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martes, 23 de septiembre de 2025

El testimonio cristiano de Erika Kirk: del dolor al perdón



Duración  del video 29:46 minutos


El discurso de Erika Kirk en el funeral de su esposo, Charlie, se convirtió en mucho más que un homenaje: fue una verdadera confesión de fe, un acto de esperanza y, sobre todo, un testimonio de perdón cristiano que resonó en los corazones de todos los presentes. Lejos de limitarse a la memoria íntima, sus palabras fueron un recordatorio de que la vida cristiana es entrega radical a la voluntad de Dios, incluso en medio del sufrimiento más desgarrador.
La entrega a la voluntad de Dios

Desde el inicio, Erika recordó un momento crucial en la vida de Charlie: aquel discurso improvisado en America Fest 2023 donde citó el versículo de Isaías 6,8: «Aquí estoy, Señor, envíame». Para ella, aquel ofrecimiento no fue una frase al azar, sino un compromiso que Dios tomó en serio y que llevó a plenitud en su vida y en su muerte.

Su reflexión sobre el Padre Nuestro —«Hágase tu voluntad»— no fue teoría abstracta, sino experiencia concreta: en el instante de mayor dolor, al contemplar el cuerpo sin vida de su marido, encontró consuelo en esa oración que resume la confianza absoluta del cristiano en su Señor.
El rostro del esposo y la sonrisa de Dios

Uno de los pasajes más conmovedores de su discurso fue el momento en que describió cómo vio en los labios de Charlie una leve sonrisa aun después de muerto. Aquella expresión, interpretada como un signo de misericordia divina, le confirmó que su esposo no había sufrido, que había pasado de esta vida a la visión beatífica sin temor ni agonía. «Parpadeó y vio a su Salvador en el Paraíso», dijo con la certeza de la fe.

Ese detalle sencillo se transformó en catequesis: la muerte, para quien ha vivido en Cristo, no es derrota ni tragedia definitiva, sino tránsito hacia la vida eterna.
Un fruto inesperado: el despertar de la fe

Lejos de generar violencia, la muerte de Charlie provocó algo que él siempre había deseado: un despertar espiritual en miles de personas. Erika relató cómo en esos días vio a hombres y mujeres abrir una Biblia por primera vez en años, volver a rezar tras décadas de silencio o acudir a misa por primera vez en su vida. Lo que podía haber sido un motivo de odio y revancha se convirtió en semilla de conversión.

Ella misma repitió lo que su marido escribía en su diario: «Cada decisión deja una marca en tu alma». Y la muerte de Charlie fue, paradójicamente, la ocasión para que muchos decidieran volver a Cristo.
El modelo de esposo y esposa cristianos

El homenaje se convirtió también en un retrato del matrimonio cristiano. Erika compartió detalles íntimos de su vida conyugal: las cartas que Charlie le escribía cada sábado, las notas de gratitud por la familia, el empeño por preguntarle siempre cómo podía servirla mejor. Una vida matrimonial en la que el esposo lideraba sirviendo y la esposa acompañaba custodiando el hogar como “lugar sagrado” de descanso y unidad.

Su mensaje fue claro: el matrimonio cristiano es posible, hermoso y fecundo, siempre que se viva según el plan de Dios.
La misión inacabada

Charlie murió joven, pero Erika subrayó que lo hizo sin “asuntos pendientes”. Había gastado su vida en la misión que Dios le encomendó: revivir la fe, rescatar a los jóvenes sin rumbo y devolverles esperanza. Su empeño más intenso estaba dirigido a los “jóvenes perdidos de Occidente”: hombres sin propósito, atrapados en el odio o la apatía.

Y en un giro que heló el corazón de todos, Erika reconoció que incluso el joven que apretó el gatillo era precisamente uno de esos a quienes Charlie quería salvar.
El momento supremo: el perdón

Fue entonces cuando pronunció las palabras que marcaron el clímax de su testimonio: «Ese joven… yo lo perdono».

«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

La referencia directa a Cristo en la cruz no fue mera cita piadosa, sino vivencia real. Erika asumió que el Evangelio no admite atajos: el cristiano no responde al odio con odio, sino con amor, incluso hacia el enemigo. El perdón al asesino de su marido, pronunciado públicamente, es la cima de su discurso y el signo más puro de la victoria de Cristo en medio de la tragedia.
Continuar la misión

Erika no se limitó al recuerdo: anunció su compromiso de seguir el trabajo de Charlie asumiendo la dirección de Turning Point USA. Con la fuerza de su memoria y la convicción de la fe, prometió ampliar el alcance de esa misión, multiplicar los capítulos, congregaciones y espacios de diálogo. Y advirtió: «Ningún asesino nos detendrá».

Su discurso fue también una defensa de la libertad de expresión y de la necesidad del debate frente a la violencia, recordando que el silencio y la censura siempre desembocan en más odio.
Un testimonio cristiano íntegro

Las palabras de Erika Kirk en el funeral de su esposo no fueron un lamento desesperado, sino una proclamación del Evangelio en su forma más radical: confianza en la providencia, fidelidad al matrimonio, fe en la vida eterna, misión evangelizadora y, sobre todo, perdón a los enemigos.

Su mensaje trasciende lo personal y se convierte en ejemplo para todos: el cristiano está llamado a transformar el dolor en ocasión de gracia y el odio en oportunidad de amar. Esa es la victoria de Cristo que brilla con más fuerza cuando parece que todo está perdido.


viernes, 16 de octubre de 2020

No podemos pedir perdón por las ofensas que no hemos cometido (Carlos Esteban)



El perdón está en el centro de nuestra fe. El perdón es piedra de toque de la práctica cristiana. Pedimos perdón a Dios por nuestros pecados y, en la misma oración que Cristo nos enseñó, lo hacemos vinculándolo al perdón que concedemos a quienes nos ofenden. Pedir perdón y otorgarlo sin reservas debería ser algo así como la respiración del cristiano.

Por eso es especialmente deshonesto esta ritualización de ‘perdones’ concebidos como humillaciones y confesiones de culpas históricas, que los exige quien no ha sufrido el agravio a quien no lo ha cometido. Es un perdón que carece de esa condición esencial del arrepentimiento en quien lo pide, porque nadie puede arrepentirse por otro, y cuando se hace es sólo una escenificación de la propia bondad mientras farisaicamente se acusa a quien ya no puede defenderse; y falta en quien exige que se le pida perdón el verdadero sentido de la ofensa, ofendiéndose más bien en nombre de otros, de un colectivo cuya representación se arroga el ‘demandante’, de modo espurio y abusivo, sin otra motivación que la muy poco cristiana de quedar vencedor en una disputa histórica y apuntarse un fácil tanto en la arena política.

Por eso me escandaliza e indigna la actitud del episcopado mexicano, dispuesto a acceder al chantaje del presidente mexicano López Obrador para que pidan perdón en nombre de la Iglesia.
Ni España ni, mucho menos, la Iglesia tienen por qué pedir perdón, y hacerlo es enviar al mundo un mensaje de confusión y engaño, la idea de que la empresa entera de la colonización y evangelización del Nuevo Mundo fue, globalmente considerada, un mal y una ofensa de la que católicos y españoles debamos sentirnos culpables.
Obviando la grosera y mil veces desmontada exageración de la Leyenda Negra, los desmanes que pudieran cometer los conquistadores, no mayores de los que puede encontrarse en cualquier otro episodio similar de la historia, e inevitables en este mundo caído en el que no ‘tutti’ suelen verse mutuamente como ‘fratelli’, constituyen pecados personales por los que quizá pidieron perdón en su momento muchos de los perpetradores y de los que, en cualquier caso, todos ellos han tenido que responder ante un Juez infinitamente justo al que nada se le oculta.

Pero la empresa en sí, llevar la luz de la fe a tierras dominadas por pueblos ferocísimos, acabar con masivos sacrificios humanos, guerras crueles e interminables entre pueblos, un atraso paleolítico; crear universidades, instituciones, aportes técnicos, iglesias, hospitales y, en fin, todas las gigantescas raíces de civilización de las que se han nutrido las naciones que hoy pueblan Hispanoamérica, es razón para lo agradezcan, no para que se empeñen en disfrazar su miseria moral y política, el desolador antro de corrupción, vesania anticristiana y mal gobierno en el que se convirtieron las repúblicas hermanas a poco de separarse de la Corona española, con esta arrogante e injusta petición ante la cual la única actitud digna es la negativa y el silencio.

Carlos Esteban

viernes, 7 de junio de 2019

La Iglesia debe pedir perdón a los gitanos (Bruno Moreno)


“Este hombre no se entera", señala D. Luisillo Sabihondillo, presidente de la Asociación de Lectores Desencantados. “Precisamente hace tres o cuatro días, el Papa ya pidió perdón a los gitanos. Esto no es un blog ni es nada. ¡Que nos devuelvan el dinero!".
Con todo el respeto hacia don Luis, a quien tanto aprecio, especialmente por su inexistencia, conviene señalar que, como decían los escolásticos, pensar es distinguir. Es cierto que el Papa pidió perdón a los gitanos, pero me atrevo a sugerir que, quizá por provenir de un país donde hay muchos menos gitanos que en España, pidió perdón por lo que no debía y no pidió perdón por lo que la Iglesia, en efecto, debería pedir perdón.
Según leo en los medios, el Papa pidió perdón a los gitanos por las “discriminaciones, de las segregaciones y de los maltratos que han sufrido vuestras comunidades”, por haberlos “mirado de forma equivocada, con la mirada de Caín y no con la de Abel”, haberlos juzgado “de modo temerario, con palabas que hieren, con actitudes que siembran odio y crean distancias”.
Ese tipo de faltas a las que se refiere el Papa son, sin duda, reales. ¿Qué duda cabe? Sin embargo, se trata esencialmente de pecados personales de católicos, por los que no tiene sentido que la Iglesia como tal pida perdón. Igualmente podría haber pedido perdón el Papa a los conductores de autobús, los zurdos, los millonarios, los carteristas o los nazis, todos los cuales, sin ninguna duda, habrán sufrido multitud de pecados cometidos por multitud de católicos, porque, como probablemente sepan los lectores, los católicos somos pecadores.
Lo que corresponde en ese tipo de pecados, ya se hayan cometido contra gitanos, contra autobuseros o, más frecuentemente, contra los familiares, compañeros de trabajo y vecinos más cercanos, es el arrepentimiento, la confesión y, si procede, la restitución y la petición directa de perdón al interesado. En cambio, con respecto a estos pecados, la petición de perdón por alguien que no es directamente culpable de ellos se parece inquietantemente a la oración aquella del fariseo, que decía “gracias, Señor, porque no soy como ese publicano", con el agravante de que, en nuestros tiempos, ni siquiera se trata ya de oración, sino de meros gestos políticamente correcto de cara a la galería.
“Definitivamente, este hombre no se entera", exclama enseguida D. Luisillo. “Primero dice que la Iglesia debe pedir perdón a los gitanos y ahora nos sale con que no tiene sentido que la Iglesia les pida perdón. Está gagá".
Si el Sr. Sabihondillo me lo permite, señalaré que tiene sentido que la Iglesia pida perdón, pero por otras cosas mucho más graves y que la competen mucho más. No puedo hablar sobre el resto de los países, que conozco menos, así que solo me referiré a España. Estoy firmemente convencido de que la Iglesia española debería pedir perdón a los gitanos, porque es culpable de un terrible pecado contra ellos: ha dejado (hemos dejado) que pierdan la fe católica.
Cuando nació mi padre, la inmensa mayoría de los gitanos españoles eran católicos. Cuando nacieron mis hijos, más de la mitad de los gitanos españoles eran ya evangélicos o pentecostales. Por nuestra culpa, han perdido la Misa, el sacerdocio, la intercesión de los santos, la confesión que limpia los pecados, el verdadero conocimiento de la Escritura, la oración por los difuntos, el matrimonio para toda la vida, la liturgia, el culto a nuestra Señora, el rosario y, en fin, toda la Tradición de la Iglesia.
¿Se dice que los gitanos son pobres? Ahora es cuando son verdaderamente pobres, porque han perdido esa inmensa riqueza de la fe. ¿Discriminados? No existe mayor discriminación que estar exilado de la Ciudad de Dios, de Jerusalén la hermosa, la amada del Señor. ¿La mirada de Caín? La más terrible mirada de Caín es aquella que contribuye con su indiferencia a la muerte eterna de sus hermanos. Parece mentira que haya que recordar estas cosas.
En este abandono masivo de la fe han influido, por supuesto, diversas circunstancias históricas y los propios gitanos tendrán la parte de responsabilidad que les corresponda, pero no nos engañemos: a quien mucho se le dio, mucho se le pedirá. La responsabilidad principal es de los encargados de enseñar la fe, de los que tenían y tienen a su cargo las ovejas españolas y, con alguna honrosa excepción, no han hecho nada para conservarlas en el único rebaño del único Pastor. La responsabilidad principal es de aquellos que aguaron y falsificaron la fe, convirtiéndola en cuatro generalidades más o menos progresistas con cariz seudosocial y consiguiendo que tantas ovejas, incluidos casi todos los gitanos, la rechazaran asqueados y acudieran a otras falsificaciones más cercanas al original. Y la responsabilidad, menor quizá pero igualmente real, es la de los católicos españoles que hemos asistido a esta pérdida masiva de la fe por todo un pueblo que vivía entre nosotros, sin hacer prácticamente nada.
Si no se pide perdón por eso, que afecta directamente a la esencia de la misión de la Iglesia, ¿qué sentido tiene pedir perdón por generalidades? Es como si un médico negligente matara a troche y moche a sus pacientes y después se disculpara públicamente porque su tío abuelo no reciclaba los plásticos.
Cuando mis hijos me pregunten que por qué los gitanos no son católicos, tendré que reconocer ante ellos, mirando al suelo y con las mejillas encendidas de vergüenza, que lo eran, pero dejaron de serlo precisamente en mi época. Busqué un hombre que se mantuviera firme en la brecha y no lo encontré.
Que los beatos Ceferino y Emilia rueguen por nosotros. Miserere nobis, Domine, miserere nobis.
Bruno Moreno