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jueves, 19 de diciembre de 2019

La teología «mestiza» del papa Francisco (Roberto de Mattei)



Entre las palabras que con más frecuencia se repiten en el vocabulario del papa Francisco está la de mestizaje. A este término Francisco le atribuye un sentido no sólo étnico, sino también político, cultural e incluso teológico. Lo hizo el pasado día 12, al afirmar que la Virgen «se nos quiso mestiza, se mestizó. Pero no sólo con el Juan Dieguito, con el pueblo. Se mestizó para ser Madre de todos, se mestizó con la humanidad. ¿Por qué? Porque ella mestizó a Dios. Y ese es el gran misterio: María Madre mestiza a Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, en su Hijo» (L’Osservatore Romano, 13 dicembre 2019). Lo sepa o no el papa Francisco, el origen de este concepto mestizo del misterio de la Encarnación está en la herejía de Eutiquio (378-454), archimandrita de un convento de Constantinopla según el cual después de la unión hipostática la humanidad y la divinidad de Cristo se fundieron para formar un tertium quid, una híbrida mescolanza que no sería propiamente Dios ni hombre. El eutiquianismo es una forma grosera de monofisismo porque sólo acepta en el Hijo de Dios encarnado una sola naturaleza resultante de esa confusa unión de la divinidad con la humanidad. A raíz de la denuncia formulada por Eusebio de Dorilea (el mismo que veinte años atrás había acusado a Nestorio), Flaviano, obispo de Constantinopla, congregó en 448 un sínodo en el que Eutiquio fue condenado y excomulgado por hereje. Eutiquio, apoyado por Dióscoro, patriarca de Alejandría, logró convocar otro sínodo en Éfeso que lo rehabilitó; Flaviano, Eusebio y otros obispos fueron agredidos y depuestos. En aquel entonces reinaba como papa San León Magno, que declaró nulo este último sínodo, al que denominó Latrocinio de Éfeso, nombre con el que pasó a la historia dicho conciliábulo. Tras dirigir a Flaviano una carta en la que exponía la doctrina cristológica tradicional (Denzinger, 143-144), el Papa animó a la nueva emperatriz Pulqueria (399-453) a organizar un nuevo concilio en la ciudad de Caldedonia, en Bitinia. En la tercera sesión del concilio se leyó la carta de León a Flaviano sobre la Encarnación del Verbo. En cuanto el lector terminó y calló, todos los presentes exclamaron unánimes: «Ésta es la fe de los Padres, ésta es la fe de los Apóstoles. Así creemos todos. Así creen los ortodoxos. Quien no crea así, sea excomulgado. San Pedro ha hablado por la boca de León» (Mansi, Sacrorum conciliorum nova et amplissima Collectio,VI, 971, Act. II).

Consiguientemente, el Concilio de Calcedonia definió la fórmula de fe que declaraba la unidad de Cristo como persona y de la dualidad de las naturalezas de la única Persona de Cristo, perfecto y verdadero Dios, única Persona en dos naturalezas distintas. La definición dogmática de Calcedonia confiesa: «Uno solo y el mismo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros menos en el pecado; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios en cuanto a la humanidad» (Denzinger 148).

Al igual que San León Magno, los protagonistas de Calcedonia, Flaviano y Pulqueria fueron elevados a la gloria de los altares, mientras que el nombre de Eutiquio se cuenta entre los de los heresiarcas.

Entre las numerosas variantes que han surgido del eutiquianismo a lo largo de los siglos se cuenta la de la kenosis, que se desarrolló en el mundo protestante mediante una extravagante interpretación del despojamiento o vaciamiento del que habla San Pablo en la carta a los Filipenses (2,7). La Iglesia lo entiende en un sentido moral, viendo en él la voluntaria humillación de Cristo que, a pesar de seguir siendo verdaderamente Dios, se humilló hasta ocultar su infinita grandeza en la humildad de nuestra carne. La doctrina de la kenosis sostiene por el contrario que el Verbo perdió de hecho sus propiedades divinas o renunció a ellas por completo. En la encíclica Sempiternus Rex del 8 de septiembre de 1951, Pío XII la refutó con estas palabras: «Repugna también abiertamente con la definición de fe del Concilio de Calcedonia la opinión, bastante difundida fuera del Catolicismo, apoyada en un texto de la Epístola de San Pablo Apóstol a los Filipenses [Fi.2,7], mala y arbitrariamente interpretado, esto es, la doctrina llamada kenótica, según la cual en Cristo se admite una limitación de la divinidad del Verbo; invención verdaderamente sacrílega, que, siendo digna de reprobación como el opuesto error de los Docetas, reduce todo el misterio de la Encarnación y de la Redención a una sombra vana y sin cuerpo».

Es absurdo pretender una limitación de la divinidad, porque el ser divino es infinitamente perfecto, simple e inmutable, y es metafísicamente incapaz de sufrir la menor limitación. Además, un Dios que renuncia a ser él mismo deja de ser Dios y de existir (cfr. Luigi Iammarone, La teoria chenotica e il testo di Fil 2, 6-7, en Divus Thomas, 4 (1979), pp. 341-373). Los neoeutiquianos niegan la verdad de razón según la cual Dios es el Ser por esencia, acto puro, inmutable en sus infinitas perfecciones, y rechazan la verdad de fe por la cual Jesús, en cuanto hombre-Dios, gozó a lo largo de toda su vida de la visión beatífica, fundamento de su divinidad. La teología del mestizaje del papa Bergoglio parece hacer suya esta postura, la misma que le atribuye Eugenio Scalfari, que en un artículo aparecido en La Reppublica el pasado 9 de octubre afirmó que según Francisco, «una vez encarnado, Jesús cesa de ser Dios y se vuelve hombre hasta la muerte en la cruz». El director de la Sala de Prensa Vaticana, que habló el mismo día, no desmintió a Scalfari, limitándose a decir que se trataba de «una interpretación libre y personal de lo que había oído», con lo que proyectó una sombra de grave sospecha sobre la cristología bergogliana. Se nos podría objetar que atribuimos al papa Francisco herejías que jamás ha expresado formalmente. Pero si es cierto que la censura de herejía sólo se puede aplicar a expresiones que niegan una verdad revelada, no es menos cierto que un hereje se puede manifestar mediante la ambigüedad de sus palabras, así como de sus actos, silencios y omisiones. Pudiera decirse que al papa Francisco se le podría aplicar lo que dijo de Eutiquio un eminente patrólogo, el padre Martin Jugie: «Resulta muy difícil conocer con exactitud la doctrina de Eutiquio sobre el misterio de la Encarnación, porque ni él mismo la conocía bien. Eutiquio era hereje porque sostenía obstinadamente fórmulas equívocas, falsas además en su propio contexto. Pero dado que dichas fórmulas se prestaban a explicaciones ortodoxas y algunas de sus afirmaciones a una interpretación benévola, queda la incertidumbre en cuanto a su verdadero pensamiento» (Enciclopedia Cattolica, vol. V (1950), col. 870, 866-870).

La teología de Francisco es mestiza porque mezcla verdad y error dando lugar a una confusa amalgama en la que nada es claro, determinado o preciso. Todo resulta indefinible, y el alma del pensamiento y del lenguaje parece ser la contradicción. Además de la Virgen, Francisco querría mestizar la Iglesia haciéndola salir de sí misma para mezclarse con el mundo, sumergirse en él y quedar absorbida por él. Pero la Iglesia es santa e inmaculada, como santa e inmaculada es María, Madre y modelo del Cuerpo Místico. La Virgen no es mestiza en el sentido que le atribuye Francisco, porque en Ella no hay nada de híbrido, oscuro o confuso. María es luz sin sombra, belleza sin imperfección, verdad incorrupta, siempre íntegra y sin mancha. Pidamos auxilio a la bienaventurada Virgen María para que nuestra fe tampoco sea una mescolanza y se mantenga siempre pura, impoluta y resplandeciente ante Dios y ante los hombres, como resplandeció en la noche de Navidad el Verbo Encarnado manifestándose al mundo.


Roberto de Mattei