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viernes, 26 de octubre de 2018

¡Era la sinodalidad, estúpidos! (Carlos Esteban)



Vaya, al final la palabra clave parece no ser, esta vez, como temíamos, ‘homosexualidad’, sino más bien ‘sinodalidad’, un concepto al que, por lo visto, dedican dos capítulos del documento final. ¿Que qué significa eso? Si lo tienen tan claro como el arzobispo peruano de Trujillo, Héctor Cabrejos Vidarte, tenemos un problema. ¿Jóvenes? ¿Qué jóvenes?

“Que hagan ellos las leyes, que ya haré los reglamentos”, solía decir el Conde de Romanones. Porque la ley no es nada sin su aplicación concreta, sin su desarrollo específico, que son los reglamentos, que pueden usarse para atenuar lo que no gusta e incluso para introducir cosas que la ley no dice.

Eso, en la Iglesia, podría aplicarse a lo que se conoce, abusivamente, como ‘pastoral’. Por poner un ejemplo evidente, ningún obispo o conferencia episcopal ha tenido que rebelarse contra la doctrina católica contenida en la Humanae Vitae para ignorarla por completo. Basta con apartarla en absoluto de la ‘pastoral’, es decir, de la relación cotidiana del clero con el pueblo fiel. Lo vemos todos los días, en sacerdotes como el padre James Martin o los sacerdotes de Nuestra Señora de Madrid, que pueden mostrarse abiertamente en contra de la doctrina católica sobre la homosexualidad sin perder el favor de sus superiores, antes al contrario.

Esa es una herramienta de renovación que usa mucho Su Santidad, pero no la ha inventado él, sino que nos viene del Concilio Vaticano II, que empezó ya por definirse como un concilio “pastoral y no dogmático”.

De hecho es -como temíamos- que el presente sínodo introdujera un cambio de la actitud de la Iglesia con respecto a la homosexualidad, por la vía ‘pastoral’, sin tener que cambiar una iota de la doctrina. Todavía podría ser, por lo que sabemos, pero las fuentes mejor informadas -aquí mismo hemos ofrecido la visión del prestigioso vaticanista Sandro Magister- indican que ha sido el propio Francisco quien ha dado instrucciones de dejar el asunto para mejor ocasión. Es probable que haya tenido mucho que ver en su decisión la firme defensa de la ortodoxia en este aspecto del episcopado africano, y sin duda ha pesado el Testimonio Viganò y los escándalos de abusos homosexuales asociados, que aún colean y no tienen visos de ir a menos.

Pero la revolución de este sínodo parece ser, precisamente, el sínodo como instrumento de gobierno de la Iglesia, esa ‘Iglesia sinodal’ que ha dicho querer Francisco en otras ocasiones y que define con términos adecuadamente vagos y biensonantes. En la práctica viene a ser instituir la revolución permanente.

De hecho, ha sido una enorme sorpresa que ha enfurecido a no pocos padres sinodales saber a estas alturas que a este aspecto, que se ha ignorado por completo a lo largo de todos estos días a juzgar por las ruedas de prensa, se va a dedicar dos capítulos enteros en el texto final, los dos primeros de la Tercera parte: ‘Sinodalidad Misionera en la Iglesia’ y ‘Sinodalidad en Nuestras Relaciones Cotidianas’.

La ‘sinodalidad’ es el modelo por el que optó hace ya décadas la Iglesia Anglicana, con los resultados que están a la vista: su práctica desaparición y su absoluta irrelevancia. ¿Recuerdan cuando el cardenal alemán Walter Kasper, teólogo favorito del Papa, respondió de forma algo despectiva a las objeciones de los obispos africanos diciendo que África “no nos va a dictar cómo hacemos aquí las cosas”? Bien, pues en la nueva Iglesia sinodal, muy probablemente los alemanes podrán tener ‘su’ catolicismo a medida y los africanos, el suyo.

“Enterrar a Benedicto”, lo definía Matthew Schmitz en mayo del año pasado en la revista americana First Things. Allí señalaba que Francisco parecía decidido a trastocar todo lo que Ratzinger -primero como prefecto para la Doctrina de la Fe y luego como Papa- había intentado dejar sentado para siempre, como la abolición de esa aparente primacía de la pastoral sobre la doctrina de la que hablábamos antes. Y otro mal que Benedicto pretendía conjurar era el de las fuerzas centrífugas en la Iglesia, cuando escribía insistiendo en que la Iglesia Universal era “una realidad temporal y ontológicamente anterior a todas las iglesias particulates concretas”.

Cómo se va a articular ese modelo, es más que dudoso, al menos si tenemos en cuenta la respuesta que ha dado hoy en la rueda de prensa el arzobispo peruano de Trujillo, Héctor Cabrejos Vidarte a esa misma pregunta, que parecía un artista conceptual explicando su obra: “El Papa Francisco hace hincapié en la noción de caminar juntos, con todos, también con los que están más alejados, es importante participar, cooperar, escuchar”. También añadió que “la sinodalidad es el fruto del Espíritu Santo, que ha indicado que la Iglesia debe practicar la sinodalidad”. No estudié yo eso en catequesis, pero quizá estaba distraído. Cabrejos ha sido algo más prolijo que todo esto, pero en ningún momento más claro, por lo que mejor lo dejamos aquí.

Y esta falta de claridad es lo que nos hace recelar, más aún de lo que ya podamos desconfiar de un modelo revolucionario que ha destruido la Iglesia Anglicana. Porque, en principio, la sinodalidad sería una descentralización, una cesión de poder del centro -la Curia romana- a las iglesias nacionales. Ahora bien, Dios no nos ha dado ojos para que pretendamos no haber visto en estos cinco años que el Santo Padre no es hombre que se deshaga del control con facilidad y ligereza. A lo largo de su pontificado le hemos visto empeñarse en causas concretas, incluso más allá de lo que cualquier juzgaría razonable, especialmente en el apoyo a determinados prelados de su confianza.

Del mismo modo, habla desde el primer día con un hombre que tiene una misión y que está decidido a llevarla a cabo contra viento y marea. Ya comentamos en otra ocasión la conversación que mantuvo en Vilna, durante su visita a las repúblicas bálticas, con un grupo de jesuitas, a quienes confesó sentir que Dios le pedía que completara lo decidido en el Concilio Vaticano II.

¿Cómo conciliar estas dos realidades? De un modo perfecto. Que el sínodo está amañado -como lo estuvieron, al menos parcialmente, los dos dedicados a ‘la familia’- es creencia común entre muchos comentaristas, entre ellos el citado Magister. 
De hecho, para quien lo organiza, y más si es el Papa, es relativamente sencillo ‘teledirigirlo’, disponiendo del control de la elección de padres sinodales, del equipo de redacción y, naturalmente, de todos los resortes del primado petrino. 

Así que este nuevo instrumento -el sínodo cuasi permanente, transformado por la constitución Episcopalis Communio- se convierte en la maquinaria perfecta para que el Papa pueda imponer todas sus reformas sin tener que responsabilizarse individualmente de ellas: ya ven, es lo que quieren mis colegas en el episcopado, no hago más que respetar los deseos del pueblo de Dios.

Y ustedes se preguntarán: todo esto, ¿qué tiene que ver con los jóvenes? A lo que sólo se me ocurre responder: ¿y a quién le importa?

Carlos Esteban