugar y no avanzó en nada la discusión, sino que meramente la interrumpió.
Lo que no se puede negar en cualquier evaluación objetiva es que entre 1962 y 1965, se llevó a cabo un “cambio de paradigma” en cuanto a la íntima relación de identidad, continuidad, tradición y cultura. Estas fueron disociadas de una manera que fue radicalmente no católica e inestable.
Sólo como para completar este artículo, me ha llamado la atención el artículo del padre Serafino M. Lanzetta Vatican II and the Calvary of the Church (Vaticano II y el Calvario de la Iglesia) (Catholic Family News, 3 de agosto). Altamente recomendable como una de las mejores intervenciones en este debate en ser publicada, un ejemplo del tipo de intervención, manejo matizado y de profundo pensamiento exigidos por la gravedad del asunto.

Peter Kwasniewski

*Nota de edición: La fotografía pertenece al artículo original publicado por LifeSiteNews. MarchandoReligion declina toda responsabilidad

Este artículo sobre el Vaticano II puede leerse en su sitio original en inglés aquí: 


jueves, 3 de septiembre de 2020

Monseñor Lefebvre fue un Confesor ejemplar de la Fe (Mons. Viganò)



Estimado Dr. Kokx:

He leído con vivo interés su artículo titulado "Preguntas para Viganò: Su Excelencia tiene razón en cuanto al Concilio pero,¿qué piensa que deberían hacer los católicos ahora?", publicado en Catholic Family News el pasado 22 de agosto (aquí). Por tratarse de cuestiones de grave importancia para los fieles, respondo gustoso a sus preguntas.

Me pregunta: «¿Qué significa para el arzobispo Viganò separarse de la Iglesia conciliar?» Le respondo igualmente con una pregunta: ¿Qué significa separarse de la Iglesia para los partidarios del Concilio? Aun siendo evidente que no es posible la menor comunión con quienes proponen las doctrinas adulteradas del manifiesto ideológico conciliar, es necesario precisar que el mero hecho de estar bautizado y pertenecer a la Iglesia de Cristo no supone adhesión a la camarilla del Concilio. Y esto también se aplica a los simples fieles y a los clérigos seculares y regulares que por diversas razones se consideran sinceramente católicos y reconocen a la Jerarquía.

Por el contrario, habría que aclarar la postura de cuantos, declarándose católicos, abrazan doctrinas heterodoxas que se han difundido en los últimos decenios, conscientes de que suponen una ruptura con el Magisterio anterior. En este caso, es lícito poner en duda la verdadera pertenencia de ellos a la Iglesia Católica, en la que todavía ejercen cargos que les confieren autoridad. Una autoridad ejercida ilícitamente cuando a lo que se aspira es a obligar a los fieles a aceptar la revolución que se ha impuesto después del Concilio.

Aclarado este punto, es evidente que no son los fieles tradicionalistas -o sea, los verdaderos católicos, según San Pío X- los que deben abandonar la Iglesia en la que tienen pleno derecho a seguir y de la cual sería una insensatez apartarse, sino los modernistas, que han usurpado el nombre de católicos precisamente porque es el único término burocrático que impide que se los equipare a cualquier secta herética. Esta pretensión suya les sirve para no terminar como los centenares de movimientos heréticos que a lo largo de los siglos se han creído capaces de reformar la Iglesia a su antojo, anteponiendo el orgullo a la humilde custodia de las enseñanzas recibidas de Nuestro Señor. Pero así como no es posible reivindicar la ciudadanía de una patria con la que no se comparte lengua, derecho, fe y tradición, también es imposible que quien no comparte la fe, la moral, la liturgia y la disciplina de la Iglesia Católica pueda arrogarse el derecho a permanecer en ella y ascender grados en la Jerarquía.

No cedamos, pues, a la tentación de abandonar –aunque con un justificada indignación– la Iglesia católica con el pretexto de que ha sido invadida por herejes y fornicarios; es a ellos a quienes hay que expulsar del recinto sagrado en una labor de purificación y penitencia que debe partir de cada uno de nosotros.

También es patente que hay numerosos casos en que los fieles se topan con graves problemas al frecuentar su parroquia, como también son muy escasos los templos en que se celebra la Santa Misa según el rito católico. Los horrores que se propagan desde hace décadas en muchas de nuestras parroquias y santuarios hacen también imposible asistir a una eucaristía sin sentirse incómodos y poner en peligro la propia fe. Así como también es muy difícil obtener para uno mismo y para sus hijos una formación católica, sacramentos celebrados dignamente y una formación espiritual sólida. En estos casos, los fieles laicos tienen el derecho y el deber de buscar sacerdotes, congregaciones e instituciones que sean fieles al Magisterio de siempre. Y que a la loable celebración del Rito Tradicional se añada una fiel adhesión a la doctrina y la moral sin hacer la menor concesión al Concilio.

La situación es, desde luego, demasiado compleja para los sacerdotes, que dependen jerárquicamente de su obispo o su superior, pero al mismo tiempo tienen el sacrosanto derecho de seguir siendo católicos y poder celebrar según el rito católico. Si por un lado los seglares tienen más libertad de acción para escoger a qué comunidad dirigirse para oír Misa, recibir los sacramentos y formarse, aunque con menos autonomía por tener que depender de todos modos de un sacerdote, por otro lado los sacerdotes tienen menos libertad de acción al estar incardinados en una diócesis o una orden y sometidos a la autoridad eclesiástica, pero tienen más autonomía por estar en situación de decidir legítimamente celebrar la Misa y administrar los sacramentos por el Rito Tridentino. 

El motu proprio Summorum pontificum recalcó que fieles y sacerdotes tienen el derecho inalienable -derecho que no se les puede negar- de servirse de la liturgia que expresa con más perfección nuestra Fe. Pero hoy en día ese derecho se debe aprovechar no sólo y no tanto para conservar el Rito extraordinario, sino para dar testimonio de adhesión al Depósito de la Fe que sólo encuentra plena correspondencia en el Rito Antiguo.

Todos los días me llegan sentidas cartas de sacerdotes que son marginados, transferidos a otra parroquia o condenados al ostracismo por su fidelidad a la Iglesia: la tentación de encontrar un punto de apoyo lejos del estrépito de los novadores es grande, pero debemos tomar ejemplo de las persecuciones que sufrieron muchos santos. Entre ellos San Atanasio, en el que tenemos un modelo de cómo hay que desempeñarse cuando se propaga la herejía y se desata la furia perseguidora. Como ha recordado muchas veces mi venerado hermano en el episcopado monseñor Athanasius Schneider, el arrianismo que afligió a la Iglesia en tiempos del santo doctor de Alejandría de Egipto estaban tan difundido entre los obispos que cualquiera hubiera creído que la Iglesia Católica iba a desaparecer del todo. Pero gracias a la fidelidad y al testimonio heroico de los pocos prelados que se mantuvieron fieles, la Iglesia supo remontarse. Sin aquel testimonio, el arrianismo no habría sido derrotado. Y sin nuestro testimonio actual, no será derrotado el modernismo y la apostasía globalista del presente pontificado.

Por tanto, no es cuestión de trabajar dentro o fuera; los viñadores son llamados a trabajar en la viña del Señor, y deben permanecer en ella aunque les cueste la vida. Los pastores son llamados a apacentar la grey del Señor, mantener alejados a los lobos rapaces y ahuyentar a los mercenarios que no se preocupan de salvar a las ovejas y los corderos.

Esta labor en muchos casos silenciosa y oculta la viene realizando la Fraternidad San Pío X, a la que hay que reconocer el mérito de no haber permitido que se apague la llama de la Tradición en un momento en el que celebrar la Misa antigua se consideraba subversivo y motivo de excomunión. Sus sacerdotes han constituido una saludable espina en el costado del Cuerpo de la Iglesia, considerados un inaceptable ejemplo para los fieles, un constante reproche para la traición cometida contra el pueblo de Dios, una opción inadmisible al nuevo rumbo trazado por el Concilio. Y si su fidelidad hizo inevitable la desobediencia al Papa al realizar las consagraciones episcopales, gracias a ellas la Fraternidad se libró de los furiosos ataques de los novadores y ha hecho posible con su existencia que se manifiesten las contradicciones y errores de la secta conciliar, siempre amistosa hacia los herejes e idólatras e implacablemente rígida e intolerante con la Verdad católica.

Considero a monseñor Lefevbre un confesor ejemplar de la Fe, y creo que ya es palmario hasta qué punto su denuncia del Concilio y de la apostasía modernista está fundada y tiene mucha vigencia. No olvidemos que la persecución que sufrió monseñor Lefebvre por parte de la Santa Sede y los obispos de todo el mundo ha servido ante todo de elemento disuasorio para los católicos refractarios a la revolución conciliar.

Concuerdo asimismo con todo lo que señaló S.E. Bernard Tissier de Mallerais sobre la presencia simultánea de dos entidades en Roma: la Iglesia de Cristo está ocupada y eclipsada por la camarilla modernista conciliar que se ha impuesto en la propia jerarqqqquía y se vale de la autoridad de sus ministros para prevalecer en la Esposa de Cristo y madre nuestra.

La Iglesia de Cristo -que no sólo subsiste en la Iglesia Católica, sino que es exclusivamente la Iglesia Católica- está simplemente ensombrecida, eclipsada por una iglesia extraña y extravagante que se ha instalado en Roma, conforme a la visión que tuvo la beata Ana Catalina Emmerick. Convive, como la cizaña, en la Curia Romana, en las diócesis y en las parroquias. No podemos juzgar las intenciones de nuestros pastores ni dar por sentado que todos se han corrompido en la fe y la moral; por el contrario, podemos esperar que muchos de ellos, hasta ahora intimidados y silenciados, se den cuenta conforme avanzan la confusión y la apostasía del engaño de que han sido objeto y terminen por despertar de su letargo. Innumerables laicos están alzando la voz; otros habrán de seguirles necesariamente, junto a buenos sacerdotes, sin duda presentes en cada diócesis. Este despertar de la Iglesia militante -me atrevería a llamarlo resurrección- es necesario, improrrogable e inevitable; ningún hijo tolera que su madre sea objeto de ofensa por parte de los sirvientes, ni que el padre sufra la tiranía de de los administradores de sus bienes. En esta dolorosa situación, el Señor nos ofrece la oportunidad de ser sus aliados y combatir bajo su bandera en esta santa batalla. El Rey vencedor de los errores y de la muerte nos brinda la oportunidad de compartir el honor de la victoria y el premio eterno que ésta comporta, tras haber padecido con él.

Pero para hacernos acreedores a la gloria del Cielo estamos llamados a redescubrir –en una época afeminada y desprovista de valores como el honor, la fidelidad a la palabra empeñada y el heroísmo un aspecto fundamental para todo bautizado– que la vida cristiana es una milicia, y que por el Sacramento de la Confirmación estamos llamados a ser soldados de Cristo, bajo cuya enseña debemos combatir. 

Cierto es que en la mayor parte de los casos se trata de un combate esencialmente espiritual. Pero a lo largo de la historia hemos visto con cuánta frecuencia, ante las violaciones de los derechos fundamentales de Dios y de la libertad de la Iglesia se ha hecho necesario empuñar la armas. Nos lo enseña la denodada resistencia a la invasión islámica en Lepanto y a las puertas de Viena, la persecución de los cristeros en México y de los católicos en España, y todavía en nuestros días la cruel guerra que se libra contra los cristianos por todo el mundo

Hoy estamos más que nunca en situación de comprender el odio teológico de los enemigos de Dios inspirados por Satanás, los ataques a todo lo que recuerde  la Cruz de Cristo: la Virtud, el Bien, la belleza, la pureza… Todo ello debe espolearnos para levantarnos en un arranque de sano orgullo para reivindicar nuestro derecho no sólo a no ser perseguidos por enemigos externos, sino también y sobre todo a tener pastores firmes y valerosos, santos y temerosos de Dios, que hagan ni menos lo que hicieron durante siglos sus predecesores: predicar el Evangelio de Cristo, convertir a los hombres y las naciones y propagar por todo el mundo el Reino del Dios vivo y verdadero.

Todos estamos llamados a realizar un gesto de fortaleza –virtud cardinal olvidada, que no por casualidad exige fuerza viril, ἀνδρεία: saber hacer frente a los modernistas; resistencia que hunde sus raíces en la caridad y la verdad, atributos de Dios.

Si sólo celebráis la Misa Tridentina y predicáis la sana doctrina sin mencionar el Concilio, ¿qué os podrán hacer? ¿Echaros tal vez de vuestras iglesias? Y después, ¿qué? Nadie os podrá impedir celebrar la renovación del Santo Sacrificio sobre un altar improvisado o en una buhardilla, como hacían los sacerdotes refractarios durante la Revolución Francesa y hacen todavía en China. Y si intentan apartaros, resistid; el Derecho Canónico garantiza el gobierno de la Iglesia en la prosecución de sus fines principales, no para demolerla. Dejemos de temer que la culpa del cisma es de quien lo denuncia y no de quien lo lleva a efecto; ¡cismáticos y herejes son los que hieren y crucifican el Cuerpo Místico de Cristo, no quienes lo defienden denunciando a los verdugos!

Los laicos pueden exigir a sus pastores que se comporten como tales, prefiriendo a los que demuestren no estar contaminados con los errores actuales. Si una Misa se vuelve un tormento para los fieles y éstos se ven obligados a asistir a sacrilegios, soportar herejías o desvaríos impropios de la Casa del Señor, es mil veces preferible ir a una iglesia en la que el sacerdote celebre dignamente el Santo Sacrificio, según el rito que nos ha transmitido la Tradición, y predique conforme a la sana doctrina. 

Cuando obispos y párrocos se den cuenta de que el pueblo cristiano quiere el pan de la Fe en vez de las piedras y escorpiones de la neoiglesia, dejarán de lado sus temores y atenderán a las legitimas peticiones de los fieles. Los otros, auténticos mercenarios, demostrarán lo que son y sólo serán capaces de congregar en torno suyo a quienes comparten sus errores y perversiones. Se extinguirán por sí solos; el Señor seca el pantano y volverá árida la tierra sobre la que crecen los espinos, y acaba con las vocaciones en los seminarios corruptos y los conventos rebeldes a la regla.

Los fieles laicos tienen un deber sagrado hoy en día: consolar a los sacerdotes y obispos buenos apiñándose en torno a ellos como las ovejas a su pastor. Alojarlos, ayudarlos y consolarlos en sus tribulaciones. Que creen comunidades en las que no predominen las murmuraciones y divisiones, sino la Caridad fraterna en el vínculo de la Fe. Y como en el orden establecido por Dios –κόσμος– los súbditos deben obediencia a la autoridad y no pueden hacer otra cosa que resistirla cuando ésta abusa de su poder, no incurrirán en culpa alguna por la infidelidad de sus jefes, sobre los cuales pesa en cambio una gravísima responsabilidad por la manera en que ejercen el poder vicario que se les ha conferido. No debemos complacernos de los errores de nuestros pastores, sino rezar por ellos y amonestarlos respetuosamente. No se debe poner en tela de juicio su autoridad, sino el uso que hacen de ella.

Tengo la certeza -y es una certeza que me nace de la Fe- de que el Señor no dejará de premiar nuestra fidelidad después de habernos castigado por las culpas de los eclesiásticos, dándonos sacerdotes, obispos y cardenales santos, y sobre todo un papa santo

Esos santos saldrán de nuestras familias, comunidades e iglesias, en las que se debe cultivar la Gracia de Dios con la oración constante, con la frecuencia de los Sacramentos, y ofreciendo sacrificios y penitencias que la Comunión de los Santos nos permite ofrecer a la Divina Majestad en expiación por nuestros pecados y los de nuestros hermanos, incluidos los que ejercen autoridad. 

En esto los seglares tienen una misión importante que cumplir: custodiar la fe en el seno de su familia, para que los jóvenes que sean educados en el amor y el temor del Señor puedan un día ser padres responsables, y también ministros del Señor, sus heraldos en las órdenes religiosas de ambos sexos, apóstoles suyos en la sociedad civil.

El remedio contra la rebeldía es la obediencia. 
El remedio contra la herejía es la fidelidad a las enseñanzas de la Tradición. 
El remedio contra el cisma es la devoción filial a los sagrados pastores. 
El remedio contra la apostasía es el amor a Dios y a su santísima Madre. 
El remedio contra el vicio es la práctica humilde de la virtud. El remedio contra la corrupción de las costumbres es vivir constantemente en presencia de Dios. 

Pero la obediencia no puede pervertirse convirtiéndose en un estúpido servilismo, ni el respeto a la autoridad puede pervertirse volviéndose lisonja. Y no olvidemos que si los laicos tienen la obligación de obedecer a sus pastores, más grave aún es el deber que éstos tienen de obedecer a Dios, usque ad efussionem sanguinis, hasta derramar la sangre.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

1º de septiembre de 2020

(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)

miércoles, 2 de septiembre de 2020

¿Qué está mal en el Personalismo y en la ‘Teología del Cuerpo’?



Una entrevista a Don Pietro Leone, por el Hermano André Marie, M.I.C.M. Catholicism.Org
Me gustaría agradecer a New Catholic por publicar el análisis de Personalismo y Teología del Cuerpo. Mis agradecimientos van también al Hermano André Marie por su autorización, así como por brindar la ocasión de ofrecer a los lectores una síntesis más estructurada de los dos sistemas. Hago llegar mi bendición sacerdotal a todos los lectores, deseándoles todas las gracias y la felicidad en el Señor.
Don Pietro Leone

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13 de mayo del 2020

Fue un gran agrado entrevistar al estimado sacerdote y teólogo Don Pietro Leone sobre el Personalismo y la “Teología del Cuerpo” (TDC). La entrevista se desarrolló vía e-mail y fue gentilmente facilitada por la editorial en inglés Loreto Publications.

Me interesé en entrevistar a Don Pietro leyendo su sensacional libro, The Family under Attack [La Familia Atacada], que él menciona en la entrevista.

Que tanto el Personalismo del Papa Juan Pablo II, como su TDC están completamente abiertos a la crítica y a la impugnación como construcciones filosóficas y teológicas no infalibles, es algo que está fuera de toda discusión.

Sin embargo, el hecho es que algunos pueden escandalizarse por tales críticas que, como señala Don Pietro, se formulan “únicamente a la luz de la Fe y de la Razón: a la luz de la Verdad, sobrenatural y natural”. La teología personal y hasta el “auténtico Magisterio” están, sin duda, sujetos a esa crítica; en tanto que la crítica se realice según la Tradición y la analogía de la Fe, estas obras per se no infalibles están tan abiertas a la crítica como el pensamiento de cualquier otro teólogo o filósofo. Aquellos que se sientan confundidos, están invitados a leer Amoris Lætitia y el ‘Magisterio Auténtico’. *

Aparte de su libro, al que ya me he referido, mi Reverendo interlocutor menciona también en sus réplicas un ensayo en cinco partes, publicado por Rorate Cæli. Ver más abajo, los links a las siguientes partes:

1. SEXUALIDAD A LOS OJOS DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO: https://rorate-caeli.blogspot.com/2017/03/the-church-and-asmodeus-part-1.html

2. RECIENTE DOCTRINA MARITAL DE LA IGLESIA, HASTA EL PAPA FRANCISCO: 1. ‘AMOR’: https://rorate-caeli.blogspot.com/2017/03/the-church-and-asmodeus-part-2.html

3. RECIENTE DOCTRINA MARITAL DE LA IGLESIA, HASTA EL PAPA FRANCISCO: 2. PECADO MORTAL Y SAGRADA COMUNIÓN: https://rorate-caeli.blogspot.com/2017/03/the-church-and-asmodeus-part-3-and.html


5. CONCLUSIÓN

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¿Qué está mal en el Personalismo y en la ‘Teología del Cuerpo’? Una entrevista a Don Pietro Leone, por el Hermano André Marie, M.I.C.M.

- En su libro, usted escribe con pesar del “personalismo”. Al parecer hay numerosos personalismos– como  sistemas diferentes, pero relacionados- en la filosofía moderna. ¿Cómo definiría al personalismo que usted critica? ¿Cuáles son sus características más destacadas?

El término ‘personalismo’ es usado en las teorías éticas que acuerdan preeminencia a la persona en un cierto campo. Podemos distinguir dos tipos principales de personalismo: uno político y uno personal. El primero es la teoría de que el bien personal adquiere prioridad sobre el bien común; el otro es una teoría que podemos expresar con las palabras del Papa Juan Pablo II en su libro ‘Amor y Responsabilidad’ como la teoría de que un ser humano es ‘una persona y no una cosa’, un bien que sólo con amor puede ser adecuadamente tratado.

Este segundo tipo de personalismo, que es el que estaremos considerando, ha sido sostenido por diferentes filósofos modernos tales como Max Scheler, Emmanuel Mounier, Dietrich von Hildebrand y, por supuesto, por el Papa Juan Pablo II. Podemos aproximarnos al personalismo del entonces Papa, por vía de Max Scheler, por quien estuvo muy influido.

El Personalismo de Max Scheler

Además de las tesis éticas previamente mencionadas, hay otras cuatro características centrales del personalismo de Scheler que será bueno señalar:

- El amor es el principio formal del personalismo, que determina a éste como un sistema ético. En síntesis, se trata de una ética del amor.

- El amor en cuestión es amor como experiencia: en efecto, es el amor de los sentidos. Esto significa que su ética es fenomenológica: concierne a la experiencia, cómo son experimentadas las cosas, cómo aparecen.

- El amor, según él, también desempeña un rol epistemológico, revelando la esencia y el ‘valor’ de una persona.

- Finalmente, el amor desempeña un rol adicional, el metafísico, determinando a la persona en cuanto tal.

En síntesis, podemos entender su personalismo en los términos más generales como una ética del amor; es decir, del amor de los sentidos, que tiene, a la vez, un aspecto epistemológico, al revelar el valor de la persona, así como un aspecto activo, al determinar el yo.

Procedemos a criticar estas cuatro características de su personalismo, una a una.

El amor es el principio formal de su filosofía y, en cuanto tal, es su punto de partida: la filosofía de Scheler procede del sujeto, es decir, de la experiencia del amor, que supuestamente revela verdades acerca de las personas. Aquí, el personalismo traiciona su descendencia del padre de la moderna filosofía subjetivista, o sea, Descartes. La filosofía de este último también procede del sujeto, para ser precisos, del sujeto en su acto de pensar, del cogito: ‘Pienso, luego soy’.

El problema con el subjetivismo es que ignora o menosprecia la realidad objetiva, que es el ‘Ser’, como se le conoce técnicamente. La filosofía del Ser, en contraste, procede, pues es su punto de partida, del Ser.

El amor de los sentidos

Al identificar al amor con el amor experiencial, ignora el otro tipo principal de amor que, esencialmente, no es experiencial en absoluto; es decir, el amor como virtud (por ejemplo, el amor de la voluntad que se orienta al Bien objetivo). Y, sin embargo, es esta última forma de amor, con la cual toda seria ética del amor se preocupa: es esta forma de amor la que, cuando es elevada por la gracia para hacerse el amor sobrenatural de la Caridad, es el amor que Dios nos ordena y que es el único que será juzgado en el último día.

El amor en su aspecto epistemológico

Toma el amor de los sentidos como un principio epistemológico; en otras palabras, como una guía para conocer a la persona. Y, sin embargo, tal amor no es una guía apropiada para el conocimiento, pues El amor experiencial es difuso, en el sentido de que no revela con claridad su objeto– ese ‘valor’ de que nos habla Scheler. De hecho, no revela su naturaleza, ni su fuente: ¿la fuente de este valor o bondad que yo veo en la otra persona, reside en ella o, de hecho, sólo en mí mismo y en que sólo estoy ‘proyectando’ en ella, algo mío?

La facultad humana de conocer no es el amor de los sentidos, ni el de la voluntad, sino más bien el intelecto. Proclamar que el amor revela la naturaleza de una persona es, de hecho, dar al amor prioridad sobre el conocimiento. Pero lo contrario es, de hecho, cierto: debo conocer algo o a alguien, antes de amarle.

El amor, en su aspecto activo

Sostiene que la persona se determina a sí misma, como una persona, mediante el amor. Percibe a la persona, no como una sustancia, sino como un principio activo; no como un ser, sino como devenir. Pero esta teoría es contraria a la realidad, al prescindir de la sustancia y del Ser.

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El primer problema que criticamos en el personalismo de Scheler fue su subjetivismo. En la práctica, el subjetivismo es un problema esencial, sobreponiéndose a todos los demás. Los otros tres que hemos criticado son todos subjetivistas en sus fundamentos: es subjetivista preferir al amor como una experiencia al amor orientado al Bien objetivo, dar al amor prioridad por sobre el conocimiento, prescindir de la sustancia y del ser.

La Filosofía del Ser, en cambio, procede de la realidad objetiva, presenta una visión coherente y precisa de lo que es esa realidad y en este nuestro presente campo de interés, de lo que es la persona, su valor y lo que es el amor.

El Personalismo del Papa Juan Pablo II

El Papa está preocupado por dar al personalismo un fundamento en la fe y en Santo Tomás. A diferencia de Scheler, el Papa distingue entre el amor de los sentidos del ‘verdadero amor’ que somete nuestros sentidos al verdadero bien o valor de la otra persona percibido como un don de sí mismo. Se refiere aquí, por supuesto, al amor de la voluntad, la expresión definitiva que encuentra en el amor de Cristo, Quien se dio a Sí mismo, por nosotros, en la Cruz y nos anima a imitar este amor en el amor a nuestros hermanos. Además, acepta la definición tomista de persona como la ‘sustancia individual de naturaleza racional’.

Y, sin embargo, es innegable que el amor experiencial desempeña un rol importante en el personalismo del Papa, más notablemente en toda su visión del amor y unión marital. Sin duda, en el amor experiencial explícitamente se distancia del tomismo, declarando que Santo Tomás no habla de las ‘experiencias vividas por la persona’.

También debería decirse que el Papa típicamente no define en absoluto el amor en su larguísima encíclica Familiaris consortio, que se ocupa principalmente del amor. Sólo lo describe y eso, en términos de auto donación o, para ser más preciso, como la ‘auto donación total”. Cuando, en consecuencia, él habla de ‘amor’ en general y en el contexto del matrimonio en particular, es lógico concluir que típicamente entiende el amor en su sentido normal, vale decir, como amor experiencial, amor de los sentidos. No obstante, en cualquier caso, él entiende el amor, o sea, como lo entenderá el lector promedio, de manera que, en efecto, su doctrina del amor se remonta finalmente a una doctrina del amor experiencial.

Si el Papa no integra bien las doctrinas personalista y tomista en materia de amor, tampoco integra bien sus doctrinas sobre la persona. Frecuentemente habla del rol creativo del amor por la persona (tanto por uno mismo como por el otro), pero no explica qué quiere decir con este rol creativo: ¿es moral o metafísico? ¿Quiere decir, en otras palabras, que amando me hago persona, en el sentido moral, como una buena persona? ¿O quiere decir que, amando, me hago una persona, en el sentido metafísico, como una persona tout court [a secas]? No se nos da ninguna explicación.

Por consiguiente, se asume que entiende el concepto en su significado más obvio: el último, el sentido personalista, que ya hemos examinado previamente. Lo mismo es cierto para otros conceptos importantes para él, tales como el valor y la libertad. Éstos no están definidos y, por lo tanto, se asume que los entiende en su sentido más obvio: ‘valor’, entendido como el valor que atribuyo a las cosas; la ‘libertad’, como la libertad de hacer lo que quiero. Un sentido personalista, subjetivista, en ambos casos.

Vemos, en conclusión, que el Papa Juan Pablo II, aunque propenso a dar una base metafísica católica a su personalismo, en la práctica no lo consigue. La causa probablemente se encuentre en su visión personalista subyacente de la realidad.

En el análisis final, entonces, su personalismo difiere del de Scheler, como lo hemos delineado ya: aparte del postulado básico del personalismo (que un ser humano es una persona que debe ser tratada con amor y no una cosa); típicamente, el Papa

a) toma al amor como un punto de partida filosófico;
b) entiende el amor (al menos el marital) como un amor de los sentidos;
c) sostiene que el amor revela el valor de una persona y
d) sostiene que el amor hace de una persona, una persona.

En efecto, discrepa de Scheler esencialmente al sostener esta cuádruple posición, no explícita, sino implícitamente.

En la medida en que comparte el personalismo de Scheler, también cae víctima del error esencial de ese sistema que es el subjetivismo.

Este fue, sin duda, el error por el cual fue criticado por el maestro de su tesis doctoral, en Roma, probablemente el mayor teólogo tomista del siglo XX, el Padre Reginald Garrigou-Lagrange, OP.


- ¿Tiene el personalismo algún primer principio? Si es así, ¿cuál es? Consideraría como primer principio el ético mencionado más arriba: que el ser humano es una persona y no una cosa que debe ser tratado con amor. ¿Hay algo que el personalismo haga bien?

Claramente este primer principio es correcto, aunque es importante especificar de qué forma de amor estamos hablando. De hecho, la forma de amor relevante en este asunto es el último que mencioné antes, literalmente la virtud del amor, el amor de la voluntad: buscar el bien del otro, tener una actitud de buena voluntad hacia toda la especie humana.

- ¿Cómo contrastaría el personalismo con la antropología aristotélico-escolástica de Santo Tomás?

La antropología aristotélico-escolástica es parte de la Filosofía del Ser y, en cuanto tal, es de carácter objetivo. Percibe al hombre a la luz de su naturaleza, que es la naturaleza humana y de su fin último; del mismo modo, percibe su amor a la luz de esa misma naturaleza humana y a la luz del fin último del amor en cuestión. Por tanto, contrastaría esta antropología con la personalista diciendo que la anterior es objetiva y ésta, subjetiva.

- ¿También el personalismo tiene un contraste con la primitiva antropología platónico-patrística de los Padres? ¿y cómo?

A primera vista, el personalismo tiene más en común con esta temprana tradición que con la aristotélico-tomista, puesto que tanto para Platón como para San Agustín (el Padre de la Iglesia más influido por Platón), el amor y el corazón asumen una posición de gran prominencia. Recordamos la doctrina platónica del eros y la famosa frase de San Agustín: ‘Ama y haz lo que quieras’, Dilige et quod vis fac.

No obstante, cualquier similitud que pudiese haber entre el personalismo y su tradición están menos marcados que sus respectivas divergencias. Para Platón, así como para San Agustín, el amor está arraigado en la realidad objetiva. Para Platón, el amor (eros) es de dos tipos: el amor de los sentidos (el amor experiencial) y el amor a la Verdad. Su descripción, en el Simposio, del ascenso del alma hacia Dios, traza la transformación del amor inferior en el amor superior. En términos más generales, no está principalmente interesado en el sentir, sino en el querer (que es la razón por la cual el ascenso es también percibido como un proceso ascético) y en la Verdad (razón por la que llama el ascenso, una ‘dialéctica’). Para San Agustín, el corazón tiene su propia ley y lleva grabado, indeleblemente, sobre sí, las ‘Leyes del Bien’.

También vemos que tanto Platón como San Agustín se interesan, por sobre todo, en la transformación del amor terrenal en el amor a Dios: en el desapego de todo lo que es bueno y hermoso de este mundo, sean personas o cosas, para adherirse a la esencia inmutable y eterna de toda la bondad y belleza que es Dios. Con Platón, esta visión está relacionada con su primer principio metafísico de las ‘Ideas’, con San Agustín se relaciona con su profunda fe y santidad.
Por supuesto, el Papa Juan Pablo II, como católico, Papa y hombre de Dios, comparte esta visión, pero estamos hablando aquí de él como un personalista y el personalismo está preocupado, en primera instancia, de la ética interpersonal.
- El Papa Juan Pablo II y otros filósofos personalistas se vieron profundamente afectados por los totalitarismos rivales del siglo XX, principalmente el nazismo y el comunismo soviético. ¿Piensa usted que su filosofía personalista fue, de alguna manera, una sobrerreacción a la naturaleza brutalmente despersonalizadora de estas ideologías ateas y estatistas?

Esto es correcto con toda seguridad. El comunismo marxista, por supuesto, no ve al ser humano como persona, sino como un ‘individuo’ carente de valor en sí y los regímenes totalitarios en general ven al hombre como un objeto. El personalista Dietrich von Hildebrand estaba entre los más conspicuos opositores a Hitler y el Papa Juan Pablo II sufrió bajo el comunismo soviético. El trasfondo totalitario del siglo pasado era y es una invitación para que todos meditemos seriamente sobre el amor y la dignidad humana, como sin duda lo es el totalitarismo que estamos presenciando en la China de hoy y en la Unión Europea, conducida por los masones, con su visión del hombre como un objeto y su promoción de la impureza y la carnicería de los nonatos a escala masiva.

Sin embargo, no es necesario elaborar ninguna nueva teoría filosófica para entender tales cosas. La fe, junto con la teología, la patrística y la filosofía perenne, nos proporcionan la más profunda comprensión que hay del hombre, su dignidad y su amor.

- Respecto de la llamada Teología del Cuerpo (TDC), ¿fluye lógicamente del personalismo y cómo fluye?

Podríamos notar, en primer lugar, dónde se encuentran los escritos del Papa sobre el personalismo y la TDC. El primero puede ser encontrado particularmente en sus publicaciones previas a su elección al papado (por ejemplo, en ‘La Persona en Acción’ y en ‘Persona y Responsabilidad’) y esta última en sus discursos del Ángelus, de 1979 a 1984, aunque ambas doctrinas caracterizan generalmente su Magisterio auténtico, así como en el Nuevo Catecismo.

Teología del Cuerpo es el nombre dado al sistema de ética sexual del Papa. Su ética sexual debe ser vista como parte de su ética marital que, a su vez, es parte de su ética personal, que es el ‘personalismo’. Vemos entonces que la Teología del Cuerpo y la ética marital, en la que está situada, son sistemas personalistas de pensamiento.

Como los sistemas personalistas de pensamiento, la ética sexual y marital del papa tienen al amor como su principio formal. En otras palabras, el amor sexual es lo que determina su ética sexual y el amor marital es lo que determina su ética marital. En Familiaris Consortio (Nº 11), describe estas dos formas de amor, respectivamente, (junto con su relación de una con la otra) como: ‘una auto donación corporal completa, la señal y fruto de una auto donación personal completa’.

- ¿Qué características de la TDC están más en contraste con la tradición católica, filosófica y teológica?

Permítame presentar diez de esas características. Para más características y detalles, refiero al lector a mi libro ‘Family under Attack’ [La Familia Atacada] y el ensayo posterior ‘The Church and Asmodeus’ [La Iglesia y Asmodeo], en el sitio ‘Rorate Caeli’.

* La primera característica de la TDC (y del sistema marital al que pertenece), que contrasta con la Tradición Católica que hace del amor su principio formal: enseña que el amor determina la ética. La Tradición supone, por el contrario, que es la ética la que determina el amor. La realidad objetiva de la naturaleza y la sexualidad humanas, con sus finalidades como están expresadas en la Ley Natural determinan la forma cómo el hombre debería amar. Esto se expresa en términos escolásticos, diciendo que el conocimiento es lógicamente previo al amor: el conocimiento de la realidad objetiva, de la Verdad, nos indica qué amar y cómo amarlo.

* Un segundo rasgo de la TDC (y su ética marital) que contrasta con la Tradición es que trata característicamente al amor de los cónyuges en solitario, con exclusión del amor que existe entre padres e hijos.

* Otro problema es el del (los) fin(es) del matrimonio. Dado que la ética sexual y marital del Papa son una ética del amor, el amor entre los cónyuges se convierte en la única finalidad del matrimonio y la sexualidad. Sin embargo, esto excluye la finalidad para la cual el matrimonio y la sexualidad han sido orientados por el Creador, léase la procreación. En términos escolásticos, el finis operandi (la meta del que trabaja) desaloja o al menos oscurece el finis operis (el propósito de la obra). Para ser consecuente, el Papa describió el acto conyugal como esencialmente un acto del amor, ‘con la posibilidad… de la procreación’ (Persona y Comunidad, capítulo 19). De esta forma, la TDC entra en conflicto con la doctrina de la Iglesia respecto del orden de los fines del matrimonio. Esta enseñanza sostiene que el fin primero del matrimonio es la procreación (y educación) de los hijos y que el segundo es el amor entre los cónyuges. El Papa Pío XII definió la doctrina tradicional y condenó explícitamente la inversión de los fines del matrimonio, tanto en De Finibus Matrimonii, de 1944, como en el ‘Discurso a las Matronas’, de 1951. En la primera, rechaza la teoría de que ‘el mutuo amor y la unión de los esposos deberían ser desarrollados y perfeccionados por la auto entrega corporal y espiritual’, en el segundo, agrega que ‘tales ideas y actitudes contradicen clara, profunda y seriamente el pensamiento cristiano’. La visión condenada por el Papa Pío XII, así como tantas posturas heterodoxas, posteriormente fueron contrabandeadas en el Magisterio, de modo oblicuo, mediante el Concilio Vaticano II. Después entró en el Código de Derecho Canónico, en el Nuevo Catecismo y en varias encíclicas, encontrando su forma más burda, a la fecha, en Amoris Lætitia. Esta visión ha sido promovida y popularizada ampliamente por la TDC.
Si el amor entre los esposos es considerado el único fin del matrimonio y de la sexualidad y se ignora el fin procreativo, entonces ambos cónyuges deben ser puestos al mismo nivel, en pie de igualdad, en el matrimonio. Vemos que el Papa mantiene esta posición, por ejemplo, en Familiaris Consortio. Esto contradice la perenne doctrina de la Iglesia, de que el marido es la cabeza de su mujer y de la familia.

Otra característica de la TDC (y del sistema marital al que pertenece), que se opone a la tradición católica es el tipo de amor que es; es decir, el amor personalista de la ‘auto donación total’. La Tradición católica no ve el amor marital y sexual de ese modo. Por el contrario, ve al amor marital como un amor de la voluntad, más particularmente como un amor de amistad y de compañía, que implica la mutua asistencia al punto del sacrificio personal que característica pero no esencialmente abarca el amor sexual. La Tradición católica ve este último amor como un amor de los sentidos, desordenado por el Pecado Original, que, en consecuencia, debe ser moderado por, y en cuanto sea posible, el amor de la voluntad. Ambas formas de amor deben ser elevadas por los cristianos, con la ayuda de la gracia, al amor sobrenatural de la caridad. Hay dos razones por las que la tradición no puede considerar el amor marital o sexual como una total auto entrega, en el sentido propio del término. La primera es metafísica y reside en la incomunicabilidad de la persona humana: es imposible que la persona humana se dé a sí misma a otra; la segunda razón es moral y reside en el Mandamiento de amar a Dios en un sentido total, o sea, con todo el corazón, con toda el alma, etc., pero al prójimo sólo en un grado menor, vale decir, como a uno mismo.

Alguien podría, por supuesto, replicar (al menos en el caso del amor marital, en general) que los esposos deberían amarse entre sí con un amor totalmente sacrificado, según la sentencia de Nuestro Señor: ‘Amaos unos a otros, como Yo os he amado’, y que esto, por cierto, está en concordancia tanto con la Tradición, como con la teología del Papa. No obstante, no se puede decir que un amor tan completamente sacrificado encuentre su expresión en un acto radicalmente sensual como lo es el acto de la unión conyugal. La clase de acto que es ‘señal y fruto’ de un amor completamente sacrificado, de una vida de auto entrega total, debe ser algo del orden del martirio.

Hay otra razón por la cual la Tradición no puede considerar al amor sexual, en particular, como una total entrega de sí y esa es que el amor sexual implica no sólo dar, sino también tomar: tomar la posesión del otro y el recibir el placer- sin el cual el acto del amor sería indudablemente imposible.

El amor de la auto entrega total es inadecuado como principio formal de la ética sexual y marital, porque es muy amplio en su campo, permitiendo, por ejemplo, la anticoncepción, así como las relaciones entre parejas no casadas o del mismo sexo. El Papa entiende la totalidad del amor como excluyendo la anticoncepción, pero claramente no puede excluir todos los demás pecados de impureza, tales como la cohabitación extramarital. Para demostrar que todos los actos contrarios al Sexto Mandamiento están errados es necesario acudir a doctrinas tales como la de la finalidad procreativa del matrimonio, la del vínculo matrimonial y la del sacramento.

Una consecuencia particular de considerar el amor marital y sexual como una ‘total auto entrega’ es divinizarlos, en el sentido de elevarlos al nivel del amor del hombre por Dios. Porque el amor de ‘auto entrega total’ es el amor que Nuestro Señor nos manda practicar para con Él, como lo acabamos de recordar e indudablemente es posible tener sólo para con Él. Luego, aquí el Papa, lisa y llanamente, amalgama dos tipos de amor que, según la Tradición, son completamente diferentes: el amor de los sentidos y el amor divino (aquí, en el sentido del amor del hombre hacia Dios).

Un efecto de idealizar el amor marital y sexual de esta forma es que ya no pueden ser vistos coherentemente como imperfectos en ningún sentido. Esto puede explicar el por qué el Papa desprecia la concupiscencia inherente al amor sexual, el desorden heredado del Pecado Original, a veces hablando de la ‘Inocencia Original’, como un estado al cual es posible retornar.

Su idealización del amor sexual y marital también explica cómo el Papa (en Familiaris Consortio y en el Nuevo Catecismo, por ejemplo) es capaz de poner los estados de casado y de celibato en el mismo nivel, en oposición con la Tradición de la Iglesia (ver Concilio de Trento, sesión 24, canon 10). Porque la Iglesia siempre enseñó que el estado del celibato es el único estado que permite, tanto al varón como a la mujer, amar con una entrega total de sí mismo, pero si el matrimonio ofreciese la misma entrega amorosa total, entonces las dos formas de vida pasarían a ser equivalentes (al menos en este sentido).

Hay otras dos formas en las cuales el Papa diviniza el amor de los esposos y que está en presentar el amor sexual como una expresión (o sea, es una imagen) del amor de Dios por el hombre (que es el Cristo por Su Iglesia) y como una expresión (imagen) del amor de Dios por Sí Mismo, al interior de la Santísima Trinidad.

Este tipo de acto humano puramente natural es, sin embargo, muy diferente del amor sobrenatural de Dios por el hombre, así como de Su amor por Sí Mismo, que se dice ser una expresión (o imagen) de tal acto. Además, debería decirse que la divinización de tales actos es completamente ajena al pensamiento católico.

La generación física, aunque en el nivel puramente natural promueve el mayor bien humano, es decir, la conservación de la especie humana, en el nivel sobrenatural pasa por la muerte, tanto física como espiritual (si la descendencia no renace con el bautismo y no termina su vida en estado de gracia). Por esta causa, San Gregorio de Nisa describe la Virginidad Consagrada como un triunfo sobre la muerte.

La divinización de tales actos indudablemente pertenece, no a la Iglesia Católica, sino, por el contrario, a la tradición gnóstica, manifiesta de modo particular en la tradición y el simbolismo masónicos. El fundamento para su divinización no es nada más profundo o edificante que la visión masónica de que el hombre es divino, lo que implica que el acto del hombre, en su vida, también debe ser divino.

Concluyamos estos comentarios sobre la TDC con una palabra acerca de su naturalismo y subjetivismo inherentes, en el cual sus errores fundamentales, teológicos y filosóficos, descansan respectivamente:

Naturalismo:

Al identificar el amor de total auto entrega, un amor del orden natural, como el principio formal de la ética marital y sexual, el papa efectivamente excluye el orden sobrenatural y los dones de la fe.

En su presentación de la TDC, como TDC, el Papa ignora gran parte de la doctrina marital de la Iglesia, tanto filosófica como teológica, como ya vimos, en los siguientes casos:

la naturaleza del amor entre los esposos,
el hecho de que abarca no solamente el amor entre los cónyuges, sino también su amor por los hijos;
el hecho de que está llamado convertirse en el amor sobrenatural de la caridad;
el vínculo espiritual del matrimonio;
el sacramento del matrimonio;
los fines del éste, en su orden tradicional, que son la procreación, la mutua asistencia y el remedio de la concupiscencia y su fuente en el Pecado Original;
el rol del varón como cabeza de la esposa y de la familia.

Otra importante doctrina de la Iglesia, estrechamente relacionada a la ética marital y sexual, que es ignorada, es la de la dignidad sobrenatural del hombre derivada de su ejercicio de la caridad. Vemos al Papa insistiendo, por contraste, en la dignidad puramente natural del hombre, tanto aquí como de manera más general, en el Nuevo Catecismo.

El naturalismo es, además, evidente no solo en el desprecio del orden sobrenatural, sino también en el intento de naturalizar las doctrinas sobrenaturales, notabilísimamente la de la Santísima Trinidad. Es en el naturalismo, entonces, que situamos el error teológico fundamental de la TDC.

De hecho, podríamos preguntarnos si esta atribución de las verdades de la teología trinitaria a la ética interhumana (respecto de la auto entrega total de las Personas Divinas y su constitución de su Personalidad)- no fueron el punto de partida para el personalismo del Papa en cuanto tal. La total auto donación y su constitución de personalidad son, indudablemente, dos de los axiomas de su personalismo, como lo hemos señalado en nuestra respuesta a la primera pregunta de más arriba. Estos dos elementos se hicieron particularmente evidentes en la TDC.

Subjetivismo

El sistema ético marital y sexual del Papa, siendo personalista, procede del sujeto; el amor es su principio formal: el amor al bien en lugar del conocimiento de lo verdadero; de este modo, se aparta de la realidad objetiva, es decir, en concreto, de la tradición filosófica y teológica: de las doctrinas enumeradas en la sección precedente. Absorbe en sí misma la doctrina de la Santísima Trinidad, en un sentido naturalizante, revirtiendo, en consecuencia, los roles de sirvienta y de ama, propios de la filosofía y de la teología, respectivamente. Es esencialmente, un amor entre los esposos, más que un amor dirigido principalmente a los hijos; se caracteriza por la experiencia, también por la aprehensión del valor del otro y por la libertad los que, en ausencia de una definición, son entendidos en un sentido subjetivo. La TDC en particular, como una ética del amor sexual, se caracteriza por el placer; este amor ha sido divinizado. Todos los elementos enumerados en este párrafo son marcas propias del subjetivismo de la TDC, las cuales describiríamos como su error filosófico fundamental.

Mirando a la TDC en su contexto histórico, podríamos decir que apunta a trasponer elementos del amor del Mundo en un contexto católico para purificarlo; no obstante, el amor sigue siendo excesivamente mundano y de autoestima: algo que es esencialmente para los cónyuges un fin en sí mismo. Una actitud similar se ve en Humanæ Vitæ de Paulo VI, quien, mientras condena laudablemente la anticoncepción, habla explícitamente de una evaluación ‘personalista’ y ‘subjetiva’ del matrimonio, ofreciendo la “paternidad responsable’ como un nuevo ideal para las parejas como algo opuesto a la generosidad de los padres.

- ¿La TDC, como otras de las llamadas ‘teologías del caso genitivo’, no es propiamente una teología, en absoluto, porque no tiene a Dios como su finalidad? ¿Es demasiado antropocéntrica para incluso, ser considerada una ‘teología’?

El Papa usa el término ‘Teología del Cuerpo’, en primer lugar, porque entiende el cuerpo como una imagen de Dios. Aquí entra en conflicto con toda la Tradición Católica, que entiende al hombre como hecho a imagen y semejanza de Dios en vez de poseer un alma espiritual (ver, por ejemplo, la Summa de Santo Tomás I Q. 93). El cuerpo, por contraste, como todo lo creado, más bien debe ser visto como un vestigio de Dios, en su derivación del creador.

El Papa igualmente entiende la unión conyugal como una imagen de Dios. Por el contrario, Santo Tomás ve el gozo en la posesión de un bien compartido con una compañera (I Q. 39) (eminentemente verdadero acerca del amor marital) y la procreación misma (I Q. 93), solo como vestigios de la Santísima Trinidad.

Se puede concluir que la relación entre Dios y el cuerpo es demasiado remota como para justificar el término ‘Teología del Cuerpo’

- Muchos católicos declaran haber sido ayudados por la TDC, porque, por medio de ella, se apartaron de ciertos vicios o de erróneas visiones del mundo y comenzaron a llevar una vida católica. Algunos sostienen que la TDC les ayudó en su matrimonio. Estas personas, debería señalarse, estaban generalmente atrapadas en el vicio sexual y los errores asociados de la revolución sexual. ¿Qué diría a esa gente que está ofendida por su crítica a una cosa que ella considera útil?

No tengo la intención de ofender a nadie, ni de faltar a la piedad respecto del Santo Padre el Papa Juan Pablo II, un gran hombre, admirable en muchos sentidos. Gran parte de sus enseñanzas sobre el matrimonio y la sexualidad es simplemente una reiteración de la revelación católica y de la Ley Natural. Es tal enseñanza la que puede ayudar a la gente a superar verdaderamente los vicios, a vivir en castidad y a vivir virtuosamente el matrimonio católico.

En cuanto a que esta enseñanza va más allá o hasta contrasta con la Tradición Católica, he intentado criticarla solamente a la luz de la fe y la razón, sobrenatural y natural. Si la gente encuentra que una u otra de mis conclusiones es errónea, deberían dejarla a un lado, pero si está correcta, deberían aceptarla, porque Nuestro Señor vino para que conociésemos la Verdad, la Verdad que ‘nos hace libres’

- ¿Cómo respondería a la superficial acusación de que criticar a la TDC es ‘puritano’, ‘victoriano’ o ‘jansenista’?

Si la crítica a la TDC se hace a la luz de la fe católica, entonces es irrebatible. La Iglesia ya tiene un sistema de ética marital y sexual: vivido fielmente trae la felicidad y el gozo. Si alguien lo pone en duda, que intente vivirlo coherentemente. Es cierto que el personalista Dietrich von Hildebrand sostenía que la ética marital católica subestimaba el amor de los esposos, pero en el clima actual, lo que es más urgente e indudablemente lo más urgentemente requerido, desde mi punto de vista, es una comprensión de la realidad objetiva o el Ser: Dios y Su Voluntad como expresados en la creación y una vida que se conforme radicalmente a ellos.

- Si la TDC no es la cura a lo que aflige a los católicos que son atacados brutalmente por la actual cada vez peor revolución sexual, ¿cuál es esa cura?

La pureza y la castidad dentro del matrimonio, pero particularmente dentro la vida consagrada: un testigo, una luz que derramar en las tinieblas de un Mundo Caído.

Referencias:








Título original:

What’s Wrong with Personalism and ‘Theology of the Body’? An Interview with Don Pietro Leone by Brother André Marie, M.I.C.M


Traducción: Valinhos