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domingo, 14 de agosto de 2022

“El Sacramento de la Penitencia” Conferencia de Fr. Ceslas Spicq OP del retiro dado a las monjas de Ozom, el 30 de septiembre de 1972.



Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra, no para los justos sino pan los pecadores, pues no son -dice- los sanos sino los enfermos los que tienen necesidad de médico. Convenía, pues, que el Salvador diese una solemnidad particular a su primera intervención en favor de las almas heridas por el pecado. Desde el comienzo de su ministerio en Galilea, “un día que estaba enseñando -nos dicen los evangelistas- estaban sentados algunos fariseos y doctores de la ley, que habían venido de todos los pueblos de Galilea, y de Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico. Jesús, viendo su fe, le dice: 'Hombre, tus pecados te quedan perdonados'. Los escribas y los fariseos empezaron a pensar: '¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?'. Conociendo Jesús sus pensamientos les dijo: '¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir: tus pecados te son perdonados, o decir: levántate y anda?'. Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados, yo te digo -dijo al paralítico-: '¡levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!'. Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, alabando a Dios. El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de temor decían: 'Hoy hemos visto cosas increíbles'” (Lc 5, 17 ss.). 

Esta maravilla, Jesús debió repetirla a menudo en el curso de su ministerio, frente a María Magdalena, a la mujer adúltera, al buen ladrón, por no citar más que los casos más célebres. Siempre reivindica el derecho y el poder de perdonar los pecados, no sólo en virtud de una delegación recibida de Dios, como lo hacemos nosotros, los sacerdotes, sino en su propio nombre, por su propia autoridad. Y he aquí por qué los oyentes, que no creen en su divinidad, se escandalizan: “¡Blasfema!”. Perdonar el pecado, ofensa hecha a Dios, no pertenece más que a Dios. Pero porque Cristo es Dios, no le es más difícil purificar un alma manchada que restituir la salud a un cuerpo paralizado. 

En el caso presente, la curación que concede es signo de la eficacia del perdón interior. El Cristo-Dios es el Señor de la naturaleza y de la gracia. Puede según su beneplácito, arrancar un alma al infierno, o un cuerpo a la tumba. Él “libera” a los hombres cautivos del pecado, como lo expresa la locución “poder de las llaves” que evoca la potencia de abrir y de cerrar. Este poder que Cristo tenía por su misma naturaleza de Hijo de Dios, lo ha comunicado a sus Apóstoles en términos expresos: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 18-19; 18, 18). Perdonar los pecados, salvar las almas, es pues la función permanente de la Iglesia, en el curso de los siglos. Ella debe continuar la obra esencial del Verbo encarnado. Desde la mañana de su resurrección, Cristo la delegará a sus Apóstoles en estos términos: “Como el Padre me envió, también yo os envío... recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). 

Desde entonces, todos los sacerdotes, válidamente ordenados, tienen el poder divino, el mismo poder de Cristo, de absolver todas las ofensas cometidas contra Dios. Cuando ellos pronuncian sobre un alma la fórmula “Ego te absolvo”: “yo te absuelvo”, la sentencia del cielo no precede a la suya, sino que la sigue, se identifica con ésta. Dios se ha comprometido a ratificar todas las sentencias que se pronuncian en el “tribunal de la penitencia”. ¡Qué prodigio! ¿Es posible que una rama muerta reverdezca, que una construcción en ruinas se reconstruya, que un cadáver reviva? Sí, es posible, incluso es una certeza, es un dogma de fe. La gracia de Cristo-Salvador que otrora curara al paralítico, continúa su acción en vosotros, ella os alcanza, ella os toca. El sacerdote os aplica inmediatamente la sangre del Calvario, cuya virtud purificadora es infinita. La fuente abierta en el Gólgota baña a todas las almas cristianas, y he aquí por qué aquellos a quienes ha matado el pecado pueden revivir, porque todas las destrucciones operadas por el mal en un corazón humano pueden ser reparadas, como lo escribía san Agustín: “Me es suficiente confesar lo que soy para devenir lo que no soy”. Esta transformación interior y súbita, tan radical, la ha realizado una simple palabra: “Yo te absuelvo”. ¡Qué maravillosa eficacia! 

¿Se podría entonces concluir que no tenemos más que ir al confesionario para ser absueltos? ¿Sería el sacramento un rito mágico? La experiencia, por el contrario, prueba que muchos penitentes reciben absolución tras absolución sin que su vida pecadora se modifique. En realidad, el sacramento de la Penitencia requiere que el hombre colabore con Dios. El pecado, en efecto, hace de nosotros un miembro enfermo, a veces un miembro muerto en el seno del organismo espiritual que es el cuerpo místico de Cristo. Ahora bien, ninguna medicina obra en definitiva si el miembro enfermo no reacciona por sí mismo vitalmente para deshacerse del mal, y mucho menos si la fuerza vital no se torna el artesano de esta reacción saludable. He aquí por un lado la necesidad de la iniciativa divina (sacramento) y, por otro, la necesidad de nuestra cooperación personal, de nuestros propios sentimientos interiores (virtud de la penitencia). Ubiquemos bien los términos del problema: Dios perdona, lo hemos dicho. Él da su gracia. Por tanto, el sacerdote absuelve: “Tú, que te arrepientes, tú que te acusas; yo, ministro de Jesús, te perdono; no en mi calidad de hombre; soy pecador como tú, pero yo te absuelvo: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre de aquél que es la única fuente de la vida que tú has perdido o que languidece en ti”. Pero por otra parte, el hombre debe arrepentirse, debe tener el dolor de su pecado y hacer por medio de la confesión un gesto que pruebe la calidad misma de su arrepentimiento. Él ha ofendido a Dios, se va a dirigir a Dios. “Por mi culpa, por mi culpa, por mí gravísima culpa”. 

La Penitencia es un sacramento precisamente porque ella es el signo exterior y eficaz a la vez de nuestro arrepentimiento y del perdón de Dios. Contrición del pecador y gracia divina están tan íntimamente ligadas que constituyen el sacramento mismo. La proposición de la gracia sin contrición del hombre, carece de efecto; la contrición del pecador sin la aceptación de Dios no puede por otra parte remitir los pecados. Pero es suficiente que el pecador confiese su falta a un sacerdote, y he aquí que su contrición deviene eficaz; ella provoca con certeza infalible la misericordia divina. Esto es lo que nos es necesario comprender bien y explicar: el efecto inmediato de la absolución no es otro que la consagración misma de la penitencia interior del pecador que recibe la virtud divina, la remisión de los pecados y la gracia santificante. En otras palabras, los sentimientos personales de penitencia son siempre indispensables para obtener la remisión de los pecados, pero la gran maravilla es que Dios haya elevado esta penitencia interior a la dignidad de un sacramento; de ahí su nombre de “sacramento de la penitencia”.

Veamos previamente lo que es la virtud propiamente dicha de la penitencia, requerida para la recepción válida del sacramento. Para que Dios tenga piedad de nosotros y sustituya su justicia vindicativa por la misericordia, es necesario que el pecador desapruebe su pecado, rebelión de la voluntad humana contra las órdenes sagradas e inviolables de la voluntad divina. Pecando, el hombre -según la enérgica expresión de la teología- le da la espalda al Bien Supremo para buscar en las creaturas la satisfacción de la inmensa necesidad de ser feliz que atormenta a su corazón. Mientras permanece en esta postura injuriosa, la cólera de Dios está pronta para hacerse sentir sobre él. Para que Dios renuncie a sus rigores y se abandone a los afectos paternales de su corazón, es necesario que el pecador haga de alguna manera un cambio y ejerza sobre sí mismo, voluntariamente, las exigencias de la Justicia.

La virtud de la penitencia es la que, según Tertuliano “llena en la vida del hombre el papel de la Justicia divina: poenitentia Dei indignatione fungitur”. Los antiguos nos la han representado bajo los rasgos de una divinidad austera, dedicada a compensar por medio de castigos, los placeres errados de la iniquidad. Más exactamente, la virtud de la penitencia puede definirse así: “Un dolor del alma producido por la falta cometida”; no se trata de una tristeza o de una emoción cualquiera de la sensibilidad al recordar pecados pasados, sino de un dolor de la misma alma, es decir, de una detestación, maduramente reflexionada y querida, de nuestras faltas. Ella detesta el pecado en tanto que es una injuria y una ofensa contra Dios, supremo Maestro y soberano legislador, y que tiene un estricto derecho a que todas nuestras acciones estén dirigidas, orientadas hacia El como hacia nuestro último fin, que exige por lo tanto reparación y satisfacción, por parte de su creatura, si ésta por el pecado, ha violado sus derechos

Veis así que la penitencia es una parte de la gran virtud de la justicia, que ejerce respecto a Dios, un acto de restitución; repara los derechos de Dios que fueran lesionados por la ofensa voluntaria y culpable del pecado. Indudablemente el pecador nunca podrá devolver a Dios tanto como le había quitado; los medios de que dispone el deudor son ínfimos en relación con la deuda que ha contraído; la distancia entre el Creador y su creatura es demasiado grande para que ésta pueda compensar rigurosamente el honor ultrajado de Aquél; y es por eso que Dios debe conceder una gracia operante para remitir la falta y finalmente su perdón será gratuito. Pero al menos el pecador se esfuerza en reparar y llorar su falta lo más posible, y es un sentimiento de justicia que humilla, que lo prosterna a los pies de su Dios y que transformará de alguna manera su crimen a la vez en castigo y en gracia.

Tal es la conversión del pecador y su eficacia: “convertíos, claman los profetas, y haced penitencia” (Ez 18, 30; 33, 11; Jer 3, 14). Mientras el hombre permanece apegado a su pecado, Dios no puede perdonarlo. Su misericordia no nos alcanza más que en la medida en que el alma, que se había rebelado contra El, hace un nuevo giro hacia Dios. No es Dios quien debe cambiar -Él es inmutable- somos nosotros; nuestra voluntad se desprende del pecado, lo rechaza, lo expele, rompe sus lazos infames y se vuelve libremente hacia Dios; ella se rehace; Dios no resiste al llamado de esta espléndida contrición. Nos lo ha dicho por boca del salmista: “Cor contritum et humiliatum Deus non despiciet”. “Oh Dios, tú no desprecias un corazón contrito y humillado”.

Declara que no está ofendido por el pecado cometido. A sus ojos, la falta no existe más; la Escritura misma dice que la arroja a sus espaldas. Todo el pasado es olvidado, borrado. La gracia, que deriva de Dios como la luz llega del sol, afluye a esta alma bien orientada y preparada para recibirla, ella la baña, la purifica, la santifica. La virtud de la penitencia ha dispuesto a este pecador criminal para devenir un hijo de Dios bueno y puro. Si es cierto que la virtud de la penitencia obtiene la remisión de los pecados, se plantea la cuestión de saber si el sacramento de la Penitencia no sería entonces superfluo; por lo menos, ¿cómo puede comprenderse su papel en relación a la virtud que nosotros hemos analizado? La respuesta es tan importante como fácil. En tanto que virtud, la penitencia no es más que una disposición del alma para la remisión de los pecados: Dios perdona cuando ve un alma enteramente llena de dolor frente a sus faltas, contrita, profundamente arrepentida. Pero, ¿quién no sabe qué difícil es al pecador tener un arrepentimiento sincero, proporcionado a sus crímenes, tener un sentimiento tal de justicia que quiera reparar completamente sus ofensas y desterrar toda su falta? En el sacramento, por el contrario, la virtud de la penitencia devendrá la causa misma de nuestro perdón (cf. Suma Teológica, Supl. q. V a. 1). Me explico: el sacramento de la Penitencia está constituido por la unión de la contrición del pecador y de la gracia de Dios. Mientras que en los otros sacramentos, la gracia nos viene por el canal de una materia exterior: el agua en el Bautismo, el santo Crisma en la Confirmación; aquí son los sentimientos y los mismos actos del pecador los que devienen el canal, el instrumento de la gracia que alcanza a su alma. El único sacramento análogo es el Matrimonio, en el que la gracia obra por mediación del juramento que se hacen, uno a otro, los esposos; no se emplea ni agua, ni pan, ni vino, ni óleo; sino que por la declaración de los cónyuges, expresión de su voluntad, la virtud divina se apodera de ella y transforma estas palabras humanas en puente permanente de gracia. Así Dios ¡qué cosa espléndida!- ha elevado la penitencia del pecador a la dignidad de un sacramento. Es decir que la más humilde contrición, elevada, intensificada, espiritualizada por la virtud de la absolución, es realmente, inmediatamente causa de la purificación perfecta del alma. Dios se sirve de los sentimientos de arrepentimiento del hombre para darle, por medio de ellos, su perdón. No se trata de una simple disposición, o de un puro deseo que ocasionan la intervención de la misericordia paternal de Dios, como se dijo antes; incluso no se trata de un canal, sino de una causalidad, de una eficiencia real: en el confesionario, la contrición declarada por el penitente produce en él, por la fuerza de la absolución, la gracia santificante, la efusión de los dones divinos. El acto del hombre se liga exactamente al acto de Dios; o mejor: los sentimientos y las palabras mismas que el pecador declara al confesor son asumidas por Dios, que las oye y las eleva tan alto, les da un alcance tal, que causan por sí mismas -nosotros decimos: “ex opere operato”- la remisión de los pecados; ellas producen en el pecador lo que significan: la aniquilación de la falta. Qué lejos estamos de las objeciones corrientes contra este gran sacramento: la Confesión invento de sacerdotes, intervención odiosa y abusiva de una autoridad sin mandato en el dominio íntimo de la conciencia. En verdad, sólo Dios ha podido tener tanta delicadeza en la dispensación de la misericordia, haciendo participar al culpable tan digna y eficazmente en la anulación de sus errores y de sus faltas. Pero hay más... El sacramento de la Penitencia nos da mucho más que el perdón total y cierto, infaliblemente cierto, de nuestros pecados; él concede además a nuestra alma una gracia de convalecencia.

El pecado, en efecto, tiene un mal doble: malignidad en sí mismo pues nos hace perder la vida divina o la “anemiza”, malignidad en sus secuelas: abate las fuerzas del alma. El pecado, verdadera enfermedad del organismo espiritual, deja en nuestra alma impresiones que nos mueven al mal, deja el peso de hábitos malos; debilitando nuestra energía espiritual muchas veces vencida, acrecienta el poder de nuestros instintos de rebelión a menudo victoriosos. Si la penitencia, la más virtuosa, borra totalmente la falta, queda en el alma un germen que corre el riesgo de transformarse en un vivero de nuevos pecados, una raíz que no exige sino ser extirpada. No pienso solamente en las exigencias acrecentadas de los vicios morales, en las pasiones sobreexcitadas de la concupiscencia, sino en las disposiciones a las faltas veniales que hacen crecer en el alma la avidez y la fruición del pecado; se llega a él cuando se consiente en darse enteramente a nonadas, en poner su fin en el pecado venial. 

¡Qué obstáculo para la gracia, y cómo se comprende que la caridad esté inmóvil, que no pueda crecer en estas almas que se debilitan en tales circunstancias! Es por eso que es necesario que el sacramento de la Penitencia tenga una doble virtud. Es necesario que él purifique del pecado, que sea un remedio para el pasado y una precaución y fuerza para el futuro. Si en efecto somos perdonados, es a fin de permanecer en adelante fieles y no volver a caer en las faltas que lloramos sinceramente. Así el sacramento de la Penitencia nos conferirá no solamente una gracia de purificación, sino también una gracia de defensa, de sostén, de curación completa: digamos exactamente: una gracia de convalecencia. Es un remedio seguro, doblemente eficaz. Comprendemos pues que el pecado engendra en nosotros hábitos que nos impulsan al mal y contrarían nuestra inclinación hacia el bien. La gracia de la absolución además de purificarnos de todas las faltas, nos curará, cicatrizará todas las heridas que podamos conservar; borra los pecados cometidos e impide su reiteración: es algo que preserva y nos permite resistir victoriosamente a las inevitables tentaciones frente a las que otrora hemos sucumbido. Estas dos funciones son inseparables. Una curación no es perfecta más que si acaba en perfecta convalecencia. Nuestros esfuerzos personales, por cierto, son siempre requeridos, pero estarían condenados a la esterilidad si la gracia no les diese una energía y una firmeza divinas. Entiendo bien que todos los sacramentos son reparadores de las faltas veniales, estimulando en nosotros hermosos movimientos de caridad; en especial la Eucaristía que restaura las fuerzas extenuadas en la lucha cotidiana. Pero si la Eucaristía nos aporta una gracia de alimentación, la Penitencia nos da una gracia propia de curación (sanatio) más directamente apropiada a nuestro estado de pecador: nuestras tendencias al mal son frenadas, nuestras virtudes liberadas y robustecidas; el cumplimiento del bien, más fácil y gozoso; las caídas más escasas; la perseverancia, mejor garantizada. 

De todo lo cual se sigue que el sacramento de la Penitencia es un medio providencial de santificación: no solamente Dios comparte de alguna manera su Omnipotencia con nuestro arrepentimiento, sino que se sirve de nuestras faltas para ayudarnos a llegar hasta Él. Descuidar o tratar con negligencia el sacramento de la Penitencia, no sólo es sustraerse a la misericordia de Dios, sino que es escatimar la ayuda exigida para preservarse de nuevos pecados y mantenerse en la virtud. Cuanto menos uno se confiesa, más débil es para vencer el mal; cuanto más uno se confiesa, más fuerte es para luchar y preservarse de todas las emboscadas sembradas en nuestra ruta. Esta doctrina es infinitamente más profunda de lo que parece. 

Los sacramentos 1 Iª IIae., q. 58, a. 2, 3 2 Ia IIae., q. 85, a.1 6 no son fuentes cualesquiera de gracia, ni medios de santificación comparables a otros. Ellos nos transmiten la gracia de Cristo; más exactamente, son prolongación de su Pasión. San Agustín vio correr los sacramentos del costado de Cristo en la cruz y derramarse sobre la humanidad herida como los grandes remedios que ella esperaba, como las fuentes de su redención y de su santificación. Cristo crucificado es el buen samaritano, médico sabio, que acude en socorro del género humano enfermo y herido. Vierte el vino y el óleo sobre las llagas de este herido jadeante que los ladrones han asaltado y dejado medio muerto. “Como se corre al frasco para encontrar en él tal líquido deseado, escribe un antiguo teólogo, así se corre a los sacramentos que son un antídoto destinado para curar” (Kilwarby).

Pero si Cristo prolonga sensiblemente su acción sanante en nuestra alma por medio de los sacramentos, resulta de ello que su influencia personal nos transforma poco a poco en su imagen. En efecto, toda causa imprime su semejanza en su efecto. Concluimos pues en lo siguiente: por el sacramento de la Penitencia somos configurados a Cristo expiando el pecado en la cruz; alcanzamos una cumbre en nuestra vida propiamente cristiana. El sacramento nos pone en contacto directo, personal, con el Salvador, permite a la gracia de Cristo pasar a nosotros, y tiene por finalidad asimilarnos a Cristo: “Vivo yo, exclama san Pablo, pero no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”. Habiéndosenos comunicado vitalmente la energía de Cristo, todos los actos que hagamos bajo esta influencia serán en verdad como actos del mismo Cristo. 

Cada sacramento nos asimila, según su gracia propia, a algún rasgo distinto de nuestro divino modelo. El Bautismo nos incorpora a Cristo crucificado y resucitado; la Confirmación nos hace capaces de confesar nuestra fe, de dar testimonio de la verdad en pos de Cristo; el sacerdocio me posibilita para cumplir los mismos gestos del Señor transformando el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre; el Matrimonio une a los esposos, a imagen de Cristo uniéndose a su Iglesia; la Eucaristía consuma mi unión vital con Cristo crucificado. 

Así el sacramento de la Penitencia no solamente me comunica una parte de las satisfacciones y de los méritos infinitos adquiridos por el Salvador en la Cruz, no solamente transforma mis faltas de cada día en fuentes de gracia, de fuerza, de salud, sino más exactamente, me hace semejante a Cristo expiando y reparando el pecado en el transcurso de su Pasión; me hace participar en sus mismos sentimientos, de calidad divina, me hace producir los mismos actos de redención. Cristo vive, obra en mí, pecador penitente, como El obraba en el Gólgota, donde cargó la pena del pecado y donde ofreció sus dolores a su Padre, por la salvación de las almas. Cuando yo recibo la absolución, la Pasión de mi Salvador obra en mí, como en todos los otros sacramentos, pero aquí a modo de perdón concedido al pecador arrepentido; ella me une a Cristo crucificado que quita la deuda del pecado, no por consiguiente al niño Jesús de Nazaret, ni al profeta y al predicador de Galilea, ni a Cristo Rey, sino al Salvador y al Redentor del mundo, que vino a la tierra no para los justos sino para los pecadores dando su vida para salvarlos de la muerte. 

En verdad, en el sacramento de la Penitencia encuentro un desarrollo de mi vida cristiana que tiene su fuente en la santísima humanidad dolorosa y amante del Hijo de Dios. Afirmo en ello mi doble condición de pecador y de rescatado, estoy en el camino auténtico, que lleva al Padre -en Cristo- y progreso en él. Estoy asociado al más grande de todos los actos de mi Salvador y yo lo imito sin posibilidad de error. ¿Estoy seguro, es posible esto? Estoy seguro, en el más humilde confesionario, yo, pecador, ayer extraviado y rebelado contra Dios, pero hoy contrito, estoy seguro, digo, en este instante, de ser Cristo, obrando como Cristo, viviendo en Cristo, inmolándome con Cristo. ¿Puede uno imaginarse estar más cerca del cielo? Comprendo entonces la reflexión de san Juan Crisóstomo: “Qué admirable es, Dios mío, tu misericordia en sus consejos, qué poderosa en sus obras! ¡Qué ingeniosa en toda la economía de la conversión de los hombres! Nosotros no nos damos cuenta, y sin embargo, Señor, Tú haces en nosotros milagros de gracia para salvarnos en el mismo momento en que nuestras ofensas deberían comprometeros a hacer milagros de justicia para castigarnos. Tú tomas, en efecto, el pecado que acabamos de cometer para expresar con él la gracia que nos reprocha haberlo cometido; para justificarnos Tú te sirves de aquello que nos ha hecho culpable; y para darnos la vida, de aquello que había causado nuestra muerte”.

Toda la vida humana es una seguidilla lamentable de faltas; toda vida cristiana es un fracaso. Pero qué recurso admirable, poder aniquilar sus faltas por la confesión y encontrar en el mal la ocasión de un bien más grande: “Bienaventurados, exclama el salmista, aquellos cuyas faltas han sido perdonadas. Bienaventurados aquellos cuyos pecados no existen más” . Bienaventuranza a menudo ignorada y sin embargo bienaventuranza accesible a todos los mortales. El penitente que se presenta al sacerdote confesándose y pidiéndole: “Padre, bendígame porque he pecado”, ha visto en ese instante cómo su arrepentimiento produce la gracia, cómo su alma lavada, blanqueada de todas sus manchas, va reencontrando su condición gloriosa de verdadero hijo de Dios y va adquiriendo una semejanza más profunda, auténtica, con Cristo Salvador. ¡Qué felicidad, cuando después de este prodigio, maravillosa invención de la divina misericordia, el sacerdote consagra este estado con estas últimas palabras: “Vete en paz”!

En conclusión: la Penitencia es un sacramento, una realidad sagrada, un signo eficaz de la gracia, un contacto con Cristo crucificado. Por lo tanto, qué necesario es reaccionar, no digo solamente contra el hábito de confesarse tan mal, con tan poca contrición y una fe tan pobre, sino además venir al confesionario para decir cosas que allí no tienen nada que hacer: se habla de litigios, de asuntos profanos, de detalles de la comunidad... la confesión es un sacramento que no ha sido instituido para excusarnos y murmurar sobre nuestro prójimo, sino para perdonar nuestros pecados y hacer eficaz nuestra penitencia. Cuántos religiosos deben adquirir el deber primario de respeto por esa realidad santa, sí, también de respeto por el confesor -que no es “un director”. Es un sacerdote, esto es suficiente, esto es espléndido. Es un ministro de Jesucristo, poco importa su ciencia y su santidad. Tiene un poder, un carácter sacramental para comunicarnos la gracia, para comunicarnos a Dios mismo. Esto es lo que necesitamos pedirle. 

C. Spicq, OP Universidad de Friburgo Suiza
(Traducido por Hna. Verónica Zavalla OSB, Abadía Santa Escolástica)

sábado, 13 de agosto de 2022

Cardenal Raymond Leo Burke. La apostasía avanza en la Iglesia



El cardenal Raymond Burke ofreció aliento y esperanza a los católicos tradicionales en una homilía reciente, lamentando el "veneno del pensamiento mundano" dentro de la Iglesia.

Durante su homilía del 7 de agosto en el Oratorio de Santa María, dirigido por el Instituto de Cristo Rey Sumo Sacerdote (IKCSP) en Wausau, Wisconsin, Burke habló a los fieles católicos y advirtió sobre los ataques tanto dentro como fuera de la Iglesia Católica.

“Tiempos como el de hoy no son diferentes a los del Pueblo Elegido antes de la caída de Jerusalén”, dijo. “La cultura laica es una rebelión abierta y violenta contra el buen orden que Dios escribió en la naturaleza y sobre todo en el corazón del hombre”.

“La integridad del matrimonio y la familia, la dignidad inviolable de la vida humana y la libertad fundamental de religión se violan rutinariamente en favor de una cultura fundada en la voluntad de corazones humanos corruptos”, continuó Burke.

“El veneno del pensamiento mundano afecta la vida de la Iglesia, alejando los corazones de Cristo, del respeto por la verdad de la doctrina cristiana y de la adoración a Dios en espíritu y en verdad”, advirtió Burke.

Su homilía llega en un momento de creciente restricción de la misa tradicional en latín, ya que el cardenal Cupich de Chicago canceló las misas públicas y las confesiones de los sacerdotes del ICCSP en su diócesis [aquí - aquí], dejando a unos 400-500 fieles todos los domingos sin la tradicional Misa y los sacramentos.

Esta decisión se tomó luego de que los sacerdotes del IICKSP se negaran a firmar una carta presentada por Cupich, en la que se afirmaba que la Misa del Novus Ordo es la única expresión verdadera del rito romano, rechazando así el rito romano tradicional y su carisma. [ aquí ].
“La apostasía es dolorosamente evidente en la vida de aquellos que dicen ser católicos devotos y al mismo tiempo ignoran la tradición apostólica”, dijo Burke.
“En estos tiempos, los corazones sinceros luchan por comprender la voluntad permisiva de Dios, mientras Satanás los tienta a la duda y al desánimo, y a abandonar la lucha diaria contra las fuerzas del mal”, dijo.
“Pero nunca debemos ceder a la duda, el desánimo y el abandono de la batalla diaria para defender a nuestro Señor y su santa Iglesia”, dijo Burke, y agregó: “incluso de los enemigos dentro de la Iglesia”.
El Cardenal Burke siempre ha apoyado la Misa en latín, defendiendo la Tradición frente a los nuevos documentos publicados por la Congregación (ahora Dicasterio) para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (CDW) [ aquí ].

Silencio sobre Nicaragua | Actualidad Comentada | 12-08-2022 | Pbro. Santiago Martín FM | Magnificat



Duración 13:27 minutos

viernes, 12 de agosto de 2022

miércoles, 10 de agosto de 2022

Una crítica doctrinal de Desiderio desideravi: La primacía de la adoración



Introducción del editor: Damos inicio a la publicación, en cinco artículos sucesivos, de un importante estudio de José Antonio Ureta sobre los fundamentos teológicos sobre los que se apoya la reciente exhortación apostólica Desiderio Desideravi. 

El autor argumenta que estos fundamentos difieren manifiestamente de los de la encíclica Mediator Dei de Pío XII en la medida en que ponen todos los acentos precisamente en las peligrosas inclinaciones del Movimiento Litúrgico tardío contra las cuales el último Papa preconciliar quiso advertir a los fieles.

La primacía de la adoración

José Antonio Ureta

Necesidad de un examen meticuloso

En los medios tradicionalistas, los comentarios a la exhortación apostólica Desiderio desideravi se han limitado hasta el presente a lamentar la reiteración de la tesis de que la misa de Pablo VI es la única forma de Rito Romano y a negar que el nuevo Ordinario de la Misa sea una traducción fiel de los deseos de reforma expresados por los Padres conciliares en la constitución Sacrosantum Concilium.

No me ha llegado a las manos (o, más bien, a la pantalla del computador) ninguna crítica teológica de los principios desarrollados por el papa Francisco en su meditación sobre la liturgia. Veo inclusive con preocupación que algunos artículos, al mismo tiempo que condenan los dos defectos de Desiderio desideravi arriba mencionados, dan a entender que si sus principios y algunos comentarios del Papa fuesen puestos en práctica en las parroquias, el resultado sería positivo.

«De hecho, buena parte de los consejos del papa Francisco para la liturgia se podría entender como una convocatoria general a la tradición en la liturgia», escribe un destacado líder tradicionalista, que tras citar algunos fragmentos de la exhortación sobre la riqueza del lenguaje simbólico, agrega: «Si los ceremonieros de las diócesis se tomasen a pecho estas afirmaciones, observaríamos por todo el mundo una transformación de la liturgia de vuelta a la tradición»[1]. 

Los sacerdotes birritualistas de la diócesis de Versalles que animan el portal Padreblog afirman, por su parte, que «bastantes elementos de la carta tienen en común que ni son propios ni figuran en el Misal de 1962 ni en el de 1970», para concluir que «lo mejor del Misal de San Pío V encontrará de modo natural su lugar en la profundización litúrgica que pide el Santo Padre»[2]. El capellán de la misa tradicional a la que asisto regularmente (perteneciente a una comunidad Ecclesia Dei) parece ser de la misma opinión, pues sugirió al fin de un sermón reciente superar el desagrado que produce el párrafo 31 de Desiderio desideravi y aprovechar las vacaciones del verano europeo para nutrirse espiritualmente con la lectura del documento papal.

Temiendo que esa actitud benevolente se difunda en los medios tradicionalistas, pretendo mostrar en los párrafos que siguen los desvíos doctrinales que, en mi modesta opinión, salpican las meditaciones del Papa Francisco sobre la liturgia, desvíos que resultan de la nueva orientación teológica asumida por la constitución Sacrosantum Concilium del Concilio Vaticano II. 

Lo haré comparando la visión de la liturgia que enseña el último documento preconciliar sobre el tema, o sea, la encíclica Mediator Dei de Pio XII con aquella que emerge de Desiderio desideravi. La conclusión será que esta última merece, por lo menos, la crítica que hacía el cardenal Giovanni Colombo a la Gaudium et Spes, a saber, que «todas las palabras son apropiadas; lo que falla son los acentos»[3]. Infelizmente, tras leer el texto reciente del Papa los lectores se quedan más con los acentos errados que con las palabras apropiadas…
La comparación entre la visión de Pio XII y la de Francisco versará sobre cuatro puntos específicos: la finalidad del culto litúrgico, el misterio pascual como centro de la celebración, el carácter memorial de la Santa Misa y, por último, la presidencia de la asamblea litúrgica.
Finalidad del culto litúrgico

Mediator Dei[4] deja sentado con una claridad meridiana que el culto católico tiene dos finalidades principales que se entrecruzan y se apoyan mutuamente: la gloria de Dios y la santificación de las almas. Pero, evidentemente, la primacía le corresponde al homenaje rendido al Creador.

Después de explicar que «el deber fundamental del hombre es, sin duda ninguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida» (n° 18), reconociendo su majestad suprema y dándole «mediante la virtud de la religión, el debido culto» (n° 19), Pío XII recuerda que la Iglesia lo hace continuando la función sacerdotal de Jesucristo (n° 5) y concluye con la siguiente definición: «La sagrada liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de Él, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros» (n° 29).

Inclusive el fin subsidiario (y, de hecho, primario desde otro punto de vista) de santificar las almas tiene como fin último la gloria de Dios: «Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia; ella se refiere al sacrificio, a los sacramentos y a las alabanzas de Dios, e igualmente a la unión de nuestras almas con Cristo y a su santificación por medio del divino Redentor, para que sea honrado Cristo, y en Él y por Él toda la Santísima Trinidad: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo» (n° 215).

Por influencia de los teólogos del llamado Movimiento Litúrgico, cuyas ideas fueron recogidas en Sacrosanctum Concilium, esa relación entre glorificación de Dios y santificación de las almas en la liturgia quedó invertida. Lo explica de modo muy pedagógico el teólogo jesuita P. Juan Manuel Martín Moreno en sus Apuntes de Liturgia[5] para el curso que impartió en la Pontificia Universidad de Comillas (de la Compañía de Jesús) en los años 2003-2004:

«Siempre se ha reconocido una doble dimensión al acto litúrgico. Por una parte tiene como objetivo la glorificación de Dios (dimensión ascensional o anabática) y por otra la salvación y santificación de los hombres (dimensión descensional o catabática). (…)

»La teología litúrgica anterior al Vaticano II partía del concepto de culto concebido anabáticamente. La liturgia era primariamente la glorificación de Dios, el cumplimiento de la obligación que la Iglesia tiene como sociedad perfecta de rendir culto público a Dios, para atraerse de ese modo sus bendiciones.

»En cambio para el Vaticano II prima la dimensión descendente. La Trinidad divina se manifiesta en la Encarnación y en la Pascua de Cristo. El Padre entregando a su Hijo al mundo en la Encarnación, y su Espíritu en la plenitud de la Pascua, nos comunica su comunión trinitaria como un don. Este doble don de la Palabra y el Espíritu se nos da en el servicio litúrgico para nuestra liberación y santificación. (…)

»La concepción anabática de la liturgia se centraba en el servicio del hombre a Dios, mientras que la concepción catabática se fija en el servicio ofrecido por Dios al hombre. La crítica del culto, entendida como servicio del hombre a Dios, se basa en el hecho de que efectivamente Dios no necesita esos servicios del hombre. (…)

»Si la liturgia fuese básicamente culto, sería superflua. Pero si la liturgia es el modo como el hombre puede entrar en posesión de la salvación de Dios, el modo como la acción salvífica se hace realmente presente aquí y ahora para el hombre, es claro que el hombre sigue necesitando la liturgia»[6].

De hecho, la dimensión catabática tiene también la finalidad anabática de conducir los hombres a Dios y hacer que lo glorifiquen. Pero, en Desiderio desideravi[7], el papa Francisco enfatiza casi exclusivamente esta concepción primordialmente catabática de la liturgia y deja en la sombra la glorificación de Dios, que para Pío XII es su elemento primordial.

Su meditación comienza con las palabras iniciales del relato de la Última Cena – «ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros»– subrayando que ellas nos dan «la asombrosa posibilidad de vislumbrar la profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros» (n° 2). «El mundo no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 9)» (n° 5), agrega el pontífice. Sin embargo, «antes de nuestra respuesta a su invitación –mucho antes– está su deseo de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros» (n° 6). La liturgia, entonces, es ante todo el lugar del encuentro con Cristo, porque ella «nos garantiza la posibilidad de tal encuentro» (n° 11).

El sentido catabático y descendiente de la liturgia –entrar en posesión de la salvación– está muy bien resaltado. Pero fue enteramente omitido el hecho, destacado por Pío XII en el texto ya citado, de que la primera función sacerdotal de Cristo es rendir culto al Padre Eterno en unión con su Cuerpo Místico.

Esa unilateralidad se refuerza en otro párrafo que trata específicamente del aspecto anabático ascendiente, o sea, de la glorificación de la divinidad por los fieles reunidos. Dicho texto insinúa que la gloria de Dios es secundaria, en cuanto no agrega nada a la que Él ya posee en el Cielo, mientras lo que realmente vale es su presencia en la tierra y la transformación espiritual que ella produce: «La Liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible en la que Él habita (cfr. 1 Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios» (n° 43).

Las palabras son apropiadas, porque es verdad que el hombre agrega a Dios una gloria apenas “accidental”, pero fue Dios mismo el que quiso recibirla de él al crearlo. Pero los acentos, por su unilateralidad, conducen los fieles a una posición errónea, que fácilmente degenera en el culto del becerro de oro, o sea, «en una fiesta que la comunidad se ofrece a sí misma, y en la que se confirma a sí misma», actitud denunciada en su tiempo por el entonces cardenal Joseph Ratzinger [8].

NOTAS:




[4] Las citas de la encíclica y su numeración corresponden a la versión publicada en el sitio internet de la Santa Sede: https://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_20111947_mediator-dei.html.


[6] Op. cit., p. 47-48.

[7] Las citas de la exhortación apostólica y la numeración corresponden a la versión publicada en el sitio internet de la Santa Sede:


[8] Joseph Ratzinger, El Espíritu de la liturgia: una introducción, Eds. Cristiandad, Madrid, 2001, p. 43.

La nueva inquisición y la Iglesia de la Climatología



Al calor de las nuevas religiones de la New Age

ANTONIO GIL-TERRÓN PUCHADES
09 Ago 2022


Me gusta, y mucho, que en la Civilización Occidental, la nuestra, construida sobre los valores de la tradición judeocristiana, haya podido librarse del fanatismo religioso de antaño, pero sin renunciar a sus valores fundacionales.

Sin embargo, al calor de las nuevas religiones de la New Age, entre las que destaca la Iglesia de la Climatología, los fanáticos siguen fermentando entre nosotros, emponzoñando la convivencia diaria con su odio e intolerancia hacia todos aquellos que no piensan igual que ellos. Y no es que critique los valores de esas nuevas religiones ´políticamente correctas´; no.
Lo que critico es la histeria, el fanatismo y la intolerancia inquisitorial, de todos aquellos que por un lado están pidiendo respeto por sus creencias e ideales, mientras que por otro se dedican a odiar, perseguir y atacar con saña, a todos aquellos que piensan diferente o, simplemente, no comparten su enardecida pasión por la ideología de género, o sus credos y dogmas de fe sobre el cambio climático, o las vacunas milagrosas. A los díscolos con la doctrina oficial, antes les llamaban ´herejes´, ahora, ´negacionistas´.
Los inquisidores de antaño ya no se encuentran dentro de las diferentes iglesias cristianas; afortunadamente. Los inquisidores se hallan dentro de esas nuevas religiones ´políticamente correctas´, que encuentran en la Agenda 2030, sus dogmas de fe; su credo y su catecismo.

Al final, los mismos perros con diferentes collares.

martes, 9 de agosto de 2022

Una poesía de Amado Nervo




HAY QUE 


Hay que andar por el camino
posando apenas los pies;
hay que ir por este mundo
como quien no va por él.

La alforja ha de ser ligera,
firme el báculo ha de ser,
y más firme la esperanza
y más firme aún la fe.

A veces la noche es lóbrega;
mas para el que mira bien
siempre desgarra una estrella
la ceñuda lobreguez.

Por último, hay que morir
al deseo y al placer,
para que al llegar la muerte
a buscarnos, halle que

ya estamos muertos del todo, 
no tenga nada que hacer
y se limite a llevarnos
de la mano por aquel

sendero maravilloso
que habremos de recorrer,
libertados para siempre
de tiempo y espacio. ¡Amén!

Amado Nervo

El ‘indietrismo’ es cuestión de fechas (Carlos Esteban)



Acusado por el zar de Rusia de ser un traidor, Charles Maurice de Tayllerand, que había servido bajo todos los regímenes que se sucedieron en la Francia revolucionaria y en la restauración posterior, respondió: “La traición es una cuestión de fechas”. Y es que la historia solo reconoce como traidor al que se equivoca de bando.

Y se me ocurre que el “indietrismo”, la involución, que últimamente tanto denuncia el Santo Padre, tiene la misma característica: es cuestión de fechas. Es decir, todo el mundo es ‘indietrista’ porque todo el mundo tiene una fecha pasada que considera el inicio correcto.

El Papa es indietrista del Vaticano II tanto como los odiados y rígidos tradicionalistas lo son de un tiempo anterior a lo que, numéricamente, al menos, fue una catástrofe sin precedentes para la práctica católica.

La diferencia más notable, aunque solo sea desde el punto de vista secular, histórico, es que a los tradicionalistas no se les puede ya motejar de nostálgicos, porque nadie puede sentir nostalgia de lo no vivido. No quieren volver a un rito y a una práctica de culto que les recuerde a su juventud, porque ha pasado ya más de medio siglo, y los jóvenes abundan entre los seguidores del rito tridentino. Más bien, aspiran a reconectar con la Iglesia de siempre, con una forma de adoración ininterrumpida, reflejo de una doctrina perenne.

El indietrismo vaticano, en cambio, quiere volver a los tiempos del ‘Espíritu del Concilio’, que sí vivieron, que sí fue para muchos añosos clérigos el espíritu de su juventud. El resultado tiene algo de patético, como volver a los pantalones de campana, si se me perdona la frivolidad de la analogía. Y es que el Concilio, por voluntad expresa, pretendía un ‘aggiornamento’, una puesta al día, una adaptación al mundo de los años sesenta y setenta.

Y lo que hace parecer especialmente envejecida esta estrategia es un doble problema. El primero es que los retos que planteaba ese tiempo no son los que vivimos ahora; sus circunstancias son muy otras, y se nota.

El segundo es aún más llamativo: ante la crisis de la Iglesia en esa época convulsa, para detener una sangría ya en marcha, se ensayaron soluciones que habría de darle la vuelta y propiciar una ‘primavera de la Iglesia’. Y en ese momento aún podía sostenerse que las innovaciones serían eficaces. Hoy, no. Este medio siglo es testimonio demasiado expresivo del fracaso, y volver a él, dar dos tazas de arroz a quien no quiere una, resulta desconcertante, cuando menos.

Carlos Esteban

domingo, 7 de agosto de 2022

Reflexión sobre algunos puntos relacionados con el Concilio Vaticano II, según Adelante la Fe




- Francisco contra el Concilio (de César Félix Sánchez)



- El Concilio incuestionable (de John A. Monaco)



- El Concilio y el eclipse de Dios (Don Pietro Leone: hay cuatro artículos)

https://adelantelafe.com/don-pietro-leone-el-concilio-y-el-eclipse-de-dios-i/

- De aquellos barros estos lodos: sobre la profanación eucarística en Alemania


- Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia


- Libro imprescindible sobre el Concilio Vaticano II y más


- La Historia nunca escrita del Concilio Vaticano II (libro de Roberto De Mattei)


- Puntos de ruptura entre el Concilio Vaticano II y la Tradición. Sinopsis (Paolo Pasqualucci, filósofo católico)


- Los puntos de ruptura del Concilio Vaticano II permanecen.


- Vaticano II: una explicación pendiente (Libro de Monseñor Brunero Gherardini)



Nota: Hay muchísimo más artículos, muy interesantes, que tratan sobre el Concilio Vaticano II. Yo sólo he apuntado diez, entre los últimos. 

Hay dos libros que ilustran muy bien sobre este Concilio, de lectura imprescindible:

Vaticano II: una explicación pendiente (de Brunero Gherardini)

Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita (de Roberto de Mattei)


Selección de artículos por José Martí

sábado, 6 de agosto de 2022

Sánchez con las luces cortas: siete razones para la desobediencia civil



1 - No pueden invocar la solidaridad con Europa, como argumento.

Pedro Sánchez y sus ministros han tachado a Ayuso de “insolidaria”, “egoísta” y hasta “aliada de Putin” (¿qué tendrá que ver?) por rebelarse frente a la cacicada energética. Pero los españoles no tenemos la culpa de la dependencia alemana del gas ruso, fruto a su vez de su errónea política verde y del cierre de las centrales nucleares. Y apagar los escaparates de Madrid o Barcelona, no va a paliar los problemas de abastecimiento de gas en Berlín o Dusseldorf.

La UE nos ha metido en un pulso con el dictador Putin, en una guerra que ni nos va ni nos viene. Bruselas se ha creído el centinela de Occidente y el guardián de las esencias democráticas, cuando no es más que un acólito de Washington en esa “guerra por poderes” -como la llama Carlos Esteban- con Rusia. Está claro que Putin es un criminal de guerra, pero eso no significa que Zelenski sea Mahatma Gandhi y que la causa ucraniana no sea, entre otras cosas, un negociete de Estados Unidos.

Ahora estamos pagando, con la asfixia energética, el ir de escuderos de Washington, que -¿será casualidad?- es nuestro principal proveedor de gas natural, que nos sale 40% más caro que el ruso.

2. Porque las medidas no sirven para nada y resultan contraproducentes. Subir el aire, bajar la calefacción o apagar escaparates son parches con escaso recorrido. Un ejemplo, todo el alumbrado de Madrid capital, incluyendo túneles, semáforos, etc, representa menos de 0,15 TWh de consumo eléctrico. Y ¿qué se va a conseguir a cambio? desincentivar el consumo; perjudicar al turismo, el ocio y la hostelería; poner en jaque al comercio; asfixiar aún más a la pequeña y mediana empresa.

Más eficaz sería extender la vida de las cinco centrales nucleares que hay en España; y parar el desmantelamiento de las centrales térmicas, como han pedido PP y Vox; éste último reclama además un Plan Nacional de Soberanía Energética. Pero la apuesta por la energía nuclear, la más limpia y eficiente, es tabú para la izquierda (…en España, porque en Alemania ya está dando marcha atrás).

Es fácil prever que el decretazo acabará en los tribunales (Ayuso estudia llevarlo al Constitucional); y que las multas serán posiblemente anuladas por el juez

3. Porque es una medida despótica. La ha impuesto Sánchez a golpe de decreto-ley, a espaldas del Parlamento, a espaldas de la ciudadanía, sin consultar previamente con las autoridades autonómicas, ni consensuar con los afectados, los empresarios. Una medida precipitada, de brocha gorda, sin tener en cuenta, por ejemplo, las peculiaridades climatológicas de las distintas ciudades -no es lo mismo Oviedo que Córdoba, pero el Gobierno no está para sutilezas-.

Es fácil prever que el decretazo acabará en los tribunales (Ayuso estudia llevarlo al Constitucional); y que las multas serán posiblemente anuladas por el juez, por vulnerar la normativa sobre las condiciones mínimas de seguridad en el trabajo.

4. Porque Sánchez carece de legitimidad moral. Ignoro si el Gobierno tiene legitimidad política para imponernos el “sangre, sudor y lágrimas” … eso se lo deja a los constitucionalistas. Lo que sí sé es que carece de legitimidad moral.

No puede exigirnos ahorro energético un presidente que viaja en Falcon y Super Puma -para recorrer 25 kilómetros-; ni pedirnos austeridad, el Gobierno con mayor número de ministerios de los últimos cuarenta años -alguno de ellos, perfectamente prescindibles como el que dirige una tal Irene Montero-; con un ejército de asesores que pagamos de nuestros bolsillos; y con una superestructura monclovita a la que acaba de sumar un nuevo organismo —Secretaría General de Planificación Política—. El Gobierno más caro e ineficiente en décadas, no sólo no predica con el ejemplo sino que tiene la osadía de echarnos en cara nuestro egoísmo e insolidaridad.Entonces, si las medidas son ineficaces frente al colapso energético y contraproducentes económicamente, ¿por qué se empeña Sánchez en imponerlas?

5. Porque (Sánchez) no busca ahorrar gas, sino quizá labrarse el futuro. No es descartable la hipótesis de que Sánchez quiera congraciarse con la Unión Europea, y asegurarse despacho y moqueta para cuando deje la Moncloa vacía (y España empobrecida). Quiere quedar bien con Ursula Von der Leyen, tal vez para que le busque un enchufito, como apunta Emilio Campmany.

6. Porque no buscan ahorrar gas, sino hacer ingeniería social.

¿De verdad creen que al Gobierno le importa el ahorro de gas? Lo que pretende, con el decretazo, es medir el grado de inclinación del espinazo de la plebe. Comprobar que tragamos carros y carretas sin rechistar, y que es posible seguir atropellando derechos y libertades sin que se produzca un motín de Esquilache.

O ¿alguien cree que a Zapatero le importaba la salud pública cuando sacó la “ley seca” antitabaco? Si le hubiera importado hubiera cerrado los estancos, pero eso no, porque el Estado se quedaría sin la ganancias, vía impuestos.

También la salud ciudadana resultó ser un pretexto cuando el Gobierno de Sánchez impuso el confinamiento por la pandemia. Un estado de alarma que vulneró derechos y libertades fundamentales, como ha sentenciado el Constitucional. La prueba de que la salud pública no fue más que un pretexto, es que el Gobierno esperó a la manifestación feminista del 8-M del 2020 para tomar medidas, cuando el coronavirus llevaba más de un mes propagándose.

7. Porque lo de las luces es una cortina de humo para desplazar de la agenda mediática otros temas. Por ejemplo, la sentencia del Supremo sobre los ERE del PSOE andaluz, el mayor escándalo de corrupción de la democracia española, o la destrucción de empleo que ha aflorado en julio. O que España ya es el segundo país de la (OCDE) en el que más cayó el ingreso real per cápita de los hogares en el primer trimestre del año respecto al anterior, como consecuencia de la inflación. De eso no quiere Sánchez que nos acordemos. Por eso, algunos dejamos memoria de ello. Memoria democrática.

Alfonso Basallo

Asombro, Humildad, Gratitud, etc (según Chesterton, comentado por el padre Santiago Martín)



Duración 11:02 minutos

Quién fue Franco ¡Definitivo! (Pío Moa)




De Francisco Franco se puede afirmar con certeza lo siquiente: Se educó, civil y militarmente, en el régimen liberal de la Restauración (1875-1923), e hizo una brillante carrera militar en Marruecos.

En 1930 se declaró partidario de una democracia ordenada en contraposición con su hermano Ramón, golpista republicano.

Preocupado por las violentas derivas de una caótica democracia republicana, defendió no obstante al régimen contra el alzamiento armado del PSOE y la Esquerra, en octubre de 1934, a cuya derrota contribuyó. Y no intentó ningún contragolpe.

Aunque de preferencias monárquicas, aceptó y respetó la legalidad republicana más que cualquier político, en especial los de izquierda y separatistas, que conspiraron contra ella y realizaron golpes de estado. Y no participó en ningún golpe o proyecto de golpe de la derecha.

En 1936 no se alzó contra la república, sino contra un frente popular que precisamente acababa de destruir el régimen tras unas elecciones fraudulentas. Después de haber fracasado en su insurrección de 1934.

Mantuvo durante la guerra civil plena independencia política y militar ante Hitler y Mussolini, pese a disponer de muy escasos recursos financieros y comprar su ayuda a crédito.

No perdió ninguna batalla, aunque fracasara inicialmente ante Madrid; y ganó la guerra. partiendo de una inferioridad de recursos que a casi cualquier otro le habría inducido a abandonar ya al principio. Y derrotó después a una peligrosa guerrilla comunista (el maquis) Esto puede decirse de muy pocos generales del siglo XX en cualquier país.

No solo no se supeditó a Hitler y Mussolini durante la guerra civil, sino que evitó a España la mundial, y nadie más que él podría haberlo hecho, pese a las presiones de Hitler, sorteando también las amenazas y chantajes de los Aliados cuando estos iban ganando.

Para entonces había llegado a dos conclusiones generales. a) que la democracia era inviable en un país como la España republicana, empobrecida, de grandes desigualdades sociales, repleta de odios políticos y con partidos exclusivistas y sin visión del interés general. Y b) que después de la durísima prueba de la república, el frente popular y la guerra, el país necesitaba un largo período para reponerse, superar la miseria y los odios que hacían imposible una convivencia en paz y en libertad. Y que ese período debía corresponder a una dictadura en la que no existieran partidos.

No obstante, el franquismo no correspondió del todo a esa concepción. De hecho era un régimen de cuatro partidos, llamados “familias”: carlistas, falangistas, monárquicos y los más decisivos católicos políticos ligados al episcopado. Franco arbitraba entre ellos para impedir que sus fuertes diferencias se hicieran antagónicas.

El franquismo nunca tuvo verdadera oposición democrática, sino totalitaria, es decir, comunista y/o terrorista. Los presos políticos fueron muy pocos a partir de los años 50.

Franco y su régimen resistieron un aislamiento delictivo decretado contra el país, pese a no haber participado en la guerra mundial, por las potencias vencedoras (soviéticos y anglosajones principalmente). Y en las más difíciles circunstancias reconstruyeron el país con éxito notable. Sin la deuda política del resto de Europa occidental con los ejércitos useño y soviético, ni con el Plan Marshall.

Dejó al morir un país más próspero que nunca antes, libre de los odios que habían destrozado a la república, lo que permitió el paso a una democracia en principio no convulsa y con una monarquía reinstaurada por él.

En resumen, cabe afirmar que durante cuarenta años venció a todos sus enemigos, interiores y exteriores, a menudo muy poderosos y de gran peligrosidad. Todo esto es la evidencia misma y sin embargo, por ello mismo resulta inadmisible para quienes se empeñan en derrotarlo “por ley” varias décadas después de fallecido. 

Así, nos enteran de que fue militarmente inepto o mediocre, un dictador políticamente tan incapaz como brutal, sin verdadera inteligencia suplida por una astucia aldeana o “gallega”…, con la que al parecer superaba todos los obstáculos y derrotaba a todos sus adversarios. ¡Cuántos historiadores o pseudohistoriadores trazan semejante retrato! Ahora, ¿pintan con él a Franco o a sí mismos?

Un problema particular, al margen del anterior, es el del carácter de su régimen. ¿Fue una dictadura? Se lo puede conceptuar así, por carecer de elecciones generales de partidos, por la restricción de las libertades para los partidos que habían perdido la guerra después de haberla organizado y provocado, y por los poderes excepcionales asumidos por Franco. 

Sin embargo hay dictaduras y dictaduras, como hay democracias y democracias. Las democracias no funcionan bien, y puede llegar a autodestruirse, en sociedades muy desiguales, pobres y plagadas de partidismos irreconciliables, como fue precisamente la II República. 

Y en el mundo actual abundan las democracias formales, pero caóticas y corruptas, hacia las que viene derivando la española actual. 

La dictadura de Franco no fue tiránica, sino progresivamente liberalizadora, reconstituyó literalmente a la sociedad española y la dejó preparada para una convivencia en paz y libertad, que es a lo que aspiran en general las democracias reales. Fue un régimen legitimado por las circunstancias históricas y también democráticamente por el referéndum de diciembre de 1976, cuyo olvido sistemático ha llevado a la democracia actual a bambolearse perdiendo sus raíces históricas a merced de cualquier usurpación. Plantear la cuestión de otro modo nos lleva a absurdos como una democracia con leyes tiránicas como las de memoria, al gusto de etarras, comunistas separatistas o socialistas…

Pío Moa

martes, 2 de agosto de 2022

¿Qué ha ido a hacer el Papa a Canadá? (Carlos Esteban)



A pedir perdón por crímenes que nadie ha cometido y a participar en ceremonias paganas, escandalizando a los unos y dejando insatisfechos a los otros, que exigen que la Iglesia pida un perdón global, por todo.

Para ser un Papa que despotrica con tanta asiduidad contra la mundanización de la Iglesia, Francisco tiene una extraña forma de demostrarlo. Sus causas favoritas, las que más repite y predica, coinciden casi al milímetro con las que más se llevan entre la élite mundial, las que se nos imponen desde los poderes públicos y los medios de comunicación, y que nunca han ocupado a otro pontífice antes que a él, al menos con tan machacona insistencia.

El reciente viaje a Canadá ha sido un caso extremo de esta tendencia, casi paródico. El mismo autoodio que observamos en los líderes intelectuales de la Civilización Occidental, el mismo ‘enamoramiento’ con las culturas indígenas y su glorificación, ligeramente paternalista, lo observamos en el pensamiento único secular tanto como lo ha representado el Santo Padre.

Ni siquiera se puede calificar de búsqueda de la oveja perdida, dejando a su suerte al rebaño restante, porque se niega enfáticamente que la oveja en cuestión esté perdida en modo alguno. Así, el Papa participó como uno más en una invocación a la Abuela del Oeste y a los espíritus, una ceremonia pagana como aquellas cuyo rechazo llevó a cruel muerte a cientos de mártires que la Iglesia reverencia.

Naturalmente, esta estrategia es infructuosa siempre. Mientras llena de confusión a los católicos, no atrae a los de afuera, que por mucho que se alegren de ver al Santo Padre respetuosamente inclinado ante sus ídolos -ya sean los de los indígenas, ya los del Foro Económico Mundial- no van a aceptar por ello a Cristo, sobre todo viendo lo poco que insiste en Él su propio vicario.

De hecho, el mundo (en sentido teológico), que ensalzó a este Papa cuando inició su ‘revolución’, se ha aburrido ya de él, oyéndole repetir lo mismo que oyen en la tele a todas horas. ¿Qué novedad aporta? La respuesta la han dado, en este viaje, el espantoso, insólito vacío de los lugares reservados para que el público asistiera a sus alocuciones. Las fotos son deprimentes, pero lógicas.

Por lo demás, su apertura a las más extrañas ceremonias, a las más alejadas de nuestra fe, contrasta poderosamente con su actitud enemiga contra los ritos propios cuando son, como el de los indios, tradicionales

Cuesta entender que sea de algún modo válido un ritual pagano donde se invoca espíritus y que esté desterrando de más y más diócesis la Misa que ha alimentando a miles de santos durante siglos.

Carlos Esteban