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domingo, 29 de marzo de 2020

Coronavirus: ¿el cisne negro de 2020? (Roberto de Mattei)



El cisne negro (Cygnus attratus) es un ave rara originaria de Australia que recibe su nombre de la coloración de su plumaje. Nassim Nicholas Taleb, analista financiero y ex agente de Wall Street, en su libro El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable (Paidós Barcelona 2011), lo escogió como metáfora para explicar que a veces pueden darse sucesos inesperados y catastróficos que pueden afectar la vida entera de la sociedad.

Para Marta Dassù, del Aspen Institute, el coronavirus es el cisne negro de 2020. Explica que la epidemia está acarreando la crisis para la actividad económica de las naciones occidentales y «demuestra la fragilidad de las cadenas productivas a nivel internacional; cuando un eslabón de la cadena recibe un golpe, el impacto se vuelve sistémico» (Aspenia, 88 (2020), p. 9). «Ha llegado la segunda pandemia –escribe por su parte Federico Rampino en La Reppublica del pasado 22 de marzo–, y también hay que afrontarla y curarla. Se llama Gran Depresión, y tendrá un balance de víctimas paralelo al del virus. En Estados Unidos ya nadie emplea la palabra recesión porque se queda corta».

La economía interconectada del mundo se manifiesta como un sistema precario, pero el impacto del coronavirus no sólo será económico y sanitario, sino también religioso e ideológico. La utopía de la globalización, que hasta septiembre del año pasado parecía triunfar, sufre una irremediable debacle. El pasado 12 de septiembre el Papa había invitado a los dirigentes de las principales religiones y a las figuras más destacadas de los ámbitos político, económico y cultural a participar en un acto solemne que habría de tener lugar en el Vaticano el próximo 14 de mayo: el Pacto Global por la Educación. Por esas mismas fechas, la profetisa de la ecología profunda Greta Thunberg llegaba a Nueva York para participar en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2019. En aquellas vísperas del Sínodo para la Amazonía, el Romano Pontífice les envió a ella y a los demás participantes en la cumbre un videomensaje en el que expresaba su plena conformidad con los objetivos mundialistas. El pasado 20 de enero, el Papa dirigió asimismo un mensaje a Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial de Davos en el que subrayaba la importancia de una «ecología integral que tenga en cuenta la totalidad de las implicaciones de la complejidad y de las interconexiones de nuestra casa común».

A escasos meses de aquello, nos vemos ante una situación totalmente inédita. De Greta ya nadie se acuerda, el Sínodo para la Amazonía fracasó, los dirigente políticos internacionales han demostrado su ineptitud para hacer frente a la emergencia, el Pacto Mundial se ha frustrado y la Plaza de San Pedro, epicentro espiritual del mundo, está vacía. 
 
Las autoridades eclesiásticas se adaptan, y a veces se adelantan a las civiles prohibiendo las misas y toda clase de ceremonia religiosa. El acto más significativo y paradójico ha sido la clausura del Santuario de Lourdes, lugar por excelencia de sanación física y espiritual, que cierra sus puertas por miedo a que alguien se contagie si va a rogar a Dios por su salud. ¿Se trata todo ello de una maniobra? ¿Nos encontramos ante un poder totalitario que restringe las libertades de los ciudadanos y persigue a los cristianos?

Ahora bien, sorprende una persecución que parece exenta de toda resistencia heroica, hasta el martirio de los perseguidos, a diferencia de como ha sucedido en las grandes persecuciones a lo largo de la Historia. En realidad, no cabría hablar de persecución anticristiana, sino de autopersecución por parte del propio clero, que al cerrar los templos y prohibir las misas da muestras de llevar a su máxima coherencia el proceso de autodemolición iniciado en los años sesenta con el Concilio Vaticano II. Desgraciadamente y salvo excepciones, al encerrarse en su casa, también el clero tradicionalista parece ser también víctima de esta autopersecución.

Resulta conmovedor el gesto de generosidad con que 8000 médicos han respondido al llamamiento del gobierno italiano, que pedía 300 voluntarios para ayudar en los hospitales de Lombardía. ¡Cuán edificante sería que el presidente de la Conferencia Episcopal pidiese a los sacerdotes que nunca les faltaran a los fieles los sacramentos en las iglesias, las casas ni los hospitales! Muchos invitan a la oración pero, ¿quién recuerda la posibilidad de que nos hallemos en puertas de un gran castigo! Y sin embargo ésa fue la predicción de Fátima, cuyo centenario fue recordado por muchos en 2017. Este 25 de marzo, el cardenal António Augusto dos Santos Marto, obispo de Leiria-Fátima, ha renovado el acto de consagración al Sagrado Corazón de María para toda la Península Ibérica. Se trata de un acto ciertamente meritorio, pero la Virgen pidió algo más: la consagración en concreto de Rusia, hecha por el Papa en unidad con los prelados de todo el mundo. Ése es el acto, todavía pendiente, que todos esperan que se realice antes de que sea tarde.

En Fátima Nuestra Señora anunció que si el mundo no se convertía varias naciones serían aniquiladas. ¿Cuáles serán? ¿Y de qué forma serán exterminadas? Lo cierto es que el mayor castigo no consiste en la destrucción de los cuerpos, sino en el entenebrecimiento de las almas. Dicen las sagradas Escrituras que todos serán castigados por medio de aquello con lo que pecan (cf. Sab.11,16). Y aun el pensamiento pagano, por boca de Séneca, nos recuerda que el castigo del delito está en el propio delito (De la fortuna, 2ª parte, cap. 3).

El castigo comienza a partir del momento en que se pierde el concepto de un Dios justo y remunerador haciéndose la falsa idea de un Dios que, en palabras del papa Francisco «no permite las tragedias para castigar las culpas» (Ángelus del 28 de febrero de 2016). «¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así», recalcó en la Misa de la Natividad del pasado 24 de diciembre. E incluso el papa bueno, Juan XXIII, recordó que «el hombre, que siembra la culpa, recoge el castigo. El castigo de Dios es su respuesta a los pecados del hombre. [Por eso Jesús] nos dice que huyamos del pecado, causa principal de los grandes castigos» (radiomensaje del 28 de diciembre de 1958).

Prescindir de la idea del castigo no es evitarlo. El castigo es la consecuencia del pecado, y sólo la contrición y la penitencia de los propios pecados puede librar de la pena que inevitablemente acarrean por haber alterado el orden del universo. Cuando los pecados son colectivos, los castigos también lo son. ¿Cómo nos vamos a sorprender de la mortalidad que le sobreviene a un pueblo cuando los gobiernos se mancillan con leyes homicidas como las que permiten el aborto, y durante la epidemia se sigue dando prioridad a la masacre, como en Gran Bretaña, donde las autoridades han permitido el aborto en casa para no interrumpir la matanza mientras dura la epidemia? Y cuando en vez de los cuerpos son atacadas las almas, ¿quién se va a extrañar de que la pérdida de la fe sea el castigo de los culpables? Negarse a ver la mano de Dios tras las grandes catástrofes de la Historia es síntoma de esa falta de fe.

El castigo colectivo sobreviene repentinamente, como un cisne negro que aparece de improviso sobre las aguas. Verlo nos desconcierta, y no sabemos de dónde viene ni qué presagia. El hombre es incapaz de prever los cisnes negros que de la noche a la mañana se ciernen sobre su vida. Pero estos sucesos no son fruto del azar como sostienen Taleb y todos los que analizan la actualidad desde una perspectiva humana y secularista, olvidando que la casualidad no existe y que las acciones de los hombres están siempre sujetas a la voluntad de Dios
 
Todo depende de Dios, y cuando Dios comienza a actuar llega hasta el final. «Pero Él no cambia de opinión; ¿quién podrá disuadirle? Lo que le place, eso lo hace» (Job 23, 13).

Roberto de Mattei
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)