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miércoles, 28 de septiembre de 2022

En torno a una auténtica conciencia cristiana (Carlos Daniel Lasa)



Para concluir podemos afirmar que la conciencia del cristiano de hoy puede recuperarse en plenitud si se funda en la tradición viviente, lo cual supone profundizar las verdades ya poseídas aunque no plenamente conocidas.

Si cualquier fiel católico se dejase guiar por el iluminado mundo del periodismo (alimentado, obviamente, por usinas de pensamiento que tienen en la actual Iglesia Católica a no pocos representantes), debiera llegar a la conclusión de que la fe católica ha sufrido un cambio sustancial de tal envergadura que se ha convertido en una realidad totalmente diversa respecto de aquella que pregonaba la Iglesia hasta no hace mucho tiempo. Este sentimiento no es novedoso ya que hace bastante tiempo que se ha instalado dentro de la propia Iglesia y surge, de tanto en tanto, con mayor o menor virulencia según sean las circunstancias.

Más que abundar en la descripción de este hecho, nos interesa preguntarnos por su causa. ¿Qué ha sucedido en conciencia cristiana para que haya perdido, casi por completo, una inteligencia de la fe que haga posible la presencia de una praxis auténticamente cristiana? ¿Qué ha acontecido para que el católico haya abandonado totalmente el campo de la praxis y se lo haya entregado a una visión inmanentista de la historia la cual se le presenta como la única opción?

Esta situación por la que atraviesa la conciencia católica es de antigua data y tiene que ver, fundamentalmente, con una inadecuada lectura de la modernidad la cual la ha conducido a moverse pendularmente entre la condena y laadhesión plena, que es como decir, entre la reacción y el progresismo. Muy pocos se han ocupado de cuestionar esta idea de modernidad acuñada por pensadores iluministas; es más, ni los propios progresistas (cosa bastante rara) han llevado a cabo una crítica a este concepto. Por el contrario, tanto ellos como los que se denominan reaccionarios, han asumido, de modo totalmente acrítico, esta vertiente ideológica de la modernidad.

Veamos: la corriente a la que aludimos corre paralela a una interpretación equivocada de Descartes, la cual pone la esencia del hombre en la libertad entendida como absoluto poder de negación. De este modo, esta línea de pensamiento plantea una dialéctica aut-aut entre libertad y verdad, entre libertad y autoridad.

Ahora bien, Del Noce ha mostrado, con total claridad, que esta dialéctica opositiva es producto de una opción inicial, de una apuesta, al modo del pari pascaliano. La misma consiste en plantear que Dios no debe existir si es que el hombre quiere ser libre.

Aquí, libertad es entendida como ausencia de todo vínculo con una realidad diversa de mi voluntad. Esta lectura acrítica de la modernidad ha sido incapaz de mostrar que, suscribiendo esta postura, se asume un punto de partida carente de toda prueba: hay que apostar por la no existencia de Dios para que el hombre sea auténticamente libre y creador. De esto se colige lo siguiente: si el tiempo moderno es el tiempo en el cual el hombre se ha convertido en alguien plenamente adulto (porque ha recuperado su auténtica libertad, su capacidad creadora), entonces este tiempo será también el de la muerte de Dios.
Los progresistas, mostrando una total sumisión a esta interpretación de la modernidad, se han ocupado, de modo sistemático, de quitar de la Iglesia Católica todo aquello que sea refractario a esta visión inmanentista de la historia. Y como la metafísica, en tanto búsqueda del orden eterno de las cosas, se encuentra en la vereda contraria a la de una visión de la realidad esencialmente cambiante, era preciso demolerla. Hacer la revolución en la Iglesia supone, entonces, tachar el elemento griego (léase, la metafísica) para convertir la doctrina católica en una realidad esencialmente cambiante, perfectamente adaptable a lo que piensa y quiere el hombre de cada época histórica.
Ya hemos expresado en otros apuntes que la dupla verdad-error, bien-mal ha sido sustituida por la de nuevo-viejo, progresista-conservador. El progresista, entonces, es aquel que siempre, en su pensar y en su obrar, está de acuerdo con la historia, que es lo mismo que comulgar con el progreso, con lo nuevo. Los auténticos creyentes jamás asumieron esta falsa dicotomía sino la de verdad-error, bien-mal. Siempre se afanaron por buscar la verdad y el bien, sin identificar jamás a ninguno de los términos con determinado tiempo histórico. Como creyentes creían y sabían que la verdad y el bien son trans-históricos.

Los denominados reaccionarios también asumieron esa falsa idea de la modernidad a la cual se opusieron de un modo radical. Todo lo moderno merece una condena absoluta; en consecuencia, el auténtico creyente debe aislarse de un mundo el cual está esencialmente corrompido. Y así como los progresistas se hicieron eco de la dialéctica aut-aut entre libertad y verdad, sacrificando la existencia de esta última, los reaccionarios también la suscribieron perdiendo, en lugar de la verdad, la libertad del hombre.

Para concluir podemos afirmar que la conciencia del cristiano de hoy puede recuperarse en plenitud si se funda en la tradición viviente, lo cual supone profundizar las verdades ya poseídas aunque no plenamente conocidas. Esta tarea implica una verdadera evolución, un verdadero progreso que debe ser homogéneo: las virtualidades de la verdad que se conquisten deben hallarse en perfecta armonía con aquellas otras verdades explícitas que forman parte del depósito de la tradición.

Esta recuperación de la conciencia cristiana hará posible la existencia de una verdadera praxis cristiana (educativa, cultural, pastoral, etc.) que enseñe al hombre de hoy que su valiosa libertad se hace plena en la aceptación de la verdad; que su sabiduría y felicidad dependen de su discernimiento entre verdad-error (y la elección por el primer término del binomio); finalmente, que tanto su progreso personal como el progreso de la historia dependen del crecimiento de su conciencia en el conocimiento de la verdad.