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martes, 12 de mayo de 2020

Francisco, un buen empresario "que no quiere despedir a nadie". Pero los hechos dicen lo contrario (Sandro Magister)



 
La guerra sin cuartel que ha estallado en Italia a partir del 3 de mayo entre el ministro de justicia Alfonso Bonafede y el magistrado Nino Di Matteo, ambos pertenecientes al ala justicialista de la política y a la Magistratura, ha oscurecido lo que ha sucedido en el Vaticano en los días inmediatamente anteriores, con el papa Francisco como protagonista, también allí bajo la insignia del justicialismo más desenfrenado. En Argentina, "justicialista" era el nombre del partido creado por Juan Domingo Perón, del cual, en su juventud, Jorge Mario Bergoglio fue líder y ferviente defensor; incluso llegó a ser uno de los escritores de su testamento político, publicado después de su muerte, en 1974. Pero, en el lenguaje corriente, justicialismo es querer hacer justicia sumaria a los que son puestos bajo acusación, incluso antes de que se lleve a cabo un juicio regular y se constaten sus responsabilidades. Es el proceder en modo expeditivo contra aquellos a los que se quiere golpear, con juicios en las plazas más que en las salas de los tribunales, con campañas mediáticas preconcebidas, con condenas "a priori" basadas sólo en sospechas. 
 
En el Vaticano, con este pontificado, el justicialismo es algo habitual. Y su última llama se ha encendido entre finales de abril y principios de mayo y, encima, con una clamorosa contradicción entre palabras y hechos. 
 
El 1 de mayo era la fiesta de San José Obrero y, en la homilía de su misa televisada desde Santa Marta, el Papa dijo, después de haber pedido rezar "para que a ninguna persona le falte el trabajo": "Hace dos meses hablé con un empresario por teléfono, aquí en Italia, quien me pedía que rezara por él, porque no quería despedir a nadie, y me dijo así: ‘Porque despedir a uno de ellos es despedirme a mí’. Esta es la conciencia de tantos buenos empresarios, que custodian a los trabajadores como si fueran sus hijos... Rezamos también por ellos". Los medios de comunicación, en coro, han relanzado estas emotivas palabras del papa Francisco, dichas precisamente en el día en que en todo el mundo era la fiesta de los derechos de los trabajadores (en la foto, el papa en la comida con los trabajadores del comedor del Vaticano). 
 
Sin embargo, la tarde anterior, la sala de prensa del Vaticano había emitido un sibilino comunicado de prensa, en el que se informaba que "se han dispuesto medidas individuales para algunos empleados de la Santa Sede, respecto a la fecha límite de las adoptadas al comienzo de la investigación de la secretaría de Estado sobre las inversiones financieras y en el sector inmobiliario". ¿De qué "medidas" se trataba? De despidos sin preaviso. Decididos por el papa Francisco y que han recaído sobre los desafortunados ese mismo día, el 30 de abril. La investigación sobre las causas de los despidos, citada en el comunicado de prensa, se resume en esta publicación de Settimo Cielo, del 25 de noviembre pasado: 
 
 
En resumen, el 1 de octubre de 2019, la gendarmería del Vaticano, bajo las órdenes de su entonces comandante Domenico Giani, había registrado las oficinas de la secretaría de Estado y de la Autoridad de Información Financiera, AIF, confiscando documentos, ordenadores y teléfonos móviles. Y, al día siguiente, cinco funcionarios, un clérigo y cuatro laicos, fueron suspendidos del servicio, todos puestos bajo investigación de la Magistratura del Vaticano, a los cuales posteriormente se habría agregado un sexto sospechoso, monseñor Alberto Perlasca, ex jefe de la oficina administrativa de la secretaría de Estado. La imputación se relacionaba principalmente con la compra, por parte de la secretaría de Estado, con dinero del Óbolo de San Pedro, de un edificio de lujo en un prestigioso distrito de Londres, en el Nº 60 de la avenida Sloane. Compra muy costosa y ejecutada, a través de vías retorcidas y a partir del 2015, desde la primera sección de la secretaría, dirigida por el "sustituto" que, hasta mayo de 2018, fue Giovanni Angelo Becciu, hoy cardenal, y que fue sucedido por el venezolano Edgar Peña Parra. 
 
Para cerrar el negocio, a principios de 2019, Peña Parra había pedido al IOR, el "banco" del Vaticano, otra gran suma. Y fue allí donde estalló el conflicto, que condujo al ataque de la gendarmería. El IOR no sólo se negó a proporcionar esa suma, sino que consideró que toda la operación era incorrecta, por lo que presentó una denuncia ante el tribunal del Vaticano, también involucrando a la AIF, acusada de omisión de vigilancia. El sospechoso más conocido y de mayor rango era precisamente el entonces director de la AIF, Tommaso Di Ruzza. Su inocencia fue defendida públicamente, basándose en una investigación interna, por su superior directo, el suizo René Brüelhart, para luego verse ambos despedidos abruptamente por el papa al final de sus respectivos servicios quinquenales: Brüelhart el 18 de noviembre y Di Ruzza el 20 de enero. Entre los otros sospechosos, Perlasca actualmente está en su lugar como promotor de justicia adjunto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, mientras que la única mujer de los seis, Caterina Sansone, ha sido trasladada a otro puesto. Los tres restantes cayeron el 30 de abril bajo la cuchilla del despido y son el sacerdote Mauro Carlino, ex jefe de la oficina de información y documentación de la secretaría de Estado y secretario de Becciu cuando era sustituto, y los dos laicos Vincenzo Mauriello y Fabrizio Tirabassi.
 
Becciu defendió enérgicamente, en varias declaraciones públicas, la corrección de la operación que terminó bajo investigación, de la cual él era, jerárquicamente, el principal responsable, incluso hasta tomar partido contra su superior directo, el cardenal secretario de Estado Pietro Parolin, quien, en cambio, la definía como "opaca". ¿Y el papa Francisco? Con el calculado candor que le es propio, al responder a las preguntas de dos periodistas en la rueda de prensa en el vuelo de regreso de su viaje a Tailandia y Japón, el 26 de noviembre, dijo que se atenía a una garantista "presunción de inocencia" respecto a los sospechosos, pero también afirmó, convencido, de que "la corrupción está y se ve". 
 
No sólo eso. Francisco ha dicho que había sido él mismo quien dio la orden al tribunal del Vaticano para que pusiera en marcha la investigación y que luego también él autorizó la redada de la gendarmería, en evidente desprecio a la distinción entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, que es la esencia de un Estado liberal, e indiferente por haber destituido al comandante Giani poco después del allanamiento, por la sola culpa de haber hecho lo que el papa le había ordenado hacer.
 
En cuanto a los despidos del pasado 30 de abril, debe tenerse en cuenta que Francisco los ha llevado a cabo a pesar de que las investigaciones están aún en una fase preliminar y uno de ellos, Fabrizio Tirabassi, todavía está en espera, incluso, del primer interrogatorio. Por lo tanto, en ausencia de cualquier determinación procesal previa de sus verdaderas responsabilidades. Además, a los trabajadores despedidos no se les dio ninguna razón oficial que motivara su expulsión. No es la primera vez que el papa Francisco actúa de este modo. También se ha librado, con esta brusca modalidad, de algún cardenal que le era incómodo. Curiosamente, en coincidencia con los despidos del 30 de abril, surgió nuevamente la noticia de otro despido desconcertante tres años antes, el del suizo Eugenio Hasler, quien fue expulsado por el Papa de un día para otro de la secretaría de la gobernación de la Ciudad del Vaticano, sobre la base de acusaciones anónimas que circulaban en la curia, que el despedido siempre ha rechazado por ser totalmente infundadas, y sobre las cuales nunca se dio inicio a una investigación normal. 
 
Y esto sería el "considerar a los trabajadores como si fueran hijos" del buen empresario tan aclamado por el papa, "que no quería despedir a nadie". 
 
Sandro Magister