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martes, 4 de noviembre de 2025

San Carlos Borromeo y la crisis de la Iglesia: una lección para nuestros tiempos



Hoy, 4 de noviembre, la Iglesia celebra la memoria litúrgica de San Carlos Borromeo, uno de los grandes reformadores del siglo XVI y modelo del verdadero pastor católico.

En un tiempo de crisis doctrinal, moral y disciplinar, cuando el protestantismo fragmentaba Europa y la corrupción interna minaba la autoridad eclesial, este joven cardenal milanés supo convertir la reforma en un acto de santidad y fidelidad heroica al Evangelio.

Cinco siglos después, en medio de nuevas turbulencias y de un clima eclesial marcado por la confusión, su figura vuelve a brillar con una fuerza profética: la Iglesia no se renueva con debates ni estructuras, sino con la conversión y la cruz.

Un obispo nacido para tiempos difíciles

Carlos Borromeo nació en 1538 en el seno de una familia noble de Arona, en el norte de Italia. Desde joven mostró una profunda piedad y una inteligencia precoz. Estudió derecho canónico en la Universidad de Pavía, y a los 22 años fue llamado a Roma por su tío, el papa Pío IV (Giovanni Angelo Medici), quien lo nombró cardenal y secretario de Estado.

Era un tiempo convulso: Martín Lutero había iniciado su rebelión apenas dos décadas antes, y buena parte de Europa se hallaba sumida en el cisma y en guerras religiosas. La Iglesia necesitaba una reforma urgente, no dictada por los príncipes ni por los humanistas, sino desde dentro, desde el corazón de sus pastores.

Borromeo participó activamente en la última fase del Concilio de Trento (1562-1563), donde destacó por su claridad doctrinal y su impulso para la creación de seminarios diocesanos. No buscaba componendas con los errores del protestantismo, sino purificar la Iglesia para hacerla más fiel a Cristo.

A la muerte de su hermano, heredó el señorío familiar y, libre ya de sus obligaciones civiles, fue ordenado sacerdote en 1563 y consagrado arzobispo de Milán al año siguiente. Tenía apenas 25 años.

Trento hecho carne: la reforma desde el altar

Cuando llegó a Milán, la diócesis llevaba más de ochenta años sin un obispo residente. El clero estaba relajado, muchas parroquias carecían de catequesis y la vida cristiana languidecía.

San Carlos inició entonces una renovación radical: visitó todas las parroquias, reformó los monasterios, impuso la residencia obligatoria de los sacerdotes y exigió que el culto divino se celebrara con dignidad.

En 1564 fundó el Seminario Mayor de Milán, siguiendo las directrices de Trento, y poco después estableció seminarios menores para formar a los jóvenes llamados al sacerdocio. Su convicción era firme:

“El sacerdote ignorante es el mayor enemigo de la Iglesia.”

Reorganizó la catequesis parroquial, promovió las escuelas de doctrina cristiana y publicó un catecismo diocesano que sirvió de modelo para toda Italia.

Su celo por la liturgia lo llevó a restaurar el rito ambrosiano, que todavía se celebra en su diócesis, y a insistir en la reverencia del culto, convencido de que la belleza y el orden del altar son reflejo de la fe del corazón.

Sufrió la resistencia de parte del clero relajado y de familias poderosas, e incluso fue víctima de un atentado en 1569, cuando un miembro de una orden rebelde le disparó mientras rezaba. La bala lo rozó, pero sobrevivió y perdonó al agresor.

El pastor que no huyó de la peste

En 1576, una terrible peste —la llamada peste de San Carlos— asoló la ciudad de Milán. El gobernador español y muchos nobles abandonaron la ciudad.

Borromeo, en cambio, permaneció junto a su pueblo. Vendió todas sus posesiones para socorrer a los enfermos, organizó la atención médica, transformó iglesias en hospitales improvisados y se encargó de alimentar a miles de familias.

Durante los meses más duros, recorría las calles descalzo, con una cuerda al cuello en señal de penitencia, llevando el Santísimo Sacramento para bendecir a los moribundos. Las crónicas cuentan que presidía procesiones con los pies sangrantes, cantando salmos y oraciones por el fin de la epidemia.

Cuando algunos le reprocharon que arriesgaba su vida, respondió con firmeza:

“El pastor no abandona a su rebaño cuando el lobo ronda.”

De aquellos años nació su fama de santidad. No era un reformador de despacho, sino un pastor dispuesto a morir por su pueblo. Su testimonio recordaba al de los grandes santos de los primeros siglos, cuando los obispos eran los primeros en socorrer, consolar y ofrecer esperanza.

La verdadera reforma frente a las falsas reformas

San Carlos Borromeo no inventó una “nueva Iglesia”; reformó la que Cristo había fundado. Para él, la reforma no consistía en “aggiornare” la doctrina ni adaptarla al espíritu del tiempo, sino volver a las raíces evangélicas con pureza y firmeza.
Decía con frecuencia:

“No se puede reformar la Iglesia si antes no nos reformamos a nosotros mismos.”

Esa frase encierra el núcleo de toda auténtica renovación.

Su ejemplo es hoy un antídoto frente a la tentación contemporánea de confundir conversión con consenso. Mientras algunos eclesiásticos contemporáneos promueven “procesos sinodales” o “nuevas estructuras participativas”, San Carlos recordaría que ninguna asamblea sustituye la santidad personal, ni ningún documento reemplaza la fidelidad a la verdad revelada.

Su vida demuestra que la Iglesia no se fortalece dialogando con el mundo, sino reformando a sus pastores y a su pueblo en la fe, la oración y la penitencia.

El legado de un santo para tiempos de confusión

San Carlos Borromeo murió en 1584, a los 46 años, agotado por el trabajo, las penitencias y las enfermedades.

En su lecho de muerte pidió que no lo llamaran “eminencia”, sino “pecador”.

Fue canonizado en 1610 por el papa Pablo V, y su figura se convirtió en símbolo del obispo ideal: docto, austero, orante y entregado.

Hoy, cuando abundan las voces que llaman a “reformar” la Iglesia sin mencionar el pecado ni la conversión, su ejemplo se alza como una advertencia luminosa: no hay reforma verdadera sin santidad, ni santidad sin sacrificio.

Su vida recuerda a los pastores de todos los tiempos que la caridad sin verdad se convierte en sentimentalismo, y la verdad sin caridad, en dureza estéril. San Carlos unió ambas: enseñó con claridad, corrigió con firmeza y amó con ternura.

Su mensaje para el siglo XXI es simple y urgente:

“No necesitamos inventar una nueva Iglesia, sino ser santos en la de siempre.”