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martes, 29 de mayo de 2018

Irlanda: la que sale derrotada es la Iglesia (Stefano Montana)



La Iglesia pierde así la trascendencia respecto al propio tiempo y termina por asimilar las categorías mundanas e incluso el lenguaje. Deja de combatir, porque no ve el propio tiempo desde el punto de vista de la eternidad y cuanto muta desde el punto de vista de cuanto no muta. Al aceptar la modernidad por motivos pastorales, la Iglesia termina por aceptar la doctrina. En el caso del referendo irlandés la Iglesia ha brillado por su afasia y su ausencia.

El resultado del referendo irlandés sobre el aborto es una derrota trágica para Irlanda, que comenzará a matar sistemáticamente a sus propios hijos. La aprobación de una legislación abortista mata a una nación y a un pueblo, porque les hace ir contra natura en el punto más delicado e importante, les hace negar el acogimiento en el momento del florecer y más decisivo, le educa en la idea que lo que es legal es también bueno, acostumbrándolo a no distinguir más entre verdugo y víctima. El reconocimiento legal del aborto es para un pueblo una muerte espiritual que le priva de su conciencia, le obliga a vivir perennemente con el remordimiento sin llamarlo así, le lastima en cuanto lo más originariamente sacro y pone en manos de los ciudadanos lo que no se puede disponer. Cuando lo no disponible se torna disponible todo está perdido.

La derrota de la vida, del buen sentido, de la humanidad natural, de la maternidad y de la paternidad que ha seguido al referendo irlandés confirma tres puntos de gran relevancia para la lectura de la historia de nuestros tiempos.

El primero es que la secularización religiosa lleva en sí siempre también la secularización ética. Irlanda, quizás la última en Europa, ha sufrido en las últimas décadas un fuerte proceso de irreligiosidad que le ha hecho alcanzar velozmente el desierto al que habían arribado hace tiempo otros países europeos. Se ha tratado de un proceso devastador y violento que ha desarraigado de ese pueblo su vínculo natural e histórico con la fe católica. Los partidarios de la laicidad dirían que esto no representa de por sí un peligro, porque la sociedad puede de todos modos cultivar y defender valores naturales ligados a la vida y a la familia, también sin el apoyo de la religión. Pero esto no es cierto, y el propio referendo irlandés se los ha demostrado.

El plano de la razón natural, que en la línea del derecho debería estar en condiciones de reconocer el valor absoluto de la vida, incluso sin hacer referencia a la Revelación cristiana, en realidad no lo logra si no está sostenida en esto por la fe católica. Dios ha querido que también la ley natural fuera objeto de revelación y puso a la Iglesia para protegerla. Si la Revelación y la Iglesia son expulsadas de la escena pública, la ley natural se pierde.

La segunda es que cuando un pueblo se moderniza es inevitable que suceda lo que describí en el primer punto, es decir, que Dios sea excluido de la vida pública y, en adelante, se disuelven también los valores más naturales. No me parece que haya ejemplos históricos que contradigan esta constatación. Esto significa que en la modernidad hay algo esencialmente contaminado y contaminante.

Entiendo aquí por modernidad no una época cronológica, sino una categoría cultural que substituye la naturaleza con la historia, la verdad con la libertad, la inteligencia con la voluntad, la voluntad con la praxis, los deberes con los derechos, los derechos con los deseos, la realidad con la conciencia y el conocimiento con la interpretación. El ingreso a la modernidad entendida en este sentido implica siempre daños espirituales y una descomposición del marco de sentido que en las épocas anteriores era cohesionado y sólido. En la forma de pensar de la modernidad como categoría mental hay errores fundamentales cuyas influencias son refrenadas y combatidas, de lo contrario el resultado confirmado en Irlanda es inevitable.

El tercero es el peligro que el ingreso de un pueblo en la modernización a largo plazo empuja a la Iglesia misma a entrar en ella, pensando que en caso contrario no podrá encontrar pastoralmente al hombre contemporáneo. Sólo que, en la ilusión de encontrar al hombre contemporáneo situándose ella misma en su horizonte de modernidad, termina aceptando la modernidad como categoría mental y moral. La modernidad en sentido cronológico (encontrar con el hombre contemporáneo) se confunde con la modernidad en sentido cultural y moral (con todos sus errores). La Iglesia pierde así su trascendencia respecto al propio tiempo y termina asimilando las categorías mundanas e incluso el lenguaje. Termina luchando, porque ya no ve el tiempo propio desde el punto de vista de la eternidad y cuánto cambia desde el punto de vista de lo que no cambia.

Al aceptar la modernidad por motivos pastorales, la Iglesia termina aceptando su doctrina. En el caso del referendo irlandés la Iglesia ha brillado por afasia y ausencia. No hubo ninguna movilización del pueblo, ninguna intervención de Roma, ninguna ayuda por parte de los Episcopados europeos, aunque se trataba del último país de nuestro continente que hasta ahora había resistido contra la muerte del Estado. Está a la vista de todos, además, que desde hace tiempo la Iglesia ha dejado de luchar por la vida y de movilizar sistemáticamente las conciencias contra el aborto. Esto significa que las categorías intelectuales de la modernidad han penetrado a fondo también dentro de ella y la han hecho mundanamente inocua.

Publicada originalmente en italiano el 28 de mayo de 2018, en
www.lanuovabq.it/IT/IRLANDA-A-USCIR…

Traducción al español por: José Arturo Quarracino