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viernes, 25 de septiembre de 2020

La fe es un don de Dios que no debiéramos dar por hecho (Peter Kwaskniewski)



A comienzos de septiembre el calendario litúrgico de la Iglesia Católica Romana nos ofrece un interesante enigma. De 1955 a 1970 el día 3 de septiembre era la festividad de San Pío X, mientras que el 12 de marzo siguió siendo la festividad de San Gregorio Magno (siendo el día real en el que murió y aún celebrado como tal en el calendario Tridentino y entre los cristianos orientales). Sin embargo, en 1969 el comité que revisó el calendario litúrgico trasladó a San Gregorio al 3 de septiembre, el día de su consagración episcopal, y movió a Pío X al 21 de agosto, el día después que este Papa murió. Así no obstante uno observa que estos dos Papas están misteriosamente conectados el uno con el otro. Y de hecho es apropiado que ellos estén asociados porque Gregorio estableció la forma final del Canon Romano, la oración central de la Misa Latina, mientras que Pío reestableció la primacía del canto llamado Gregoriano, la música central del rito Romano.

Ambos Papas fueron hombres que vivieron heroicamente las virtudes teologales de la fe; ambos fueron grandes predicadores y proclamadores de la Fe Católica.

“La fe viene de oír” dice San Pablo, “y el oír por la palabra de Cristo” (Romanos 10, 17). Aprendemos del Evangelio de Nuestro Señor a través de sus ministros y defensores, de nuestros padre y padrinos, de nuestros sacerdotes y obispos. Escuchamos de la belleza y de la profundidad de la palabra de Dios en las sinuosas líneas del Canto Gregoriano; escalamos el Monte Tabor espiritual en la solemne quietud del Canon de la Misa, así que ambos música y silencio se convierten en heraldos de los misterios. Aquellos que llegan a la fe tarde en la vida a menudo fueron introducidos por aquellos laicos católicos que predicaron la verdad a tiempo y a destiempo. Siempre hay una palabra y un oído atento.

Cualquier sea la forma en que las verdades del Evangelio nos lleguen y penetren en nuestros corazones es necesario para nuestro bienestar como cristianos que recibamos instrucción religiosa sólida junto con la iniciación sacramental. Esta doble fuente de madurez cristiana, la dupla catequesis moral e intelectual unida a la participación de la vida divina a través de los sacramentos, está bellamente ilustrada en la conversación de Cristo con Nicodemo (Juan 3, 1-21), donde Nuestro Señor está a la vez catequizando a Nicodemo sobre el significado de la redención y llevándolo de la mano a ver la necesidad del bautismo.

Donde quiera que los profesores de la verdad católica difundan la palabra de la salvación forjada por Cristo, están imitando a su Maestro en Su aspecto de Luz de los Gentiles. “La fe viene del oír”: es a través de la prédica y de enseñanza de la fe católica que la virtud teologal de la fe, que abarca los sublimes misterios de Dios, se siembra primero en los corazones de los no creyentes y fortalece aún más la de aquellos que ya creen.

No obstante, debemos tener en cuenta el hecho más importante que sólo Dios nos da: el hábito de la fe sobrenatural.

Es únicamente por su gracia, no por instrucción humana o iniciación, que creemos “para la salvación”, que se nos permite confesar el Credo con total cometido a Dios quien lo reveló a nosotros. Los cristianos llegan a esta verdad sobrenatural por medio de la gracias de la fe infusa en sus almas (“recibid en suavidad la palabra ingerida (en vosotros) que tiene el poder de salvar vuestras almas” Santiago 1, 21), no mediante argumentos o persuasiones en la boca de los hombres.

El cristiano completamente formado recibe tres dones fundamentales de Dios, llamados “virtudes teologales” que permean su vida espiritual entera: fe, esperanza y caridad (donde la “caridad” es entendida no como una práctica de limosna que sirve para reducir impuestos, sino como el amor de Dios por Su propio amor y el amor al prójimo por amor a Dios). La gracia de la fe es el fundamento de los otros ya que es imposible esperar el cielo o tener amistad con Dios sin adherirse firmemente a la doctrina revelada de la fe, mientras sea posible, tal como lo muestra Santo Tomás de Aquino, para tener una fe “informe” incluso en ausencia de la esperanza o de la caridad. Por ejemplo, el alma en estado de pecado mortal está en estado de enemistad con Dios y sabe que no puede alcanzar el cielo por esta separación, sin embargo, aún cree que el Evangelio es verdad, que Jesucristo es su Redentor y que el arrepentimiento es posible. “Ninguno puede exclamar: “Jesús es el Señor”, si no es en Espíritu Santo” (1 Corintios 12, 3). “Conoced el Espíritu de Dios en esto: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios.” (1 Juan 4, 2) Sin una fe inquebrantable en Dios, ninguno volvería nunca a Él en la Confesión.

Para los cristianos, cuya alma alberga la íntima presencia de Dios, la gracia de la fe, que conduce al alma hacia arriba a realidades invisibles, tiene un paralelo con la gracia de la esperanza impulsándonos a anhelar nuestra realización en la visión cara a cara de Dios; y por la gracia de la caridad, que capacita al alma a compartir la vida y el amor mismo de Cristo; así lo que es Suyo llega a ser nuestro “Pero a cada uno de nosotros le ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo.” (Efesios 4, 7)

La gracia de la caridad es la corona de las virtudes teologales por al menos tres razones: es la amistad espiritual a la cual hemos sido elevados por la misericordia de Dios; nos capacita para realizar obras y para sufrir privaciones de manera agradable a Él; y es la única que se mantiene en su esplendor en el cielo, donde la fe da paso a la visión y la esperanza a la posesión (cf. 1 Corintios 13, 8-13).

Dios sólo es el autor de las virtudes teologales, las que son inherentemente sobrenaturales, esto es, por sobre y más allá del poder del hombre para producir o inducir. Ni por nuestros propios sinceros esfuerzos ni por recibir la instrucción de otros puede el hombre aprender u obtener las virtudes teologales. Dios escoge (debemos hablar como si Dios estuviera tomando decisiones en el tiempo cuando en realidad Él permanece eternamente sin cambios) dar crecimiento a las semillas que otros han plantado y regado. En una notable declaración de humildad, el más grande predicador de la religión cristiana que alguna vez se haya conocido dice: “Yo planté, Apolo regó, pero Dios dio el crecimiento. Y así, ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento” (1 Corintios 3, 6-7)

El Señor nos dice que le supliquemos, al divino Jardinero, para darnos un aumento. “¡Señor aumenta nuestra fe!” (Lucas 17, 5). Como las vírgenes prudentes esperan la llegada del novio en la parábola (cf. Mateo 25) o como la amada anhela a su amado en el Cantar de los Cantares, así debemos orar y suplicar, esperando, pero siempre buscando al Todopoderoso.


“En mi lecho, de noche,

busqué al que ama mi alma;

le busqué y no le hallé.

Me levantaré y giraré por la ciudad,

por las calles y las plazas;

buscaré al que ama mi alma.

Le busqué y no le hallé.

”Cantar de los Cantares 3, 1-2)

En muchos de sus libros, Søren Kierkegaard insiste en recordar al lector que “No tenemos prisa.” Tampoco lo está el hombre en búsqueda de Dios. Está bien esperar por luz, esperarla humildemente, ansiar su amanecer, pero no podemos hacer que salga el sol. Podemos viajar a pie, en el frío de la noche hacia el horizonte donde aparecerá la luz, y en este sentido hacernos abiertos a la luz, capaz de iluminar, deseando ser convertidos por la gracia de Dios. Puede parecer que estamos acelerando la salida del sol cuando simplemente nos estamos acercando hacia donde sale primero, para poder contemplarlo en una hora más temprana. “Yo amo a los que me aman; y los que me buscan me hallarán” (Proverbios 8, 17)

Peter Kwaskniewski