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sábado, 7 de septiembre de 2013

Ecumenismo bobalicón (Fray Gerundio)


Cuando escuché por vez primera la palabra “ecumenismo”, allá en mis lejanos tiempos de noviciado, su significado obvio estaba marcado por la enseñanza de los Papas: no era otra cosa que el deseo ferviente de que los herejes, cismáticos y todos los que estaban fuera de la Iglesia volvieran al redil, según aquella consigna del Señor: Que haya un solo rebaño y un solo Pastor. Se trataba de rezar insistentemente y hacer el apostolado necesario para que ellos abandonaran sus doctrinas anti-católicas y se adhirieran a la Fe de la Santa Madre Iglesia, única verdadera. Por aquellos tiempos se entendían las palabras del Credo en su sentido más elemental: Una sola fe, una sola Iglesia, un solo Bautismo.

Un poco más adelante, me explicaron que esto del ecumenismo se había entendido mal durante veinte siglos de Historia de la Iglesia. Las cosas iban ahora por otros derroteros: se trataba de comprender que las palabras herejes, cismáticos… no eran muy caritativas. Por eso había que llamarlos hermanos separados, para hacer ver con el lenguaje (siempre el lenguaje “interpretando” la realidad), que estaban en otro departamento, pero estábamos todos en la misma casa. Por tanto había que tener la puerta abierta por si deseaban regresar. Sin rencores, sin temores, sin intolerancias.

Conseguido esto, se me explicó que en realidad no son tantas las diferencias entre la fe de unos y la verdadera Fe católica. Se me decía que era cuestión de matices. Que al fin y al cabo no se puede dar a los dogmas (los famosos dogmas que provocaron las separaciones odiosas) un contenido sustancial y real, sino que más bien habían sido producto de la diversidad de culturas y de pensamientos filosóficos (haciendo especial hincapié en ese maldito pensamiento escolástico que tanto mal hizo a la Iglesia al cosificar los misterios). 

Ya no hacía falta por tanto esperar a que los hermanos regresaran: eramos nosotros los que deberíamos permitir que también ellos expresaran SU fe en el ámbito católico. O sea, que podían entrar en nuestro departamento como si nada y establecerse allí.

Otro capítulo más apareció después, ya en mi vida de fraile. Ahora la cuestión estaba mucho más “nítida”, pues me explicaban los novicios jóvenes que en realidad no podíamos pretender tener toda la Verdad. Por lo que era necesario admitir el derecho de cada ser humano a tener su propia religión. Ya no eran solamente los hermanos separados (aún no me había acostumbrado a llamarlos así), sino que también los paganos, los animistas, los hinduistas eran quienes tenían que ser comprendidos y no ser molestados en absoluto, porque también ellos tenían parte de la Verdad en el acercamiento a SU dios. 

Recuerdo que esta época coincidió con el regreso a casa de multitud de misioneros, que ya no veían necesaria la conversión de nadie. Fue la época del declive estrepitoso de todas aquellas ordenes religiosas misioneras, fundadas muchas de ellas en el siglo XIX, que pasaron automáticamente a convertirse en organizaciones solidarias, caritativas, promotoras del desarrollo, e incluso (lo más lógico en este ambientillo), en Congregaciones con acentos marxistoides. Por tanto ya no hacía falta ni dejar la puerta abierta para que regresaran, ni salir nosotros a convencerles. Ahora se trataba de que nos dieramos cuenta de que debíamos dejarlos actuar sin interferir para nada, porque de todos modos ellos estaban en su derecho a creer lo que quisieran.

Cuando yo creía que esta locura (a mí me lo parecía) había terminado, hete aquí que me encuentro con que se me empezó a decir que la fe católica es la misma que la de los judíos. También con algunos matices, sí. Pero que ellos son los hermanos mayores en la Fe, que ellos también esperan a SU Mesías, que no se puede ser antijudío y católico y además de todo eso, que ellos y los musulmanes adoramos al mismo Dios. ¡Toma castaña! Confieso que en ese momento, mi natural bondad y relajación dialéctica comenzó a verse ensombrecida, mientras el demonio iracundo se me iba subiendo a la cabeza.

Comenzaron las Jornadas de Oración en común pidiendo la Paz a ese Dios que cada uno tenía en su cabeza, los indios con su pipa de la paz rezando a Manitú (o como se llamara), el Dalai Lama, los animistas y brujos africanos y otros muchos… junto al Santo Padre, Vicario de Cristo. 

Empecé a ver a personajes arrodillados ante líderes religiosos solicitando su bendición, mientras seguían acosándonos con todo tipo de argumentos que siempre acababan en la consideración de que lo importante es que todos somos hermanos por ser humanos y que había que insistir en lo que nos unía, más que en lo que nos separaba. Todos estábamos redimidos y punto. Todo esto me parecían falacias, mientras se iba perdiendo lo propio de la fe católica en aras de una pretendida voluntad de diálogo, que siempre consistía en darles la razón a ellos.

Confieso que todo esto me desagradaba. Pero creo que en estos días estamos llegando al colmo, con lo que he llamado Ecumenismo Bobalicón. Quizá sea ésta la última fase disparatada, antes de abocar en la Religión Universal y Fraterna que muchos promueven.

El que profesa el Ecumenismo Bobalicón se admira por cosas que no merecen admiración, se queda boquiabierto ante algo que no tiene categoría para asombrar a nadie. De este modo, se valora sobremanera el ayuno del Ramadán mientras se ha olvidado el ayuno cristiano como algo habitual y no sólo para una fecha determinada; se ensalza el esplendor de la liturgia bizantina, mientras se desprecia la Misa de San Pío V; se sobrevalora y justifica la lucha islámica para implantar su fe, mientras se desprecian las Cruzadas; se babea por el Islam, mientras se pide a la Iglesia que revise sus posiciones en torno a la homosexualidad. Podríamos seguir en una lista interminable, fruto del complejo de inferioridad de un cristianismo débil que piensa que nada tiene que enseñar, decir y -mucho menos-, imponer. En una palabra: caída de baba por todo lo que no sea católico, mientras se destruye lo católico.

Por eso mismo, yo he pedido a mi Padre Superior que me dispense de estos menesteres cuando se celebren eventos ecuménicos en mi convento. Prefiero volver a lo que me enseñaron en mis primeros años, y seguir rezando, como la liturgia española antigua: omnes errantes ad unitatem Ecclesiae revocare et infideles universos ad Evangelii lumen perducere… (dígnate volver a la unidad de la Iglesia a todos los que viven en el error, y traer a la luz del Evangelio a todos los infieles….). Así sea.


Fray Gerundio, 7 de septiembre de 2013

El limbo de los niños (I) por José Martí


¿Cuál es la doctrina de la Iglesia Católica con relación a la salvación de los niños abortados o de los niños fallecidos sin bautismo? Muchas hipótesis teológicas se han hecho con relación a este tema. Para contestar a esta pregunta, antes de nada, vamos a hacer un pequeño repaso de una serie de ideas previas importantes relativas al pecado original y a la necesidad de un Redentor, así como a la institución de la Iglesia Católica por Jesucristo, pues sólo dentro de la Iglesia (en unión con Jesucristo) es posible la salvación; y para entrar a formar parte de la Iglesia es necesario el bautismo de agua, como medio ordinario, porque así ha sido dispuesto por el mismo Señor: El que no renaciere en el agua y en el Espíritu Santo no podrá entrar en el Reino de los Cielos (Jn 3,5). No significa esto que Dios no podrá salvar también a otras personas por otros medios, pero se tratará de casos excepcionales. Esto se explica muy bien en el Catecismo. 

Yo he tomado como referencia, en principio, el Catecismo Mayor de San Pío X, por razones de tipo didáctico y de brevedad; y cuando nos refiramos a él se escribirá directamente el punto del catecismo que corresponda, cambiando el tipo de letra. De todos modos, al ser doctrina común de la Iglesia, esta misma enseñanza se recoge también en el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992. En el caso de que haya algún matiz que pueda dar lugar a algún tipo de confusión, intentaré explicar el motivo.

Como bien sabemos, Dios creó al hombre para hacerlo partícipe de su Vida divina. Adán y Eva fueron creados con una naturaleza perfectamente sana, dotados de la gracia santificante, con la que podrían gozar de la visión beatífica, y de otros dones preternaturales, que ellos transmitirían, junto con la gracia santificante, a sus descendientes. Pues bien:

Tales dones eran la integridad o perfecta sujeción de la sensualidad a la razón, la inmortalidadla inmunidad  (de todo dolor y miseria), y la ciencia proporcionada a su estado (ver nº 58). 



Pero Adán y Eva pecaron...

El pecado de Adán fue pecado de soberbia y grave desobediencia (nº 59). Al pecar, Adán y Eva perdieron la gracia de Dios y el derecho al Cielo; fueron lanzados del Paraíso terrenal, sujetos a muchas miserias, en el alma y en el cuerpo y condenados a morir (nº 60). Si Adán y Eva no hubiesen pecado, tras una feliz estancia en este mundo, hubieran sido trasladados por Dios al cielo, sin morir, para gozar una vida eterna y gloriosa (nº 61). 

...y privaron de estos dones también a sus descendientes:

Puesto que estos dones no eran debidos al hombre, sino absolutamente gratuitos y sobrenaturales, por eso, desobedeciendo Adán el divino mandamiento, pudo Dios, sin injusticia, privar de ellos a Adán y a toda su posteridad (nº 62). 

Así lo decía San Pablo: "Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios" (Rom 3,23), de modo que:

Este pecado no es propio únicamente de Adán, sino que también es nuestro, aunque de diverso modo. Es propio de Adán, porque él lo cometió con un acto de su voluntad, y por esto en él fue personal. Es propio nuestro porque, habiendo pecado Adán en calidad de cabeza y fuente de todo el linaje humano, viene transfundiéndose por natural generación a todos sus descendientes, y por esto es para nosotros pecado original. (nº 63)

El pecado original se transfunde a todos los hombres porque, habiendo conferido Dios al género humano, en Adán, la gracia santificante y los otros dones sobrenaturales, a condición de que Adán no desobedeciese, y habiendo éste desobedecido, en su calidad de cabeza y padre de humano linaje, tornó la naturaleza humana rebelde a Dios. Por esta causa, la naturaleza humana se transfunde a todos los hombres descendientes de Adán en estado de rebelión a Dios, privada de la gracia divina y de los otros dones ( nº 64). 

El pecado es, en realidad, la causa de todos los males que padecemos:

Los daños que nos ha causado el pecado original son la privación de la gracia, la pérdida de la bienaventuranza, la ignorancia, la inclinación al mal, todas las miserias de esta vida y, en fin, la muerte (nº 65)

Y todos nacemos con el pecado original; bueno...


Todos los hombres contraen el pecado original, excepto la Santísima Virgen, que fue preservada de Dios por singular privilegio, en previsión de los méritos de Jesucristo Nuestro Salvador. Este privilegio se llama “la Inmaculada Concepción” de María Santísima (nº 66).

Las puertas del Cielo estaban cerradas para todos los hombres, como consecuencia del pecado original:

Después del pecado de Adán, los hombres no podían salvarse, a no usar Dios la misericordia con ellos (nº 67). 

Y eso es precisamente lo que hizo Dios, cuando dirigiéndose a la serpiente (es decir, al Diablo), le dijo: "Pondré enemistad entre tí y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, mientras tú le herirás en el talón" (Gen 3,15). La mujer hace referencia a la Virgen María y su linaje es Jesucristo.

La misericordia que usó Dios con el linaje humano fue prometer a Adán el Redentor divino o Mesías, y enviarlo después a su tiempo para librar a los hombres de la esclavitud del demonio y del pecado (nº 68). Y este Mesías prometido es Jesucristo, como nos enseña el segundo artículo del Credo (nº 69).

Con relación a la salvación, esto es lo que hay:

Jesucristo murió por la salvación de todos los hombres y por todos ellos satisfizo (nº 113). Jesucristo murió por todos; pero no todos se salvan, porque o no le quieren reconocer o no guardan su ley, o no se valen de los medios de santificación que nos dejó (nº 114). Para salvarnos no basta que Jesucristo haya muerto por nosotros, sino que es necesario aplicar a cada uno el fruto y los méritos de su pasión y muerte, lo que se hace principalmente por medio de los sacramentos instituidos a este fin por el mismo Jesucristo, y como muchos no reciben los sacramentos, o no los reciben bien, por esto hacen para sí mismos inútil la muerte de Jesucristo (nº 115)

 Y fue por esa razón que Jesucristo instituyó su Iglesia, la Iglesia católica: 



La Iglesia Católica es la sociedad o congregación de todos los bautizados que, viviendo en la tierra, profesan la misma fe y ley de Cristo, participan en los mismos Sacramentos y obedecen a los legítimos Pastores, principalmente al Romano Pontífice (nº 151). Para ser miembro de la Iglesia es necesario estar bautizado, creer y profesar la doctrina de Jesucristo, participar de los mismos Sacramentos, reconocer al Papa y a los otros Pastores legítimos de la Iglesia (nº 152). Todos los que no reconocen al Romano Pontífice por cabeza no pertenecen a la Iglesia de Jesucristo (nº 155). 

Entre tantas sociedades o sectas fundadas por los hombres, que se dicen cristianas, puédese fácilmente distinguir la verdadera Iglesia de Jesucristo por cuatro notas, porque sólo ella es UNA, SANTA, CATÓLICA y APOSTÓLICA (nº 156) . No basta para salvarse ser como quiera miembro de la Iglesia Católica, sino que es necesario ser miembro vivo (nº 167). Los miembros vivos de la Iglesia son todos y solamente los justos; a saber, los que están actualmente en gracia de Dios (nº 168). Miembros muertos de la Iglesia son los fieles que se hallan en pecado mortal nº 169). 

Pues bien: Fuera de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, nadie puede salvarse, como nadie pudo salvarse del diluvio fuera del Arca de Noé, que era figura de esta Iglesia (nº 170). Ahora bien, quien sin culpa, es decir, de buena fe, se hallase fuera de la Iglesia y hubiese recibido el bautismo o, a lo menos, tuviese el deseo implícito de recibirlo y buscase, además, sinceramente la verdad y cumpliese la voluntad de Dios lo mejor que pudiese, este tal, aunque separado del cuerpo de la Iglesia, estaría unido al alma de ella y, por consiguiente, en camino de salvación (nº 172). Y, por supuesto, quien, siendo miembro de la Iglesia Católica, no practicase sus enseñanzas, sería miembro muerto y, por tanto, no se salvaría, pues para la salvación de un adulto se requiere no sólo el bautismo y la fe, sino también obras conformes a la fe (nº 173)

La existencia y universalidad del pecado original es dogma de fe. De modo que quien no lo admitiera incurriría en herejía y quedaría excluido de la comunión de los santos y fuera de la verdadera Iglesia. Jesucristo instituyó la Iglesia y los sacramentos para que pudiéramos salvarnos; entre ellos el Bautismo: 



El Bautismo es un sacramento por el cual renacemos a la gracia de Dios y nos hacemos cristianos (nº 552). El Sacramento del Bautismo confiere la primera gracia santificante, por la que se perdona el pecado original, y también los actuales, si los hay; remite toda la pena por ellos debida; imprime el carácter de cristianos; nos hace hijos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos de la gloria y nos habilita para recibir los demás sacramentos (nº 553)

De ahí la gran importancia de que los niños reciban el bautismo lo más pronto posible. Esa es la razón por la que...

los padres y madres que por negligencia dejan morir a los hijos sin Bautismo, pecan gravemente porque les privan de la vida eterna, y pecan también gravemente dilatando mucho el Bautismo, porque los exponen al peligro de morir sin haberlo recibido (nº 564)

Y es que el bautismo es necesario para la salvación: 

El Bautismo es absolutamente necesario para salvarse, habiendo dicho expresamente el Señor: El que no renaciere en el agua y en el Espíritu Santo no podrá entrar en el reino de los cielos (Jn 3,5) (nº 567). La falta del Bautismo puede suplirse con el martirio, que se llama Bautismo de sangre, o con un acto de perfecto amor de Dios o de contrición que vaya junto con el deseo al menos implícito del Bautismo, y este se llama Bautismo de deseo (nº 568)
[este último sólo se podría dar en el caso de los adultos, por razones obvias]

De todo lo expuesto más arriba se concluye fácilmente, por una parte, que fuera de la Iglesia no hay salvación, lo que, formulado de modo positivo significa que la salvación sólo es posible en la unión con Jesucristo"Ningún otro Nombre hay bajo el cielo, dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Hech 4,12). Y, por otra parte, la necesidad del bautismo como sacramento y medio ordinario, elegido por Dios, para pasar a formar parte de la Iglesia, razón por la que es tan importante bautizar a los niños nacidos lo más pronto posible.

Y es bueno recordar que no se ha dicho nada que no sea doctrina constante de la Iglesia, lo que puede verse reflejado también en el Catecismo de la Iglesia Católica. Así, en lo que se refiere al tema de la Iglesia están los puntos 846, 847 y 848. Y en lo concerniente al Bautismo pueden leerse los puntos 1250, 1251, 1252, 1257, 1258 y 1260 (básicamente).

(continuará)

jueves, 29 de agosto de 2013

Pontífice...¿emérito? (Fray Gerundio)


Desde el momento mismo en que Benedicto XVI anunció su renuncia al Solio Pontificio, se dispararon las curiosidades morbosas y las dudas razonables sobre el puesto que en lo sucesivo tendría en la Iglesia, la dignidad que se le debería guardar, e incluso el nombre con el que se le habría de tratar. Cosas todas ellas de menor importancia, utilizadas hábilmente para distraer a las mentes débiles y flojuchas, de tal modo que no pudieran darse cuenta del tremendo golpe que desde ese mismo día se le estaba propinando al Papado. Aunque trataban de encubrirlo diciendo que este gesto ya se había dado en siglos anteriores, a los más conspicuos y menos aborregados, no se les escapaba la diferencia de esta renuncia con las otras (escasísimas, en rigor una sola) de la Historia de la Iglesia precedente.

Me llamó poderosamente la atención la insistencia de portavoces y expertos de todo calado, incluido el propio interesado, en advertir que una vez presentada la renuncia, el Papa iba a dedicarse a la oración y al estudio. Por el momento, se decía, Benedicto XVI  esperaría a que estuviera adecuadamente preparada la residencia en la que esperaba pasar sus últimos días: un pequeño convento de clausura dentro del Vaticano. Esto ya me alarmó, he de confesarlo. Porque nunca terminé de creerlo.

En pocos días, ya se había llegado a un acuerdo entre los que mangonean estas cosas de protocolos y liturgias. Se nos dijo entonces, que se le podría seguir llamando Benedicto XVI, que seguiría vestido de blanco, que se le trataría de Pontífice Emérito… y no sé cuántas cosas más. Todo ello innecesario -creo yo-, en el caso de una persona que insistía en que se retiraba del mundanal ruido para dedicarse a la oración. (Ya se sabe que el mundanal ruido y la oración son incompatibles). Yo seguía pensando que si dejaba de ser Papa debería llamarse Joseph Ratzinger, debería dejar de vestir de blanco y en modo alguno podría titularse Emérito porque esto supondría poner en el mismo plano al Pontífice Reinante y al que acaba de dejar de ser reinante. Todos sabemos el papelito que han hecho casi todos los Obispos Eméritos, que en el mismo momento de serlo, adquieren una locuacidad para dar conferencias, una fortaleza para viajar por el mapamundi y una longevidad matusalénica, hasta el punto de que se dan casos de Obispos Eméritos que han sobrevivido a varios Obispos Sucesores suyos. Pero bueno, esto daría para otro artículo sobre las ocurrencias del Vaticano II.

El caso es que desde mi malvado punto de vista, pensé desde el primer momento que este anunciado silencio no llegaríamos a verlo nunca. Al fin y al cabo, y siguiendo con mi maldad, esta renuncia había sido cuidadosamente programada. Con fines también claramente programados. Y uno de estos fines, como decía antes, era el de hacer ver como algo normal, que puede haber dos Pontífices (sí, ya sé… uno de ellos Emérito. Pero en la mentalidad de la gente… dos Papas. Ni más ni menos). Por eso nunca llegué a creerme que Benedicto XVI desaparecería del mapa mediático.

Muy pronto pude ver que mis teorías se confirmaban. Primero fue el montaje del helicóptero saliendo del Vaticano hacia Castelgandolfo, luego un mini-reportaje sobre el día y las actividades del ex-Santo Padre, después el estado de las obras del convento de marras, luego (un pasito más en la línea destructiva de la monarquía), la visita de Francisco I al Papa Emérito en Castelgandolfo para saludar a su digno predecesor (cosa que se podría haber hecho -si hubieran querido-, sin la presencia de periodistas), luego (otro pasito más), la nueva aparición de Ratzinger en la bendición de la estatua de San Miguel junto al Pontífice felizmente reinante, luego (otro pasitín más), la encíclica cuadrumana escrita por los dos, luego (otro nuevo paso) Ratzinger siguiendo por televisión la JMJ y enviando un mensajito previo a los jóvenes que allí se iban a reunir; luego, una visita sorpresa a Castelgandolfo este pasado 20 de agosto (algún periódico titulaba: Benedicto XVI se va de excursión a Castelgandolfo), y ahora se nos anuncia que muy pronto celebrará la misa con sus antiguos alumnos tras el encuentro anual que éstos celebran en los últimos días de agosto.

Resumiendo: que no veo por ninguna parte la tan cacareada vida contemplativa y la desaparición de Ratzinger de la vida pública. Si, ya sé que son pocas las apariciones y actividades, pero teniendo en cuenta que en el Vaticano no hacen nada sin estudiadas y pensadas razones, creo que abona mi teoría del intento de desprestigiar al Papado. Me temo que todo ha estado programado desde el primer día. Incluidas las clases intensas de italiano que Bergoglio empezó a recibir unos meses antes de la renuncia del ahora Papa Emérito. Todo programado: desprestigio por la dosificada presencia del Emérito y desprestigio por la constante presencia del Reinante.

Que Dios nos ayude.
Fray Gerundio, 29 de agosto de 2013

sábado, 24 de agosto de 2013

Cambio de nombre de Il Trovatore


Esta entrada es, simplemente, para comentar que el otro blog en el que también escribo, al que denominé Il Trovatore, se llama ahora Blog católico de José Martí (2). En cualquier caso la dirección URL es la misma: http://poesiayreligion.blogspot.com, independientemente del nombre que se le ponga. El nombre de Il Trovatore hacía referencia a que una gran parte de los artículos del mismo están relacionados con la poesía. 

Ahora bien: dado que se trata de una poesía cuyo objeto es el mismo Dios hecho hombre en Jesucristo; y dado que es difícil de encontrar buscando en Google dicho nombre (que, además, se puede olvidar con facilidad) ...

He tomado la decisión de darle el mismo nombre que al primero, pero añadiendo al final el número 2 (entre paréntesis), indicando así que se trata de un segundo blog... aunque, posiblemente, el problema de la búsqueda en Google continúe. El mejor modo de acceder a este blog de Il Trovatore o Blog católico de José Martí (2) es a partir del primer blog, cuyo nombre ahora es blog católico de José Martí (1), y haciendo clic en el lugar correspondiente (en la parte superior derecha) que te redirige directamente al segundo blog

Lo hago de este modo, y no los unifico en uno, como inicialmente estaban, para que se siga manteniendo la diferenciación a la que me he referido. Ambos tratan de la misma temática: ambos son blogs católicos. Pero el segundo (el antiguo Il Trovatore) se refiere más a reflexiones u oraciones personales, poesías y análogos. El primero, en cambio, trata de doctrina y de temas de actualidad, principalmente; y aunque haya también reflexiones, éstas son, a mi entender, más objetivas. Bueno, la verdad es que pienso que todas lo son, pero las segundas tienen un matiz más personal, por así decirlo.

Pido disculpas por las posibles molestias que esto le pueda causar a algún lector. Gracias

martes, 20 de agosto de 2013

Problemas que no dependen de nosotros




Son muchos los problemas que la vida nos depara. Para saber afrontarlos bien es preciso prepararse, de alguna manera, ejercitarse... comenzando con los problemas más nimios y más triviales ... en apariencia. Si somos capaces de afrontar los pequeños problemas, nos estamos preparando ya para cuando esos problemas sean mayores: El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho (Lc 16,10).

Se podrían poner infinidad de ejemplos. Se me ocurre ahora uno: el caso de las distracciones. Es muy importante saber reaccionar bien ante ellas, pues suelen ser motivo de turbación. Ante una distracción muy simple, debida a un ruido, un grito, un movimiento, etc... se pierde, a veces, el control de la situación; el mismo silencio puede ser motivo de distracción... si no hay silencio interior.



¿Cómo atajar los problemas, en general? A modo de remedio inicial a mí se me ocurre lo siguiente: Lo primero que se debe hacer es  tomar conciencia de lo que a uno le está ocurriendo, ser conscientes de que existe una contrariedad. Darse cuenta de que tenemos un problema y que ese problema está ahí, se quiera o no se quiera. No es bueno engañarse y cerrar los ojos como el avestruz: la realidad, por penosa que sea, debe ser admitida. Si se quiere sobrevivir, si se quiere vivir, vivir bien, vivir feliz... en la medida en la que esto es posible en este mundo, es preciso admitir que lo que es, es, con independencia de lo que a mí me gustaría que fuera.

Una vez que esto se ha admitido (y admitir significa llamar a cada cosa por su nombre: a lo blanco se le llama blanco; y negro a lo negro), la reacción inmediata, lógica y natural es la de reconocer que esa situación no es precisamente agradable. Hay algo que no funciona en nuestra vida y hay que poner un remedio adecuado a esa situación, hay que intentar encontrar una solución, poniendo todos los medios a nuestro alcance: moverse, actuar, buscar... Pienso que sería bueno asesorarse bien, con buenas lecturas y, sobre todo, con buenos consejeros; a ser posible, que nos conozcan bien y que sepamos que son realmente buenos amigos. En todo caso, si esta situación no se da,  pues se busca a otras personas. Lo que no debe hacerse es quedarse estancado o ensimismado. Esto nos haría un gran daño. "Buscad y encontraréis" (Mt 7,7). En el mismo movimiento de búsqueda ya se encuentra parte de la solución a nuestro problema. Y seguro que se encontrará siempre alguna persona experta que sea capaz de ayudarnos, si nosotros ponemos de nuestra parte. Eso sí: debemos ser prudentes, pues los realmente expertos son pocos, aunque los hay. De eso no hay duda.

Por otra parte, y mientras tanto, es conveniente que indaguemos, con tranquilidad, cuál puede ser la causa de lo que nos está ocurriendo (sabemos que tenemos un problema, o tal vez varios, pero no sabemos identificarlos ni, por lo tanto, atacarlos como se debería, pues se trata de problemas que verdaderamente tenemos, pero no estamos haciendo nada especial para tener esos problemas). 

Así que lo más importante en esos casos es tener paciencia, mucha paciencia. No consentir que la tristeza se apodere de nuestro corazón. Eso es lo que más daño nos haría. Uno no debe responsabilizarse de aquello que no depende de él: tal es el caso de las enfermedades, en general. ¿Y quién sabe si ese o esos problemas no son, en cierto modo, enfermedades, al menos enfermedades del ánimo o de la psique? Sea de ello lo que fuere, no desanimarse y seguir peleando. No tirar la toalla. Como digo, si se reacciona así ya habríamos empezando a curarnos, de alguna manera.

Y luego, no tener prisa, pues es cierto que no siempre se descubre aquello que nos perturba, o al menos no con la rapidez con la que a nosotros nos gustaría que ocurriese. La prisa nunca es una buena consejera y no resuelve nada. Todo lo contrario: la precipitación en el obrar no es aconsejable.
Por lo tanto, ¿qué hacer entonces sino aceptar -saboreándolo- que se está como se está (mientras se esté)? Esto es lo que se conoce como hacer de la necesidad virtud. Nada podemos hacer para salir de esa situación (llámese ésta como se llame). El remedio, en el caso en el que eso ocurra, no depende de nuestra voluntad. Pues bien: en lugar de lamentarse o de engañarse a uno mismo, diciéndose que no ocurre nada, aceptación plena de ese sufrimiento (¡que no resignación!). Tened presente en nuestro corazón las palabras del Señor: "Por la paciencia salvaréis vuestras almas" (Lc 21,19). Desde una perspectiva cristiana de la vida nuestro sufrimiento, en esas situaciones, es un sufrimiento redentor, unido al sufrimiento de Jesús; y es, por lo tanto, meritorio, tiene un sentido. No deberíamos olvidarlo.

Paciencia alegre, pues, en la medida en que seamos capaces de ello. Además, como digo, en la aceptación -de corazón- de lo que a uno le ocurre, ya se encuentra el comienzo de la solución del problema que tanto nos preocupa y nos inquieta. Y, una vez hecho esto, actuar como si tal problema no existiera, rechazar cualquier pensamiento que nos pueda turbar con relación al mismo. Y, por supuesto, trabajar, trabajar mucho, tener la mente ocupada. A veces se trata, sencillamente, de problemas fantasma que desaparecen solos, cuando uno aprende a reírse de sí mismo y a no tomarse demasiado en serio: ¡En verdad, no merece la pena!

domingo, 18 de agosto de 2013

Tiempo y vida: sufrimiento (y IV)





Los dones que hemos recibido debemos ponerlos al servicio de los demás, según nos dice San Pedro (1 Pet 4,10) de modo que hagamos realidad en nuestra vida estas palabras de San Pablo: "Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo" (Gal 6, 2). Pero esta tarea de ayudar a los demás será imposible si no hacemos fructificar (cada uno) los talentos que hemos recibido. Pues, aunque es cierto que debemos ayudar a los demás, sin embargo "cada uno tiene que llevar su propia carga" (Gal 6, 5). Sólo si actuamos así podremos entonces ayudar a otros a hacer lo mismo, pues Dios "nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros seamos capaces de consolar a los que se encuentran en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios" (2 Cor 1, 4). 

Somos conscientes de que el llevar la propia carga (que es la propia vida) y hacerla fructificar supone esfuerzo, cruz y muerte; pero somos conscientes, también, de que no estamos solos en este camino: el Señor está junto a nosotros y su Vida es nuestra vida. Por eso sus palabras: "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,30) adquieren un significado muy profundo para nosotros: el del Amor. La carga del cristiano, que es su propia vida, por el misterio de la Comunión de los Santos y del Cuerpo Místico de Cristo, se convierte en la carga de Jesús. Nuestra carga es su carga ... y esta carga es ligera. Estando junto al Señor y estando Él con nosotros, no podemos tener miedo absolutamente de nada. 

Y es que no hay otro camino, por más vueltas que le demos, que el entrar por la puerta angosta (Mt 7,13). El Señor se lamenta: "¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!" (Mt 7,14). Pero así es. El Señor nos lo recuerda en multitud de ocasiones: "Si el grano de trigo no muere al caer en la tierra, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto" (Jn 12,24). Resulta, pues, que la muerte se convierte, así, en algo necesario para la vida, para la auténtica vida. Me vienen a la mente las palabras de Jesús: "El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por Mí la encontrará" (Mt 16,25). Esto es importante: No se trata tanto de perder nuestra vida, sino de perderla por amor a Él, y es que habiéndosela dado a Él, nos hemos quedado sin ella... pero tenemos, en cambio, la suya, como nuestra: "Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). De ahí las palabras de San Pablo: "Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gal 2,20). 

Al ser esto así todas mis acciones tienen, de algún modo -misterioso- el sello de lo divino: aunque son realmente mías son también, igualmente, suyas. Esto es tanto más cierto cuanto con más verdad le haya entregado mi vida y deje actuar su Vida en mí. Conviene tener en cuenta que esta pérdida de nuestra vida, que supone un olvido de sí mismo, no es nunca el desprecio de sí mismo. A propósito de lo cual decía Georges Bernanos que "es fácil despreciarse; lo difícil es olvidarse". Dios no puede pedirnos nunca que nos despreciemos: somos su obra maestra; y somos templos del Espíritu Santo. Ese desprecio, si en algún caso lo hubiera, no procedería de Dios, sino del Príncipe de las Tinieblas, el Diablo, que es mentiroso y padre de la mentira (Jn 8,44). En este punto ha habido muchas deformaciones sobre la vida cristiana, que son auténticas herejías. De ahí la conveniencia (y la necesidad) de adquirir una sólida formación en nuestra fe cristiana, mediante el estudio y la oración, principalmente.

Nuestra auténtica vida es un vivir en Él. En Él somos más nosotros mismos, tal como hemos sido pensados por Dios, nos reconocemos como lo que verdaderamente somos. Nuestra personalidad no es anulada, sino enriquecida, en nuestro contacto con Jesús; y esto tanto más cuanto más dóciles seamos a la acción del Espíritu de Jesús en nuestro corazón. De ahí que su yugo sea suave y su carga ligera. La vida sigue siendo dura, muy dura a veces; la muerte es una compañera que no nos abandona en ningún momento; pero no hay rebelión sino aceptación dinámica de la realidad, tal y como es.


Paciencia esperanzada
en él, que impide en mí toda amargura;
y la vida es amada
pues aun siendo muy dura,
de mi amado me dice su ternura.

(EM núm. 40)


El sufrimiento, que nunca estará ausente, cobra ahora un nuevo significado: Sufrimos en Él. O, si se quiere, Él sufre en nosotros. Y este sufrimiento, no tanto por ser sufrimiento sino porque es expresión de un amor auténtico, se convierte así en sufrimiento redentor, en unión con Jesucristo, haciéndonos corredentores con Él; y a través de nosotros Jesús sigue viviendo y dando vida a toda la humanidad:"En verdad, en verdad os digo: el que cree en Mí, también él hará las obras que Yo hago, y las hará mayores que éstas, porque Yo voy al Padre" (Jn 14,12)

jueves, 15 de agosto de 2013

Tiempo y vida: caridad (III)




Como veníamos diciendo, yo debo amarme a mí mismo porque soy importante... y soy importante porque Dios me ama: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Su amor me hace ser importante, aunque por mí mismo nada sea: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieses recibido?" ( 1 Cor 4,7). Podemos, pues, gloriarnos, pero eso sí, siempre en Dios: "El que se gloría, que se gloríe en el Señor" (2 Cor 10,17). He aquí una bella estrofa de San Juan de la Cruz que nos viene bien para que caigamos en la cuenta de que, una vez que Él nos quiere, nuestra vida se transforma por completo. Y no teniendo nada nuestro, en Jesús lo tenemos todo:

No quieras despreciarme,

que si color moreno en mí hallaste,
bien puedes mirarme,
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.

Mirando a Jesús a los ojos, veo que Él me quiere, veo que ha dado su vida por mí: "Nadie tiene amor más grande que el dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos... A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 13-15). Pues de la misma manera que yo me siento mirado y amado por el Señor así debo mirar y amar también a los demás: "Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado" (Jn 15,12). "En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos" (1 Jn 3, 16). Sí, nuestros hermanos...pues todos somos hermanos: "Uno solo es vuestro Padre, el celestial... y todos vosotros sois hermanos" (Mt 23, 8-9). 


Así pues. lo primero que tenemos que hacer es creernos de verdad, de corazón, que Él nos quiere, tal y como hacía San Juan. No pensar tanto en nuestros defectos o en nuestras faltas, pues "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom 5,20). De modo que no tenemos por qué avergonzarnos, por grandes que sean nuestros pecados, sabiendo que su amor es aún mayor y nos salva, si nos arrepentimos y nos confesamos ante un sacerdote. Esos pecados desaparecen completamente, como si nunca hubieran existido. Y esto por puro amor de Dios.


Yo puedo ya mirarme

sabiéndome por Tí también mirado.
No puedo avergonzarme,
porque en mí te has fijado
y en tus ojos me he visto valorado.

(De "El encanto de tu mirada" núm. 31 -véase mi blog "Il trovatore"- En adelante las citas relativas a estas poesías se simplifican como EM. En este caso 
sería: EM, núm.31)

Debemos tener la valentía y la osadía de atrevernos a decir, con San Juan: "Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene." (1 Jn 4,16). Y luego, como consecuencia, querer a los demás del mismo modo: "Hemos recibido de Él este mandamiento: que quien ama a Dios, ame también a su hermano" (1 Jn 4, 21).


Ciertamente, la vida que hemos recibido es para hacerla fructificar, creciendo en el amor de Dios, y dándola luego a los demás...¡darla gratis!: "Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente" (Mt 10, 8). ¿Y qué es lo que tenemos que dar? Pues lo que tenemos, los dones que hayamos recibido de Dios: "Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido" (1 Pet 4,10). Y el máximo don, en el que están contenidos todos los demás dones, soy precisamente yo mismo (tal y como he salido de las manos de Dios y sin compararme con los demás): mi tiempo, mis pocas ganas de estudiar, mi dinero, mis gustos, mi voluntad, etc... o sea, mi vida... ¡y concretar cada vez que dé algo a alguien! No es bueno perderse en divagaciones o en bonitas palabras o buenas intenciones.


Y claro está: Es fundamental dar con alegría. La alegría es el segundo de los frutos del Espíritu Santo; el primero es el amor, pero junto al amor va de mano siempre la alegría. Si damos algo es porque queremos (en el doble sentido de la palabra querer).¡No se puede dar de cualquier manera!. Esto nos lo dijo el mismo Jesús: "Dios ama al que da con alegría" (2 Cor 9,7), una alegría que sólo podemos sacar de nuestro contacto con el Señor, hablando con Él en la intimidad de nuestro corazón;  y preferiblemente delante del Sagrario, donde se encuentra con presencia real; y, sobre todo, escuchándole: Él es la Palabra y siempre nos dice cosas, si nos abrimos a Él con sencillez y con la absoluta seguridad de que nos oye, nos quiere y nos concederá mucho más de lo que pidamos y, sobre todo, aquello que verdaderamente necesitemos. Sin este diálogo amoroso con Jesús es imposible la alegría, la auténtica alegría. Y poco podremos dar, entonces, a los demás (si es que puede decirse que hemos llegado a darles algo).

lunes, 12 de agosto de 2013

Tiempo y vida: crecimiento (II)




El entregarse de lleno a una tarea, aquí y ahora, con afán y con sosiego, supone previamente (o simultáneamente) el estar a gusto con uno mismo, tal como ha salido de las manos de Dios, conociéndose (sabiendo que cada persona es diferente) y aceptándose, sin resignación (amándose rectamente a sí mismo).

La pregunta que ahora se plantea es: ¿Qué hago yo con lo que he recibido?. Es decir: ¿Qué hago yo con mi vida, tal y como ésta me ha sido dada por Dios? Yo he recibido unos talentos (cada uno ha recibido los suyos, diferentes a los de los demás, y siempre buenos). Estos talentos debo hacerlos producir, en primer lugar, y ponerlos luego al servicio de los demás.

Antes que nada es necesario conseguir estar centrado, siendo uno mismo (bien entendida esta expresión), con una personalidad propia y responsable ante Dios de la propia vida, la cual debe desarrollarse. Según Aristóteles (o algún otro filósofo antiguo, que no recuerdo bien) el sentido de la vida es cubrir la distancia que media entre nuestra existencia y nuestra plenitud. En otras palabras: crecer, madurar. Llega a ser el que eres -decía Píndaro. Y Jesús decía mucho más, y más profundo: "Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt 5,48). En el Nuevo Testamento se lee: "Os exhortamos, hermanos, a que progreséis más"(1 Tes 4,10). Y también: "Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación" (1 Tes 4,3). 

No debemos olvidar que si bien es verdad que el sentido de la vida conlleva crecer, madurar y perfeccionarse, este crecer es siempre según Dios. Y "Dios es Amor" ( 1 Jn 4,8). Nos desarrollamos y crecemos, y somos realmente nosotros mismos, en la misma medida en que amamos (según se entiende el amor en el Evangelio). Cuando un doctor de la Ley le pregunto a Jesús: "Maestro, ¿qué puedo hacer para heredar la vida eterna?, Él le contestó: ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?. Y éste le respondió: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a tí mismo. Y le dijo Jesús: Has respondido bien: haz esto y vivirás" (Lc 10, 25-28). Es el amor, en definitiva, lo único que nos puede conducir a la vida eterna y lo único, por lo tanto, que hace que vivir merezca la pena

Si nos fijamos bien, en el Antiguo Testamento la referencia que se toma para amar a los demás es el amor a uno mismo. En el Nuevo Testamento se da un paso más. Dice Jesús a sus discípulos: "Amaos unos a otros como Yo os he amado" (Jn 13,34). La referencia para el amor a los demás es el Amor que el mismo Jesús nos tiene a nosotros (un amor que es superior al que nosotros nos tenemos a nosotros mismos, pues ocurre que muchas veces no sabemos lo que queremos ni lo que, de veras, nos conviene). 

El no amarse a uno mismo, el autodesprecio,  es enfermizo y va en contra de la Biblia y del Evangelio"Hijo mío... hazte bien a tí mismo" (Eclo 14,11). "El que para sí mismo es malo, ¿para quién será bueno? Ni él disfruta de sus tesoros" (Eclo 14,5). "No hay peor hombre que el que se denigra a sí mismo" (Eclo 14,6). "No tomes sobre tí peso superior a tus fuerzas" (Eclo 13,2), etc... El valor de la persona humana se señala ya en el Génesis, con toda claridad: "Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gen 1,26). El Nuevo Testamento llega más lejos: "El Reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc 17,21). O también: "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 19-20)

Somos realmente importantes porque Dios nos ama. Ésa es la gran razón por la que debemos amarnos a nosotros mismos. No hacerlo sería despreciar la más hermosa de las obras de Dios, que es el hombre; y sería, en realidad, despreciar también a Dios, pues mora en nosotros y le pertenecemos. Se equivocan de pleno todos aquellos que piensan, por una educación defectuosa u otras razones, que la Religión Católica es algo negativo y que se opone a la felicidad del ser humano. Es precisamente todo lo contrario, pues "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad(1 Tim 2,4). Eso sí. No debemos olvidar nunca que nuestra salvación y nuestra felicidad está únicamente en Él: "En ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Hech 4,12). "Porque uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo en redención por todos" (1 Tim 2,5-6), "para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre" (Fil 2, 10-11).  Y, por más que nos empeñemos, no hay otro camino: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6), nos ha dicho Jesús. 

De ahí, si es que de verdad nos queremos a nosotros mismos,  la importancia de estar en gracia de Dios y de luchar con todas nuestras fuerzas para que Jesucristo sea el todo de nuestra vida. Lo que se dice en la carta a los hebreos: "Aún no habéis resistido hasta la sangre en vuestra lucha contra el pecado" (Heb 12,4), es aplicable también a nosotros.De modo que tendríamos que actuar como nos dice San Pedro: "Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario, el diablo, como un león rugiente, ronda buscando a quien devorar" (1 Pet 5, 8). 

Porque no todos se salvarán sino sólo aquellos que cumplan la voluntad de Dios, manifestada en Cristo Jesús, Señor nuestro. Por lo tanto, no nos dejemos engañar,  ya que "todo el que comete pecado es esclavo del pecado" (Jn 8,34). Y "quien peca, a sí mismo se perjudica" (Eclo 19, 4b). El apartamiento de Dios nos conduce a la tristeza, a la desolación y a la esclavitud. El que peca no se quiere a sí mismo, pues actúa contra su propio ser y se hace un desgraciado. No deberíamos olvidarlo

sábado, 10 de agosto de 2013

Tiempo y vida: tarea (I)




Mi tiempo es mi vida. Perder o ganar el tiempo viene a ser, pues, equivalente a perder o ganar la vida. Pero, ¿qué es perder o ganar el tiempo, en realidad? La expresión: "No me hagas perder el tiempo" es bastante usual. Y está claro que, al usarla, no nos estamos refiriendo al tiempo que marca el reloj.

Normalmente, el ganar el tiempo (lo que se llama aprovechamiento del tiempo) está relacionado con la tarea que se lleva entre manos en ese momento, y que no se quiere interrumpir. En principio, pues, el aprovechar el tiempo  estaría referido a la realización  de una tarea determinada. Y aprovechar el tiempo equivaldría, por tanto, a realizar bien una tarea concreta.

Pero, ¿qué significa realizar bien una tarea? Significa varias cosas, todas las cuales se dan simultáneamente y de un modo natural: Lo primero de todo, estar en lo que se está: la mente está ocupada, única y exclusivamente, en aquello que se lleva entre manos, por muy simple o elemental que parezca. Esto, que a primera vista puede parecer sencillo, requiere una fuerte dosis de disciplina intelectual que, a base de actos repetidos, consciente y libremente, se convierta en un hábito, como una segunda naturaleza, de modo que se actúa siempre así, de un modo natural y casi automático. Eso sí, se trataría de un automatismo adquirido a base de fuertes dosis de voluntad y de actuaciones enérgicas, que suponen la opción firme y decidida por la verdad, o sea, por lo real tal y como es.O, si se quiere, por un aspecto de lo real, el que se refiere a su carácter de presente: aquí y ahora. En este lugar y en este momento. Se puede pensar en el pasado y en el futuro, pero siempre en presente: 



Del pasado se toma nota y se aprende, pero no se siente nostalgia. Fue, pero ya no es: ha sido asimilado, sin rebelión estéril contra uno mismo por no haber sabido dar siempre la talla que se debería haber dado: eso sería una rabieta improductiva, que ancla en el pasado y que impide vivir bien el presente, que es lo único que existe. Cuando se reflexiona correctamente acerca del pasado, los fallos son reconocidos como tales fallos. Se admite que ha sido uno mismo quien los ha cometido. Y punto. Han sido experiencias negativas que se han vivido; pero de ellas se puede y se debe sacar algo positivo y es aprender. Saber (para que no se vuelva a repetir en el futuro) adónde conducen ciertos modos de actuar que no se adecúan a la realidad y que conducen a la destrucción de la propia vida, son autodestructivos.

Para el futuro se hacen proyectos, que sean realistas, adecuados a las propias posibilidades y con la intención firme de llevarlos a cabo: Un llevar a cabo que tiene lugar en el presente: no debe olvidarse. Si se va posponiendo la tarea para el futuro, ésta acaba no haciéndose nunca realidad. Ya conocemos el dicho: "No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy". Es preciso ocuparse en el presente, con vistas al futuro. Pero eso sí: no hay que preocuparse por el futuro, en el sentido de inquietarse, de angustiarse.Eso no sirve para nada. Sólo para inmovilizar y bloquearse. Impide vivir con tranquilidad: un no vivir, en definitiva; lo que ocurre cuando uno no acaba de creerse las palabras de Jesús (creer en el sentido de dar vida, de llevar a cabo en la propia vida): "No os inquietéis por el mañana, porque el mañana traerá sus propias inquietudes. A cada día le basta su propio afán" (Mt 6,34).

No es suficiente, sin embargo, estar en lo que se está. Esto nos indica lo que hay que hacer, pero no cómo hay que hacerlo. Y este punto del cómo es muy importante: "No comimos gratis el pan de nadie, sino que trabajamos día y noche, con esfuerzo y fatiga, para no ser gravosos a ninguno. No porque no tuviéramos derecho, sino para mostrarnos ante vosotros como modelo que imitar" (2 Tes 3, 7-9) "Sed diligentes en el deber" (Rom 12,11). "Todavía os exhortamos, hermanos, a progresar más y a que os esforcéis en vivir con sosiego" (1 Tes 4, 10-11). 

No se trata sólo de hacer, y de hacer en el presente (por supuesto). Es preciso ( y necesario) trabajar con afán, con interés, volcándose de lleno en lo que se hace, para hacerlo lo mejor posible; y poner entusiasmo en todo, independientemente del estado de ánimo que se tenga, puesto que de lo que aquí se trata es de un movimiento de la voluntad (de querer) y no del sentimiento (éste no siempre acompaña y no depende de nosotros). Apreciar lo que se está haciendo como lo más importante que puede hacerse. 

Y luego trabajar con sosiego: calma, tranquilidad, confianza, apertura a los demás, al mundo y a Dios, intentando ver las cosas como son, es decir, como Dios las ve: "¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura?" (Mt 6, 27). Un sosiego que proviene de la afirmación radical de uno mismo, tal y como es (como Dios lo ha creado) y afirmación, igualmente, de los demás tal y como son. Una afirmación que es amor, en definitiva, y que tiene su consistencia, única y exclusivamente, en Dios, en quien hemos depositado toda nuestra esperanza y toda nuestra vida, que le pertenece sólo a Él. Y Dios no defrauda jamás: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura" (Mt 6,33)