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sábado, 28 de marzo de 2020

Jn 13, 31-32




En cuanto salió (Judas), dijo Jesús: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también lo glorificara a él en sí mismo, y pronto le glorificará”.

Casi un trabalenguas, pero no hay que desesperar. Estas son las palabras que salen de la boca de Jesús en el momento en que Judas se marcha. Hace un momento, hemos leído que “Jesús se turbó en su espíritu”(Jn. 13, 21) al hablar de la traición que iba a sufrir a manos de Judas Iscariote. ¿Cómo puede pasar tan pronto a hablar de que esto, que es la traición que le llevará a su muerte, también el momento de la gloria?

Ante el sufrimiento presente o en que nos va a venir, fácilmente nos vemos desbordados y completamente absortos en nuestro dolor. La angustia del mundo ahora mismo a causa de la pandemia es prueba de ello. Y cada caso, dentro de las UCI de tantos hospitales, verdaderas tragedias humanas… muchas veces se quedarán es eso… tragedias humanas, puramente humanas. Jesús, sin embargo, ante el sufrimiento, es capaz de mantener esa visión sobrenatural, que tantas veces se queda relegado, para nosotros, en un consuelo que tan solo somos capaces de ver después de terminada la tribulación. Y menuda pena, puesto que no vemos la situación en su totalidad, y así no le podemos dar todo su valor y todo su significado.

Jesús ve en la cruz que ha de sufrir la gloria venidera. Jesús, al aceptar el suplicio que significa para él su obediencia al Padre exclama, “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él”. No se encierra en el dolor del momento por la traición de un amigo. No se queda anulado ante el dolor físico que le vendrá encima dentro de poco. Sino que es capaz de ver esta aceptación de la voluntad de su Padre como la glorificación del Hijo del hombre.

Para el que está cerca del Señor, las cruces son su gloria. Las dificultades son su manera de compartir la cruz. Y la Cruz es la única manera de tomar a asalto el Reino de Cielo. Nos queda pedirle al Señor que no nos deje quedarnos ciegos a la realidad sobrenatural ante el sufrimiento terrenal. En los momentos de mayor dificultad y sufrimiento, al igual que hizo Jesús, podemos glorificar a Dios, aceptando su voluntad con el amor a un Padre que solo quiere el bien de sus hijos. Seguramente no veremos ese bien con claridad, pero sí podemos saber que el hecho de que nos amoldemos a la voluntad del Padre, muriendo a la nuestra propia, siempre glorifica a Dios.

Suficiente por hoy. Que el Señor nos conceda tal claridad ante el sufrimiento venidero. 
 
misatradicional

Actualidad comentada: "Pedir sin insultar" - Padre Santiago Martin F.M.


Duración 9:43 minutos

viernes, 27 de marzo de 2020

Decreto de la Penitenciaría Apostólica relativo a la concesión de indulgencias especiales a los fieles en la actual situación de pandemia, 20.03.2020



PENITENCIARÍA APOSTÓLICA

DECRETO

Se concede el don de Indulgencias especiales a los fieles que sufren la enfermedad de Covid-19, comúnmente conocida como Coronavirus, así como a los trabajadores de la salud, a los familiares y a todos aquellos que, en cualquier calidad, los cuidan.


“Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración”(Rom 12:12). Las palabras escritas por San Pablo a la Iglesia de Roma resuenan a lo largo de toda la historia de la Iglesia y orientan el juicio de los fieles ante cada sufrimiento, enfermedad y calamidad.

El momento actual que atraviesa la humanidad entera, amenazada por una enfermedad invisible e insidiosa, que desde hace tiempo ha entrado con prepotencia a formar parte de la vida de todos, está jalonado día tras día por angustiosos temores, nuevas incertidumbres y, sobre todo, por un sufrimiento físico y moral generalizado.

La Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Divino Maestro, siempre se ha preocupado de cuidar a los enfermos. Como indicaba San Juan Pablo II, el valor del sufrimiento humano es doble: " Sobrenatural y a la vez humano. Es sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo, y es también profundamente humano, porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión." (Carta Apostólica Salvifici Doloris, 31).

También el Papa Francisco, en estos últimos días, ha manifestado su cercanía paternal y ha renovado su invitación a rezar incesantemente por los enfermos de Coronavirus.

Para que todos los que sufren a causa del Covid-19, precisamente en el misterio de este padecer, puedan redescubrir "el mismo sufrimiento redentor de Cristo" (ibíd., 30), esta Penitenciaría Apostólica, ex auctoritate Summi Pontificis, confiando en la palabra de Cristo Señor y considerando con espíritu de fe la epidemia actualmente en curso, para vivirla con espíritu de conversión personal, concede el don de las Indulgencias de acuerdo con la siguiente disposición.

Se concede la Indulgencia plenaria a los fieles enfermos de Coronavirus, sujetos a cuarentena por orden de la autoridad sanitaria en los hospitales o en sus propias casas si, con espíritu desprendido de cualquier pecado, se unen espiritualmente a través de los medios de comunicación a la celebración de la Santa Misa, al rezo del Santo Rosario, o del himno Akàthistos a la Madre di Dios, a la práctica piadosa del Vía Crucis, o del Oficio de la Paràklisis a la Madre de Dios o a otras oraciones de las respectivas tradiciones orientales, u otras formas de devoción, o si al menos rezan el Credo, el Padrenuestro y una piadosa invocación a la Santísima Virgen María, ofreciendo esta prueba con espíritu de fe en Dios y de caridad hacia los hermanos, con la voluntad de cumplir las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración según las intenciones del Santo Padre), apenas les sea posible.

Los agentes sanitarios, los familiares y todos aquellos que, siguiendo el ejemplo del Buen Samaritano, exponiéndose al riesgo de contagio, cuidan de los enfermos de Coronavirus según las palabras del divino Redentor: "Nadie tiene mayor amor que éste: dar la vida por sus amigos" (Jn 15,13), obtendrán el mismo don de la Indulgencia Plenaria en las mismas condiciones.

Esta Penitenciaría Apostólica, además, concede de buen grado, en las mismas condiciones, la Indulgencia Plenaria con ocasión de la actual epidemia mundial, también a aquellos fieles que ofrezcan la visita al Santísimo Sacramento, o la Adoración Eucarística, o la lectura de la Sagrada Escritura durante al menos media hora, o el rezo del Santo Rosario, o del himno Akàthistos a la Madre di Dios, o el ejercicio piadoso del Vía Crucis, o el rezo de la corona de la Divina Misericordia, o el Oficio de la Paràklisis a la Madre de Dios u otras formas de las respectivas tradiciones orientales de pertenencia, para implorar a Dios Todopoderoso el fin de la epidemia, el alivio de los afligidos y la salvación eterna de los que el Señor ha llamado a sí.

La Iglesia reza por los que estén imposibilitado de recibir el sacramento de la Unción de los enfermos y el Viático, encomendando a todos y cada uno de ellos a la Divina Misericordia en virtud de la comunión de los santos y concede a los fieles la Indulgencia plenaria en punto de muerte siempre que estén debidamente dispuestos y hayan rezado durante su vida algunas oraciones (en este caso la Iglesia suple a las tres condiciones habituales requeridas). Para obtener esta indulgencia se recomienda el uso del crucifijo o de la cruz (cf. Enchiridion indulgentiarum, n.12).

Que la Santísima Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, Salud de los Enfermos y Auxilio de los Cristianos, Abogada nuestra, socorra a la humanidad doliente, ahuyentando de nosotros el mal de esta pandemia y obteniendo todo bien necesario para nuestra salvación y santificación.

El presente decreto es válido independientemente de cualquier disposición en contrario.

Dado en Roma, desde la sede de la Penitenciaría Apostólica, el 19 de marzo de 2020.

Mauro. Card. Piacenza

Penitenciario Mayor

Krzysztof Nykiel

Regente

Una pataleta de la naturaleza (Fray Gerundio de Tormes)



Desde las alturas del Purgatorio se ve al mundo muy ajetreado estos días. No es para menos. En un abrir y cerrar de ojos parece que ha cambiado todo. Ha caído sobre los humanos una situación terrible, una enfermedad sumamente peligrosa, que ya se ha cobrado muchas vidas, con la segura previsión de que el número se elevará, extendiéndose sin límite hasta que se pueda dominar.

Desde aquí se ven las cosas con ojos de eternidad, siempre interpretadas como algo permitido por la Providencia de Dios, que no solamente corrige y castiga a sus hijos, sino que –precisamente a través de eso-, pone en sus manos la posibilidad de la conversión. Mientras los hombres discuten y se pelean por decir que esto es –o no-, un castigo de Dios, aquí sabemos que para los que aman a Dios, todo lo que les sucede es para su bien, (Rom. 8, 28) y eso debería ser suficiente para calmar todo sentido de polémica y abrir la puerta del corazón al Dios de todo consuelo (2 Cor. 1, 3). Por supuesto que es un castigo. Si lo sabremos nosotras, que estamos aquí esperando el Premio Definitivo.

Lamentablemente, se ha perdido –incluso en gran parte de la Iglesia jerárquica-, el sentido del castigo ejemplar como fuente y posibilidad de escarmiento y por eso mismo, origen de un cambio de actitud. En ese mundo tan materializado y tan soberbio, tan orgulloso de sí mismo, tan autosatisfecho de sus progresos técnicos, tan petulante por su dominio de la ciencia y de sus logros médicos, que se permite instituir el aborto de millones de niños y el asesinato de ancianos y enfermos antes de su muerte natural; en ese mundo que se ríe de Dios legalizando las transgresiones de sus mandatos, que se jacta de no necesitar a Dios y se enorgullece de sus pecados… no parece haber espacio para pensar que pueda necesitar un castigo y una reparación por sus pecados.

Y una vez más aparece aquí la verdad de las palabras del Señor: Si no hacéis penitencia, todos igualmente pereceréis (Lc. 13, 1-5). La penitencia es para todos, porque el castigo es para todos y por tanto la conversión está al alcance de todos. Cada cual tendrá que responder en libertad, para rechazar o no esta pedagogía divina. Pero a esa libertad, irá engarzada siempre la responsabilidad. Que producirá en unos, olor de muerte para muerte y en otros, olor de vida para vida. (2 Cor. 2, 16)

Aquí arriba pensamos que este tiempo es favorable para volver a plantearse la vuelta a Dios como Señor y Creador. La vuelta a Jesucristo como Redentor y Salvador. Cuando Dios castigó a los israelitas en el desierto con mordeduras de serpientes, Moisés imploró al Señor y éste le ordenó levantar un estandarte con una serpiente de bronce, de tal modo que todo el que mirara a la serpiente en lo alto, quedaría curado (Núm. 21, 4-9).

En el Antiguo Testamento sí se creía en los castigos de Dios y en la posibilidad de reparar la falta cometida. Y en el Nuevo Testamento, se afirma con toda naturalidad que Dios corrige y castiga a los que ama (Heb. 12, 4-7) y se pone en boca del Espíritu la misma frase en el libro del Apocalipsis (3, 19). Y la Iglesia, a lo largo de tantos siglos, siempre consideró que la Providencia divina prepara los caminos para la conversión de los pecados, incluso con castigos que conforman parte de lo que es la Pedagogía Divina con los hombres.

Hoy en día, una Iglesia que ha querido hacerse humana, demasiado humana, que ha funcionado desde hace ya muchos años con argumentos humanos y superficiales, se avergüenza en tantas ocasiones -por boca de algunos de sus Pastores-, negando de forma dramáticamente cobarde, que esto no es sino un castigo de Dios, ante un mundo engreído y fatuo. Y tú, Cafarnaúm, ¿te levantarás hasta el Cielo? Hasta el infierno te hundirás (Mt. 11, 26).

Y en el colmo de la pandemia vírica, vemos desde el Purgatorio la pandemia universal de esa parte de la Jerarquía que se enreda en explicaciones que, evitando lo sobrenatural, acaban siendo mucho más trasnochadas, paganas e insulsas, zafándose mezquinamente del uso de la palabra castigo.

Por eso Francisco declara ante un periodista anticristiano, que esto es una pataleta de la Naturaleza. Menuda patraña, salida de boca del que debería ser el Vicario de Cristo. Aquí arriba ha sentado muy mal, aunque ya estamos acostumbrados.

Por su parte, el eco-impío Leonardo Boff insiste en que es un castigo de la Pachamama. Tanto querer librarse de lo sobrenatural, para acabar en el feticismo pachamámico de una naturaleza molesta y vengadora porque se la explota y se la maltrata. La venganza de la Casa Común, podría ser el nombre de una nueva Serie (amazónica, claro) en varias Temporadas, que hablaría de la Pachamama-Madre Tierra, que sí es celosa de lo suyo y que sí castiga con razón. No como Dios. Ya conocemos quiénes podrían ser los protagonistas destacados de la Serie.

Mientras tanto, hay un buen número de sacerdotes fieles, que están dando su vida y animando a convertirse y volverse a Dios. A abandonar la antigua vida de pecado y volver al amor del Señor. A volver a la alabanza divina, que no convierta el Sacrificio de la Misa en una pachanga más, como si fuera una fiesta popular. Y a afrontar la muerte con el sentido cristiano que este mundo creía ya superado. Y esperar la muerte, cuando llegue por voluntad de Dios, con la esperanza del reencuentro con Él.

Han llegado hasta aquí arriba en estas semanas muchas almas que, ante esta situación y heridas de muerte por el virus, han podido y querido arrepentirse, han logrado mirar a la Serpiente de Bronce en esas últimas ocasiones que la Gracia les ha proporcionado, gracias a la intercesión y la oración de tantos y tantos fieles actuando –todos a una-, con eso tan maravilloso que es la Comunión de los Santos.

Es cierto que no se están celebrando misas al público durante estos días, pero se están celebrando más que nunca misas privadas, en las que Jesucristo sigue muriendo por nuestros pecados y por la Salvación del mundo. Ahí estamos nosotras –almas purgantes- todos los días bien presentes, unidas también por la Comunión de los Santos al sufrimiento de la Humanidad, para que vuelva los ojos a su Dios. El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

La Iglesia verdadera de Jesucristo que no se haya plegado a las consignas paganas de muchos Pastores, deberá aconsejar levantar la mirada a Jesucristo para volver a Él: Cuando yo sea levantado sobre la Tierra, atraeré a todos hacia Mí (Jn. 12, 32). Bendito castigo divino, si muchas almas se vuelven hacia Jesucristo, que es la Verdad, la Resurreción y la Vida.
Fray Gerundio

Luz al final del túnel




La terrible crisis sanitaria a la que el mundo se está enfrentando durante estos meses tendrá importantes consecuencias en muchos ámbitos de nuestras vidas. Mucho más de lo que somos capaces de imaginar hoy. Pero como en otros momentos trágicos de la Historia de la humanidad se abrirán nuevas oportunidades para las generaciones venideras. En el terreno de las ideas, podemos intuir algunas claves del escenario que tenemos por delante.

Como un gigante con los pies de barro, la doctrina oficial de la corrección política se ha evaporado de un plumazo evidenciando su fragilidad y su vacuidad. Si hasta hace cuatro días las grandes preocupaciones eran el lenguaje inclusivo, el catamarán de Greta, la ingeniería social del movimiento LGTB o la apología del multiculturalismo hoy han quedado derrotadas por un minúsculo microbio, que también ha acabado con la soberbia y la prepotencia de nuestra sociedad, recordando que somos simples criaturas mortales incapaces de controlar nuestro destino.

En momentos difíciles como los que estamos viviendo ahora, las viejas instituciones y las ideas que nos enseñaron nuestros padres son, una vez más, nuestro último refugio: la familia, la nación, la fe, la disciplina, la autoridad, la jerarquía, la milicia, la firmeza, la determinación, el coraje, el sacrificio por los demás, el cuidado de nuestros mayores y de los más débiles, la reivindicación de nuestros símbolos, la cultura, la amistad y, en definitiva, el amor a nuestro prójimo. Todas ellas saldrán victoriosas de esta cruenta batalla que se cobrará la vida de miles de personas en todo el mundo, pero que abrirá una gran oportunidad para que las mejores ideas vuelvan a guiar el destino de las naciones.

Puede escucharse en video:

 Duración 1:55 minutos

Jn. 13, 21-30



No voy a transcribir la cita aquí. Así cada uno tiene que sacar el Nuevo Testamento y encontrarlo por su cuenta. El ejercicio no vendrá mal.

Esta es una escena entrañable a la vez que desgarrador. Se percibe, o mejor, se palpa, a la vez una terrorífica presencia del demonio, con todo su odio, toda su soberbia, toda su repugnancia, junto con otro elemento que mejor se describe con una palabra que no acostumbramos(por error) utilizar al hablar de nuestra relación con Jesús: la ternura, junto con la confianza de donde puede brotar esa cercanía.

Por un lado está la entrañable escena de San Juan, recostado sobre el pecho de Jesús. La cercanía de dos amigos entre los cuales hay una confianza perfecta. La presencia de Jesús siempre imponía. No hay más que ver la manera que tenían los fariseos de tratarle, siempre con sus malas artes y engaños, pero se le acercaban con respeto. Entre sus amigos, entre sus más cercanos, ese respeto no restaba nada a la cercanía total, sin extrañezas, llena de ternura. Ojalá nuestra oración fuera más un rato de recostar nuestra cabeza en el pecho de Jesús: ¡quién pudiera seguir el ejemplo de San Juan!

Choca esa ternura con el odio de Judas. Esta es la escena en que Satanás entra definitivamente en él. Si había alguna reserva en la cabeza de Judas, aquí consiente, del todo, a la tentación, y no hay vuelta atrás. Cuánta podredumbre había infectado ya el corazón del traidor. En todo lo que hacía Jesús, Judas le miraba con ese odio que tintaba cuanto veían sus ojos. Jesús revela a San Juan quién es el que le va a entregar a través un último acto de caridad hacia Judas. Le entrega un trozo de pan mojado. Judas ya no podía aguantar más y con ese gesto de cariño, con esa muestra de ternura, el demonio, Satanás, entra en él. Cuando está de por medio el demonio, la comunicación se destroza completamente. Se desbarata irremediablemente. Entra la soberbia, el odio, la inquina y todos son malentendidos. Incluso las palabras mejor intencionadas se toman a mal. Pasa en los matrimonios, entre padres e hijos, entre amigos, entre hermanos. Característica infalible: allí está presente Satanás.

Sin embargo, entre Jesús y San Juan no había ningún problema de comunicación. San Juan sabía que podía preguntarle cualquier cosa a Jesús y sabía que le iba a entender. Sabía que no hacía falta largas y farragosas explicaciones. Más se entendían con el corazón que con las palabras; lo que podía faltar en las palabras, el cariño lo suplía. También entre San Pedro y San Juan hay una comunicación perfecta: el resultado del amor que se profesaban. Con señas, San Pedro le insta a San Juan que le pregunte a Jesús quién iba a traicionarle. San Juan, en voz baja y con discreción, y seguro que sin muchas palabras, le hace la pregunta, y Jesús no tarda en responder. Así es la comunicación entre los que se quieren.

“Lo que vas a hacer, hazlo pronto”. Pero ninguno de los que estaban a la mesa supo por qué le dijo esto.Jn. 13, 28

Los demás no entendían este lenguaje en que se había metido ya el diablo. La oscuridad y la confusión hizo que no se percataran de lo que Judas estaba a punto de hacer. Si no, uno se imagina que hubieran hecho todo lo posible por pararle.

Suficiente por hoy.
misatradicional

jueves, 26 de marzo de 2020

Coronavirus: Cuando se quiere más al supermercado que a Dios… tenemos un problema (Miguel Ángel Yáñez)



Colas en los supermercados para acumular alimentos, “peleas” por conseguir mascarillas, angustia por no contraer el virus, naciones enteras confinadas en sus casas, las iglesias cerradas; un espectáculo casi apocalíptico.

Me pregunto si todo este histerismo no es más que la eclosión repentina de la podredumbre de la sociedad actual. Durante décadas, mientras por un lado se promocionaba la cultura de la muerte con el aborto, la eutanasia y la manipulación de embriones, se ha querido echar la vista a un lado sobre el gran “problema” de la muerte de uno mismo. Un “asunto” que nadie puede eludir, pero que esta sociedad liberal y hedonista -con la inestimable colaboración de la iglesia postconciliar eliminando por completo los novísimos de su predicación- se ha encargado de anestesiar las conciencias para que todo el mundo actúe como si fuéramos a vivir eternamente, estuviéramos todos salvados o, en el peor de los casos, tras la muerte sencillamente no hubiera nada. Se ha querido negar pragmáticamente la realidad a la que todos nos enfrentaremos, sumiendo a las almas en un materialismo atroz agnóstico, ateo o, cuando no, decididamente anticristiano.

Decía Papini que “los hombres, al alejarse del Evangelio, han encontrado la desolación y la muerte”. Y eso, exactamente, es lo que ha pasado; todas esas almas que viven de espalda al Evangelio, que viven como si Dios no existiera, como si la muerte de uno mismo y el “después” no fuera un problema “vital” a plantearse, de repente se han encontrado de sopetón con una variable que no controlan, con un microscópico virus que en 24h ha desmontado su engaño y su farsa. El mundo que tanto aman se desmorona como una baraja de naipes, encontrándose con que ese problema que no querían ver, no pueden evitar verlo, y eso les genera auténtico pánico, porque su alma no tiene otro asidero donde agarrarse excepto las bandejas de un supermercado y una mascarilla de papel. La soberbia y altanería del hombre “moderno” ante Dios y la muerte de repente se ha encontrado con el gran “problema” que quería ignorar de bruces e inesperadamente.

Fue San Alfonso María de Ligorio quien dijo que “el hombre en las cosas del cuerpo actúa como un sabio, pero como un loco en las cosas del alma”. Y así es. Esta histeria vital se encuentra con almas huecas, vacías, carentes de contacto con Dios y lo sobrenatural, y su reacción se ciñe al mero instinto de supervivencia humano. Resulta muy triste observar como personas que viven en flagrante estado de pecado mortal, andan asustados por no tener mascarillas, pero no por encontrar a un sacerdote para confesar. Hacen todo tipo de esfuerzos por encontrar un rollo de papel higiénico en el supermercado, pero no dedican ni un minuto de su vida a poner su alma en paz con Dios, justo cuando piensan que pueden correr peligro.

No quiero decir con esto que no sea normal tener miedo humano ante lo incierto y querer ser precavido, lo que quiero transmitir es que con mayor medida deberíamos tener esa precaución y cuidado por nuestra alma, porque nada ocurre sin el consentimiento de Dios… esto tampoco.
 
Miguel Ángel Yáñez

NOTICIAS VARIAS 26 de marzo de 2020



Nuevos escenarios en la era del coronavirus ¿El coronavirus es un castigo divino? Consideraciones políticas, históricas y teológicas (Roberto de Mattei)



El tema de mi conferencia es: "Los nuevos escenarios en Italia y Europa con y después del coronavirus". No hablaré sobre este tema desde un punto de vista médico o científico pues no tengo competencia en esos campos. En lugar de ello, trataré de los asuntos desde otros tres puntos de vista: el del estudioso de las ciencias políticas y sociales, el del historiador y el del filósofo de la historia.

Estudioso de las ciencias sociales.

Las ciencias políticas y sociales son aquellas que estudian el comportamiento del hombre en su contexto social, político y geopolítico. Desde este punto de vista, no me pregunto sobre los orígenes del coronavirus y su naturaleza, sino sobre las consecuencias sociales que está teniendo y que tendrá.

Una epidemia es la difusión a escala nacional o mundial (en este caso se llama pandemia) de una enfermedad infecciosa que afecta a un gran número de individuos de una determinada población en un lapso de tiempo muy corto.

El coronavirus, renombrado Covid-19 por la Organización Mundial de la Salud (OMS), es una enfermedad infecciosa que comenzó a extenderse por todo el mundo desde China. Italia es aparentemente el país occidental más afectado.

¿Por qué Italia está hoy en cuarentena? Porque, tal como los observadores entendieron desde el primer momento, el problema del coronavirus no está representado tanto por la tasa de mortalidad de la enfermedad, sino por la rapidez de la infección en la población. Todos están de acuerdo en que la letalidad de la enfermedad en sí misma no es muy alta. Un paciente puede recuperarse si es asistido por personal especializado en instalaciones de salud bien equipadas. Pero si debido a la rapidez de la infección, que puede afectar simultáneamente a millones de personas, el número de pacientes creciera al galope, faltarán las instalaciones y el personal: en este caso los pacientes mueren porque se les priva de la atención necesaria Para tratar casos graves, se necesitan cuidados intensivos para ventilar los pulmones. Si falta este apoyo, los pacientes mueren. Si aumenta el número de personas infectadas, los hospitales ya no podrán ofrecer tratamientos intensivos a todos y un número creciente de pacientes sucumbirá.

Las proyecciones epidemiológicas son inexorables y justifican las precauciones tomadas.Si no se lo controla, el coronavirus puede afectar a toda la población italiana; pero supongamos que al final solo el 30% resulten infectados, unos 20 millones. Si de estos, haciendo un cálculo por lo bajo, un 10% entrara en crisis, esto significa que sin cuidados intensivos estarían destinados a sucumbir. Serían dos millones de muertes directas, a las que habría que sumar todas las muertes indirectas resultantes del colapso del sistema de salud y del orden social y económico"

El colapso del sistema de salud también tiene otras consecuencias. El primero es el colapso del sistema de producción del país.

Las crisis económicas generalmente surgen de la falta de demanda o de oferta. Pero si quienes desean consumir deben permanecer en casa y los negocios están cerrados y quienes podrían ofrecer productos no los pueden llevar a los clientes, porque las operaciones de logística, el transporte de mercancías y los puntos de venta están en crisis, las cadenas de suministro, las supply chains, colapsan. Los bancos centrales no logran salvar la situación: «Las crisis posteriores al coronavirus no tienen una solución monetaria«, escribe Maurizio Ricci en La Repubblica el 28 de febrero ppdo. Stefano Feltri, a su vez, observa: «Las recetas típicamente keynesianas (creación de empleos y demanda artificial con dinero público) no son viables cuando los trabajadores no salen de sus casas, los camiones no circulan, los estadios están cerrados y la gente no hace reservas para viajes de vacaciones o de negocios porque en sus casas hay enfermos o temen contagios. Además de evitar crisis de liquidez para las empresas al suspender los pagos de impuestos e intereses a los bancos, la política es impotente. Un decreto del gobierno no es suficiente para reorganizar la cadena de suministros.»

La expresión «tempestad perfecta» fue acuñada hace varios años por el economista Nouriel Roubini, para indicar una combinación de condiciones financieras que podrían conducir a un colapso del mercado. «Habrá una recesión mundial debido al coronavirus«, dice Nouriel Roubini, quien agrega: «La crisis explotará y producirá un desastre«. Las previsiones de Roubini se confirmaron por la caída de los precios del petróleo después del fracaso de la OPEP para llegar a un acuerdo con Arabia Saudita desafiando a Rusia y decidiendo aumentar la producción y reducir los precios. Probablemente serán ratificadas por la evolución de los acontecimientos.

El punto débil de la globalización es la «interconexión», la palabra talismán de nuestro tiempo, desde la economía hasta la religión. La Querida Amazonia del Papa Francisco es un canto a la interconexión. Pero el sistema global es frágil precisamente porque está muy interconectado. Y el sistema de distribución de productos es una de las cadenas de esa interconexión económica.

No se trata de mercados, sino de una economía real. No solo las finanzas, sino también la industria, el comercio y la agricultura, es decir, los pilares de la economía de un país, pueden colapsar si el sistema de producción y distribución entra en crisis.

Pero hay otro punto que comienza a vislumbrarse: no es tan solo el colapso del sistema de salud; no solo existe la posibilidad de un quiebre económico, sino que también puede haber un colapso del Estado y de la autoridad pública, en una palabra, anarquía social. La rebelión en las cárceles de Italia se inscribe en esa dirección.

Las epidemias tienen consecuencias psicológicas y sociales por el pánico que pueden causar. La Psicología Social nació entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Uno de sus primeros exponentes es Gustave Le Bon (1841-1931), autor de un famoso libro titulado Psychologie des foules (Psicología de las masas) (1895).

Al analizar el comportamiento colectivo, Le Bon explica cómo, en medio de la multitud, el individuo experimenta un cambio psicológico mediante el cual los sentimientos y las pasiones se transmiten de un individuo a otro «por contagio», como en las enfermedades infecciosas. La teoría moderna del contagio social, inspirada en Le Bon, explica cómo, protegido por el anonimato de la masa, incluso el individuo más pacífico puede volverse agresivo, actuando por imitación o sugestión. El pánico es uno de esos sentimientos que se transmiten por contagio social, como sucedió durante la Revolución Francesa en el período llamado «Gran Miedo».

Si a la crisis económica se suma la crisis de salud, una ola descontrolada de pánico puede desencadenar impulsos violentos en la multitud. El Estado es substituido por tribus, pandillas, especialmente en los suburbios de los grandes centros urbanos. La anarquía tiene sus agentes y la guerra social, que fue teorizada por el Foro de San Pablo (una conferencia de organizaciones latinoamericanas ultra izquierdistas) ya se practica en Bolivia, Chile, Venezuela y Ecuador, y en breve puede expandirse a Europa.

Ese proceso revolucionario ciertamente corresponde al proyecto de los lobbies globalistas, los «maestros del caos», como los define el profesor Renato Cristin. Pero si esto es verdad, también es verdadero que quien sale derrotado por esta crisis es precisamente la utopía de la globalización, presentada como el principal camino destinado a conducir a la unificación de la humanidad. De hecho, la globalización destruye el espacio y pulveriza las distancias: hoy, por el contrario, la regla para escapar de la epidemia es la distancia social, el aislamiento del individuo. La cuarentena se opone diametralmente a la «Sociedad Abierta» defendida por George Soros. La concepción del hombre como una relación, típica de cierto personalismo filosófico, entra en ocaso.

El Papa Francisco, después del fracaso de Querida Amazonia, se concentró con mucha fuerza en la conferencia dedicada al Pacto Global agendada para el 14 de mayo en el Vaticano. La conferencia, sin embargo, se ha pospuesto y no solo se aparta del tiempo, sino que sus premisas ideológicas se disuelven. El coronavirus nos devuelve a la realidad. No es el fin de las fronteras, anunciado después de la caída del Muro de Berlín. Es el fin del mundo sin fronteras. No es el triunfo del nuevo orden mundial: es el triunfo del nuevo desorden mundial. El escenario político y social es el de una sociedad que se desintegra y se descompone. ¿Fue todo planificado? Es posible. Pero la historia no es una sucesión determinista de eventos. El maestro de la historia es Dios, no los maestros del caos. Es el fin de la «aldea global». El asesino de la globalización es un virus global llamado coronavirus.

El historiador

A esta altura, el historiador reemplaza al observador político e intenta ver las cosas desde una perspectiva de larga distancia. Las epidemias han acompañado la historia de la humanidad desde sus comienzos hasta el siglo XX y siempre se han entrelazado con otros dos flagelos: las guerras y las crisis económicas. La última gran epidemia, la gripe española de la década de 1920, estaba estrechamente relacionada con la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión de 1929, también conocida como the Great Crash, una crisis económica y financiera que sacudió la economía mundial a fines de la década de 1920, con graves repercusiones también durante la siguiente década. A estos eventos les sucedió la Segunda Guerra Mundial.

Laura Spinnay es una periodista científica inglesa que escribió un libro titulado Pale Rider: The Spanish Flu of 1918 and How it Changed th World traducido al italiano como: 1918. La influencia española. La pandemia que cambió el mundo. Su libro nos informa que entre 1918 y 1920 el virus español infectó a aproximadamente 500 millones de personas, alcanzando incluso a habitantes de islas remotas del Océano Pacífico y del Océano Ártico, causando la muerte de 50 a 100 millones de personas, diez veces más que la Primera Guerra Mundial. La Gran Guerra contribuyó a propagar el virus en todo el mundo. Laura Spinnay escribe: "Es difícil imaginar un mecanismo de contagio más eficaz que la movilización de grandes cantidades de tropas en el auge de la ola epidémica de otoño, que después llegó a los cuatro rincones del planeta donde fueron recibidos por multitudes festivas. Básicamente, lo que la gripe española nos enseñó es que otra pandemia de gripe es inevitable, pero que causará diez o cien millones de víctimas dependiendo tan solo de cómo será el mundo en el cual se desencadenará".

En el mundo interconectado de la globalización, la facilidad de contagio es ciertamente mayor que hace cien años. ¿Quién podría negarlo? Pero la mirada del historiador se remonta más atrás en el tiempo. El siglo XX fue el siglo más terrible de la historia, pero hubo otro siglo terrible, que la historiadora Barbara Tuchman, en su libro A Distant Mirror Un espejo lejano– llama «El calamitoso siglo XIV».

Quiero detenerme en este período histórico que marca el final de la Edad Media y el comienzo de la Era Moderna. Lo hago con fundamento en los trabajos de historiadores no católicos, pero serios y objetivos en sus investigaciones.

Las Rogativas son las procesiones convocadas por la Iglesia para implorar la ayuda del Cielo contra las calamidades. En Rogativas rezamos A fame, peste et bello libera nos, Domine: «del hambre, de la peste y de la guerra libradnos, Señor». El hambre, la peste y la guerra siempre fueron considerados por el pueblo cristiano como castigos de Dios. La invocación litúrgica presente en la ceremonia de Rogativas, escribe el historiador Roberto López, "volvió a tomar toda su dramática relevancia durante el siglo XIV". “Entre los siglos X y XII, observa López, ninguno de los grandes flagelos que matan a la humanidad parece haberse difundido en gran proporción; ni la peste, de la que no oimos hablar en este período, ni la penuria, ni la guerra, que causó un número muy pequeño de víctimas. Además, las potencialidades de la agricultura fueron ampliadas por una mejora gradual del clima.Tenemos prueba de ello en el retroceso de los glaciares en las montañas y de los icebergs en los mares del Norte, en la extensión de la viticultura en regiones como Inglaterra, donde ya no es practicable, en la abundancia de agua en los territorios del Sahara después recuperados por el desierto"
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Muy diferente fue la imagen del siglo XIV que vio converger catástrofes naturales y graves convulsiones religiosas y políticas.

El siglo XIV fue un siglo de profunda crisis religiosa: comenzó con la bofetada de Anagni (1303), una de las mayores humillaciones del Papado en la historia; después ocurrió la transferencia de los Papas, durante setenta años, a la ciudad de Avignon en Francia (1308-1378) y terminó, entre 1378 y 1417, con los cuarenta años del Cisma de Occidente, en el que la Europa Católica se dividió entre dos y después tres Papas opuestos entre sí. Un siglo después, en 1517, la Revolución protestante rompió la unidad en la fe del Cristianismo.

Si el siglo XIII había sido un período de paz en Europa, el siglo XIV fue una era de guerra permanente. Basta pensar en la «Guerra de los Cien Años» entre Francia e Inglaterra (1339-1452) y en la invasión de los turcos en el Imperio Bizantino con la conquista de Adrianópolis en 1362. En este siglo, Europa sufrió una crisis económica debido a los cambios climáticos causados no por el hombre, sino por el enfriamiento. El clima de la Edad Media era ameno y dulce, como sus costumbres. El siglo XIV, por el contrario, experimentó un fuerte endurecimiento de las condiciones climáticas.

Las lluvias e inundaciones de la primavera de 1315 provocaron una hambruna general que irrumpió en toda Europa, especialmente las regiones del norte, causando la muerte de millones de personas. El hambre se extendió por todas partes. Las personas de edad rechazaban voluntariamente la comida con la esperanza de que los jóvenes sobrevivieran y los cronistas de la época escribieron sobre muchos casos de canibalismo.

Una de las principales consecuencias del hambre fue la desestructuración agrícola. Durante ese período hubo grandes movimientos de despoblación en las regiones agrícolas caracterizadas por la fuga de la tierra y el abandono de las aldeas; el bosque invadió campos y viñedos. Como consecuencia del abandono del campo hubo una fuerte reducción en la productividad del suelo y una disminución de los rebaños.

Si el mal tiempo provoca hambruna, esto debilita el cuerpo de las poblaciones y abre el camino a las enfermedades. Los historiadores Ruggero Romano y Alberto Tenenti muestran como en el siglo XIV se intensificó el círculo vicioso entre hambrunas y epidemias. La última gran peste había estallado entre los años 747 y 750; casi seiscientos años después reapareció, repitiéndose cuatro veces durante una década.

La plaga vino del Oriente y llegó a Constantinopla en el otoño de 1347. En los tres años siguientes infectó a toda Europa hasta Escandinavia y Polonia. Es la peste negra de la que habla Boccaccio en el Decamerón. Italia perdió aproximadamente la mitad de sus habitantes. Agnolo di Tura, cronista de Siena, se quejó de que ya no encontraba a nadie para enterrar a los muertos, y de que tuvo que enterrar a sus cinco hijos con sus propias manos. Giovanni Villani, un cronista florentino, fue abatido por la peste de una manera tan repentina que su crónica se detuvo en medio de una frase.

La población europea que a principios de 1300 había alcanzado más de 70 millones de habitantes, después de un siglo de guerras, epidemias y hambrunas, bajó a los 40 millones; disminuyó por lo tanto más de una tercera parte. El hambre, la peste y las guerras del siglo XIV fueron interpretadas por el pueblo cristiano como signos del castigo de Dios.

Tria sunt flagella quibus dominus castigat: tres son los azotes con los que Dios castiga a los pueblos: guerra, pestes y hambre, advirtió San Bernardino de Siena (1380-1444). San Bernardino de Siena pertenece a ese número de santos, como Catalina de Siena, Brígida de Suecia, Vicente Ferrer, Luis María Grignion de Monfort, que explicaron cómo, a lo largo de la Historia, los desastres naturales siempre acompañaron a las infidelidades y las apostasías de las naciones. Esto que sucedió al final de la Edad Media cristiana, parece estar sucediendo con las calamidades de hoy. Santos como Bernardino de Siena no atribuyeron esos eventos a la actuación de los agentes del mal, sino a los pecados de los hombres, tanto más graves si fueran pecados colectivos y aún más graves si fueran tolerados o promovidos por los gobernantes de los pueblos y por las autoridades de la Iglesia.

El filósofo de la historia

Estas consideraciones nos introducen al tercer punto de vista desde el cual consideraré los acontecimientos no como un sociólogo o historiador, sino como filósofo de la historia.

La teología y la filosofía de la historia son campos de especulación intelectual que aplican los principios de la teología y de la filosofía a los acontecimientos históricos. El teólogo de la historia es como un águila que juzga a los acontecimientos humanos desde las alturas. Grandes teólogos de la historia fueron San Agustín (354-430), Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704), que fue llamado el águila de Meaux, nombre de la diócesis de la que era Obispo, el Conde Joseph de Maistre (1753 -1821), el marqués Juan Donoso Cortés (1809-1853), el Abad de Solesmes Dom Guéranger (1805-1875), el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995) y muchos otros.

Hay una expresión bíblica que dice: Judicia Dei abyssus multa (Salmos, 35, 7): los juicios de Dios son un gran abismo. El teólogo de la historia se somete a estos juicios e intenta entender la razón. San Gregorio Magno, invitándonos a investigar las razones de la obra divina, afirma: "Quien, en las obras de Dios, no descubra la razón por la cual Dios las hace, encontrará en su maldad y bajeza motivos suficientes para explicar por qué sus investigaciones son en vano."

La filosofía y la teología modernas, bajo la influencia sobre todo de Hegel, substituyeron los juicios de Dios con los de la historia. El principio de que la Iglesia juzga la Historia se invierte. Según la Nouvelle théologie, no es la Iglesia la que juzga la Historia, sino la Historia la que juzga a la Iglesia, porque la Iglesia no trasciende la Historia sino que es inmanente, interna a ella.

Cuando el Cardenal Carlo Maria Martini afirmó, en su última entrevista, que «la Iglesia tiene 200 años de atraso» respecto a la Historia, tomó a la Historia como criterio de juicio de la Iglesia. Cuando el Papa Francisco, en sus saludos navideños del 21 de diciembre de 2019, hace suyas las palabras del Cardenal Martini, juzga a la Iglesia en nombre de la Historia, invirtiendo lo que debería ser el criterio del juicio católico.

La historia es realmente una criatura de Dios, como la naturaleza, como todo lo que existe, porque nada de lo que existe es substraído de Dios. Todo lo que sucede en la Historia es esperado, regulado y ordenado por Dios desde toda la Eternidad.

Por lo tanto, para el filósofo de la Historia, todo discurso solo puede comenzar con Dios y terminar con Dios: Dios no solo existe, sino que cuida a las criaturas y recompensa o castiga a los seres racionales, de acuerdo con los méritos y defectos de cada uno. El Catecismo de San Pío X enseña: «Dios recompensa el bien y castiga el mal porque es justicia infinita

La justicia, explican los teólogos, es una de las infinitas perfecciones de Dios. La infinita misericordia de Dios presupone su infinita justicia.

Entre los católicos, la idea de justicia, como la del juicio divino, frecuentemente es rechazada. Sin embargo, la doctrina de la Iglesia enseña la existencia de un juicio particular que sigue a la muerte de cada uno, con la retribución inmediata de las almas y un juicio universal en el que los ángeles y los hombres serán juzgados por pensamientos, palabras, obras, omisiones.

La teología de la historia afirma que Dios recompensa y castiga no solo a los hombres, sino también a las colectividades y grupos sociales: familias, naciones, civilizaciones. Pero mientras los hombres tienen su recompensa o su castigo a veces en la tierra, pero siempre en la eternidad, las naciones sin vida eterna son castigadas o recompensadas tan solo en la tierra.

Dios es justo y compensador y le da a cada uno lo que le corresponde: no solo castiga a las personas individuales, sino que también causa tribulación a las familias, a las ciudades y a las naciones por los pecados allí cometidos. Los terremotos, las hambrunas, las epidemias, las guerras, las revoluciones siempre fueron considerados castigos divinos. Como escribe el P. Pedro de Ribadaneira (1527-1611), «las guerras y las plagas, las sequías y las hambrunas, los incendios y todas las otras calamidades desastrosas son castigos por los pecados del pueblo".

El 5 de marzo pasado, el Obispo de una importante diócesis italiana, cuyo nombre no menciono, afirmó: Una cosa es segura: este virus no fue enviado por Dios para castigar a la humanidad pecadora. Es un efecto de la naturaleza en su característica de madrastra. Pero Dios enfrenta este fenómeno con nosotros y probablemente nos hará comprender, finalmente, que la humanidad es una aldea global”.  Este Obispo italiano no renuncia al mito de la «aldea global» ni a la religión de la naturaleza de Pachamama y de Greta Thurnberg, aunque para él la «Gran Madre» pueda convertirse en «madrastra». Pero, sobre todo, el Obispo rechaza firmemente la idea de que la epidemia de coronavirus o cualquier otro desastre colectivo pueda ser un castigo para la humanidad. El virus, cree el Obispo, es solo un efecto de la naturaleza. 

Pero, ¿quién es el que creó, regula y dirige la naturaleza? Dios es el autor de la naturaleza, con sus fuerzas y sus leyes y tiene el poder de organizar el mecanismo de las fuerzas y las leyes de la naturaleza para producir un fenómeno de acuerdo con las necesidades de su justicia o su misericordia. Dios, que es la causa primera que todo lo que existe, siempre usa causas segundas para realizar sus planes. Quien tiene espíritu sobrenatural no se detiene en la superficie, sino que trata de comprender el plan de Dios oculto bajo la fuerza aparentemente ciega de la naturaleza.

El gran pecado contemporáneo es la pérdida de la fe de los hombres de la Iglesia: no de este o aquel hombre de la Iglesia, sino de los hombres de la Iglesia en su conjunto, con algunas excepciones, gracias a los cuales la Iglesia no pierde su visibilidad. Esta infidelidad produce la ceguera de la mente y el endurecimiento del corazón, la indiferencia frente a la violación del orden divino del universo. Es una indiferencia que esconde el odio hacia Dios. ¿Cómo se manifiesta? No directamente. Estos eclesiásticos son demasiado cobardes para desafiar directamente a Dios: prefieren expresar su odio hacia aquellos que se atreven a hablar de Dios y aquellos que se atreven a hablar de castigo de Dios son apedreados: un río de odio se derrama contra ellos.

Esos hombres de la Iglesia, pese a que profesan verbalmente creer en Dios, de hecho viven sumergidos en el ateísmo práctico. Ellos despojan a Dios de todos sus atributos, reduciéndolo a puro «ser», es decir, a nada. Para ellos todo lo que sucede es fruto de la naturaleza, emancipada por su Autor, y solo la ciencia, no la Iglesia, es capaz de descifrar sus leyes.

Sin embargo, no es solo la sana teología, sino que el mismo sensus fidei enseña que todos los males físicos y materiales que no provienen del hombre dependen de la voluntad de Dios «Todo lo que sucede aquí contra nuestra voluntad– escribe San Alfonso María de Ligorio- sabed que no ocurre si no es por la voluntad de Dios, como dice San Agustín».

La liturgia de la Iglesia conmemora el 19 de julio al Obispo de San Lupo de Troyes (383-478). Era hermano de San Vicente de Lerins, cuñado de San Hilario de Arles, perteneciente a una familia de la antigua nobleza senatorial, pero sobre todo de una gran santidad. Durante su largo episcopado, 52 años, la Galia fue invadida por los hunos. Atila, al frente de un ejército de 4000 mil hombres, cruzó el Rin, devastando todo lo que encontró en su camino. Cuando llegó frente a la ciudad de Troyes, el Obispo Lupo, ataviado con las vestimentas pontificias y seguido por el clero en procesión, enfrentó a Atila y le preguntó: «¿Quién eres tú que amenazas a esta ciudad?». La respuesta fue: «¿No sabéis quién soy? Soy Atila, rey de los hunos, llamado el azote de Dios”. “Entonces sea bienvenido el flagelo de Dios, porque merecemos los flagelos divinos, por nuestros pecados. Pero si fuera posible, asesta tus golpes solo en mi persona y no en toda la ciudad.» Los hunos entraron en la ciudad de Troyes, pero por voluntad divina fueron cegados y la cruzaron sin darse cuenta y sin lastimar a nadie.

Hoy los Obispos no solo no hablan de flagelos divinos, sino que tampoco invitan a los fieles a orar a Dios para que los libere de la epidemia. Existe una coherencia en ello. De hecho, quien reza pide a Dios que intervenga en su propia vida y, por lo tanto, en las cosas del mundo, para ser protegido del mal y obtener bienes espirituales y materiales. Pero, ¿por qué Dios escucharía nuestras oraciones si no está interesado en el universo creado por él?

Si, por el contrario, Dios puede, con milagros, cambiar las leyes de la naturaleza, evitando el sufrimiento y la muerte de un hombre, o la hecatombe de una ciudad, Él también puede decidir el castigo de una ciudad o de un pueblo, porque los pecados colectivos atraen castigos colectivos. «Por los pecados– dice San Carlos Borromeo- Dios permitió que el incendio de la peste se difundiera en cada sector de Milán«. Y Santo Tomás de Aquino explica: “Cuando todo el pueblo peca, se debe tomar venganza de él, totalmente, como en el caso de los Egipcios que persiguiendo a los hijos de Israel, quedaron sumergidos en el Mar Rojo, y también en el de los Sodomitas, que perecieron todos- lo cual se lee en las Sagradas Escrituras. O, en gran parte del pueblo, como en el caso de quienes adoraron el becerro".

En vísperas de la segunda sesión del Concilio Vaticano I, el 6 de enero de 1870, San Juan Bosco tuvo una visión en la que se le reveló que «la guerra, la peste, el hambre son los azotes con los que el orgullo y la malicia de los hombres serán alcanzados.» Así dice el Señor: “Pero vosotros sacerdotes, ¿por qué no corréis a llorar entre el vestíbulo y el altar, pidiendo que cesen los castigos? ¿Por qué no tomáis el escudo de la fe y no vais por los tejados, por las casas, por las calles, por las plazas y por todo lugar, incluso al inaccesible a llevar la semilla de mi palabra? ¿Ignoráis que es terrible la espada de dos filos que abate a mis enemigos y que rompe la ira de Dios y de los hombres?».

Hoy los sacerdotes están callados, los obispos están callados, el Papa está callado.

Estamos acercándonos a Semana Santa y a Pascua. Y por primera vez, quizás en muchos siglos en Italia, las iglesias están cerradas, las Misas están suspendidas, incluso la Basílica de San Pedro está cerrada. Las ceremonias religiosos de la Pascua urbe et orbi no reunirán peregrinos de todo el mundo. Dios también castiga por «sustracción», dice San Bernardino de Siena, y hoy Dios parece haber casi substraído a las iglesias, a la Madre de todas las iglesias, de la mano del supremo Pastor, mientras el pueblo católico anda confundido en la oscuridad, desprovisto de esa verdad clara que la Basílica de San Pedro debe iluminar el mundo. ¿Cómo no ver, en lo que el coronavirus está produciendo, un resultado simbólico de la auto-demolición de la Iglesia?

Judicia Dei abyssus multa. Debemos tener certeza de que lo que sucede no prefigura el éxito de los hijos de las tinieblas, sino su derrota, porque, como explica el P. Carlo Ambrogio Cattaneo de la Compañía de Jesús (1645-1705), el número de pecados, de un hombre o de un pueblo es contado. Venit dies iniquitate praefinita dice el profeta Ezequiel (21, 2): Dios es misericordioso pero hay un último pecado que Dios no tolera y que provoca su castigo. Además, según un principio de la teología de la historia cristiana, el centro de la historia no son los enemigos de la Iglesia, sino los santos. Omnia sustineo propter electos (II Tim. 2, 10) dice San Pablo. La historia gira en torno a los elegidos. Y la historia depende de los designios impenetrables de la Divina Providencia.

En la historia actúan hombres, grupos, sociedades organizadas, públicas o secretas, que se oponen a la Ley de Dios, que se esfuerzan para destruir todo lo que está ordena según Dios. Pueden lograr éxitos aparentes, pero siempre serán derrotados. El escenario que tenemos ante nosotros es apocalíptico, pero Pío XII nos recuerda que en el Apocalipsis (6, 2), San Juan «no apuntó solo a las ruinas causadas por el pecado, la guerra, el hambre y la muerte; también vio por primera vez la victoria de Cristo. Y, de hecho, el camino de la Iglesia a través de los siglos no es más que un via crucis, pero también es una marcha triunfante en todo momento. La Iglesia de Cristo, de los hombres de fe y de amor cristianos, son siempre aquellos que traen luz, redención y paz a la humanidad sin esperanza. Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Hebr.13, 8). Cristo es vuestro guía, de victoria en victoria. Síguelo"

Nuestra Señora de Fátima profetizó el escenario de nuestro tiempo y nos aseguró su triunfo Con la humildad de quien siente que nada puede con sus propias fuerzas, pero también con la confianza de quien sabe que todo puede con la ayuda de Dios, no retrocedemos y nos consagramos a María en la hora trágica de los acontecimientos anunciados por el mensaje de Fátima.

Roberto de Mattei