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lunes, 15 de octubre de 2018

Pablo VI y la 'fábrica de santos' (Carlos Esteban)



Más críticas contra InfoVaticana, en esta ocasión por la traducción de un artículo aparecido originalmente en OnePeterFive y firmado por el teólogo Peter Kwasniewski cuestionando la canonización de Pablo VI, un artículo que, como advertimos en la introducción, no compartimos en su totalidad. La parresía, parece ser, va sólo en una dirección.

¿Compromete la Iglesia su infalibilidad al declarar santo o santa a determinada persona? Aunque no existe una declaración específica y tajante en la doctrina sobre este particular, la opinión mayoritaria de los doctores y teólogos se ha decantado tradicionalmente por el “sí”. La solemnidad de las propias palabras del ritual parecen, incluso, dejarlo claro.

Pero hay diversos puntos legítimamente cuestionables. El primero es si está ligada esa declaración en principio infalible al proceso que se ha seguido para determinar que la persona en cuestión ha vivido las virtudes en grado heroico y que su intercesión ha producido ese hecho inexplicable por la razón humana que llamamos milagro.

La veneración a los santos es muy anterior al rito de la canonización; de hecho, desde el principio de nuestra Iglesia. Moría alguien con fama de santidad y se formaba alrededor de su memoria un ‘cultus’, se pedía su intercesión, se le ponía como ejemplo, etcétera.

Precisamente para evitar obvios engaños y poder universalizar esa veneración local es por lo que se instituyó la Congregación para la Causa de los Santos y todo el exhaustivo proceso para comprobar la santidad del ‘aspirante’.

De lo minucioso de ese proceso da fe, por ejemplo, que santos en principio tan ‘evidentes’ como Santo Tomás Moro tardaran cuatrocientos años en ser canonizados.

Fue San Juan Pablo II quien ‘aligeró’ el proceso, creando lo que algunos han llamado ‘la fábrica de santos’, y lo que hace que sólo haya, por ejemplo, dos papas santos -de altar- en setecientos años y ahora, de los cuatro papas muertos que participaron en el Concilio Vaticano II o en el inmediato posconcilio, tres ya han sido canonizados. O tenemos una suerte insólita los que vivimos esa época con nuestros Papas o lo que se está intentando es canonizar el propio concilio.

¿Cómo se aligeró el proceso? Los detalles puede consultarlos cualquiera, me centraré sólo en dos puntos que me parecen cruciales: la reducción a dos de los cuatro milagros exigidos por el proceso -antes, dos para la beatificación y otros dos para la canonización- y, sobre todo, la desaparición (en la práctica) del Promotor Fidei, más popularmente conocido como ‘abogado del Diablo’.

La misión de esta figura esencial era poner todas las objeciones posibles a la santidad de la persona. A cada acto que se achacara a una virtud del santo debía oponer, si era verosímil, una motivación más mundana. Debía investigar todas las sombras y zonas oscuras de la vida del ‘canonizable’. Y, por supuesto, debía cuestionar todos los milagros que se le achacaran.

El milagro, por cierto, tenía que reunir condiciones igualmente estrictas: debía de ser cierto, relativo a una enfermedad grave, instantáneo, duradero, obtenido exclusivamente por intercesión del aspirante a los altares y carecer de explicación científica alternativa.

Hay que admitir que en esto también se han rebajado bastante los criterios, admitiendo como ‘milagro’ una curación improbable pero en absoluto insólita en los anales de la medicina moderna.

Cualquier jurista ducho en causas judiciales sabe que lo que garantiza la fiabilidad de un juicio es que existan dos partes, cada una interesada en el resultado contrario al que conviene a la otra. Un juicio en el que sólo pueda intervenir el fiscal o en el que sea el abogado defensor el único que pueda exponer su caso degenerará con mayor probabilidad en una injusticia.

La respuesta, en este caso, podría ser que da igual que el proceso sea ahora menos cuidadoso, porque lo que hace infalible el acto es la asistencia del Espíritu Santo. Pero si se tratara sólo de eso, si sólo eso bastase, ¿para qué molestarse con el proceso? El Papa sólo tendría que leer el nombre y el Espíritu Santo haría el resto.

Pero sabemos que no es así, sabemos que existe desde hace muchos siglos un proceso que, aunque aligerado, sigue vigente. Luego es de razón que deba existir alguna relación entre la investigación que se lleva a cabo durante años y el acto por el que se proclama santo a un individuo y se permite su veneración por parte de la Iglesia universal.

Incluso en la proclamación solemne de dogmas hay un proceso, consultas, investigación. Y precisamente es la comparación con el magisterio dogmático, con el que supuestamente comparte carácter infalible, la que nos invita -una vez más- a dudar. Porque un dogma no es una opinión novedosa referida a una realidad temporal, sino proclamar como cierto e indudable una verdad atemporal que ha sido creída sin interrupción en el seno de la Iglesia.

La canonización, en cambio, no se refiere a ninguna verdad universal, sino que es el juicio sobre la vida de un hombre y su destino eterno. Tal destino se deduce de su vida, y esa vida se conoce de modo más o menos completo gracias a la minuciosa investigación de un proceso. 

Si el proceso falla, si el proceso es incompleto, si sus responsables han sido negligentes o fraudulentos, ¿queda igualmente comprometida la infalibilidad de la Iglesia al declararle santo?

Quizá la respuesta sea “sí”. Pero no nos parece en absoluto que sea ocioso, y mucho menos irreverente, plantear la pregunta.

Carlos Esteban