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miércoles, 16 de junio de 2021

Parte de la Entrevista de Res Novae a monseñor Viganò sobre la liturgia del Concilio Varticano II

SPECOLA


Para los que piensen aprovechar el aumento de la movilidad para darse una vuelta por Roma que tenga presente que el calor empieza a ser pesado, incluso de noche, y no es el tiempo más recomendado para turisteos innecesarios. Vemos cómo la intensidad informativa no cesa ni con el calor y promete ofrecernos un verano lleno de sabrosas noticias.

Comenzamos con una interesante reflexión recogida por Tosatti sobre el actual sincretismo reinante en la iglesia Católica: «A partir del Concilio Vaticano II, los católicos han sufrido un lento y capilar lavado de cerebro sin precedentes. Muchos se sienten ateos y otros agnósticos. Pero la mayoría está afectada por el sincretismo religioso, consciente o inconsciente. 

Delante del altar vemos desfiles de moda, banquetes para los “hermanos” musulmanes, sacerdotes que bailan, bailarines hindúes, etc. Los católico-sincretistas presentes aplauden, en lugar de salir de la iglesia y regañar al tipo vestido de sacerdote». «El católico-sincretista abraza y absuelve a todos, excepto al católico racional».

Sobre el último concilio, el Vaticano II tenemos entrevista a Viganò centrada, sobre todo, pero no solo, en la liturgia: «el Concilio Vaticano II fue concebido como un acto revolucionario. (…) vemos confirmadas nuestras legítimas sospechas cuando observamos quiénes fueron los artífices de esa liturgia: prelados que en muchos casos fueron objeto de sospechas de pertenecer a la Masonería, destacados progresistas que con el movimiento litúrgico (…) que más tarde fue condenado por Pío XII en la encíclica Mediator Dei. 

Situar la mesa del altar de cara al pueblo no fue invención del Concilio, pero de los liturgistas que hicieron poco menos que obligatorio en el Concilio después de haberlo introducido hacía algunas décadas a modo de excepción como una supuesta vuelta a la Antigüedad. 

Recomendamos su lectura completa pero no dejamos de resaltar algunos pasajes: «El carácter arbitrario de las innovaciones es parte integral de la liturgia reformada, cuyos libros –empezando por el Misal Romano de Pablo VI– fueron concebidos como un batiburrillo en manos de actores más o menos talentosos en busca de la aprobación del público». 

«La crítica más fundada es que han intentado crear una liturgia a su antojo al abandonar el bimilenario rito que nació con los Apóstoles y se ha ido desarrollando armoniosamente a lo largo de los siglos. La liturgia reformada, como sabe todo especialista en la materia, es fruto de un acuerdo ideológico entre la lex orandi católica y las exigencias heréticas de los luteranos y otros protestantes.

Como la Fe de la Iglesia se expresa en el culto público, era indispensable que la liturgia se adaptase a la nueva manera de creer debilitando o negando verdades que se consideraban incómodas para el diálogo ecuménico». 

«Al próximo papa le corresponderá restablecer todos los libros litúrgicos anteriores a la reforma conciliar y prohibir en los templos católicos la indecente parodia a la que han contribuido notorios modernistas y herejes».

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Puede leerse también, sobre este tema del sincretismo católico o catosincretismo, el artículo aparecido en Chiesa e post Concilio

martes, 15 de junio de 2021

El New York Times defiende la comunión para los políticos abortistas, citando al Papa (Carlos Esteban)

 INFOVATICANA

El diario más prestigioso del mundo, el norteamericano New York Times, se ha sumado a la batalla en torno a la conveniencia de ofrecer o negar la comunión a gobernantes abiertamente abortistas. Dad la comunión a Biden, advierte ‘la Dama Gris’, asegurando que eso mismo es lo que manda el Papa.

Extraño cuando la prensa secular, y en este caso un diario poco proclive a coincidir con la doctrina católica, el New York Times, pontifica sobre la necesidad de contradecir lo dispuesto por el Código de Derecho Canónico y darle la comunión al ‘devoto Biden’, por muy entusiasta que se muestre promoviendo la masacre de no nacidos.

Es cierto que para lo opinión ‘de progreso’ el NYT tiene bastante más autoridad que L’Osservatore Romano sobre los católicos, pero no deja de resultar desconcertante esta injerencia teológica del rotativo neoyorquino.

La batalla está en su punto culminante. Biden, ‘católico devoto’, encabeza probablemente la Administración más ferozmente abortista de la historia, pero apoya las posturas cercanas al Vaticano en los asuntos en que más insiste últimamente la Santa Sede, que apenas ha disimulado su alegría por la victoria del demócrata en las pasadas presidenciales.

Por su parte, José Gómez, arzobispo de Los Ángeles y presidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, anunció hace ya algún tiempo su intención de plantear en la asamblea de los obispos el tema de la ‘coherencia eucarística’ para publicar directrices sobre la cuestión.

Esto desató las alarmas, con el cardenal Blase Cupich, de Chicago, y Joseph Tobin, de Newark, volando a Roma para entrevistarse con Ladaria, prefecto para la Doctrina de la Fe, que envió a los obispos norteamericanos una carta para moderar el celo episcopal a base de paños calientes.

Una sesentena de obispos firmaron una carta, a su vez, para que no se tratase el asunto de la coherencia eucarística en la asamblea, aunque este será sin duda el tema estrella de la reunión. Obispos de uno y otro ‘bando’ de han lanzado a las redes y los medios en defensa de su posición. Y ahora sale pontificando el New York Times en una insólita injerencia, asegurando que el Papa y Ladaria y Spadaro quieren que los obispos sean buenos y no le nieguen la comunión a Biden, Pelosi y compañeros mártires.

¿Que el Papa dijo qué? Bueno, es una interpretación del diario, en realidad. Lo que dijo el Papa es que la comunión no es la recompensa de los santos, sino el pan de los pecadores”, lo que en cualquier otra ocasión se entendería como una afirmación perfectamente válida dentro de su contexto, pero que en las circunstancias en Estados Unidos suena a lo que de ninguna manera puede querer decir, a saber: que es lícito recibir la Sagrada Comunión en pecado mortal.

Y el político que colabora activamente con el aborto no solo está en pecado mortal, sino excomulgado latae sententiae. Y públicamente, mientras no se arrepienta.

Pero, ¿a quién van a creer, al autorizado intérprete de la verdad moderna, o a una doctrina desfasada sin escucha atenta, ni diálogo ni nada de nada?

Carlos Esteban

¿Por qué Dios permite la pandemia?



El 1 de noviembre de 1755, un terremoto destruyó la ciudad de Lisboa. Este hecho, que acabó con una de las ciudades más prósperas de Europa, conmocionó a toda la civilización occidental, que trató de buscar explicaciones religiosas, filosóficas y científicas a este fenómeno.

Como era previsible, la pandemia que atravesamos hace ya más de un año suscita en nosotros una conmoción y reflexión semejantes. Nos preguntamos entonces por qué Dios, siendo todopoderoso y bueno, permite algo tan terrible.

Apoyándonos en la luz de la razón, decimos, en primer lugar, “permite”, pues todo indica que este virus que nos acecha ha sido consecuencia, o bien de la maldad, o bien de la impericia humana. Aunque, cabe aclarar, se trataría de una impericia “teñida” de malicia, pues cualquier persona sabe que es éticamente reprobable manipular científicamente determinadas realidades que, “si se escapan de las manos”, pueden llegar a causar mucho daño.

También es verdad que, más allá de las posiciones de tono conspirativo, existe la posibilidad de que este virus, estando presente en la naturaleza, se haya transmitido a los seres humanos a partir de su presencia en un animal; en nuestro caso, un murciélago. De ser así, no habría existido -al menos directamente- responsabilidad humana alguna en la génesis de la pandemia.

Entonces, si el virus simplemente “vino de la naturaleza”, podríamos pensar, más decididamente, en “echarle la culpa a Dios”, autor de la naturaleza. Digo, teniendo en cuenta nuestra actual mentalidad, si un producto “nos viene fallado”, lo más común y lo primero que se nos ocurre es “hacer un reclamo al fabricante”.

En otras palabras, si este fuese el caso, podríamos afirmar que Dios no solo permitió, sino también que positivamente quiso, este flagelo. Recapitulemos entonces nuestras preguntas: ¿cuál fue el verdadero origen de este mal? ¿fue la ambición y maldad propiamente humanas?, ¿fue la impericia “teñida” de inmoralidad? ¿Dios positivamente quiso, o solo permitió, esta catástrofe?

Existen determinadas verdades históricas que “los hombres de a pie” quizá jamás vamos a conocer, al menos hasta que el Señor instaure definitivamente su Reino y “salga a la luz todo lo que estaba oculto”. En todo caso, nuestra deliberación solo puede “partir de los hechos”. La “cosa” está aquí, delante nuestro, y debemos habérnosla con ella; debemos afrontarla no solo en términos de la medicina y la salud pública, sino también de modo más profundamente reflexivo, especialmente desde la filosofía y la teología.

¿Qué podemos entonces juzgar respecto de este traumático y doloroso suceso? Desde la perspectiva de la tradición filosófica realista (particularmente aristotélica y tomista), podemos conocer que hay Dios, que él es omnisciente, todopoderoso y bueno. Y esto último no solo en términos metafísicos, sino también morales (Dios no es solamente “lo más apetecible”; tampoco puede Él querer mal alguno para sus criaturas). Asimismo, también podemos saber que Dios es providente, es decir, que no se “desentiende” de las cosas, y mucho menos de las personas.

Ahora bien, ¿cómo es posible conjugar estos atributos con la ineludible “sensación de desamparo” que, inevitablemente, nos embarga frente a los acontecimientos provocados por la pandemia? Al igual que es Salmista, estamos tentados de afirmar: “¿Es que el Señor nos rechaza para siempre y ya no volverá a favorecernos?, ¿se ha agotado ya su misericordia, se ha terminado para siempre su promesa?, ¿es que Dios se ha olvidado de su bondad, o la cólera cierra sus entrañas?”.

Incluso en términos puramente racionales no habría que dejar “enteramente a un lado” la posibilidad de interpretar esta realidad como un castigo divino. Dios es infinitamente bueno y misericordioso, pero también es justo y “nadie se burla impunemente de sus prescripciones” (Como decimos los argentinos, Dios es bueno, pero no “buenudo”).

En este sentido, hace tiempo ya que la mayoría de los seres humanos vivimos “de espaldas a Dios”, y no solo “desentendiéndose de Él”, sino atentando abiertamente contra sus más sagrados preceptos. Basta pensar en la realidad del aborto que, año a año, como verdadera pandemia, se lleva la vida de millones de niños inocentes. ¿Pensamos acaso que la sangre de esos hijos no “clama al cielo”? Y este es solo un ejemplo, de los muchos que podría mencionar, para referirme a las atrocidades que ordinariamente cometemos los seres humanos.

Claro está, sería absurdo pensar que Dios, en caso de castigarnos, lo haga movido por el rencor y el deseo de venganza. En Dios no se dan pasiones, y menos aún sentimientos decididamente malos. El Bien es difusivo de sí, reza un principio metafísico. En este sentido, todo lo que Dios obra “ad extra” lo hace movido por la búsqueda del bien de quienes en su infinito amor ha creado.

En efecto, a nosotros, quizá, ni siquiera se “nos pasan por la cabeza” este tipo de cuestionamientos: ¿acaso somos los dueños de una clínica abortista?, ¿soy yo, por ventura, quien promueve ideologías perversas en los medios de comunicación masiva? La mayoría de nosotros, por Gracia de Dios, no cometemos estos graves pecados, pero ¿no es en realidad cierto que el mal no tendría, en absoluto, la fuerza que tiene de no ser por la “indiferencia” de quienes nos juzgamos buenos?

Todos queremos que acabe la pandemia para “continuar con nuestra vida”. Pero, deberíamos preguntarnos, ¿qué vida queremos continuar? La vida que nos ha llevado a una creciente desigualdad e injusticia; la vida que ha endiosado el “tener” y el “aparecer” por sobre el ser; la vida que solo aspira a “pasarlo bien”, desentendiéndonos de quienes están a nuestro lado.

De ser así, es como si le dijésemos a Dios: “mirá cortala con esto de la pandemia que nosotros sí tenemos muchas cosas importantes que hacer”: queremos seguir estafando, yendo a la cancha, apostando, comiendo cosas ricas, bebiendo y abusando del sexo; queremos seguir probando permanentemente cosas nuevas, pues ya nos aburrimos “lo tradicional”, en particular de la religión y de la familia.

Ahora bien, en caso de que esto sea en verdad un castigo divino: ¿qué hemos cambiado para que Dios, a su vez, cambie? ¿Cuál ha sido nuestra auténtica metanoia? ¿Hemos hecho alguna suerte de mea culpa respecto de nuestro comportamiento como seres “supuestamente” racionales? De haber juicio, los ninivitas seguramente también se levantarán contra esta “generación malvada y pervertida”. Estas preguntas no me las hago “solo como filósofo cristiano”; todo ser humano que se precie de tal debería quizá detener s reflexionar sobre estos hechos.

Con todo, es preciso reconocer que la pandemia suscitó numerosos actos de entrega valiente y generosa, especialmente dentro del personal de salud y de numerosos sacerdotes que murieron o arriesgaron su vida para llevar consuelo físico o espiritual. Esta dolorosa situación ha “sacado a la luz” lo mejor de muchos hombres y mujeres.

Habitamos una cultura que “vive de espaldas a la muerte”, que niega la realidad de nuestra finitud y contingencia; estamos arraigados en una cultura que rechaza de plano todo lo que implique asumir el dolor, la entrega y el autosacrificio. Pero la pandemia puso “frente nuestro” aquello que nos negábamos a ver y asumir.

En lenguaje franciscano, cabe decir que la pandemia nos hizo pensar en la “hermana muerte”, en aquella visitante inoportuna que, en cualquier momento, puede asomarse para sacudirnos, paradójicamente, de nuestro letargo. Las situaciones límite tienen, pues, la ventaja de “despertar a muchos” a la conciencia de la verdadera finitud humana. Y la visión de este hecho, por qué no, puede constituir el primer paso para abrirnos a la trascendencia.

Supongamos ahora que esto no es un castigo infligido directamente por Dios. Al menos, es innegable que Él lo ha permitido y, de algún modo, “hace silencio”. Dios “ha dejado correr la situación”, como un padre que “suelta” la mano de su hijo para ver cómo reacciona ante las adversidades. Y como manifesté arriba, hubo quienes están “aprovechando” la prueba, quienes están atravesando esta realidad de dolor como una “oportunidad” para fortalecer su fe y sus virtudes.

Otros, en cambio, eligieron el camino del rencor; la vergonzosa tarea de “despotricar” contra el “Padre de los cielos”; ellos optaron por afianzarse en su rechazo a Dios y vieron en la pandemia una ocasión, más que propicia, para reafirmar su ateísmo: “si hubiera Dios, y este fuese bueno, no podría permitir el sufrimiento de tantos inocentes”. Por último, hubo también quienes eligieron “no pensar”; se trata de aquellos que siempre, frente a las situaciones dolorosas, se anestesian con más y más distracciones: más futbol, más alcohol, más drogas.

Quiero decir, el “por qué” y el “para qué” que podamos encontrar a la pandemia dependerá, en gran medida, de la imagen de Dios que previamente tengamos. Y la visión de Dios que la razón puede darnos es la de un Ser infinitamente poderoso y bueno; lo demás, son “caricaturas” de una inteligencia oscurecida ya por el pecado y la tristeza. Dios es bueno “todo el tiempo”, incluso en estos momentos en los que parece habernos “soltado de la mano”.

Aun hablando en términos puramente humanos, intuyo que esta situación es una “fuerte llamada de atención de Dios”. Es como si el Señor nos dijese: ¿dónde tienes puesto el corazón? ¿Qué bien o bienes has endiosado? Como nos enseñó Lewis, cuando los amores humanos se transforman en un Dios, inevitablemente se convierten en un demonio. Y el Dios verdadero no quiere que seamos devorados por amores pervertidos que solo pueden conducirnos a la desdicha eterna.

Quizá, desde una perspectiva más teológico-religiosa, esta realidad de la pandemia pueda ser pensada como una “vuelta de tuerca más” del ya ancestral tema de la fidelidad e infidelidad respecto de la “Alianza”. Dios crea al hombre y lo invita a la amistad con Él; el hombre rechaza a Dios para irse detrás de “falsos dioses”; Dios castiga al hombre, pero anuncia la promesa de una Alianza.

Pasando por el proto-evangelio, Noe, Abraham, Moisés y los profetas, hasta la Alianza nueva y eterna sellada por la sangre de Cristo, la historia humana se entreteje de estas “idas y vueltas” en relación con Dios. Evidentemente, cada vez nos acercamos más al “final de la película”, cuando el divino director asuma totalmente la escena y quite para siempre a los malos actores de este drama.

Sin embargo, todavía nos encontramos en las vísperas. Nuevas y más perversas infidelidades (aborto, ideología de género, eutanasia, apostasía generalizada) suscitan nuevos castigos. La Iglesia, cuerpo de Cristo, es hoy la verdadera protagonista de guiar a los hombres hacia un auténtico cambio de vida. Ella es la encargada de propagar el anuncio de la salvación a través de la palabra de vida y la fuerza de los sacramentos.

Cristo salvador se hace hoy presente por medio de su Iglesia. Y la Iglesia tiene que hacerse presente en este mundo, tiene que “hacerse cargo” de la miseria humana, pero “sin ser del mundo”, sin “coquetear” con el mundo ni acomodarse a sus “exigencias”. Caso contrario, será como la levadura que ya no sirve para fermentar la masa, o la sal que se acopla al insípido sabor de estos tiempos.

Dios nos “llama la atención”, nos sacude de nuestro letargo. Su Palabra continúa “resonando” en el corazón de los fieles: “si volvéis a Mí de todo corazón y con toda el alma, Yo volveré a vosotros y no os ocultaré mi rostro”. Pero el Pueblo de Dios parece, una vez más, “no querer obedecer”, y el Señor nos “entrega nuevamente a nuestro corazón obstinado para que sigamos caminando según nuestros antojos”.

En suma, ¿qué sentido teológico puede tener este “tirón de orejas” de nuestro Dios? Ya hablé de la posibilidad real de un castigo causado por nuestras infidelidades y pecados. Es inevitable no pensar aquí en aquel pasaje evangélico en el que Jesús menciona a las dieciocho personas que fueron aplastadas al derrumbarse la Torre de Siloé: “¿pensáis acaso que esos hombres eran los más culpables de Jerusalén? Os digo que no. Y si vosotros no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente”.

Nadie pues es inocente delante de Dios y todos debemos ver en este tiempo “una oportunidad para alcanzar la salud”. No es que aquí “pagan justos por pecadores”, es que todos estamos “en deuda con Dios”, y este oscurecimiento de la realidad de nuestro pecado es quizá un mal mayor que la propia pandemia. Insisto en esto, la terrible situación que actualmente estamos afrontando tiene que ser, en primer lugar, para nosotros, un “llamado a la conversión”.

Aunque no lo pensemos de manera consciente, la mayor parte de nosotros nos hemos habituado a pensar que estamos aquí para “pasarlo bien”, para disfrutar, todo lo que podamos, de los placeres que la vida pueda brindarnos. Este es el mensaje que el mundo permanentemente nos transmite: disfruta el momento, “sácale el jugo” a las oportunidades que te brindan las circunstancias.

Hemos olvidado que el hombre es homo viator, un ser peregrino que marcha de regreso hacia la casa del Padre. Al menos “en la práctica”, dejamos de creer en la vida eterna y transcurrimos nuestra existencia como si no nos quedara otra cosa que “anestesiarnos con placeres corporales y distracciones frívolas”.

Por lo tanto, hemos de recuperar la conciencia de que esta vida tan solo es el “preludio” de la verdadera existencia. Sin embargo, hemos de tener presente aquello que ya nos enseñó Agustín: Aquel que “nos creó sin nosotros, no nos salvará sin nuestra colaboración”. Estamos pues aquí para ser Santos y cultivar nuestros talentos; para ser Perfectos como Dios es perfecto; para secundar la Gracia que Dios vino a ofrecernos como consecuencia del sacrificio Pascual de Cristo.

Una vez más: ¿es entonces la Pandemia un castigo divino?, ¿es algo que Dios tan solo permite como un necesario “llamado de atención” para que “recuperemos el norte”? Con todo, en este punto, me pregunto algo que, en una primera observación, puede resultar un tanto paradójico: ¿es que podría no haber acontecido la pandemia? ¿No es ella, acaso, parte del “natural despliegue” del drama humano-divino que comenzó con la caída de Adán y Eva y que culminará con la parusía? Quiero decir: la caída de nuestros primeros padres “puso en marcha” la dinámica del mal moral y del mal ontológico en el horizonte de la creación. Y este mal es como un “virus” que, inevitablemente, se va expandiendo a lo largo de la historia.

Desde que “el hombre rompió con Dios”, el “cuerpo rompió con el alma” y “el mundo se enemistó con el hombre”. La imagen de una naturaleza buena y “amable” para con los seres humanos expresa -como dice Peterson- una visión ingenua de las cosas. La naturaleza “gime dolores de parto” por el pecado del hombre y, si bien aguarda expectante la liberación de los hijos de Dios, sus “alaridos” necesariamente nos aturden. Sus “sacudones” nos conmueven y ponen a prueba nuestra destreza. Ella puede darnos atardeceres que semejan a un “pedacito” de cielo, pero también tempestades que preludian las noches más dolorosas del infierno.

Heráclito de Éfeso, varios siglos antes de Cristo, al contemplar la naturaleza afirmó que “la guerra es el Padre de todas las cosas”. Luego de la caída, al menos en un sentido, “no queda otra que esta constante pugna de todos contra todos”. Y se trata de una lucha en la que los seres humanos somos constantemente abofeteados. Nuestra propia alma es, por momentos, un campo de batalla; y esta pugna interior se refleja en muchos de nuestros conflictos comunitarios y en nuestras ambiciones desmedidas que nos llevan a utilizar a la creación como si fuese una “mera fuente de recursos”.

Enfermedades, catástrofes naturales y la propia muerte expresan tan solo “una de las caras” de esta moneda, cuyo reverso es la “historia de la salvación”. Dios es el autor del guión y el principal protagonista de esta obra redentora. Sabemos ya que Jesús “pagó por nosotros”, que sus “heridas nos han curado”. Pero todavía asistimos a los últimos capítulos del despliegue de este drama divino.

Luego de la ascensión, el Espíritu Santo “nos ha enseñado muchas cosas” y nuestra comprensión del misterio redentor se ha profundizado sobremanera; también la Gracia Santificante se ha derramado abundantemente en un sinfín de hombres y mujeres que, a semejanza de Cristo, entregaron la vida por sus hermanos. Desde San Esteban a la madre Teresa; desde Perpetua y Felicidad a Maximiliano Kolbe, la Gracia de Dios ha hecho Santos a los más insignes pecadores.

Sin embargo, el misterio de la iniquidad también se ha perpetrado. El tentador a “seguido haciendo de las suyas” y muchos son los hombres que lo continúan secundando. Como diría Lewis, Scrutopo y Orugario siguen “procurándose pacientes” y sembrando discordia. El mal avanza escondiéndose al amparo de la frivolidad, haciéndonos creer que la existencia humana tiene que ser toda ella como una tarde en “disneylandia”: aprovechen las oportunidades de gozo que la vida les otorga; en absoluto piensen en el mañana; consideren sobre todo que ustedes nada tienen que ver con los males que pasan en este mundo. Tú mismo has de considerarte una “víctima de las circunstancias”. La culpa es siempre de los otros: de mis padres; de los opresores del norte; del patriarcado, de occidente y, en definitiva, del cristianismo.

El mundo secular de hoy nos ha hecho olvidar a Dios y nuestro destino eterno. Ahora todos queremos “volver a la normalidad”. Con todo, deberíamos preguntarnos si en verdad queremos que “todo vuelva a ser como antes”. Más tarde o más temprano la normalidad regresará. Pero ojalá que cada uno de nosotros pueda ser en verdad mucho mejor que antes. La santidad es para todos y ninguno de nosotros debería rehuir este llamado. Mientras tanto, como nos enseñó Agustín, quizá valga la pena repetir: “bueno es Dios que no nos da aquello que le pedimos, sino aquello que le pediríamos si nuestro corazón fuese más semejante al suyo”.

Dr. J. Maximiliano Loria

viernes, 11 de junio de 2021

Actualidad Comentada | Alemania, a mi pesar | P. Santiago Martín | Magnificat.tv | 11-06-2021

Magnificat TV Franciscanos de María

Duración 9:01 minutos

https://youtu.be/U_wfiZ70ir4


Consideraciones sobre la temida modificación del Motu Proprio Summorum Pontificum

 ADELANTE LA FE


Esta misma entrada aparece en el blog pero tomada de Ecclesia e post Concilio y usando el traductor de Google. He aquí otra traducción de Adelante la Fe

Con ocasión del simposio de filosofía dedicado a la memoria de monseñor Antonio Livi (aquí), he procurado identificar los elementos que siempre se han repetido a lo largo de la historia en la obra engañosa del Maligno. En aquel análisis me concentré en el fraude de la pandemia, demostrando cómo las razones aducidas para justificar medidas de coacción ilegítimas y las no menos ilegítimas limitaciones de las libertades naturales eran en realidad la profasis*, es decir los motivos aparentes que ocultaban un empeño doloso y un plan criminal. La publicación de los correos de Anthony Fauci (aquí) y la imposibilidad de censurar las cada vez más voces que se alzan en desacuerdo con la narrativa oficial han confirmado mi análisis y nos permiten esperar una clara derrota de los perpetradores del Gran Reinicio (*profasis: alusión culta a un personaje mitológico griego que representaba las excusas o pretextos; N. del T.).

Recordarán que en aquella intervención dije que también el Concilio fue una especie de Gran Reinicio para el cuerpo de la Iglesia, junto con otros sucesos históricos pensados y planeados para revolucionar la sociedad. De hecho, también en aquel caso las excusas aducidas para legitimar la reforma litúrgica, el ecumenismo y la parlamentarización de la autoridad de los sagrados pastores no se cimentaban en la buena fe sino en el engaño y la mentira para hacernos creer que el bien seguro al que renunciábamos –la Misa apostólica, la unidad de la Iglesia para la salvación, la inmutabilidad del Magisterio y la autoridad de la Jerarquía podría justificarse en aras de un bien superior. Lo cual, como sabemos, no sólo no ha sucedido (ni podría suceder) sino que se ha manifestado en toda su impactante significado sedicioso: las iglesias están vacías, los seminarios desiertos, los conventos abandonados y la autoridad desacreditada y pervertida por una tiranía provechosa para los malos pastores o ineficaz para los buenos. Sabemos también que el propósito del mencionado Reinicio, de esta devastadora revolución, era desde el principio era inicuo y doloso, por muy envuelto que estuviera en buenas intenciones para convencer a los seglares y a los seglares de que deben obedecer.

En 2007 Benedicto XVI reconoció pleno derecho de ciudadanía a la venerable Misa tridentina, y le devolvió la legitimidad que abusivamente le habían quitado hacía cincuenta años. En su motu proprio, Benedicto Summorum declaró:

«Por eso es lícito celebrar el Sacrificio de la Misa según la edición típica del Misal Romano promulgado por el beato Juan XXIII en 1962, que nunca se ha abrogado, como forma extraordinaria de la Liturgia de la Iglesia. […] Para dicha celebración, siguiendo uno u otro misal, el sacerdote no necesita permiso alguno.» (Aquí).

En realidad, ni la carta del Motu Proprio ni los documentos de actualización llegaron a cumplirse del todo, y el coetus fidelium que actualmente celebra según el rito apostólico sigue teniendo que dirigirse a su ordinario para solicitar permiso, aplicando con ello el indulto del motu proprio anterior Ecclesia Dei de Juan Pablo II. El honor que con justicia corresponde a la liturgia tradicional se mitigó equiparándolo a la liturgia de la reforma postconciliar calificando a aquella de forma extraordinaria y ésta de forma ordinaria, como si la Esposa del Cordero pudiera tener dos voces –una plenamente católica y la otra equívocamente ecuménica– para dirigirse a la Divina Majestad y a la asamblea de fieles. Aunque por otra parte es indudable que la legitimación de la Misa Tridentina ha hecho mucho bien, nutriendo la espiritualidad de millones de personas y acercando a la Fe a muchas almas que no encontraban en la esterilidad del rito reformado el menor aliciente para la conversión o el crecimiento interior.

El año pasado, manifestando la típica actitud de los novadores, la Santa Sede envió a las diócesis de todo el mundo un cuestionario con miras a solicitar información sobre la aplicación del motu proprio de Benedicto XVI (qui): la misma redacción de las preguntas delataba una vez más otro fin. Por otra parte, las respuestas llegadas a Roma debían sentar las bases de una aparente legitimidad para fijar límites al motu proprio, o incluso su abrogación definitiva. Es indudable que si en el solio pontificio se sentase todavía el autor de Summorum Pontificum, el cuestionario habría permitido al Sumo Pontífice recordar a los obispos que ningún sacerdote tiene que pedir permiso para celebrar la Misa por el rito antiguo, y que tampoco puede ser suspendido por celebrarla. Pero la verdadera intención de quienes han querido interpelar a los obispos no parece basarse en la salud de las almas, sino la aversión teológica a un rito que expresa con claridad meridiana la Fe inmutable de la Santa Iglesia, y que por tanto es ajeno a la eclesiología conciliar y a la liturgia y la doctrina que presupone y transmite. No hay nada más contrario al supuesto magisterio del Concilio que la liturgia tridentina: toda oración, toda perícopa (como dirigían los liturgistas) es una afrenta a los delicados oídos de los novadores y toda ceremonia una ofensa a sus ojos.

El simple hecho de tolerar que haya católicos que deseen abrevar en las sagradas fuentes de aquel rito, les parece una derrota que sólo pueden soportar si queda restringida a grupúsculos de viejos nostálgicos o excéntricos estetas. Ahora bien, si la forma extraordinaria –que ciertamente lo es en el sentido vulgar del término– se vuelve lo normal para millares de familias, de jóvenes, de gente de la calle que la ha escogido a propósito, entonces se convierte en piedra de tropiezo y es objeto de implacable aversión, se le fijan límites y es abolida. Porque no puede haber nada que contrapese la liturgia reformada, ninguna alternativa a la miseria de los ritos conciliares, del mismo modo que nada se puede oponer al discurso oficial del mundialismo ninguna voz disidente ni refutación argumentada; como tampoco puede permitir que se contrapongan remedios eficaces a los efectos secundarios de las vacunas que demostrarían la ineficacia de éstas.

Y no debería sorprendernos: quien no viene de Dios no puede soportar nada que le recuerde remotamente una época en que la Iglesia estaba gobernada por pastores católicos, no por pastores infieles que abusan de su autoridad; una época en que la Fe se predicaba íntegramente al pueblo sin adulterarla para complacer al mundo; una época en que quien tenía hambre y sed de verdad las saciaba con una liturgia terrena en la forma y divina en la sustancia. Y si cuanto hasta ayer era santo y bueno hoy es objeto de condena y desprecio, consentir que queden rastros de ello es inadmisible y constituye una afrenta intolerable. Porque la Misa Tridentina toca fibras del alma a las que no puede ni acercarse el rito montiniano.

Es evidente que quienes maniobran entre los bastidores del Vaticano para acabar con la Misa Católica son los mismos que en el motu proprio ven comprometida su labor de décadas, ven en peligro la posesión de tantas almas como tienen sometidas, y se debilita la tiranía que ejercen sobre la Iglesia. Los sacerdotes y obispos que al igual que yo han redescubierto aquel tesoro inestimable de fe y espiritualidad –o que por la gracia de Dios no lo han abandonado a pesar de la feroz persecución postconciliar– no están dispuestos a renunciar a él, porque han encontrado en él el alma de su sacerdocio y el alimento de su vida sobrenatural. Y resulta inquietante, además de escandaloso, que a pesar del mucho bien que reporta a la Iglesia la Misa Tridentina haya quienes quieran prohibirla o limitar su celebración alegando pretextos.

Con todo, si nos ponemos en el lugar de los novadores, entenderemos que es plenamente coherente con su visión distorsionada de la Iglesia, pues para ellos no es la sociedad perfecta jerárquicamente instituida por Dios para la salvación de las almas, sino una sociedad humana en la que una autoridad corrupta y sometida a la élite complace los caprichos y orienta las exigencias de vaga espiritualidad de las masas, renegando del fin para el que la dispuso Nuestro Señor; y en la que los buenos pastores se ven obligados a permanecer inactivos por culpa de trabas burocráticas que son los únicos en cumplir. Este callejón sin salida jurídico permite que los abusos de autoridad se impongan a los súbditos porque reconocen en ella la voz de Cristo, incluso ante la evidencia de la maldad intrínseca de las órdenes recibidas y de las motivaciones que los impulsan y de los propios súbditos que las ponen por obra. Por otro lado, muchos están obedeciendo también en el ámbito civil durante esta pandemia normas absurdas y perjudiciales porque las impusieron médicos, virólogos y políticos que deberían preocuparse por la salud y el bienestar de los ciudadanos; y muchos no han querido creer, ni siquiera ante la evidencia de un plan criminal, que esos fuesen capaces de desear positivamente que millones de personas pudieran enfermar o morir. Es lo que los psicólogos llaman disonancia cognitiva, que lleva a las personas a refugiarse en un nicho cómodo de irracionalidad antes que reconocerse víctimas de un colosal fraude y reaccionar con valor.

No nos preguntemos, pues, por qué cuando se multiplican las comunidades ligadas a la antigua liturgia, cuando florecen las vocaciones casi exclusivamente en el ámbito del motu proprio, se incrementa la frecuencia de los sacramentos y la coherencia de vida cristiana en cuantos lo siguen, haya quienes maquiavélicamente deseen conculcar un derecho inalienable y poner impedimentos a la Misa de los Apóstoles; la pregunta está errada y la respuesta iría por otro lado.

Preguntémonos más bien por qué iban a permitir los herejes notorios y los inmorales fornicadores que sus errores y su deplorable modo de vida sean objeto de crítica por parte de una minoría de fieles y clérigos no tutelados si pueden impedirlo. Entonces comprenderemos bien que esa aversión no puede manifestarse de otra forma que derogando el motu proprio, abusando de una autoridad usurpada y pervertida. También en tiempos de la pseudorreforma protestante la tolerancia a algunos usos litúrgicos arraigados en el pueblo tuvo vida breve, porque la devoción por la Virgen María, los himnos en latín y el toque de campanilla durante la Elevación –que ya no era Elevación– estaban irremediablemente destinados a desaparecer por ser expresión de una Fe de la que habían renegado los seguidores de Lutero. Sería absurdo, además, esperar que pueda haber una coexistencia pacífica del Novus y el Vetus Ordo, o entre la Misa católica y la Cena luterana, dada la incompatibilidad ontológica entre ellas. Bien mirado, el fracaso del Vetus Ordo al que aspiran los partidarios del Novus no deja de ser coherente con sus principios, del mismo modo que el fracaso del Novus lo sería para los del Vetus. Se equivocan cuantos creen posible la coexistencia de dos formas opuestas de culto católico en nombre de una pluralidad de expresión litúrgica que es hija de la mentalidad conciliar, ni más ni menos que de la hermenéutica de la continuidad.

El modus operandi de los novadores se manifiesta una vez más en esta operación contra el motu proprio: para empezar, algunos de los más fanáticos opositores de la liturgia tradicional lanzan la provocación de insinuar la abrogación de Summorum Pontificum calificando la Misa Tridentina de divisiva; después, la Congregación para la Doctrina de la Fe pide a los ordinarios que respondan a un cuestionario con respuestas prácticamente preparadas de antemano (el futuro del obispo dependerá del apoyo que preste a lo que informe a la Santa Sede, porque del contenido del cuestionario también se enterará la Congregación para los Obispos; y así, como quien no quiere la cosa, durante una reunión a puerta cerrada con los miembros del episcopado italiano, Bergogglio afirma estar preocupado por los seminaristas «que parecen buenos pero son rígidos» (aquí) y por la difusión que está teniendo la Misa Tradicional, y siempre recalca que la liturgia postconciliar es irreversible; para colmo, nombra prefecto de la Congregación para el Culto Divino a un enemigo acérrimo del Vetus Ordo, para que sea su aliado a la hora de aplicar las restricciones que vinieren al caso; y por último, nos enteramos de que los cardenales Parolin y Ouellet son de los primeros en desear ese redimensionamiento del motu proprio (aquí); esto hace, como es natural, que los obispos conservadores se apresuren a defender el actual régimen de coexistencia de las formas ordinaria y extraordinaria, lo cual da a Francisco la oportunidad de quedar como un prudente moderador de dos corrientes opuestas, con lo que se limita a fijar restricciones a Summorum Pontificum en vez de abrogarlo. Que es, como ya sabíamos, ni más ni menos lo que ya tenía pensado desde el principio.

Independientemente del resultado final, el deus ex machina de esta obra de final previsible es y sigue siendo Bergoglio, que tan dispuesto está a atribuirse el mérito de un gesto de clemente indulgencia hacia los conservadores como a descargar la responsabilidad de una aplicación restrictiva en los hombros del nuevo prefecto, monseñor Arthur Roche y sus subalternos. Así, en caso de una protesta masiva de los fieles y una reacción excesiva del Prefecto o de otros prelados, se disfrutará una vez más del encuentro entre progresistas y tradicionalistas y se dispondrá de excelentes argumentos para afirmar que la convivencia de ambas formas del Rito Romano trae división a la Iglesia y conviene por tanto volver a la pax montiniana, o sea a la prohibición total de la Misa de siempre.

Exhorto a mis compañeros del episcopado, a los sacerdotes y a los laicos a defender ardorosamente su derecho a la liturgia católica, solemnemente sancionado por la bula Quo Primum de San Pío V, y a defender junto con ella a la Santa Iglesia y al Papado, porque una y otro están expuestos al descrédito y al escarnio por parte de los propios pastores. La cuestión del motu proprio no es negociable en modo alguno, porque corrobora la legitimidad de un rito que jamás ha sido ni podrá ser revocado. Es más, al daño innegable que estas novedades causarán a las almas y el provecho indudable para el Demonio y sus secuaces se añadirá el indecoroso desaire de Bergoglio a Benedicto XVI, todavía vivo. Bergoglio debería saber que la autoridad que ejerce el Romano Pontífice sobre la Iglesia es vicaria, y que la autoridad le viene de Nuestro Señor Jesucristo, única Cabeza del Cuerpo Místico; abusar de la autoridad apostólica y el poder de las Santas Llaves para un fin contrario a aquel por el que fueron instituidas por el Señor es una ofensa inaudita a la Majestad Divina, una deshonra para la Iglesia y una culpa por la cual deberá rendir cuentas a Aquel de quien es vicario. Además, quien rechaza el título de Vicario, sepa que con ello perjudica la legitimación de su propia autoridad.

No es aceptable que la autoridad suprema de la Iglesia se permita eliminar en una inquietante operación estilo cancel culture en clave religiosa el legado que recibió de sus Padres; como tampoco lo es considerar excluidos de la Iglesia a cuantos no estén dispuestos a aceptar la privación de la Santa Misa y los Sacramentos celebrados en la forma que ha creado casi dos milenios de santos. La Iglesia no es una empresa cuyo departamento de mercadeo pueda retirar del catálogo productos obsoletos para presentar otros nuevos a pedido de los clientes. Ya fue doloroso que se impusiera por la fuerza a los sacerdotes y los fieles la revolución litúrgica en nombre de la obediencia al Concilio, privándolos del alma misma de la vida cristiana para sustituirla por un rito que el masón Bugnini copió del Book of Common Prayer del anglicano Cranmer. Este abuso, parcialmente corregido por Benedicto XVI con el motu proprio, no puede de ninguna manera repetirse ahora en presencia de elementos que están todos ampliamente a favor de la liberalización de liturgia de siempre. En todo caso, si de verdad se quisiese ayudar en esta crisis al pueblo de Dios, sería necesario abolir la liturgia reformada, que en cincuenta años ha causado más daño del que hizo el calvinismo.

No sabemos si las temidas restricciones que la Santa Sede pretende fijar al motu proprio afectarán a los sacerdotes diocesanos o sólo a algunos institutos cuyos miembros celebran exclusivamente el rito antiguo. Con todo, temo –como por otro lado ya expresé en otra ocasión– que la acción demoledora de los novadores se centre precisamente en estos últimos. Tal vez los novadores puedan soportar los aspectos ceremoniales de la liturgia tridentina pero no aceptarán en modo alguno la adhesión al andamiaje doctrinal y eclesiológico que ésta supone, y que contrasta claramente con los desvíos conciliares que quieren imponer sin excepción. Por eso, es de temer que se exija a los mencionados institutos que se sometan de alguna manera a la reforma conciliar, por ejemplo haciendo obligatoria la celebración al menos ocasional del Novus Ordo, como ya deben hacer los sacerdotes diocesanos. De ese modo, quienes se acojan al motu proprio no sólo se verán obligados a aceptar implícitamente la liturgia reformada, sino también a aceptar públicamente el nuevo rito con su carga doctrinal. Quien celebre de las dos maneras quedará ipso facto desacreditado ante todo en cuanto a coherencia, dando la impresión de que la opción litúrgica será un hecho meramente estético, se podría decir coreográfico, y privado de todo juicio crítico a la Misa montiniana y al espíritu que la conforma; porque se verá obligado a celebrar esa Misa. Estamos ante una operación maquiavélica y astuta, con una autoridad que abusa de sus atribuciones deslegitima a quien se opone al permitir por un lado el rito antiguo, convirtiéndolo en una cuestión de mera estética y obligando a un insidioso birritualismo y a una adhesión insidiosa a dos estructuras doctrinales opuestas y contrastantes. ¿Cómo se puede pedir a un sacerdote que celebre unas veces un rito venerable y santo en el que encuentra perfecta coherencia entre doctrina, ceremonia y vida, y otras un rito falseado que hace concesiones a los herejes y calla vilmente lo que el otro proclama con ardor?

Roguemos, pues. Roguemos a la Divina Majestad, a la cual rendimos un culto perfecto al celebrar el venerable rito apostólico, que se digne iluminar a sus sagrados pastores para que desistan de sus propósitos y aumenten así las misas tridentinas por el bien de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Invoquemos a los santos patrones de la Misa –principalmente San Gregorio Magno, San Pío V y San Pío X– y a todos los santos que a lo largo de los siglos celebraron el Santo Sacrificio en la forma en que se nos transmitió para que la custodiemos fielmente. Que su intercesión ante el trono de Dios nos alcance la conservación de la Misa de siempre para que gracias a ella podamos santificarnos, afianzarnos en la virtud y resistir los ataques del Maligno. Y si los pecados del clero llegasen en algún momento a merecer un castigo tan severo como el que profetizó Daniel, preparémonos para descender a las catacumbas ofreciendo esa prueba por la conversión de los pastores.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

9 de junio de 2021

Feria IV infra Hebdomadam II

post Octavam Pentecostes

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

jueves, 10 de junio de 2021

Con motivo del 65 aniversario de la ordenación sacerdotal del padre Alfonso

 


En mi otro blog "Il trovatore" escribí una dedicatoria de gratitud al padre Alfonso Gálvez por su gran influencia en mi vida. Puede leerse pinchando aquí.

En esta ocasión, para no repetirme, coloco un párrafo y una poesía de ocho versos de arte mayor, ambos sacados de su libro "Mística y Poesía" (New Jersey - USA 2018), que recomiendo vivamente. Puede adquirirse a través de la página web del Padre (Pinchar aquí)

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Siendo la mirada amorosa uno de los principales medios de expresión del amor, a menudo incluso más eficaz que la voz, no puede faltar nunca en la verdadera relación de amor. También a veces puede ser tan intensa y desbordante como para inducir a muerte de amor:

Es tierno tu mirar, luz de la aurora,
que al mismo sol seduce y enamora.
Tu llanto es un rocío matutino
que induce a la embriaguez de un dulce vino.

Y al descansar tus ojos en los míos
mis lágrimas semejan anchos ríos,
pues tu dulce mirar tan hondo hiere,
que aquél en quien se posa de amor muere.

(P. Alfonso Gálvez)

Consideraciones sobre la temida modificación del Motu Proprio Summorum Pontificum (Monseñor Viganò)

 CHIESA E POST CONCILIO


TRADUCIDO DEL ITALIANO POR EL TRADUCTOR DE GOOGLE

Con motivo del Simposio de Filosofía dedicado a la memoria de Mons.Antonio Livi, que se celebró en Venecia el pasado 30 de mayo ( aquí ), traté de identificar los elementos que se repiten constantemente a lo largo de la historia en la obra de engaño del Maligno. En ese examen mío ( aquí ) me había centrado en el fraude pandémico, mostrando cómo las razones dadas para justificar las medidas coercitivas ilegítimas y las limitaciones no menos ilegítimas de las libertades naturales eran en realidad profecías , es decir, motivaciones aparentes destinadas a ocultar una intención intencional y maliciosa, un diseño criminal. La publicación de los correos electrónicos de Anthony Fauci ( aquí ) y la imposibilidad de censurar las cada vez más numerosas voces disidentes con respecto a la narrativa mainstream han confirmado mi análisis y nos dejan la esperanza de una flagrante derrota de los defensores del Gran Reinicio.

En ese discurso me detuve, si lo recuerdan, en el hecho de que incluso el Concilio Vaticano II fue en cierto modo un Gran Restablecimiento para el cuerpo eclesial, como otros acontecimientos históricos planeados y diseñados para revolucionar el cuerpo social. Incluso en ese caso, de hecho, las excusas esgrimidas para legitimar la reforma litúrgica, el ecumenismo y la parlamentarización de la autoridad de los Santos Pastores no se basaron en la buena fe, sino en el engaño y la mentira, para hacernos creer que el bien seguro al que renunciamos - la Misa apostólica, la singularidad de la Iglesia para la salvación, la inmutabilidad del Magisterio y la Autoridad de la Jerarquía - podría ser justificado por un bien superior. Lo cual, como sabemos, no solo no sucedió (ni pudo suceder), sino que se manifestó en todo su valor subversivo disruptivo: las iglesias están vacías, los seminarios desiertos, los conventos abandonados, la autoridad desacreditada y pervertida en tiranía en beneficio de los malos Pastores o ineficaz para los buenos. Y también sabemos el propósito de este Restablecimiento; esta devastadora revolución fue desde el principio inicua y obstinada, aunque envuelta en nobles intenciones de convencer a los fieles y al clero de que obedecieran.

En 2007, Benedicto XVI reconoció el pleno derecho de la ciudadanía a la venerable liturgia tridentina, devolviéndole esa legitimidad que le había sido negada durante cincuenta años a través de abusos. En su Motu Proprio Summorum Pontificum declaró:
Por tanto, está permitido celebrar el Sacrificio de la Misa según la edición típica del Misal Romano promulgado por el Beato Juan XXIII en 1962 y nunca abrogado, como forma extraordinaria de la Liturgia de la Iglesia. […] Para esta celebración según uno u otro Misal, el sacerdote no necesita ningún permiso, ni de la Sede Apostólica, ni de su Ordinario ( aquí ).
En realidad, la carta del Motu Proprio y de los documentos de ejecución nunca se aplicaron plenamente y los cœtus fidelium que hoy celebran en el rito apostólico continúan pidiendo permiso a su Obispo, aplicando esencialmente los dictados del Indulto del Motu Proprio anterior, Ecclesia Dei, de Juan Pablo II. El justo honor en el que debe celebrarse la liturgia tradicional fue moderado por su equiparación con la liturgia de la reforma posconciliar, por la definición de esa forma extraordinaria y esta forma ordinaria, como si la Esposa del Cordero pudiera tener dos voces, una plenamente católica y otra equívocamente ecuménica, con las que dirigirse ahora a la divina Majestad, ahora a la asamblea de los fieles. Pero tampoco cabe duda de que la liberalización de la Misa Tridentina hizo bastante bien, nutriendo la espiritualidad de millones de personas y acercando a la Fe a muchas almas que, en la esterilidad del rito reformado, no encontraron incentivo ni para la conversión ni para la menos aún para el crecimiento interior.

El año pasado, con el comportamiento típico de los Novatori, la Santa Sede envió un cuestionario a las diócesis del Orbe en el que pedían información sobre la aplicación del Motu Proprio de Benedicto XVI: la formulación misma de las preguntas traicionaba otra vez, un segundo propósito; y las respuestas que se enviaron a Roma debían crear la base de una aparente legitimidad para llevar a una limitación del Motu Proprio, si no a su total abrogación. Ciertamente, si el autor de Summorum Pontificum todavía se sentaba en el Trono, ese cuestionario habría permitido al Pontífice recordar a los obispos que ningún sacerdote debe pedir permiso para celebrar la Misa en el rito antiguo, ni ser retirado del ministerio por ello. Pero la intención real de quienes quisieron consultar los Ordinarios no parece residir en la salus animarum, sino en el odio teológico de un rito que expresa con claridad adamantina la fe inmutable de la Santa Iglesia, y que por ello es ajena. a la ecclesiología conciliar, a su liturgia y a la doctrina que presupone y transmite. No hay nada más opuesto al llamado Magisterio del Vaticano II que la liturgia tridentina: cada oración, cada pasaje - como dirían los liturgistas - constituye una afrenta a los delicados oídos de los novatori, toda ceremonia es una ofensa a sus ojos.

Simplemente tolerar que haya católicos que quieran beber de las fuentes sagradas de ese rito les suena a una derrota, soportable sólo si se limita a pequeños grupos de ancianos nostálgicos o estetas excéntricas. Pero si la forma extraordinaria -que lo es en el sentido común del término- se convierte en la normalidad para miles de familias, jóvenes, gente corriente consciente de su elección, se transforma en piedra de escándalo y hay que oponerse, limitarla, abolirla sin tregua; ya que no debe haber oposición a la liturgia reformada, ninguna alternativa a la miseria de los ritos conciliares, así como frente a la narrativa dominante no puede haber voz de disensión o refutación argumentada del globalismo; o ante los efectos secundarios de una vacuna experimental no es posible adoptar tratamientos efectivos que demuestren su inutilidad.

Tampoco nos puede sorprender: quien no viene de Dios, es intolerante con todo lo que recuerde, aunque sea remotamente, una época en la que la Iglesia católica estaba gobernada por pastores católicos, y no por pastores infieles que abusan de su autoridad; un tiempo en que la Fe fue predicada en su integridad a la gente, y no adulterada para agradar al mundo; una época en la que los hambrientos y sedientos de la Verdad fueron alimentados y apagados por una liturgia terrena en forma pero divina en sustancia. Y si todo lo que hasta ayer fue santo y bueno hoy es condenado y ridiculizado; permitir que quede algún rastro de ella hoy es inadmisible y constituye una afrenta intolerable. Porque la Misa Tridentina toca hilos del alma que el rito montiniano ni siquiera se atreve a tocar.

Evidentemente, los que maniobran detrás del Vaticano para eliminar la misa católica son los que en el Motu Proprio ven comprometida la obra de décadas, amenazan la posesión de tantas almas que hoy se mantienen subyugadas, y debilitan su tiranía sobre el cuerpo eclesial. Los mismos sacerdotes y obispos que, como yo, han redescubierto ese inestimable tesoro de la fe y la espiritualidad, o que por la gracia de Dios nunca lo han abandonado, a pesar de la feroz persecución del período postconciliar, no están dispuestos a renunciar a él, habiendo encontraron el alma de su sacerdocio y el alimento de su vida sobrenatural. Y es inquietante, además de escandaloso, que ante el bien que aporta la Misa tridentina a la Iglesia haya quienes quieran prohibirla o limitar su celebración, sobre la base de motivos engañosos.

Sin embargo, si nos ponemos en la piel de los Novatori, entendemos cuán perfectamente consistente es esto con su visión distorsionada de la Iglesia, que no es una sociedad perfecta instituida jerárquicamente por Dios para la salvación de las almas, sino una sociedad humana en la que una autoridad corrupta esclaviza a la élite que favorece y de hecho dirige las necesidades de vaga espiritualidad de la misa, negando el propósito para el que Nuestro Señor lo quiso; y en el que los Buenos Pastores se ven obligados a la inacción por los grilletes burocráticos a los que son los únicos que deben obedecer. 

Este impasse, este callejón sin salida legal, significa que el abuso de autoridad puede imponerse a los sujetos precisamente en virtud del hecho de que reconocen en él la voz de Cristo, incluso ante la evidencia de la maldad intrínseca de las órdenes dadas, de los motivos que lo determinan y de los mismos sujetos que lo ejercen. Por otro lado, incluso en el ámbito civil, durante la pandemia, muchos obedecieron normas absurdas y nocivas porque les fueron impuestas por médicos, virólogos y políticos que debían preocuparse por la salud y el bienestar de los ciudadanos; y muchos no querían creer, incluso frente a la evidencia del diseño criminal, que podían desear positivamente la muerte o la enfermedad de millones de personas. Es lo que los psicólogos sociales llaman disonancia cognitiva, que induce a los individuos a refugiarse en un cómodo nicho de irracionalidad en lugar de reconocerse víctimas de un engaño colosal y, por tanto, tener que reaccionar con valentía.

Por tanto, no nos preguntemos por qué, ante la multiplicación de comunidades vinculadas a la liturgia antigua, el florecimiento de las vocaciones casi exclusivamente en el contexto del Motu Proprio, el aumento de la frecuencia de los sacramentos y la coherencia de los cristianos, la vida de quienes la siguen, estos "pastores",  quieran pisotear, lamentablemente, derecho inalienable y obstaculizar la Misa apostólica: la pregunta es errónea y la respuesta engañosa.

Más bien, preguntémonos por qué herejes conocidos y fornicadores no éticos deberían tolerar que sus errores y su deplorable conducta de vida sean desafiados por una minoría de clérigos fieles y desprotegidos cuando tienen el poder para prevenirlo. Llegados a este punto, entendemos bien que esta aversión no puede dejar de hacerse explícita de forma precisa y única para acabar con el Motu Proprio, abusando de una autoridad usurpada y pervertida

Incluso en la época de la pseudorreforma protestante, la tolerancia hacia algunas costumbres litúrgicas arraigadas en el pueblo duró poco, porque esas devociones a la Virgen María, esos himnos en latín, esas campanas que suenan en la Elevación, eran la expresión de una Fe que los seguidores de Lutero habían negado. Novus y Vetus Ordo , así como la Misa Católica y la Cena Luterana, son incompatibles ontológicamente.  

En una inspección más cercana, la derrota de Vetus defendida por los partidarios del Novus es al menos consistente con sus principios, exactamente como debería ser la derrota del Novus por parte de Vetus . Por tanto, quienes creen que es posible unir dos formas opuestas de culto católico se equivocan, en nombre de una pluralidad de expresión litúrgica que es hija de la mentalidad conciliar, ni más ni menos que la hermenéutica de la continuidad .

El modus operandi de los Novatori emerge una vez más en esta operación contra el Motu Proprio: primero algunos de los más fanáticos opositores a la liturgia tradicional lanzan como provocación de la abrogación del Summorum Pontificum definir la Misa antigua como "divisiva"; entonces la Congregación para la Doctrina de la Fe pide a los Ordinarios que respondan un cuestionario (aquí), cuyas respuestas están prácticamente empaquetadas (la carrera del Obispo depende de la forma en que apoyará lo que informará a la Santa Sede, por el contenido del cuestionario también será de conocimiento de la Congregación de Obispos); luego, casualmente, durante una reunión a puerta cerrada con los miembros del Episcopado italiano, Bergoglio dijo que le preocupaban los seminaristas "que parecían buenos, pero rígidos" ( aquí ) y la difusión de la liturgia tradicional, reiterando siempre que la reforma litúrgica conciliar es irreversible; de nuevo, nombra Prefecto del Culto Divino a un acérrimo enemigo del Vetus Ordo, que constituye un aliado en la aplicación de cualquier restricción. 

Finalmente, nos enteramos de que los cardenales Parolin y Ouellet están entre los primeros en querer este recorte del Motu Proprio ( aquí ): esto obviamente lleva a los prelados "conservadores" a apresurarse a defender el actual régimen de convivencia de las dos formas ordinarias y extraordinarias , dando a Francisco la oportunidad de mostrarse como un moderador prudente de las dos corrientes opuestas y conduciendo "sólo" a una limitación del Summorum Pontificum más que a su abrogación total. Lo cual, como sabemos, era exactamente lo que había estado buscando desde el inicio de la operación.

Independientemente del resultado final, el deus ex machina de esta previsible obra es y sigue siendo Bergoglio, dispuesto tanto a atribuirse el mérito de un gesto de indulgencia indulgente hacia los conservadores como a descargar las responsabilidades de una aplicación restrictiva sobre el nuevo prefecto, Mons. . Arthur Roche y sus compañeros. 

Así, ante una protesta coral de los fieles y una reacción desplazada del Prefecto u otros Prelados, se volverá a disfrutar del enfrentamiento entre progresistas y tradicionalistas, contando entonces con excelentes argumentos para afirmar que la convivencia de las dos formas de El rito romano conlleva divisiones en la Iglesia y que, por tanto, es más prudente volver a la pax montiniana , es decir, a la proscripción total de la misa habitual.

Insto a mis hermanos en el episcopado, sacerdotes y laicos, a defender enérgicamente su derecho a la liturgia católica, sancionado solemnemente por la Bula Quo primum.de San Pio V; y defender con ella a la Santa Iglesia y al Papado, ambos expuestos al descrédito y al ridículo de los mismos Pastores. 

La cuestión del Motu Proprio no es negociable en lo más mínimo, porque reafirma la legitimidad de un rito que nunca se abroga ni se deroga. Además, al cierto daño que traerán a las almas estas venturosas innovaciones y a la cierta ventaja que de ello derivará para el Diablo y sus sirvientes, hay que sumar la indecente rudeza a Benedicto XVI, todavía vivo, por parte de Bergoglio,  quién debe saber que la autoridad que el Romano Pontífice ejerce sobre la Iglesia es vicaria, y que el poder que tiene proviene de Nuestro Señor Jesucristo, la única Cabeza del Cuerpo Místico: abusar de la Autoridad Apostólica y del poder de las Santas Llaves con un propósito opuesto al para el cual fueron instituidas por el Señor representa una ofensa sin precedentes a la Majestad de Dios, una deshonra para la Iglesia y una culpa por la cual tendrá que dar respuesta a Aquel de quien es Vicario. Y quien rechaza el título de Vicario de Cristo, sepa que con él también falla la legitimidad de su autoridad.

No es aceptable que la autoridad suprema de la Iglesia se permita cancelar, en una operación perturbadora, la cultura en clave religiosa, la herencia que ha recibido de sus Padres; ni es lícito considerar fuera de la Iglesia a quienes no están dispuestos a aceptar la privación de la Misa y de los sacramentos celebrados en la forma que ha forjado casi dos mil años de santos

La Iglesia no es una empresa donde el departamento de marketing decide cancelar productos antiguos del catálogo y proponer nuevos, de acuerdo con las solicitudes de los clientes. Ya ha sido doloroso imponer con fuerza la revolución litúrgica a sacerdotes y fieles, en nombre de la obediencia al Concilio, arrebatándoles el alma misma de la vida cristiana y sustituyéndola por un rito que el masón Bugnini copió del Libro del Común Oración de Cranmer. Ese abuso, parcialmente remediado por Benedicto XVI con el Motu Proprio, no puede repetirse de ninguna manera ahora, en presencia de elementos que están todos en gran parte a favor de la liberalización de la liturgia antigua. Si uno realmente quisiera ayudar al pueblo de Dios en esta crisis, debería abolir la liturgia reformada que, en cincuenta años, ha causado más daño que el calvinismo.

No sabemos si las temidas restricciones que la Santa Sede pretende imponer al Motu Proprio afectarán a los sacerdotes diocesanos o si afectarán también a los Institutos, cuyos miembros celebran exclusivamente el rito antiguo. Sin embargo, me temo, como ya he dicho en el pasado, que será precisamente sobre este último donde se desencadene la acción de demolición de los Novatori, que tal vez puedan tolerar los aspectos ceremoniales de la liturgia tridentina, pero no aceptan en absoluto la adhesión a la estructura doctrinal y eclesiológica que implica, y que contrasta claramente con las desviaciones conciliares que quieren imponer sin derogación. 

Por eso es de temer que a estos Institutos se les pida alguna forma de sumisión a la liturgia conciliar, por ejemplo haciendo obligatoria la celebración del Novus Ordo al menos ocasionalmente , como ya deben hacer los sacerdotes diocesanos. De esta manera, quienes hagan uso del Motu Proprio se verán obligados no solo a una aceptación implícita de la liturgia reformada, sino también a una aceptación pública del nuevo rito y sus mensajes doctrinales. Y quien celebre las dos formas del rito se verá ipso facto desacreditado sobre todo en su coherencia, pasando sus elecciones litúrgicas como un hecho puramente estético, diría casi coreográfico y privándolo de todo juicio crítico hacia la Misa Montiniana y al mensaje que le da forma: porque se verá obligado a celebrar esa Misa. Una operación maliciosa y astuta, esta, en la que una autoridad que abusa de su poder deslegitima a quienes se le oponen, por un lado concediéndoles el rito antiguo, pero por el otro haciéndolo una cuestión puramente estética y forzando un biespiritismo insidioso y una adhesión aún más insidiosa a dos enfoques doctrinales opuestos y contrastantes. 

Pero, ¿cómo se le puede pedir a un sacerdote que celebre ahora un rito venerable y sagrado en el que encuentra perfecta coherencia entre doctrina, ceremonia y vida, y ahora un rito falsificado que hace un guiño a los herejes y calla vilmente lo que el otro proclama con orgullo?

Oremos, por tanto: oremos para que la Divina Majestad, a quien rendimos culto perfecto celebrando el venerable rito apostólico, se digne a iluminar a los Sagrados Pastores para que desistan de su propósito, y de hecho aumente la Misa Tridentina para el bien de la Santa Iglesia y para la gloria de la Santísima Trinidad. 

Invocamos a los Santos Patronos de la Misa: San Gregorio Magno, San Pío V y San Pío X en primer lugar; y todos los santos que a lo largo de los siglos han celebrado el Santo Sacrificio en la forma que nos ha sido transmitida para que lo guardemos fielmente. Que su intercesión ante el trono de Dios no impida la conservación de la Misa de todos los tiempos, gracias a la cual podemos santificarnos, fortalecernos en las virtudes y resistir los ataques del Maligno. 

Y si alguna vez los pecados de los hombres de la Iglesia merecieran un castigo tan severo como el profetizado por Daniel, preparémonos para descender a las catacumbas, ofreciendo esta prueba por la conversión de los pastores.

+ Carlo Maria Viganò, arzobispo
9 de junio de 2021
Feria IV infra Hebdomadam II
post Octavam Pentecostes