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lunes, 13 de julio de 2020

Intercambio epistolar entre Don Alfredo Maria Morselli y Mons. Carlo Maria Viganò sobre el Vaticano II



Hace algún tiempo, el P. Alfredo Morselli anticipó en forma de una carta a Mons. Carlo Maria Viganò (cf texto a continuación) las consideraciones publicadas posteriormente en el blog messainlatino.it. A continuación, el correo electrónico de Don Morselli a Mons. La respuesta de Viganò y Su Excelencia. Aquí indice de los precedentes.

[Está traducido del italiano por el traductor de Google]

Querida excelencia,

¡AVE María! Me gustaría explicar mejor por qué no culpo a la crisis actual del Vaticano II de toda la culpa, sin negar su función como detonador (que no combina nada sin explosivos). Las estrategias de marketing se dividen en estrategias push (push) y pull (pull); es decir, una empresa que vende un producto puede intentar crear la necesidad y empuja algo que no hay una necesidad real. O puede, después de una investigación de mercado, comprender que una gran parte de los clientes potenciales sienten la necesidad de un determinado producto. Las dos estrategias a menudo se combinan.

¿Qué es el análisis "comercial" anterior al Vaticano II? El termómetro de una buena parte del clero católico e intelectuales indicaba corrupción moral, tibieza, miedo, orgullo, carrera, un deseo de separarse de la Cruz y llegar a un acuerdo con el mundo. La olla descubierta por Viganò había estado hirviendo durante mucho tiempo. San Pablo dijo que llegarían tiempos en que los hombres se rodearían de maestros de acuerdo con sus deseos, maestros que habían apoyado e hicieron posible llamar al bien el mal y viceversa (cf. 2 Tim 4: 3). Los maestros según los deseos del mundo entendieron que había llegado el momento de presentarse al mundo y vender su producto a bajo precio.

Lo que digo es que si el mercado no hubiera estado listo, el producto no se habría lanzado.
Después de la muerte de San Pío X, los hombres continuaron pecando, la lucha contra el modernismo se volvió evanescente, el modernismo creció hasta tal punto que Pío XII, Garrigou Lagrange, Cordovani no logró arañar la Nouvelle Théologie que ocupaba todas las cátedras. La masonería colocó el chantaje más impuro en los lugares clave y los buenos (en realidad no realmente buenos) fueron muchos Don Abbondio.

El tumor propagó metástasis a todas partes y el último Pablo VI, San Juan Pablo II, Benedicto XVI solo pudo administrar paliativos.Algunos también critican a los papas antes mencionados, pero tal vez fue lo mejor que pudo tener el Padre Eterno. O misteriosamente deje que se forme un providencial "mal de castigo".Y mientras tanto, el "tubo de ensayo" con un pontífice in vitro ad hoc se mantuvo en los laboratorios de los modernistas. Ahora el paciente está en el hospicio , colgando del doble hilo del " non praevalebunt " y las promesas de Fátima. Y también a la gran cantidad de Sangre de la tercera parte del secreto.

En Corde Matris

Sac. Alfredo M. Morselli

* * *  
Respuesta de Mons. Viganò


Natividad de San Juan Bautista
24 de junio de 2020


Estimado y reverendo Don Morselli,

Gracias por su correo electrónico, en el que veo confirmada su visión sobrenatural de los eventos que afligen a la Santa Madre Iglesia. Estoy de acuerdo con usted en que el Concilio Vaticano II no puede considerarse como una especie de tema en sí mismo, dotado de su propia voluntad. Estudios autorizados han demostrado que los esquemas preparatorios laboriosamente preparados por el Santo Oficio tenían que confirmar la imagen de una Iglesia de granito que, en realidad, especialmente lejos de Roma, mostraba signos de fracaso peligroso. Y si fuera tan simple reemplazarlos con nuevos esquemas preparados en los convenios de los novadores alemanes, suizos y holandeses, evidentemente muchos miembros del Episcopado (con su corte de teólogos autodenominados, la mayoría de los cuales ya son objeto de censura canónica) eran corruptos en el intelecto y en voluntad. 

Lo que ella identifica con las estrategias de marketing más comunes y que con razón ve implementadas en el Consejo fue una operación deshonesta, un fraude contra los fieles y el clero: para aumentar el negocio, se cambió el producto y la imagen corporativa, promoviéndolo con campañas publicitarias y descuentos. Las "sobras del almacén" fueron liquidadas o enviadas a la basura. Pero la Iglesia de Cristo no es una empresa, no tiene fines comerciales y sus ministros no son gerentes. Este error sensacional, o más bien este verdadero fraude, fue concebido por personajes que con esta visión humana y mercantil de las cosas espirituales demostraron no solo su propia insuficiencia, sino también su indignidad del papel que tenían. 

Sin embargo, fue precisamente esa mentalidad la que marcó oficialmente la ruptura con la Tradición: transformar la Iglesia en una empresa significaba ponerla en competencia absurda con la competencia de sectas y religiones falsas, imponer una adaptación del "producto" a las presuntas necesidades de los clientes, y al mismo tiempo también imponer la necesidad de despertar la necesidad de posibles compradores para " alternativas, nuevos bienes y servicios, de los cuales todavía no sentían la necesidad. Entonces, aquí está el énfasis comunitario de la Liturgia, el enfoque "hágalo usted mismo" de la Sagrada Escritura, el "fuera de todo" de Doctrina y Moral, los nuevos uniformes del personal ... Creo que si queremos mantener la similitud que Ella sugirió, no se puede negar que, precisamente para eliminar la presencia de un producto que no tiene muchos competidores, era necesario no solo hacerlo menos exclusivo, pero tarde o temprano consiguen que la compañía que lo produce sea absorbida por una más poderosa y extendida: inicialmente, el mejor producto se mantiene como la "primera línea" para una clientela más exigente, luego se retira de la producción y finalmente la marca también desaparece. 

Siguiendo este camino resbaladizo, miserable y destructivo, llegamos a la bancarrota de la empresa a manos de su Liquidador argentino , listo para entregar el Spa Chiesa della Misericordia en manos del Nuevo Orden Mundial. Es probable que Bergoglio confíe en que se reconocerá algún rol de gestión en esta nueva estructura, aunque solo sea en reconocimiento del trabajo realizado. No es quien no ve que esta visión comercial no tiene nada católico, sobre todo porque la Iglesia pertenece a Cristo, quien delega su gobierno a sus vicarios. Transformar a la Iglesia en lo que no es y nunca podría ser se configura como un pecado muy grave y un crimen inaudito, hacia Dios y hacia el rebaño que ordenó pastar en pastos bien definidos, para no dispersarse en las grietas y zarzas. . Y si los administradores infieles que falsificaron estatutos y balances y defraudaron a los clientes son responsables de esta enorme ruina, tendrán que pedir su cuenta: redde rationem villicationis tuae (Lk 16, 2).
Cum benedictione

+ Carlo Maria Viganò

O felix culpa!



Más que oportuna fue la reflexión que dejó Jack Tollers en uno de los comentarios al artículo anterior sobre la necesidad de pensar seria y pausadamente la monumental crisis por la que atraviesa la Iglesia. Eso implica, entre otras cosas, apartar la mirada momentáneamente de las trapisondas de Bergoglio, titular de un pontificado que hasta sus mejores amigos califican ya de agonizante y fracasado, o de las querellas domésticas protagonizadas por personajes menores y prescindibles (al respecto, es llamativo que Mons. Barba, junto al gobierno de San Luis, haya permitido a los fieles que así lo deseen a comulgar en la boca en su misa de toma de posesión, tal como puede verse en este video, mientras su infame vecino de San Rafael entrega a sus propios fieles a la policía por romper el aislamiento).

Lo afirmado por Mons. Viganò y ratificado por Kwasniewski sobre la responsabilidad del Concilio Vaticano II en la crisis de la iglesia y la necesidad imperiosa de corregir el mal infligido, merece ser tenido en cuenta y pensado seriamente. Y podría ser simplificado en dos cuestiones: hasta dónde se extiende la responsabilidad del Concilio, y hasta dónde, consecuentemente, el Concilio puede ser “desautorizado” o encauzado apropiadamente. En este sentido, las tres propuestas que sugiere Kwasniewski son interesantes.

Pero antes de pensar en posibles soluciones, propongo pensar en algunas aristas del problema. Y lo primero es tener en cuenta la perspectiva histórica. En general, todos los concilios ecuménicos fueron instancias traumáticas para la Iglesia, y varios de ellos terminaron en cismas, como se aventura que sucederá también en el caso del Vaticano II. El Concilio de Éfeso terminó precipitando el cisma de los nestorianos y la pérdida para la ortodoxia de la iglesia siria, y el de Calcedonia el cisma monofisita y la pérdida de la iglesia copta. Trento oficializó la pérdida de gran parte de Europa a raíz de la herejía protestante, y el Vaticano I el cisma de los Viejos Católicos y el asentamiento en Roma del ultramontanismo, responsable de muchos de los problemas posteriores. Un concilio es cosa muy seria y no puede ser convocado a tontas y a locas como hizo el Papa Juan XXIII, lo que ya discutimos en este blog. 

Por otro lado, debemos ser cuidadosos en no caer en la falacia del post hoc, propter hoc. Es decir, de achacar al Concilio toda la responsabilidad de lo que está sucediendo actualmente en la Iglesia. Si el Concilio no se hubiera celebrado, ¿estaría la Iglesia mejor? ¿Estaríamos libres de crisis? No lo creo. Lo único que sabemos con certeza es que el Vaticano II fue completamente inútil para solucionar los problemas que arrastraba la Iglesia. ¿Los agravó? Yo opino que sí, pero es sólo una opinión. Pongamos un ejemplo acorde a los tiempos. Supongamos que un grupo de esclarecidos médicos afirmara que eucalipto es un remedio eficaz contra el coronavirus y, para probar su teoría, eligieran cien enfermos graves y, durante diez días, los trataran con infusiones de eucalipto, vapores de eucalipto y pastillas de eucalipto. Pasado ese tiempo, observan que los cien pacientes mueren. La conclusión sería que el eucalipto no es una medicina adecuada para tratar el coronavirus, pero no podrían decir con fundamento que el eucalipto es perjudicial o empeora la enfermedad. El único modo de hacerlo habría sido si se hubiera seguido la metodología adecuada con un grupo de control. Ese grupo tampoco se usó en el caso de la implementación del Vaticano II; es decir, no se dejó ninguna zona del planeta libre de los efluvios conciliares. No podemos saber con certeza, entonces, si el Vaticano II fue inocuo o si aceleró la decadencia. Lo único que sabemos es que no fue efectivo para evitarla. 

[Alguien podría argüir con cierta razón que sí existió un grupo de control: la diócesis de Campos, en Brasil. Sería interesante estudiar el caso en profundidad, pero sospecho que no haría más que confirmar mi duda: Según lo que sé -y que es mas bien poco-, Campos, aún con misa tradicional en todos templos, no se libró de la crisis].

La situación previa al concilio era grave e insostenible. Algo había que hacer, pero lo que no había que hacer era llamar a un concilio, que es lo que hizo el Papa Roncalli. Siempre que pienso en este tema veo la analogía con la Revolución Rusa. La situación de la Rusia zarista, a comienzos del siglo XX, era insostenible. Algo había que hacer. El problema es que quien tuvo que enfrentar la situación fue Nicolás II, un gobernante inútil, aunque haya sido un santo; tan inútil y tan santo, en todos caso, como Juan XXIII. 

La distinción que hizo el Papa Benedicto XVI entre “el Concilio” y el “espíritu del Concilio” me parece, por eso mismo mismo, necesaria. Y creo que es justamente esta distinción la que permitiría deshacer muchos de los entuertos. Y pongo como ejemplo el que quizás sea más paradigmático: la reforma litúrgica. Ciertamente, los padres conciliares propiciaron una revisión de la liturgia y en tal sentido promulgaron la constitución Sacrosanctum Concilium que fue aprobada casi por unanimidad, con el voto positivo incluso de Mons. Lefebvre o de Mons. de Castro Meyer. El caso es que la efectivización de esa reforma fue hecha por un Consilium, manejado por Bugnini, y el estropicio que se hizo del rito romano no fue propiamente fruto del Concilio, sino del “espíritu del Concilio”. Ese era el remanido argumento utilizado una y otra vez por los capitostes de la reforma: “es lo que quiere el Concilio”. Y era falso. ¿Por qué, entonces, ni hubo reacción? Porque muchas de las personas más esclarecidas del momento y que eran perfectamente conscientes de lo que estaba sucediendo, se autocensuraron en sus opiniones puesto que no era políticamente correcto cuestionar la reforma, así como ahora no es políticamente correcto cuestionar la pandemia o la cuarentena. Quienes sí se animaron a hacerlo, terminaron excomulgados, como Mons. Lefebvre, o apartados de todos sus puestos y viviendo solitarios en una casa a orillas del mar, como el padre Louis Bouyer. 

Sería, entonces, relativamente sencillo desandar la huella equivocada que se siguió con la reforma litúrgica, ya que puede ser fácilmente demostrado que no se hizo de acuerdo al deseo de los padres conciliares sino de un grupo de eruditos, ideologizados en algunos casos, y presionados con engaños y mentiras en otro. 

Pero aquí, una vez más, habría que evitar sofimas e ilusiones. Resulta evidente que la reforma litúrgica no alcanzó ninguno de los objetivos y expectativas que se había propuesto. Por poner un caso, luego de cincuenta años, el número de fieles que asisten a misa cayó abruptamente. Sin embargo, si la Iglesia hubiese conservado la liturgia milenaria que celebraba, ¿habría sido distinta la situación? No podemos saberlo, pero me temo que no. Las iglesias estarían tan vacías como ahora, con el agravante que los movimientos tradicionalistas, integrados sobre todo por jóvenes, que son los que revitalizan iglesias como la francesa o la norteamericana, no existirían. No estoy reivindicando la reforma litúrgica, así como tampoco San Agustín reivindicó el pecado original, pero pudo decir con él: O felix culpa!

The Wanderer

Iglesias en llamas: ¿Por qué incendiar un templo católico no es un “crimen de odio”?




Demasiadas iglesias son destruidas por el fuego en estos días. Nuestra Señora Reina de la Paz en Ocala (Florida), a cargo de la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro (FSSP), fue incendiada el sábado.

Un hombre traspasó las puertas del frente con un vehículo. El incendiario fue detenido por la policía Fotos.

También el sábado un incendio masivo devastó la iglesia de la misión, fundada en 1771 por san Junípero Serra en Montebello (California) Fotos).

En Manila (Filipinas), se produjo un incendio el viernes en la iglesia del Santo Niño de Pandacan, el cual destruyó bancos, imágenes y una imagen del Niño Jesús de cuatro siglos de antigüedad.

Michael Hichborn, del Instituto Lepanto, escribió en FaceBook.com sobre el incendio en la iglesia de la FSSP:

“Si se tratara de una iglesia negra, una mezquita, una sinagoga o un club nocturno homosexual, habría disturbios, sentimientos sin parar por parte de las celebridades, discursos enérgicos de políticos, llamamientos a reformas legislativas para prevenir este tipo de odio, canciones y videos de apoyo, vigilias a la luz de las velas y una torpe carrera de los obispos de Estados Unidos para emitir declaraciones condenando tales actos vergonzosos”.

Las “fake news” de Viganò y asociados, desenmascaradas por un cardenal (Sandro Magister)






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La Santa Sede calla sobre el caso grave del arzobispo Carlo Maria Viganò. También callan la congregación cuyo deber es vigilar sobre la “doctrina de la fe” y el papa Francisco, cuyo mandato original, como sucesor de Pedro, es confirmar en la fe.

Lo que subyace a este silencio es, verosímilmente, la idea de dejar que Viganò vaya a la deriva en solitario. O casi.

Efectivamente, desde que ha empezado a arremeter contra el Concilio Vaticano II -según él un foco de herejías-, sosteniendo que hay que “olvidarse de él totalmente”, el número de personas que están de acuerdo con el ex nuncio apostólico en Estados Unidos ha empezado a disminuir.

Viganò alcanzó la cima de su éxito mediático el 6 de junio con su carta abierta a Donald Trump, al que define como “hijo de la luz” contra el poder de las tinieblas, y con la respuesta entusiasmada del presidente estadounidense en un tuit que se hizo viral.

Pero entonces los temas eran otros, más políticos que doctrinales. Eran los que Viganò había expuesto en el llamamiento anterior, del 8 de mayo, contra -según él- el “Nuevo Orden Mundial” de impronta masónica que esos poderes “sin nombre y sin rostro” quieren alcanzar, para lo cual también doblegan a sus intereses la pandemia del coronavirus.

Este llamamiento lo firmaron, además de Viganò, tres cardenales y ocho obispos. Pero si hoy lanzara otro llamamiento para eliminar todo el Concilio Vaticano II, tal vez ni siquiera uno de esos once estaría dispuesto a firmarlo.

El miembro más cercano a las posiciones de Viganò entre la jerarquía de la Iglesia es Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Astana, la capital de Kazajistán.

Es más: fue precisamente un texto de Schneider, publicado el 6 de junio, el que le dio a Viganò el punto de partida para arremeter contra el Concilio Vaticano II.

La diferencia es que mientras Schneider pedía que se “corrigiera” cada error doctrinal contenido en los documentos conciliares, sobre todo en las declaraciones “Dignitatis humanae” sobre la libertad religiosa y “Nostra aetate” acerca de la relación con las religiones no cristianas, Viganò, en un texto publicado el 9 de junio -y en todos sus textos sucesivos- ha sostenido que hay que eliminar todo el Vaticano II.

Exactamente, esta es la formulación que Viganò ha dado a su tesis, en una de sus últimas intervenciones, fechada 4 de julio, en respuesta a algunas preguntas del director de “LifeSite News” John H. Westen:

“Para una persona con sentido común es absurdo querer interpretar un Concilio, dado que este es y debe ser una norma clara e inequívoca de fe y moral. En segundo lugar, si un acto magisterial plantea dudas serias y motivadas de coherencia doctrinal con los que lo han precedido, es evidente que la condena de cada punto heterodoxo individual desacredita, en cualquier caso, todo el documento. Si a esto le añadimos que los errores formulados, o que se pueden leer entre líneas, no se limitan a uno o dos casos, y que a los errores afirmados les corresponde una mole enorme de verdades no ratificadas, podemos preguntarnos si no sea necesario suprimir la última asamblea del catálogo de los Concilios canónicos. La Historia y el ‘sensus fidei’ del pueblo cristiano emitirán la sentencia, mucho antes que lo haga un documento oficial”.

Si este rechazo de Viganò a todo el Concilio Vaticano II no es un acto cismático, es indudable que le falta poco. ¿Quién, entre los obispos y cardenales, querrá seguirlo? Probablemente ninguno.

*

Volviendo al obispo Schneider, hay que decir que también sus argumentos son frágiles para quien tiene un mínimo de competencia en la doctrina y en la historia de los dogmas.

Su tesis es que ya en otras ocasiones, a lo largo de su historia, la Iglesia ha corregido errores doctrinales, incluso graves, cometidos en los concilios ecuménicos anteriores, sin con ello “socavar los cimientos de la fe católica”. Por consiguiente, la Iglesia debería hacer hoy lo mismo con las afirmaciones heterodoxas del Vaticano II.

En una intervención del 24 de junio, Schneider puso dos ejemplos de errores doctrinales que fueron seguidamente corregidos:

El primero atribuido al Concilio de Constanza:

“Con una Bula del año 1425 Martín V aprobó los decretos del Concilio de Constanza e incluso el decreto ‘Frequens’ de la 39a sesión (del 1417), un decreto que afirma el error del conciliarismo, es decir, de la superioridad del Concilio sobre el papa. Sin embargo, su sucesor, el papa Eugenio IV, declaró en el año 1446 que aceptaba los decretos del Concilio Ecuménico de Constanza excepto aquellos (de las sesiones 3, 5 y 39) que ‘perjudican los derechos y el primado de la Sede Apostólica’ (absque tamen praeiudicio iuris, dignitatis et praeeminentiae Sedis Apostolicae). El dogma del Concilio Vaticano I sobre el primado del papa rechazó definitivamente el error conciliarista del Concilio Ecuménico de Constanza”.

Y el segundo al Concilio de Florencia:

“Una opinión diferente de la que ha enseñado el Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, es decir de la ‘traditio instrumentorum’, se permitió en los siglos posteriores a este Concilio y dio lugar al pronunciamiento del papa Pío XII en el año 1947 en la Constitución Apostólica ‘Sacramentum Ordinis’, con la cual corrigió la enseñanza no infalible del Concilio de Florencia, estableciendo que la única materia estrictamente necesaria para la validez del sacramento del Orden es la imposición de las manos del obispo. Con este acto, Pío XII hizo, no un acto de hermenéutica de la continuidad sino, precisamente, una corrección, porque esta doctrina del Concilio de Florencia no reflejaba la doctrina constante y la praxis litúrgica de la Iglesia universal. Ya en el año 1914 el cardenal G.M. van Rossum había escrito respecto a la afirmación del Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, que aquella doctrina del Concilio es reformable y que incluso hay que abandonarla (cfr. ‘De essentia sacramenti ordinis’, Freiburg 1914, p. 186). Entonces, en este caso concreto no había margen para una hermenéutica de la continuidad”.

No sorprende que, al leer estas líneas, un insigne historiador de la Iglesia de la talla del cardenal Walter Brandmüller, presidente de 1998 a 2009 del comité pontificio de ciencias históricas, se haya alarmado por los errores en ellas contenidas, evidentes para él.

Así, ha decidido enviarle a Schneider un rápido resumen de las inexactitudes, que después ha puesto por escrito en esta nota que ha enviado a Settimo Cielo:

“El concilio de Constanza (1415-1418) puso fin al cisma que había dividido a la Iglesia durante cuarenta años. En ese contexto, a menudo se ha afirmado -y se ha repetido recientemente- que ese concilio, con los decretos ‘Haec sancta’ y ‘Frequens’, definió el conciliarismo, es decir, la superioridad del concilio sobre el papa.

“Pero esto no es en absoluto verdad. La asamblea que emitió esos decretos no era un concilio ecuménico autorizado y que pudiera, por tanto, definir la doctrina de la fe. Se trató, en cambio, de una asamblea en la que participaron sólo los seguidores de Juan XXIII (Baltasar Cossa), uno de los tres ‘papas’ que se disputaban entonces la guía de la Iglesia. Esa asamblea no tenía ninguna autoridad.

“El cisma duró hasta el momento en que se unieron a la asamblea de Constanza también las otras dos partes, a saber: los seguidores de Gregorio XII (Angelo Correr) y la ‘natio hispanica’ de Benedicto XIII (Pedro Martinez de Luna), hecho que aconteció en el otoño de 1417. Sólo a partir de ese momento el ‘concilio’ de Constanza se convirtió en un verdadero concilio ecuménico, a pesar de que aún no había papa, que fue elegido al final.

“Por consiguiente, todos los actos de esa primera fase ‘incompleta’ del concilio y sus documentos no tenían el más mínimo valor canónico, aun siendo eficaces a nivel político en esas circunstancias. Tras el final del concilio, el nuevo y único papa legítimo, Martín V, confirmó los documentos emitidos por la asamblea preconciliar ‘incompleta’, salvo ‘Haec sancta’, ‘Frequens’ y ‘Quilibet tyrannus’.

“‘Frequens’ era válido porque había sido emitido por las tres ex-obediencias reunidas, por lo que no necesitaba ser confirmado. Pero no enseña en absoluto el conciliarismo y tampoco es un documento doctrinal, sino que sólo regula la frecuencia de convocación de los concilios.

“En lo que respecta al concilio de Florencia (1439-1445), es verdad que en el decreto ‘Pro Armenis’ se declaró necesaria para la validez de la ordenación sacerdotal la ‘porrectio instrumentorum’, es decir, la entrega al que se ordena de los instrumentos de su oficio. Y es verdad que Pío XII en la constitución apostólica ‘Sacramentum Ordinis’ estableció que ya no era necesaria para el futuro, y declaró como materia del sacramento la ‘manus impositio’ y como forma los ‘verba applicationem huius materiae determinantia’.

“Pero el concilio de Florencia, respecto a la ordenación sacerdotal, no abordó en absoluto la doctrina. Sólo reguló el rito litúrgico. Y hay que recordar que siempre es la Iglesia la que ordena la forma ritual de los sacramentos”.

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Hasta aquí las notas del cardenal Brandmüller sobre las “fake news” de las que se alimenta la oposición al Concilio Vaticano II que tiene en Schneider, pero más aún en Viganò, a sus puntas de lanza.

Asombra el hecho de que, con sus 91 años, Brandmüller sea el único cardenal que se pronuncie, de manera crítica y argumentada, contra la operación de rechazo al Concilio que ha estallado en estas últimas semanas.

Como también asombra el silencio sobre el caso Viganò de otro cardenal, normalmente muy combativo y locuaz, como Gerhard L. Müller, que fue el penúltimo prefecto de la congregación para la doctrina de la fe y, por consiguiente, una persona -suponemos- muy sensible a estas cuestiones.

Por desgracia, Müller es también uno de los tres cardenales que firmaron el manifiesto político de Viganò del 8 de mayo contra el “Nuevo Orden Mundial”. ¿Tal vez se siente obligado a callar debido a su incauto proceder anterior?

Sandro Magister

sábado, 11 de julio de 2020

La Iglesia de Santa Sofía vuelve a ser una mezquita (Carlos Esteban)



La justicia turca ha fallado hoy que Santa Sofía, hasta ahora museo y antigua catedral, vuelva a ser una mezquita, es decir un lugar de culto musulmán.

Fue durante siglos la mayor iglesia de la Cristiandad, orgullo de la Nueva Roma, Constantinopla, sede del Imperio Romano de Oriente. Al caer la ciudad -y, por tanto, el imperio- en poder otomano en 1453, el sultán Mehmet la convirtió en mezquita. Y como mezquita se mantuvo durante todos los siglos de poder de la Sublime Puerta. Fue con la caída del califato a manos de los llamados Jóvenes Turcos y con la llegada del régimen occidentalizante de Mustafá Kemal Atatürk cuando, en 1935, fue declarada museo.

Pero el primer ministro turco Tayyip Erdogan parece decidido a poner fin al Estado laico creado por Atatürk y reislamizar la sociedad turca, y este muy simbólico gesto de recuperar para el culto musulmán la vieja catedral bizantina no podría ser más significativo.

El caso había acabado en los tribunales, que hoy mismo han fallado que la conversión en museo de Santa Sofía en 1935 fue ilegal.

Según informa el diario El Periódico, Erdogan anunciará la decisión durante la tarde del viernes 10 de julio y se espera que el primer gran rezo multitudinario en Santa Sofía tenga lugar el próximo día 15 de julio. El portavoz presidencial Ibrahim Kalin aseguró que se preservará la simbología cristiana, que actualmente se combina en el interior con cuatro grandes medallones que representan los cuatro primeros califas del islam suní y que seguirá abierta al turismo en las horas que no son de rezo.

El hecho de que Erdogan, en el poder en Turquía desde 2003, haya decidido precisamente ahora presionar para la conversión de Santa Sofía en mezquita está motivado en una voluntad de “impulsar su imagen de liderazgo y popularidad entre los sectores de población más islamistas y ultranacionalistas” tras la pérdida de apoyos por la crisis económica y su gestión deficiente de la pandemia de COVID-19. Aunque es oficialmente neutral desde 1934, el pasado 23 de marzo sus minaretes fueron utilizados para llamar a la oración islámica. Algo que ya ocurrió el 3 de julio de 2016, la primera vez en 85 años.

Carlos Esteban

viernes, 10 de julio de 2020

Actualidad comentada: El futuro es el pasado. Padre Santiago Martín


Duración 7:29 minutos

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NOTICIAS VARIAS 10 de julio de 2020



INFOVATICANA

Altos funcionarios católicos, ‘alarmados’ por el acercamiento de Trump al sector ‘tradiocionalista’ (Carlos Esteban)

Notre Dame será reconstruida respetando la forma original

Casi un tercio de los católicos alemanes se plantea apostatar (Carlos Esteban)

ADELANTE LA FE

El desplazamiento del Mysterium Fidei y la aclamación inventada del Memorial (Peter Kwasnievski)

¿Si aprueban esta ley sobre la homofobia investigarán también al Papa y censurarán la Biblia? (Corrispondenza Romana)

INFOCATÓLICA


Selección por José Martí

El cardenal Pell relata su estancia en prisión: “Nunca me he sentido abandonado”



“La vida de prisión me quitó cualquier excusa de estar demasiado ocupado para rezar, y mi vida diaria de oración me sostuvo. He tenido un breviario desde la primera noche y he comulgado cada semana”.


(First Things)- Hay mucha bondad en las cárceles. Y estoy seguro que, en ocasiones, pueden ser el infierno en la tierra. Yo he tenido la suerte de ser mantenido a salvo y de que me trataran bien. Me ha impresionado la profesionalidad de los guardias, la fe de los prisioneros y la existencia de un sentido moral en el más oscuro de los lugares.

He pasado trece meses en aislamiento: diez en una cárcel de Melbourne y tres en la de Barwon. En Melbourne, el color del uniforme de preso es verde, pero en Barwon es rojo cardenalicio. En diciembre de 2018 me condenaron por antiguos abusos sexuales contra niños, a pesar de mi inocencia y de la incoherencia del caso presentado por la Fiscalía de la Corona contra mí. Pero en abril de este año, el Tribunal Supremo de Australia ha anulado mi condena por unanimidad. Mientras esto sucedía, yo había empezado a cumplir mi condena de seis años.

En Melbourne vivía en la celda número 11, unidad 8, quinto piso. Mi celda medía unos siete-ocho metros de largo por unos dos de ancho, lo suficiente para la cama, que tenía una base firme, un colchón no demasiado grueso y dos mantas. Entrando a la izquierda había unas estanterías bajas con una tetera, una televisión y un espacio para poder comer. Al otro lado del angosto espacio había un lavabo con agua fría y caliente y un hueco para la ducha, con agradable agua caliente. A diferencia de muchos hoteles pijos, había una lámpara de lectura eficiente en el muro, encima de la cama. Al haber sido operado de ambas rodillas un par de meses antes de entrar en prisión, al principio utilizaba un bastón para caminar. Sin embargo, luego me dieron una silla alta de hospital, lo que fue una bendición. Las normas sanitarias exigían que cada prisionero pasara una hora diaria al aire libre, y a mí me permitieron dividir esa hora en dos ratos de media hora cada uno. En ningún lugar de la unidad 8 había cristales transparentes, por lo que desde mi celda lo único que podía distinguir era la noche del día, nada más. Nunca vi a los otros once prisioneros.

Pero sí que los oía. La unidad 8 estaba formada por doce pequeñas celdas a lo largo de un muro exterior, y los prisioneros “ruidosos” estaban en un extremo. Mi celda estaba en el extremo “Toorak”, llamado así por un suburbio rico de Melbourne, pero que era exactamente igual que el extremo ruidoso, aunque generalmente sin el estruendo y los gritos de esos prisioneros angustiados y enfadados, a menudo destrozados por las drogas, sobre todo cristal. Solía asombrarme del tiempo que podían pasar dando puñetazos, y un guardia me explicó que pateaban como caballos. Algunos inundaban sus celdas, o las ensuciaban. De vez en cuando tenían que llamar a la unidad canina, o tenían que controlarlos con gas. La primera noche me pareció oír a una mujer llorando; otro prisionero llamaba a su madre.

Estuve aislado por protección, porque los condenados por abusos sexuales contra niños, sobre todo si son sacerdotes, son objeto de ataques físicos y violencia. Sólo me amenazaron en una ocasión, cuando estaba en una de las dos zonas adyacentes de ejercicio separados por un muro alto, con una apertura a la altura de la cabeza. Mientras caminaba a lo largo del perímetro, alguien me escupió a través de la red que cubría el espacio abierto, y empezó a lanzarme improperios. Me cogió de sorpresa y me giré furioso para enfrentarme a mi asaltante y reprenderle. Salió huyendo de mi vista, pero siguió insultándome, llamándome “araña negra” y otros epítetos nada halagadores. Tras mi reprimenda inicial, permanecí en silencio, aunque después me quejé y dije que no saldría a hacer ejercicio si ese tipo seguía estando al otro lado del muro. Un día o dos más tarde, el supervisor de la unidad me dijo que ese joven criminal había sido trasladado porque había hecho “algo peor” a otro prisionero.

Hubo otras ocasiones, pocas, en que el resto de prisioneros de la unidad 8 me criticaron e insultaron durante las largas horas de confinamiento -desde las 16:30 hasta las 7:15 de la mañana siguiente. Una tarde, oí un fuerte debate sobre mi culpabilidad. Uno de los prisioneros me defendió anunciando que estaba dispuesto a apoyar al hombre que había sido defendido públicamente por dos primeros ministros. La opinión entre los prisioneros sobre mi inocencia o culpabilidad estaba dividida, como en muchos sectores de la sociedad australiana; en cambio, los medios de comunicación, con alguna honrada excepción, era abiertamente hostiles. Una persona que ha pasado décadas en la cárcel me escribió para decirme que era el primer sacerdote condenado del que había oído que tenía algo de apoyo entre los prisioneros. De mis tres compañeros prisioneros en la unidad 3 de Barwon no recibí más que amabilidad y amistad. La mayoría de los guardias de ambas cárceles reconocieron que yo era inocente.

La antipatía entre los prisioneros por quienes son acusados de abusar sexualmente contra niños y jóvenes es universal en el mundo anglófono, un ejemplo interesante de la ley natural abriéndose paso a través de la oscuridad. Todos nosotros sentimos la tentación de despreciar a quienes definimos peor que nosotros mismos. Incluso los asesinos comparten el desprecio por quienes violan a los jóvenes. Por muy irónico que sea, este desprecio no es malo del todo, porque expresa una creencia en la existencia del bien y el mal, una creencia que a veces surge en las cárceles por vías sorprendentes.

Muchas mañanas, en la unidad 8, podía oír el canto de los musulmanes llamando a la oración; en cambio, otras se sentían vagos y no llamaban, pero tal vez rezaban en silencio. El lenguaje, en la cárcel, es grosero y repetitivo, pero raramente se oyen maldiciones o blasfemias. El prisionero al que le pregunté sobre este hecho me respondió que pensaba que era un signo de fe en Dios, no una señal de su ausencia. Sospecho que tampoco los prisioneros musulmanes toleraban la blasfemia.

Me escribieron prisioneros de muchas cárceles; algunos de ellos lo hacían con regularidad. Uno de los que me escribió fue el hombre que preparó el altar en el que celebré la última Misa de Navidad en la cárcel de Pentridge en 1996, antes de que la cerraran. Otro me escribió que se sentía perdido en la oscuridad, y me preguntaba si le podía sugerir algún libro. Le aconsejé que leyera el Evangelio de Lucas y empezara la Primera Epístola de Juan. Otro era un hombre de fe profunda y devoto del Padre Pío de Pietrelcina. Había soñado que me liberarían. Su sueño se demostró prematuro. Otro me escribió que los criminales de carrera estaban de acuerdo en que yo era inocente y me habían colgado el marrón; añadió que era extraño que los criminales pudieran ver la verdad, y no los jueces.

Como a la mayoría de los sacerdotes, mi trabajo me había hecho entrar en contacto con una gran variedad de personas, por lo que los prisioneros no me sorprendieron demasiado. Pero sí lo hicieron los guardias, y fue una sorpresa placentera. Algunos eran amables, uno o dos eran inclines a la hostilidad, pero todos eran profesionales. Si hubieran permanecido resueltamente en silencio, como hicieron durante meses los guardias del cardenal Van Thuận cuando este estaba en aislamiento total en Vietnam, la vida hubiera sido mucho más difícil. La hermana Mary O’Shannassy, la religiosa responsable de la capellanía penitenciaria de Melbourne, con veinticinco años de experiencia, que lleva a cabo un trabajo increíble -un hombre condenado por asesinato me dijo ¡que le tenía miedo!-, hablaba bien del personal de la unidad 8. Después de perder mi apelación ante el Tribunal Supremo de Victoria, pensé en no apelar al Tribunal Supremo de Australia, puesto que si los jueces iban a cerrar filas entre ellos, no quería colaborar en esa costosa farsa. El alcaide de la prisión de Melbourne, un hombre más corpulento que yo y muy directo, me instó a perseverar. Me animó y le estoy muy agradecido por ello.

La mañana del 7 de abril, una cadena de televisión nacional anunció el veredicto del Tribunal Supremo sobre mi caso. Desde mi celda vi a un asombrado y joven reportero del Canal 7 informando al país que había sido exonerado; y lo que le dejó aún más perplejo es la unanimidad de los siete jueces. Los otros tres prisioneros de mi unidad me felicitaron y pronto me vi libre en un mundo confinado por el coronavirus. Mi viaje fue extraño. Dos helicópteros de la prensa me siguieron desde Barwon al convento carmelita, en Melbourne; al día siguiente, dos coches de prensa me acompañaron durante los 880 kilómetros que duró mi viaje a Sydney.

Para muchos, el tiempo en la cárcel es una oportunidad para reflexionar y enfrentarse a las verdades fundamentales. La vida de prisión me quitó cualquier excusa de estar demasiado ocupado para rezar, y mi vida diaria de oración me sostuvo. He tenido un breviario desde la primera noche y he comulgado cada semana. En cinco ocasiones he ido a misa, aunque no he podido celebrarla, un hecho que me entristeció particularmente en Navidad y Pascua.

Mi fe católica me ha sostenido, especialmente porque me ha hecho comprender que mi sufrimiento no tenía por qué ser inútil, sino que podía unirse al de Cristo Nuestro Señor. Nunca me he sentido abandonado, sabiendo que el Señor estaba conmigo, a pesar de que no comprendía que hacía Él durante la mayor parte de esos trece meses. Durante muchos años he hablado del sufrimiento e insistido que el Hijo de Dios también había tenido pruebas en esta tierra, y ese hecho me ha consolado en este tiempo. Así que he rezado por mis amigos y enemigos, por mis defensores y mi familia, por las víctimas de abuso sexual y por mis compañeros de cárcel y los guardias.

Publicado por el cardenal George Pell en First Things.

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.

jueves, 9 de julio de 2020

Exhumación de Franco y relación con la Iglesia



Las noticias de España, en general de fuera de Italia, no suelen tener mucho eco en los medios italianos. En el Corriere de ayer hay una larga entrevista de Aldo Cazzullo con el jefe del gobierno español Pedro Sánchez, quien se reunirá hoy con nuestro Giuseppe Conte. La entrevista no dice nada realmente significativo, excepto dos pasajes que se refieren indirectamente y directamente al Papa Francisco. 

La primera pregunta es la siguiente: 

«También será recordado como el presidente que exhumó el cuerpo de Franco del Valle de los Caídos. Es el momento en que se derriban las estatuas». ¿Era realmente necesario? 
La respuesta de Sánchez: "Sí. Un dictador no merece un mausoleo y sus víctimas no pueden descansar a su lado. Actué de manera legal, aplicando la ley de memoria histórica de Zapatero y con un amplio consenso popular". 
La segunda pregunta es la siguiente: 

"¿Cómo son las relaciones entre el PSOE y la Iglesia hoy, después de tantas tensiones? ¿Ha cambiado algo con el papa Francisco?" . 
La respuesta de Sánchez: "Las relaciones son pacíficas. Francisco es un papa carismático, espero poder conocerlo. Te diré una cosa: en el asunto del cuerpo de Franco me ayudó. En el Valle de los Caídos había una comunidad de benedictinos, muy opuestos a la exhumación. Pedí la intervención del Vaticano. Y todo funcionó"
(...)  La frivolidad del presidente español hablando de cosas tan serias y el confesado apoyo del Papa Francisco ante hechos tan delicados no deja de sorprender. Los comunistas nunca se niegan a sí mismos, odian a los muertos, derriban estatuas, mienten sobre todo y reescriben la historia. Triste imagen de a quién tanto le preocupa cuidarla.

Specola

«El espíritu del mundo ha penetrado en la Iglesia y la ha corrompido» (Roberto de Mattei)



Dies Irae tiene el honor de presentar una entrevista en exclusiva que hemos hecho al reconocido historiador italiano Roberto de Mattei, que entre otros temas se ha dedicado a estudiar en profundidad el Concilio Vaticano II en todas sus vertientes. A lo largo de la entrevista, De Mattei hace una excelente exposición de la situación que vivimos y nos presenta algunos de sus antecedentes. Agradecemos su disponibilidad de nuestro ilustre amigo y seguidor, y confiamos las siguientes líneas a la protección maternal de Nuestra Señora del Buen Consejo.

Profesor, en este momento tiene lugar un debate sobre el Concilio, entablado por las intervenciones del arzobispo Carlo Maria Viganò y el obispo Athanasius Schneider. ¿Cuál es su opinión al respecto? ¿Qué piensa de la hermenéutica de la continuidad de la que hablan algunos?

La llamada hermenéutica de la continuidad fue teorizada por Benedicto XVI en su célebre discurso a los cardenales del 22 de diciembre de 2005, en contraposición a la hermenéutica de la discontinuidad de la escuela ultraprogresista de Bolonia. Pero el propio Benedicto XVI, al cabo de siete años de pontificado, afirmó en un discurso pronunciado el el 27 de enero de 2012 ante la Congregación para la Doctrina de la Fe que «en vastas zonas de la tierra la fe corre peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento. Estamos ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso, que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy». Un año después, Benedicto renunció al pontificado. Entiendo su abdicación como el reconocimiento de un fracaso. La causa del desastre está en que el gravísimo problema de la pérdida de fe no es de carácter hermenéutico, sino histórico, teológico y pastoral. Independientemente de la valoración que se dé a los documentos conciliares, el problema de fondo no es su interpretación, sino entender la naturaleza de una fractura histórica que se verificó en la Iglesia entre 1962 y 1965. Está claro que muchos problemas ya existían antes del Concilio y que muchos otros surgieron a continuación. Pero para el observador objetivo, es igual de evidente que el Concilio constituyó una catástrofe sin precedentes en la historia de la Iglesia. El debate entablado por monseñor Carlo Maria Viganó y monseñor Athanasius Schneider es más que oportuno, y los intentos de neutralizarlos en nombre de la hermenéutica de la continuidad me parecen condenados al fracaso.

Actualmente presenciamos las desastrosas consecuencias que se dieron en el postconcilio: iglesias y seminarios vaciados, propagación de herejías, destrucción de la familia, aborto masivo, sacerdotes que simpatizan con la causa LGTB, etc. Con todo, no basta con atacar las consecuencias. Es necesario apuntar a las causas. ¿Cuáles serían, en su opinión, esas causas?

Para mí, la causa última está en la pérdida del espíritu combativo que hasta el Concilio impulsaba al católico a apartarse del mundo y combatirlo. Pongamos el ejemplo del abandono de la sotana, que fue sustituida por el clergyman y más tarde por la ropa normal de calle. La sotana creaba, por así decirlo, una barrera psicológica entre el sacerdote y el mundo y una aureola sagrada alrededor del sacerdote. El abandono del hábito religioso significa la secularización de la vida sacerdotal, la penetración del espíritu del mundo en la vida espiritual del sacerdote. El espíritu del mundo penetró en la Iglesia y la corrompió. Hoy en día sería necesario combatir esa corrupción por medio de una profunda reforma moral, análoga a los de los siglos XI o XVI. Tenemos que rezar para que la Divina Providencia suscite a un San Gregorio VII o un San Pío V.

Parece claro que el mundo postpandémico no será igual al prepandémico. Desde el privilegiado punto de vista del historiador, ¿nos puede decir qué clase de mundo emergerá?

En mi opinión, la pandemia ha sido una saludable llamada de alerta para la humanidad a fin de recordarnos que somos mortales, que cuanto nos rodea es precario, que la solución a nuestros problemas no está ni en la política ni en la ciencia. Para muchos, la época del coronavirus ha sido una época de reflexión, de profundizar en los valores espirituales y morales y perfeccionarse en la propia vida espiritual. En cambio, para muchos otros los mismos días les han brindado una ocasión de apartarse de los sacramentos de la Iglesia y sumergirse en la indiferencia. Creo que la irrupción del coronavirus en el mundo debemos situarla dentro de un amplio panorama teológico de la historia en el que los castigos divinos son siempre actos de misericordia, porque Dios es al mismo tiempo infinitamente justo e infinitamente misericordioso. Por la misma razón, no es posible hablar de misericordia sin recordar que ésta presupone siempre la justicia. Así se expresa la Iglesia.

El pasado 25 de marzo, día de la Anunciación, el cardenal Marto, obispo de Leiria-Fátima, consagró Portugal y España al Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María. En comparación con consagraciones anteriores, la fórmula empleada en esta ocasión resultó muy sentimental; poco menos que afirmaba que Dios no castiga y que por tanto no debemos pedirle perdón por las muchas ofensas que le hacemos a diario. ¿Qué nos puede decir a este respecto?

Observo una profunda contradicción en la consagración del cardenal Marto. No se entiende cómo el obispo de Leiria-Fátima pudo querer realizar en el Santuario de Fátima un acto de consagración para conseguir el fin de la pandemia sin tomar en ningún momento la iniciativa de pedir al Santo Padre que cumpla la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, que precisamente había pedido Nuestra Señora en persona en su diócesis de Fátima. La incumplida consagración de Rusia es uno de los mayores escándalos de un siglo para acá. Con su carta apostólica Sacro vergente anno del 7 de julio de 1952, Pío XII consagró Rusia al Inmaculado Corazón de María. Esa consagración fue, indudablemente, agradable a Dios, pero resultó incompleta porque no la hizo en unión con todos los obispos del mundo. Podría haber sido el modelo de la tan esperada consagración que ni Juan Pablo II cumplió según las condiciones exigidas por Nuestra Señora. Sabemos que un día se realizará esa consagración, pero ya será tarde para impedir el castigo. Nuestra Señora lo avisó.

En plena Semana Santa, el Papa decidió restablecer la comisión para debatir el diaconado femenino. ¿Es una afrenta premeditada al Señor Jesús? ¿Qué se entiende con todo esto?

En mi opinión, el papa Francisco no cree en el diaconado femenino y creó una comisión, no para alcanzar ese objetivo, sino para perder tiempo fingiendo satisfacer al sector progresista de la Iglesia. Nombró para integrar la comisión al profesor P. Mandred Hauke, excelente teólogo y desde luego contrario al diaconado femenino. Esto me hace pensar que por el momento no hay lugar en la Iglesia para el sacerdocio femenino. Naturalmente, lo que todos deseamos es un no claro y rotundo a algo que afecta la divina constitución de la Iglesia, pero no será Francisco quien diga ese no.

El profesor Plinio Corrêa de Oliveira, ilustre dirigente católico brasileño, hablaba con frecuencia del Reino de María. Observamos que el papa Francisco evita en la medida de lo posible honrar adecuadamente a Nuestra Señora y la trata como una mujer más. ¿Hasta qué punto es importante la venida del Reino de María, y más en una época tan compleja como la que vivimos?

La necesidad de un reinado social de Jesús y María antes del fin del mundo fue anunciada por muchos santos y aclarada por numerosos teólogos. Nuestra Señora lo confirmó en Fátima con la promesa: «Al fin, mi Corazón Inmaculado triunfará». El profesor Plinio Correia de Oliveira fue un auténtico profeta del Reino de María en el siglo XX, como traté de explicar en el libro que le dediqué con ese título. Ese libro está prologado por Su Excelencia Reverendísima monseñor Athanasius Schneider, y me gustaría citar un trecho de ese prólogo: «Regnum Christi per Mariam. Uno de los medios espirituales más eficaces para promover el reinado de Cristo por medio de María es la plena consagración a Nuestra Señora según el método de la santa esclavitud enseñado por San Luis María Griñón de Monfort (…) Plinico Corrêa de Oliveira no sólo vivió fielmente esa santa esclavitud, sino que se hizo un verdadero apóstol de su difusión. Es imposible entender la acción pública y social del profesor Plinio sin partir de su fundamento espiritual. La consagración a María vivida con plena coherencia como él la vivía, lleva a María a reinar en el alma de sus devotos. El reinado de María en las almas es, por tanto, el comienzo del establecimiento del Reino de Cristo en la sociedad. Plinio Corrêa de Oliveira previó una época de esplendor espiritual y visible para la Iglesia coincidiendo con el triunfo del Inmaculado Corazón de María anunciado por Nuestra Señora en Fátima en 1917, y combatió por ese triunfo hasta su último suspiro».

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

martes, 7 de julio de 2020

NOTICIAS VARIAS 7 de Julio de 2020





ADELANTE LA FE

Monseñor Viganò: «No creo que el Concilio fuera inválido, pero fue gravemente manipulado»

SPECOLA

Las pobres leyes humanas, información decadente del Vaticano, el homófobo Papa Francisco, la belleza nos lleva a Dios.

INFOVATICANA

Cardenal Zen: “Parolin está manipulando al Santo Padre”

THE WANDERER



IL SETTIMO CIELO

Padre patrón. El fundador del Movimiento Apostólico de Schönstatt abusaba de sus religiosas

Selección por José Martí

Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia (Monseñor Schneider)



S. E. Mons. Athanasius Schneider publicó hoy un documento titulado “Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia” a fin de esclarecer su posición sobre el Concilio y disipar toda confusión entre los fieles. En algunos temas, Mons. Schneider profundiza algunas de las reflexiones ya presentadas en su libro-entrevista Christus Vincit: Christ’s Triumph Over the Darkness of the Age.

Mons. Schneider dio la versión oficial del documento en exclusividad a Corrispondenza Romana en italiano, a Correspondencia Romana en español, a The Remnant en inglés y al Blog de Jeanne Smits en francés. Todos los derechos reservados.

En las últimas décadas no únicamente algunos modernistas declarados sino también teólogos y fieles que aman a la Iglesia han tenido una actitud que se parecía a una suerte de defensa ciega de todo aquello que había sido dicho en el Concilio Vaticano II. Tal actitud a veces parece requerir verdaderas acrobacias mentales y una “cuadratura del círculo”. También hoy la mentalidad de los buenos católicos lleva a considerar como totalmente infalible cada palabra del Concilio Vaticano II y cada palabra y gesto del Pontífice. Este género de malsano centralismo papal estaba ya presente en varias generaciones de católicos de los últimos dos siglos. Una crítica respetuosa y un debate teológico sereno, sin embargo, estuvieron siempre presentes y permitidos en el interior de la Iglesia, en conformidad con su gran tradición, ya que es la Verdad y la fidelidad a la revelación divina como también la tradición constante de la Iglesia lo que se debe buscar, lo que de suyo implica el uso de la razón y de la racionalidad evitando acrobacias mentales. Algunas explicaciones de ciertas expresiones obviamente ambiguas que inducen al error, contenidas en textos del Concilio, parecen artificiales y poco convincentes, especialmente cuando se reflexiona sobre los mismos, de un modo intelectualmente más honesto, a la luz de la doctrina ininterrumpida y constante de la Iglesia.

Instintivamente, se ha reprimido todo argumento razonable que pudiera, incluso mínimamente, colocar en discusión cualquier expresión o palabra en los textos del Concilio. Sin embargo, un comportamiento semejante no es sano y contradice la gran tradición de la Iglesia, como se observa en los Padres de la Iglesia y en los grandes teólogos de la Iglesia a lo largo de dos mil años. Una opinión diferente de la que ha enseñado el Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, es decir de la traditio instrumentorum, se permitió en los siglos posteriores a este Concilio y dio lugar al pronunciamiento del Papa Pío XII en el año 1947 en la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis, con la cual corrigió la enseñanza no infalible del Concilio de Florencia, estableciendo que la única materia estrictamente necesaria par la validez del sacramento del Orden es la imposición de las manos del Obispo. Con este acto, Pío XII hizo no un acto de hermenéutica de la continuidad sino, precisamente, una corrección, porque esta doctrina del Concilio de Florencia no reflejaba la doctrina constante y la praxis litúrgica de la Iglesia universal. Ya en el año 1914 el Cardenal G.M. van Rossum había escrito respecto a la afirmación del Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, que aquella doctrina del Concilio es reformable y que incluso hay que abandonarla (cfr. De essentia sacramenti ordinis, Freiburg 1914, p. 186). Entonces,, en este caso concreto no había margen para una hermenéutica de la continuidad en este caso concreto.

Cuando el Magisterio Pontificio o un Concilio Ecuménico han corregido alguna doctrina no infalible de Concilios Ecuménicos precedentes– aunque esto ha ocurrido raramente–, con ese acto no han minado los fundamentos de la fe católica ni tampoco opusieron el magisterio de mañana al de hoy, como lo demuestra la historia. Con una Bula del año 1425 Martín V aprobó los decretos del Concilio de Constanza e incluso el decreto “Frequens” de la 39a sesión (del 1417), un decreto que afirma el error del conciliarismo, es decir, de la superioridad del Concilio sobre el Papa. Sin embargo, su sucesor, el Papa Eugenio IV, declaró en el año 1446 que aceptaba los decretos del Concilio Ecuménico de Constanza excepto aquellos (de las sesiones 3, 5 y 39) que perjudican los derechos y el primado de la Sede Apostólica” (absque tamen praeiudicio iuris, dignitatis et praeeminentiae Sedis Apostolicae). El dogma del Concilio Vaticano I sobre el primado del Papa rechazó definitivamente el error conciliarista del Concilio Ecuménico de Constanza. El Papa Pío XII, como ya fue mencionado, corrigió el error del Concilio de Florencia respecto a la materia del sacramento del Orden. Con estos no frecuentes actos de corrección de precedentes afirmaciones del Magisterio no infalible no fueron minados los fundamentos de la fe católica, no se han minado los fundamentos de la fe católica, precisamente porque dichas afirmaciones concretas (como por ejemplo las del Concilio de Constanza y de Florencia) no habían tenido carácter infalible.

Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo las expresiones del Concilio sobre el tema de la libertad religiosa (en el sentido de un derecho natural y por lo tanto positivamente querido por Dios, de practicar y difundir una religión falsa, que puede abarcar también idolatrías o cosas peores), sobre una distinción entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica (el problema del “subsistit in” da la impresión de la existencia de dos realidades: por una parte la Iglesia de Cristo y por otra la Iglesia Católica), de la conducta ante la confrontación de las religiones no cristianas y de la conducta frente a las confrontaciones del mundo contemporáneo.

Aunque la Respuesta la Congregación para la Doctrina de la Fe a estos aspectos acerca de la doctrina sobre la Iglesia (29 de junio de 2007) dio una explicación del “subsistit in”, lamentablemente ha evitado decir con toda claridad que la Iglesia de Cristo es verdaderamente la Iglesia Católica, o sea, ha evitado declarar explícitamente la identidad entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica. Permanece, de hecho, un tono de indeterminación.

También se observa una actitud que rechaza a priori todas las posibles objeciones a las discutibles afirmaciones de los textos conciliares. Se presenta, en cambio, como única solución el método llamado “hermenéutica de la continuidad”. Desafortunadamente no se toman en serio las dudas con respecto a los problemas teológicos inherentes a aquellas afirmaciones conciliares. Debemos de tener siempre presente el hecho de que la principal finalidad del Concilio era de carácter pastoral y que el Concilio no tenía la intención de proponer sus propias enseñanzas de un modo definitivo.

Las declaraciones de los Papas antes del Concilio, también aquellos del siglo XIX y del siglo XX, reflejan fielmente a sus predecesores y a la constante tradición de la Iglesia de un modo ininterrumpido. Los Papas de dos siglos, decimonoveno y veinte, es decir después de la Revolución Francesa, no representan un período “exótico” con relación a la tradición bimilenaria de la Iglesia. No se puede reivindicar ninguna ruptura en las enseñanzas de aquellos Papas respecto al Magisterio anterior. En lo que dice respecto a la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo y a la objetiva falsedad de las religiones no cristianas, por ejemplo, no se puede encontrar una significativa ruptura entre las enseñanzas de los Papas desde Gregorio XVI a Pío XII por un lado y las enseñanzas del Papa Gregorio el Grande (siglo VI) y sus predecesores y sucesores por el otro.

Verdaderamente se puede ver una línea continua sin ninguna ruptura desde la época de los Padres de la Iglesia hasta Pío XII, especialmente en temas como la realeza también social de Cristo, la libertad religiosa y el ecumenismo en el sentido de que existe un derecho natural positivamente deseado por Dios de practicar exclusivamente la única verdadera religión que es la fe católica. Antes del Concilio Vaticano II no existía la necesidad de hacer un esfuerzo colosal para presentar voluminosos estudios a fin de demostrar la perfecta continuidad de la doctrina entre un Concilio y otro, entre un Papa y sus predecesores, pues la continuidad era evidente. El hecho en sí de la necesidad, por ejemplo, de la “Nota explicativa previa” al documento Lumen Gentium demuestra que el mismo texto de la Lumen Gentium en el nº 22 es ambiguo respecto al tema de las relaciones entre el primado y la colegialidad episcopal. Los Documentos esclarecedores del Magisterio en la época post-conciliar, como por ejemplo las encíclicas Mysterium Fidei, Humanae Vitae, il Credo del Popolo di Dio de Paulo VI fueron de gran valor y ayuda, pero los mismos no aclararon las afirmaciones ambiguas del Concilio Vaticano II antes mencionadas.

Frente a la crisis que surgió con Amoris Laetitia y con el documento de Abu Dhabi estamos obligados a profundizar estas consideraciones sobre el necesario esclarecimiento o rectificaciones de algunas de las afirmaciones conciliares anteriormente mencionadas. En la Suma Teológica Santo Tomás presentaba siempre objeciones (“videtur quod”) y contra-argumentaciones (“sed contra”). Santo Tomás era intelectualmente muy honesto; las objeciones deben ser permitidas y tomadas en serio. Deberíamos utilizar su método respecto a algunos puntos controvertidos de los textos del Concilio Vaticano II que fueron discutidos durante casi sesenta años. La mayor parte de los textos del Concilio está en continuidad orgánica con el Magisterio anterior. En última instancia, el Magisterio Pontificio debe esclarecer de modo convincente algunas expresiones específicas de los textos del Concilio, lo que hasta ahora no siempre fue hecho de una manera intelectualmente honesta y convincente. Si fuera necesario, un Papa o un futuro Concilio Ecuménico deberían agregar explicaciones (algo así como notas explicativas posteriores) o presentar incluso modificaciones de esas expresiones controvertidas dado que no fueron presentadas por el Concilio como una enseñanza infalible y definitiva, como lo declaró también Paulo VI diciendo que el Concilio “evitó dar definiciones dogmáticas solemnes, empeñando la infalibilidad del magisterio eclesiástico” (Audiencia General, 12 de enero de 1966).

La historia nos lo dirá a distancia. Estamos a solo cincuenta años del Concilio. Seguramente lo veremos más claramente después de otros cincuenta años. Sin embargo, desde el punto de vista de los hechos, de las pruebas, desde un punto de vista global, el Vaticano II no ha traído un verdadero florecimiento espiritual en la vida de la Iglesia. Y aun cuando antes del Concilio ya existían problemas en el Clero, sin embargo, honestamente y por amor a la justicia, se debe reconocer que los problemas morales, espirituales y doctrinales del Clero antes del Concilio no estaban difundidos en una escala tan vasta y con una intensidad tan grave como lo fue en el período postconciliar hasta los días de hoy. Tomando en cuenta que ya antes del Concilio existían algunos problemas, la primera finalidad del Concilio Vaticano II debería haber sido, precisamente, establecer normas y doctrinas lo más claras posibles e incluso privadas de toda ambigüedad, como lo hicieron en el pasado todos los Concilios empeñados en reformas. El plan y las intenciones del Concilio eran principalmente pastorales, sin embargo, a pesar de su propósito pastoral, le siguieron consecuencias desastrosas que aún hoy estamos viendo. Ciertamente, el Concilio tiene varios textos hermosos. Pero las consecuencias negativas y los abusos cometidos en nombre del Concilio fueron tan significativos que obscurecieron los elementos positivos que se encuentran en él.

He aquí los elementos positivos que aportó el Vaticano II: es la primera vez que un Concilio Ecuménico hizo un solemne llamamiento a los laicos a tomar en serio sus votos bautismales para aspirar a la santidad. El capítulo de Lumen Gentium sobre los laicos es bello y profundo. Los fieles son llamados a vivir su bautismo y su confirmación como valientes testigos de la fe en la sociedad secular. Este llamamiento fue profético. Sin embargo, después del Concilio, este llamamiento a los laicos fue utilizado de un modo abusivo por el establishment progresista en la Iglesia y también por muchos funcionarios y burócratas eclesiásticos. Frecuentemente los nuevos burócratas laicos (en determinados países europeos) no eran ellos mismos testigos sino que ayudaban a destruir la fe en los consejos parroquiales y diocesanos y en otros consejos oficiales. Desafortunadamente estos burócratas laicos eran a menudo engañados por el Clero y los Obispos.

El período después del Concilio nos dio la impresión de que uno de los principales frutos del mismo fuera la burocratización. Esta burocratización mundana en las décadas posteriores al Concilio a menudo paralizó el fervor espiritual y sobrenatural en una considerable medida y, en lugar de la primavera anunciada, llegó un momento de invierno espiritual. Bien conocidas e inolvidables permanecen las palabras con las cuales Paulo VI diagnosticó honestamente el estado de la salud espiritual de la Iglesia después del Concilio: “Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los otros. Buscamos cavar abismos en vez de colmarlos.” (Homilía del 29 de junio de 1972).

En este contexto, el Arzobispo Marcel Lefebvre, en particular, fue quien a una escala más amplia y con una franqueza comenzó (si bien no fue el único que lo hizo) en un ámbito más vasto y con una franqueza similar a la de algunos de los grandes Padres de la Iglesia, a protestar contra el debilitamiento y la dilución de la Fe católica, particularmente en lo que dice respecto al carácter sacrificial y sublime del rito de la Santa Misa, que se estaba difundiendo en la Iglesia, sustentado, o al menos tolerado, también por las autoridades de alto rango de la Santa Sede. En una carta dirigida al Papa Juan Pablo II al comienzo de su Pontificado, el Arzobispo Lefebvre describe de manera realista y apropiada en una breve síntesis la verdadera magnitud de la crisis de la Iglesia. Impresiona la perspicacia y el carácter profético de la siguiente afirmación: “El diluvio de novedades en la Iglesia, aceptado y alentado por el Episcopado, un diluvio que devasta todo en su camino: la fe, la moral, la Iglesia institución: no podían tolerar la presencia de un obstáculo, de una resistencia. Tuvimos entonces la oportunidad de dejarnos llevar por la corriente devastadora y de unirnos al desastre, o de resistir al viento y a las olas para salvaguardar nuestra fe católica y el sacerdocio católico. No podemos dudar. No podíamos dudar. Las ruinas de la Iglesia están aumentando: el ateísmo, el abandono de las iglesias, la desaparición de las vocaciones religiosas y sacerdotales son de tal magnitud que los Obispos están comenzando a despertarse” (Carta del 24 diciembre de 1978). Estamos ahora asistiendo a la culminación del desastre espiritual en la vida de la Iglesia que el Arzobispo Lefebvre ya señaló tan vigorosamente hace cuarenta años.

Al acercarnos a cuestiones relativas al Concilio Vaticano II y a sus documentos se deben evitar interpretaciones forzadas o el método de la “cuadratura del círculo”, manteniendo naturalmente todo el respeto y el sentir eclesiástico (sentire cum ecclesia). El principio de la hermenéutica de la continuidad no puede ser utilizado ciegamente a los efectos de eliminar a priori eventuales problemas evidentemente existentes o para crear una imagen de armonía, mientras persisten en la hermenéutica de la continuidad matices de incertidumbre. En efecto, tal enfoque transmitiría de manera artificial y no convincente el mensaje de que cada palabra del Concilio Vaticano II es inspirada por Dios, infalible y a priori en perfecta continuidad con el Magisterio precedente. Dicho método infringiría la razón, la evidencia y la honestidad y no rendiría honor a la Iglesia.

Tarde o temprano – tal vez después de cien años – la verdad será declarada tal como es. Existen libros con fuentes documentadas y demostrables que suministran profundizaciones históricamente más realísticas y reales sobre los hechos y las consecuencias respecto al evento del mismo Concilio Vaticano II, a la redacción de sus documentos y al proceso de interpretación y aplicación de sus reformas en las últimas cinco décadas. Son por ejemplo recomendables los siguientes libros que pueden ser leídos con provecho: Romano Amerio, Iota Unum: un estudio sobre los cambios en la iglesia católica en el siglo XX (1996); Roberto de Mattei, El Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita (2010); Alfonso Gálvez, El invierno Eclesial (2011).
Los temas siguientes: el llamado universal a la santidad, el papel de los laicos en la defensa y el testimonio de la fe, la familia, como iglesia doméstica y la enseñanza sobre María Santísima– son los que se pueden considerar contribuciones verdaderamente positivas y duraderas del Concilio Vaticano II.
En los últimos 150 años la vida de la Iglesia fue sobrecargada con una insana papolatría a tal punto que ha surgido una atmósfera en la cual se atribuye un papel de centralidad a los hombres de la Iglesia en lugar de a Cristo y a Su Cuerpo Místico, y esto representa a su vez un antropocentrismo escondido. De acuerdo con la visión de los Padres de la Iglesia, la Iglesia es únicamente la luna (mysterium lunae), y Cristo es el sol. El Concilio fue una demostración de un rarísimo “Magisterio-centrismo”, pues con el volumen de sus prolijos documentos superó de lejos a todos los otros Concilios. Sin embargo, el Concilio Vaticano II también suministró una bellísima descripción de lo que es el Magisterio, que nunca antes había sido dada en la historia de la Iglesia. Está en el documento Dei Verbum, n. 10, donde está escrito: “Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve”

Por “Magisterio-centrismo” se entiende a los elementos humanos y administrativos, especialmente la producción excesiva y continua de documentos y frecuentes forums de discusión (con la consigna de la “sinodalidad”) que fueron colocados en el centro de la vida de la Iglesia. Si bien los Pastores de la Iglesia deben siempre ejercitar con celo el munus docendi, la inflación de los documentos y con frecuencia de los documentos prolijos, se reveló sofocante. Documentos menos numerosos, más breves y concisos habrían tenido un mejor efecto.

Un ejemplo clarísimo del malsano “Magisterio-centrismo”, donde representantes del Magisterio no se comportan como siervos sino como dueños de la tradición, es la reforma litúrgica de Paulo VI. En cierto sentido, Paulo VI se colocó por encima de la Tradición -no de la Tradición dogmática (lex credendi), sino de la gran Tradición litúrgica (lex orandi). Paulo VI se atrevió a iniciar una verdadera revolución en la lex orandi. Y en cierta medida, actuó en desacuerdo con la afirmación del Concilio Vaticano II, el cual, en Dei Verbum, n. 10, afirma que el Magisterio sólo es el servidor de la Tradición. Debemos colocar a Cristo en el centro, Él es el sol: lo sobrenatural, la consistencia de la doctrina y de la liturgia y toda la verdad del Evangelio que Cristo nos ha enseñado.

A través del Concilio Vaticano II, y ya con el Papa Juan XXIII, la Iglesia comenzó a presentarse al mundo, a coquetear con el mundo y a manifestar un complejo de inferioridad con relación a él. Sin embargo, los clérigos, en particular los Obispos y la Santa Sede, tienen el deber de mostrar a Cristo al mundo, no a sí mismos. El Vaticano II dio la impresión de que la Iglesia Católica había comenzado a mendigar simpatía al mundo. Esto ha continuado en los pontificados postconciliares. La Iglesia pide la simpatía y el reconocimiento del mundo; eso no es digno de ella y no ganará el respeto postconciliar. La Iglesia pide la simpatía de quienes verdaderamente buscan a Dios. Debemos pedir simpatía a Cristo, a Dios y al cielo.
Algunos que critican al Concilio Vaticano II afirman que, si bien tiene aspectos buenos, es como una torta con un poco de veneno, y entonces todo el pastel tiene que ser desechado. Pienso que no podemos seguir ese método y ni siquiera el método de «tirar al bebé con el agua sucia». Con relación a un Concilio Ecuménico legítimo, aunque existían puntos negativos, debemos mantener una actitud global de respeto. Debemos valorar y estimar todo aquello que es verdadero y verdaderamente bueno en los textos del Concilio, sin cerrar irracionalmente y deshonestamente los ojos de la razón a aquello que es objetiva y evidentemente ambiguo en algunos de los textos y a aquello que puede inducir al error. Es necesario recordar siempre que los textos del Concilio Vaticano II no son la inspirada Palabra de Dios, ni son juicios dogmáticos definitivos o declaraciones infalibles del Magisterio, porque el mismo Concilio no tenía esa intención.
Otro ejemplo es Amoris Laetitia. Ciertamente existen muchos puntos que deben criticarse doctrinalmente. Pero existen algunas secciones que son muy útiles, verdaderamente buenas para la vida familiar, como por ejemplo sobre los ancianos en la familia: de suyo son muy buenos. No se debe rechazar todo el documento sino recibir aquello que es bueno. Lo mismo vale para los textos del Concilio.

Aunque antes del Concilio todos tenían que hacer el juramento anti-modernista, promulgado por el Papa Pío X, algunos teólogos, sacerdotes, obispos e incluso cardenales lo hicieron con reservas mentales, tal como lo demostraron los hechos históricos posteriores. Con el pontificado de Benedicto XV, comenzó una lenta y cauta infiltración de eclesiásticos, con un espíritu mundano y parcialmente modernista, a altos cargos en la Iglesia. Esta infiltración creció, sobre todo entre los teólogos, a tal punto que después el Papa Pío XII debió intervenir condenando algunas ambigüedades y errores de importantes teólogos de la llamada “nouvelle théologie” (Chenu, Congar, De Lubac, etc.), publicando en 1950 la encíclica Humani generis. Sin embargo, del pontificado de Benedicto XV en adelante, el movimiento modernista estaba latente y en continuo crecimiento. Y así, en la vigilia del Concilio Vaticano II, una parte considerable del episcopado y de los profesores en la facultad teológica y de los seminarios estaba embebida de una mentalidad modernista, que es esencialmente relativismo doctrinal y moral, como así también mundanismo, amor por el mundo. En la vigilia del Concilio, estos cardenales, obispos y teólogos adoptaron la “forma” – el modelo de pensamiento– del mundo (cfr. Rm. 12, 2), queriendo complacer al mundo (cfr. GAL. 1, 10). Demostraron un claro complejo de inferioridad con relación al mundo.

También el Papa Juan XXIII demostró una suerte de complejo de inferioridad con relación al mundo. No tenía una mentalidad modernista, pero tenía un estilo político de ver al mundo y extrañamente mendigaba simpatía al mundo. Tenía seguramente buenas intenciones. Convocó el Concilio que después abrió un enorme portón hacia el interior de la Iglesia al movimiento modernista, protestantizante y mundano. Muy significativa es la aguda observación hecha por Charles de Gaulle, Presidente de Francia desde 1959 a 1969, respecto al Papa Juan XXIII y al proceso de reformas iniciado con el Concilio Vaticano II: “Juan XXIII abrió las puertas y aún no ha podido cerrarlas. Era como si un dique se hubiera derribado. Juan XXIII fue superado por aquello que desencadenó.” (ver Alain Peyrefitte, C’était de Gaulle, París, 1997, 2, 19).

El discurso de “abrir las ventanas” antes y durante el Concilio era una suerte de ilusión y una causa de confusión. Estas palabras causaron en mucha gente la impresión de que el espíritu de un mundo no creyente y materialista, ya evidente en aquel tiempo, podía transmitir algunos valores positivos para la vida de la Iglesia. Por el contrario, la autoridad de la Iglesia en aquellos tiempos habría debido declarar expresamente el verdadero significado de la expresión “abrir las ventanas”, que consiste en abrir la vida de la Iglesia al aire fresco de la belleza y de la claridad inequívoca de la verdad divina, a los tesoros de la santidad siempre joven, a la luz sobrenatural del Espíritu Santo y de los Santos, a una liturgia celebrada y vivida con un sentido siempre más sobrenatural, sacro y reverente. A lo largo del tiempo, durante la era post-conciliar, los portones parcialmente abiertos dejaron espacio para un desastre que provocó daños enormes a la doctrina, a la moral y a la liturgia. Hoy, el agua de la inundación que entró está alcanzando niveles peligrosos. Estamos viviendo el auge del desastre.

Hoy el velo fue levantado y el modernismo reveló su verdadero rostro, que consiste en la traición a Cristo y en el volverse amigo del mundo, adoptando al mismo tiempo su modo de pensar. Una vez terminada la crisis en la Iglesia, el Magisterio tendrá el deber de rechazar formalmente todos los fenómenos negativos de las últimas décadas en la vida de la Iglesia. La Iglesia lo hará porque es divina. Lo hará con precisión y corregirá los errores que se han acumulado, comenzando con algunas expresiones ambiguas en los textos del mismo Concilio Vaticano II.

El modernismo es como un virus escondido, escondido en parte también en algunas afirmaciones del Concilio, pero que ahora se ha manifestado plenamente. Después de la crisis, después de esta grave infección espiritual, la claridad y la precisión de la doctrina, la sacralidad de la liturgia y la santidad de la vida del Clero resplandecerán más intensamente. La Iglesia lo hará de un modo inequívoco, como lo ha hecho en épocas de grave crisis doctrinal y moral en los últimos dos mil años. Enseñar claramente la verdad del depósito divino de la fe, defender a los fieles del veneno del error y conducirlos de un modo seguro a la vida eterna pertenece a la misma esencia de la misión divinamente confiada al Papa y a los Obispos.

El documento Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II nos ha recordado la genuina naturaleza de la verdadera Iglesia, “de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos. ” (n. 2).

S. E. Mons. Athanasius Schneider

Obispo Auxiliar de Astana