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sábado, 20 de septiembre de 2025

León XIV: la consolidación de Francisco



Lo que temíamos desde el principio empieza a confirmarse. León XIV no es la ruptura con el pontificado de Francisco, ni mucho menos un regreso a la claridad doctrinal y litúrgica que anhelábamos. Es la consolidación, la digestión, el paso hegeliano que convierte en “normal” lo que ayer todavía era discutido.

Desde el inicio se veía venir: un Papa discreto, con muceta, sin estridencias, con un aire mariano que parece devolver normalidad. Pero debajo de la superficie, el guion está claro: consolidar el terreno conquistado y esperar a la siguiente pantalla. Lo advertíamos: si hubiese salido un Papa idéntico a Francisco en formas, el rechazo habría sido inmediato. Así que nos presentan a un sucesor aparentemente tranquilo, que se refugia en símbolos de continuidad con la tradición, mientras en la entrevista con Elise Ann Allen deja claro que juega con las reglas de la ventana de Overton: nada de retrocesos, calma forzada, pero con el punto de partida de Fiducia supplicans ya asumido.

Y lo dice sin rodeos: eso es lo dado, eso es lo heredado, eso no se toca porque es lo mínimo aceptado. A partir de ahí, todo es esperar. Esperar a que los que resisten envejezcan y desaparezcan. Esperar a que la polarización baje cuando mueran Sarah, Burke, Müller, Schneider. Esperar a que el tiempo allane el camino.

¿Alguien se sorprende? Era evidente. León XIV fue traído a Roma por Bergoglio para ser prefecto de los obispos. Nadie llega a ese puesto sin un aval personalísimo del Papa reinante. Creer que ese hombre, colocado por Francisco en el corazón de la maquinaria de nombramientos episcopales, iba a ser el restaurador era engañarse. Nos pensábamos que se la habíamos colado. La realidad es otra: en el cónclave, a alguien le metieron un gol. Y el gol nos lo metieron a nosotros.

Este Papa habla de unidad, de evitar la polarización. Pero, ¿a costa de qué? Lo que llama “unidad” no es sino domesticación. Una Iglesia que se resigna a vivir con Fiducia supplicans como punto de partida. Una Iglesia en la que los experimentos alemanes y belgas se critican con la boca pequeña, pero se toleran en la práctica. Una Iglesia en la que se cita a Francisco como autoridad, para decir “no haré más de lo que él hizo”… pero también “no desharé nada de lo que él dejó establecido”.

La táctica es transparente: conservar lo conquistado y normalizarlo. Consolidar en silencio, sin estridencias, envolviendo todo en un tono piadoso y mariano. Hegel aplicado a la eclesiología: tesis, antítesis, síntesis. Lo radical de ayer se convierte en lo aceptado de hoy, y el campo queda preparado para la radicalidad de mañana.

Lo grave es que muchos, quizá demasiados, querían autoengañarse. Se agarraban al gesto de la muceta, al rosario en la mano, a la frase piadosa. Pero la entrevista lo desnuda: León XIV es continuidad pura, sin retrocesos, sin desandar nada. No hay marcha atrás.

Por eso, este pontificado no será un paréntesis, sino el paso lógico en la domesticación de la Iglesia. No es el hacha que arranca de cuajo la tradición, pero sí el cemento que fija el corte ya hecho. Y lo más doloroso es reconocer que lo sabíamos. Que la evidencia estaba ahí. Que no hay traición, sino ingenuidad de nuestra parte.

El cónclave no nos dio un Papa que “no sería tan malo”. El cónclave nos dio la continuación de Francisco, disfrazada de calma. Y ahora lo único claro es que estamos en la siguiente fase del plan.

 Carlos Balén

NOTA: Tengo la esperanza de que el autor de este artículo esté equivocado. Porque el problema es grave. Es de gran interés leer el artículo de Bruno Moreno de Infocatólica, titulado ¿En un futuro próximo?

El Papa León no aprobará la Homosexualidad, de momento | P. Santiago Martín | Act. Com. (19-09-25)



DURACIÓN 14:14 MINUTOS

¿En un futuro próximo? (Bruno Moreno)




Si algo nos enseñó el pontificado anterior es que lo que es verdad sigue siéndolo, lo niegue quien lo niegue, y lo que es falso sigue siendo falso, lo defienda quien lo defienda. Aunque sea un sacerdote. Aunque sea un obispo. Aunque sea un papa. No podemos dejarnos arrastrar de nuevo al error de pensar que, si un papa dice algo contra la doctrina de la Iglesia, de algún modo lo que dice está bien porque es el papa. Ese tipo de razonamiento sectario no tiene nada de católico. De hecho, lo católico es lo contrario: el papa tiene el deber de preservar y defender la fe que ha recibido y que proviene de Cristo a través de los apóstoles y no tiene ningún poder para cambiarla.

El presente pontificado ha despertado grandes esperanzas en muchos católicos que habían observado con creciente preocupación las innovaciones ajenas a la fe de la Iglesia del pontificado del Papa Francisco. No cabe duda de que el Papa León XIV tiene un estilo diferente, menos polémico y más conciliador, que, por contraste, ha sido como un bálsamo para los que estábamos cansados de los continuos sobresaltos de la etapa precedente.

El estilo, sin embargo, es lo de menos. Lo que importa es la sustancia y, poco a poco, el Papa León XIV parece estar mostrando que, en cuanto a la sustancia, coincide en buena parte con su predecesor (dentro de la dificultad de coincidir con alguien que era capaz de afirmar una cosa y al día siguiente la contraria sin ningún problema).

Doctrinalmente hablando, lo más grave del pontificado del Papa Francisco fue la idea de que la doctrina de la Iglesia podía cambiar, ya fuera directamente o indirectamente con la excusa del “enfoque pastoral", de la “sinodalidad” o la simple confusión característica de todo el pontificado. Así, se cambió lo que decía el Catecismo sobre la pena de muerte (para hacerlo más confuso en vez de más claro), se hicieron declaraciones en varias ocasiones contrarias a la doctrina católica sobre la guerra justa, se negó indirectamente la indisolubilidad del matrimonio (al permitir comulgar a los adúlteros sin arrepentimiento ni propósito de la enmienda), se afirmó que Dios quiere a veces que pequemos y que no siempre da la gracia necesaria para no pecar, se permitió bendecir las parejas del mismo sexo pero no su unión (como si eso significara algo) y también que esas bendiciones se consideraran buenas en algunas diócesis y una barbaridad en otras, se afirmó que todas las religiones eran “una riqueza” querida por Dios o que para ser santo solo había que ser fiel a las propias creencias, fueran las que fueran, y un largo etcétera.

Todos estos cambios y otros que se preparaban y no llegaron a formularse planteaban un problema fundamental: si la doctrina de la Iglesia puede cambiar, es que era errónea y, si la anterior era errónea, ¿por qué tiene que creerse nadie la nueva? Era la consecuencia de pasar de la inmutable Revelación de Dios que hay que preservar como un tesoro a una especie de política de partido, siempre cambiante pero que debe defenderse en cada momento. Es muy difícil imaginar algo menos católico.

Por desgracia, el papa León parece estar de acuerdo con esta forma de entender la enseñanza de la Iglesia, según indicó en una entrevista con la periodista Elise Ann Allen, de la revista norteamericana Crux. En ella, el pontífice afirmó, entre otras cosas bastante cuestionables, que “me parece muy poco probable, al menos en un futuro próximo, que la doctrina de la Iglesia respecto a lo que enseña sobre la sexualidad y sobre el matrimonio” vaya a cambiar.

Si lo publicado por Crux es correcto (y no parece que no lo sea, porque el Vaticano no lo ha corregido), con eso está dicho todo y no hace falta más. A confesión de parte, relevo de pruebas. Si el propio Papa admite que es posible que la Iglesia cambie su doctrina sobre la sexualidad y el matrimonio, eso significa que no considera que sea verdad, porque la verdad no cambia.

En ese sentido, da igual que afirme que él no la va a cambiar, porque lo verdaderamente grave es que piense y afirme que puede cambiarse. A fin de cuentas, si puede cambiarse, antes o después se cambiará (y por supuesto, se cambiará en la dirección que pide el mundo, que es a donde lleva la corriente). Las opiniones cambian, solo la verdad es inmutable.

Esto no solo es erróneo, sino que además es lo contrario del papel que tiene el Papa en la Iglesia. El Concilio Vaticano I lo enseñó con absoluta claridad: “Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe” (Constitución dogmática Pastor Aeternus). También el Concilio Vaticano II dice lo mismo en múltiples lugares: “Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones” (Dei Verbum 7).

Dios quiera que haya sido una forma desafortunada de expresarse en la entrevista (y, si es así, debería ser corregida públicamente y cuanto antes al tratarse de una cuestión gravísima). En cualquier caso, si el Papa León, aparentemente y según sus propias palabras, vacila y no quiere actuar como Pedro, entonces nuestra obligación es decirle, con todo el respeto y el cariño del mundo, que se equivoca, mientras seguimos rezando para que el Espíritu Santo le ilumine.

Bruno Moreno

viernes, 19 de septiembre de 2025

Coalición católica pide rechazar el lobby que impulsa uniones homosexuales y que se revoque Fiducia supplicans




El pasado 15 de septiembre, día de Nuestra Señora de los Dolores, una coalición de 25 asociaciones católicas, presentó al Papa León XIV una apelación filial pidiéndole que confirme con absoluta claridad la enseñanza perenne de la Iglesia sobre el matrimonio y la moral sexual frente a la presión de un “poderoso lobby” que busca legitimar las uniones entre personas del mismo sexo. Los firmantes están inspirados en el pensador brasileño Plinio Corrêa de Oliveira, fundador del movimiento Tradición, Familia y Propiedad (TFP)

Peticiones concretas

- Reafirmar el magisterio perenne de la Iglesia sobre los actos homosexuales, rechazando explícitamente las propuestas de alterar el Catecismo de la Iglesia Católica y sosteniendo la Sagrada Escritura.

- Revocar la declaración Fiducia supplicans de 2023, sobre las bendiciones a parejas del mismo sexo, y reafirmar la prohibición vaticana de 2021 respecto a tales bendiciones.

- Anular el rescripto de 2017 del papa Francisco, que otorgó especial peso magisterial a la interpretación de los obispos argentinos de Amoris laetitia, permitiendo la Comunión para algunos divorciados vueltos a casar civilmente.

Una súplica filial y aprensiva a Su Santidad el Papa León XIV

Santísimo Padre,

A la luz de sus recientes y auspiciosas declaraciones en defensa de la familia y de la coherencia que los católicos deben mantener en la vida pública al sostener los principios de la Fe, las asociaciones firmantes —herederas del pensamiento y de la acción del gran líder católico brasileño Plinio Corrêa de Oliveira— se dirigen filialmente a Vuestra Santidad para expresar sus aprensiones sobre el futuro de la familia.

En 2015, nos dirigimos al papa Francisco entre los dos Sínodos sobre la Familia para denunciar la alianza de influyentes organizaciones, fuerzas políticas y medios de comunicación que promovían la llamada ideología de género. Esta ideología servía como un sello de aprobación de una revolución sexual que favorece costumbres contrarias a la ley natural y divina. Más grave aún, señalamos la confusión generalizada entre los católicos, “surgida de la posibilidad de que se hubiera abierto una brecha en la Iglesia que aceptaría el adulterio —al permitir a los divorciados y luego vueltos a casar civilmente recibir la Sagrada Comunión— y prácticamente aceptaría incluso las uniones homosexuales”. Como resultado, pedimos al papa Francisco “aclarar la creciente confusión entre los fieles” y evitar “que la misma enseñanza de Jesucristo fuera diluida”.

Con el apoyo de otras entidades de la coalición titulada Supplica Filiale al Papa Francesco sul futuro della Famiglia (“Súplica filial a Su Santidad el Papa Francisco sobre el futuro de la familia”), recogimos 858.202 firmas. Estas fueron entregadas a la Santa Sede en la mañana del 29 de septiembre de 2015, casi exactamente hace diez años.

Entre los signatarios de aquella Súplica Filial se encontraban 211 prelados (cardenales, arzobispos y obispos), un gran número de sacerdotes y religiosos, y numerosos laicos renombrados en Occidente y en otras partes del mundo. En su discurso durante el coloquio titulado Iglesia Católica: ¿A dónde vas?, celebrado en Roma el 7 de abril de 2018, el cardenal Walter Brandmüller mencionó nuestra petición como una de las manifestaciones más evidentes del consensus fidei fidelium, que ejerce un papel inmunizador para preservar a la Iglesia del error.

Con gran dolor en nuestros corazones, debemos señalar que, lejos de responder a esta justa petición del rebaño, su predecesor en la Sede de Pedro agravó aún más la situación. Por un lado, al admitir abusivamente a los divorciados vueltos a casar civilmente a la Comunión eucarística mediante la nota al pie 351 de Amoris laetitia y al conceder aprobación pontificia a su interpretación por parte de los obispos de la Región Pastoral de Buenos Aires, Argentina. Por otro lado, mediante declaraciones y gestos que legitimaron las uniones civiles homosexuales, culminando en las “bendiciones pastorales” autorizadas en la declaración Fiducia supplicans del 18 de diciembre de 2023, firmada por el prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.

Desde entonces, la situación ha seguido empeorando, especialmente en lo referente a la aceptación de las relaciones homosexuales. Ha habido una proliferación de declaraciones de altos prelados que llaman a actualizar la enseñanza de la Iglesia. Esto incluye cambiar párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica que afirman que la inclinación homosexual es “objetivamente desordenada”, que los actos homosexuales son “intrínsecamente desordenados” y que la Sagrada Escritura los presenta como “actos de grave depravación”.

Aunque empleando un lenguaje aparentemente moderado, algunos prelados y teólogos ya exigen descartar los llamados prejuicios moralistas “historicizando” situaciones, actualizando el lenguaje de dos mil años de la Iglesia y adaptándolo a los tiempos presentes. Esta es la postura, por ejemplo, de personajes como Mons. Francesco Savino, vicepresidente de la Conferencia Episcopal Italiana, el arzobispo francés Hervé Giraud y el cardenal Jean-Claude Hollerich, arzobispo de Luxemburgo. Este último ha llegado al extremo de decir que la enseñanza católica sobre la homosexualidad “es incorrecta”, puesto que su base sociológica y científica ya no sería válida.

Asimismo, la hermana Jeannine Gramick y el padre James Martin desean eliminar la expresión “intrínsecamente desordenada” y proponen formulaciones alternativas que tienden a hacer admisible lo que no es ni puede ser aceptado. El Camino Sinodal Alemán hace lo mismo al pedir una revisión del Catecismo para adaptarlo a la “ciencia humana”, lo que equivale a decir que el mundo moderno tiene más autoridad que Dios.

Desafortunadamente, algunos van incluso más lejos, pidiendo no solo un cambio de palabras, sino de la propia práctica de la enseñanza moral de la Iglesia. Por ejemplo, el cardenal Robert W. McElroy niega que los pecados sexuales sean graves, lo que allana el camino para la legitimación y normalización de la impureza. Afirma también que la “inclusión radical” de homosexuales practicantes debe ser sacramental, en otras palabras, que un estilo de vida objetivamente contrario al mandamiento divino no constituiría un obstáculo para recibir la absolución y la Sagrada Eucaristía.

Después de afirmar que la enseñanza católica es “sólida y buena”, el cardenal Timothy Radcliffe la diluye diciendo que debe entenderse con “matices”. Indirectamente reiteró lo que ya dijo antes en el Pilling Report, a saber, que las relaciones homosexuales podrían entenderse en clave eucarística, como una imagen del “don de sí mismo de Cristo” en la Sagrada Comunión. El teólogo austriaco padre Ewald Volgger insiste en la misma línea de pensamiento al decir que las uniones homosexuales son una imagen de la solicitud divina por los hombres, lo que justificaría bendecirlas. El teólogo suizo Daniel Bogner socava directamente el sacramento del matrimonio al afirmar que necesita ser comprendido de nuevo, liberándolo de su “caparazón de perfección”, para no discriminar a las uniones irregulares y homosexuales. Argumenta que es necesario acabar con la “fijación rígida en el sexo biológico y en la heterosexualidad necesaria de los esposos”, ya que “la fertilidad no debe entenderse exclusivamente en términos de reproducción biológica”.

Dado todo esto, Santísimo Padre, no podemos menos que concluir que, bajo el pretexto de la misericordia y la adaptación a la ciencia, algunas fuerzas se esfuerzan por reinventar la fe católica conforme a las pasiones mundanas, haciéndola irreconocible.

En este contexto de ofensiva abierta para imponer la aceptación de las uniones homosexuales, resultó particularmente chocante ver que, bajo el pretexto de obtener indulgencias jubilares, se ofreció gran visibilidad a grupos que profesan abiertamente tales errores. Se les permitió entrar en procesión en la Basílica de San Pedro, portando una cruz arcoíris. Más grave aún, esta “marcha del orgullo homosexual” fue precedida por una audiencia concedida al padre Martin, quien después atribuyó a Vuestra Santidad palabras de aliento para su activismo en favor del movimiento L.G.B.T. Del mismo modo, Mons. Francesco Savino, al final de su homilía en la Iglesia del Gesù, declaró que Vuestra Santidad le había dicho: “Ve y celebra el Jubileo organizado por Jonathan’s Tent y otras organizaciones que cuidan de [tus hermanos y hermanas homosexuales]”.

Somos conscientes de que algunos de estos acontecimientos escandalosos (y otros aún en agenda) fueron organizados por organismos de la Santa Sede durante el pontificado anterior, y que Vuestra Santidad, tal vez en el deseo de asegurar la unidad de la Iglesia, aparentemente quiere cambiar gradualmente la orientación de la Curia Romana. Sin embargo, si bien es legítimo ceder en puntos secundarios por el bien de la unidad, no parece legítimo hacerlo cuando se sacrifica la verdad. Como enseña San Agustín: “Hacer la verdad no consiste solo en decir lo que es verdadero, sino también en practicarlo delante de muchos testigos”.

Una gran esperanza surgió en el corazón de millones de católicos cuando, durante el Jubileo de las Familias, Vuestra Santidad citó la encíclica Humanae vitae y afirmó: “El matrimonio no es un ideal, sino la medida del verdadero amor entre un hombre y una mujer”. Esta afirmación resonó con su discurso al Cuerpo Diplomático, en el cual reiteró que la familia está “fundada en la unión estable entre un hombre y una mujer”. Sin embargo, esa esperanza se convierte en alarma al temer que, como en el pontificado anterior, las actitudes pastorales concretas sigan desmintiendo en la práctica lo que se enseña en la teoría.

Este temor nos lleva a renovar la petición que hicimos en nuestra Súplica Filial de 2015 al papa Francisco:

“Verdaderamente, en estas circunstancias, una palabra de Vuestra Santidad es la única manera de aclarar la creciente confusión entre los fieles. Evitaría que la misma enseñanza de Jesucristo fuera diluida y disiparía la oscuridad que se cierne sobre el futuro de nuestros hijos si esa luz dejara de guiar sus pasos.

Santo Padre, le imploramos que diga esa palabra. Lo hacemos con un corazón devoto a todo lo que Usted es y representa. Lo hacemos con la certeza de que su palabra nunca separará la práctica pastoral de la enseñanza legada por Jesucristo y sus vicarios —pues eso solo añadiría a la confusión. En efecto, Jesús nos enseñó muy claramente que debe haber coherencia entre vida y verdad (cf. Jn 14,6-7); y también nos advirtió que la única manera de no caer es practicar su doctrina (cf. Mt 7,24-27).”

Con audacia y respeto añadimos dos peticiones específicas que dejarían clara la realineación de la práctica con la enseñanza tradicional de la Iglesia:

Suplicamos que anule el rescripto del 5 de junio de 2017 de Francisco, que confirió especial valor magisterial a la interpretación heterodoxa de las ambigüedades de Amoris laetitia, y que reitere claramente que los divorciados y vueltos a casar civilmente que viven more uxorio no pueden recibir la absolución sacramental ni, como pecadores públicos, la Sagrada Comunión.

Le imploramos que revoque la declaración Fiducia supplicans y reafirme la prohibición de otorgar cualquier bendición a parejas homosexuales, como lo estableció el Responsum de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 22 de febrero de 2021, sobre un dubium acerca de las bendiciones a parejas del mismo sexo.

Implorando su bendición apostólica, le aseguramos nuestras oraciones a Nuestra Señora del Buen Consejo y a San Agustín. Que ellos iluminen a Vuestra Santidad en este delicado comienzo de su pontificado, en el que se encuentra involuntariamente confrontado con una difícil herencia de confusión y división.

15 de septiembre de 2025 — Fiesta litúrgica de Nuestra Señora de los Dolores

¿FUNCIONA LA DEMOCRACIA?



En mi anterior artículo describía cómo las sociedades occidentales están llevando a cabo cinco experimentos que se consideran avances indiscutibles de la civilización y cuyos resultados, por tanto, no están siendo sometidos a un juicio objetivo. 

Los tres primeros experimentos, que desarrollaba en ese texto, son el aumento desorbitado del tamaño del Estado, que ha conducido a una abusiva presión fiscal, un endeudamiento gigantesco, que hipoteca nuestro futuro, y un sistema económico-monetario que está minando la capacidad adquisitiva de la población, la cual ve cómo sus padres o abuelos eran capaces de mantener una familia de cuatro hijos con un solo sueldo y ellos no pueden mantener dos hijos con dos sueldos.

Esos tres experimentos, muy recientes en términos históricos, son un corolario lógico del cuarto experimento, igualmente reciente, pues su generalización es cosa de los últimos 50-100 años.

El cuarto experimento

Este cuarto experimento se ha convertido además en la vaca sagrada más intocable de nuestra época: la corrección política nos exige adorarlo ciegamente como un tótem y nos prohíbe analizarlo a la luz de la verdad y de la experiencia. En efecto, su divinización ―utilizada como coartada para que la clase dirigente obtenga un poder casi sin paragón en la Historia― impide cualquier crítica, por razonable que ésta sea. Sin embargo, el surgimiento del explotador Estado Gigante o Estado Leviatán, con sus impuestos, normas y regulaciones asfixiantes, con su deuda impagable y su inflación empobrecedora, ha coincidido con el desarrollo de este experimento. Aunque correlación no implique necesariamente causalidad, en este caso existen argumentos para defender que sí la hay.

El cuarto experimento es la democracia, o, más concretamente, la versión actual hacia la que ha evolucionado desde sus orígenes, y que se apoya en dos pilares: el sufragio universal incondicional y el poder ilimitado de la mayoría. 

El primero implica que el derecho a voto está basado exclusivamente en una edad mínima bastante baja, lo que de por sí describe bien la escasa importancia que se le da (en Reino Unido va a rebajarse hasta los 16 años, una edad muy madura para decidir sobre cuestiones importantes, como todo el mundo sabe).

El segundo implica que la mayoría parlamentaria es omnipotente para decidir y redefinir todo a voluntad como si fuera Dios, aunque ello contradiga la dignidad y derechos inherentes del hombre, la ley natural, la propia definición de vida, la biología, los hechos históricos probados, la moral, la lógica, la física o los derechos de las minorías.

La mayoría es una regla problemática, como describía en «el ejemplo de la cuenta del bar» Huemer, profesor de filosofía de la Universidad de Colorado. Imagine que sale con unos amigos a tomar una cerveza. Cuando llega el momento de pagar usted propone que se pague a escote, pero un amigo suyo sugiere que usted lo pague todo y somete esta propuesta a votación. Todos votan a favor de que pague usted, menos usted. ¿Tiene obligación de pagar? ¿Están los demás legitimados para obligarle?[1]

Hans-Hermann Hoppe, profesor emérito de la Universidad de Nevada y discípulo de Murray Rothbard, lo plantea de otra manera: si existiera un gobierno mundial, gobernarían los chinos y los indios con mayoría absoluta y decidirían enseguida redistribuir hacia sus cofres la riqueza que acumula Occidente[2]. De hecho, en nombre de las mayorías, los gobiernos actuales, elegidos un día cada cuatro años, tienen durante el resto del cuatrienio tal poder que harían palidecer de envidia a los reyes absolutistas. Como decía John Adams, segundo presidente de EEUU, «cuando las elecciones terminan, la esclavitud comienza».

Ello quizá explica la prudencia con la que se manifestaba el filósofo británico del s. XIX Herbert Spencer: 
«La gran superstición política del pasado fue el derecho divino de los reyes, y la gran superstición política del presente es el derecho divino de los parlamentos», es decir, de las mayorías[3].
Muchas cuestiones comunes pueden reexaminarse a la luz del abuso de la mayoría. Con la fiscalidad progresiva, la mayoría decide que la minoría más rica debe pagar tipos impositivos más elevados. Con la legislación laboral se dificulta el despido para «proteger» a la mayoría empleada socavando las posibilidades de encontrar trabajo a la minoría desempleada. Con las políticas que encarecen artificialmente el precio de la vivienda se beneficia a los propietarios de vivienda (una mayoría) a costa de la minoría que desea acceder a ella por primera vez. Con el aumento de las pensiones más allá de su sostenibilidad, se beneficia a las generaciones mayores a costa de las más jóvenes, que son minoría dada la inversión de la pirámide demográfica. Finalmente, con el aborto, la mayoría ya nacida priva de su derecho a existir a la minoría indefensa y sin voz que aún se encuentra en el útero de sus madres.

Tres ideas cruciales

Dado el halo que aún rodea a la diosa democracia, antes de continuar debemos aclarar tres ideas importantes. 

La primera es que democracia no es sinónimo ni garante de libertad, y a veces puede ser su antónimo.

En efecto, las dos ventajas de la democracia poco tienen que ver con la libertad: dar cierta voz a los gobernados (tampoco mucha: un día cada cuatro años) y propiciar una alternancia del poder pacífica y previsible.

Sin embargo, se ha querido confundir a la población equiparando libertad política con libertad personal. En realidad, son conceptos muy diferentes, como podrá ver enseguida. Imagínese que le ofrecen dejar de pagar impuestos durante ocho años a cambio de no votar en las dos próximas elecciones. ¿Lo aceptaría? Apuesto a que sí. De hecho, un tercio de los votantes decide habitualmente abstenerse en las elecciones y, por tanto, desprecia su libertad política.

Ahora imagine que le ofrecen dejar de pagar impuestos durante ocho años, pero esta vez a cambio de no poder salir de casa sin permiso previo de la policía, a la que tiene que informar de todos sus movimientos y que tiene potestad para decidir dónde puede pasar las vacaciones. ¿Lo aceptaría? Apuesto a que no.

La divergencia entre democracia y libertad queda probada en la experiencia de los democráticos Estados de Bienestar (particularmente en la UE), que están protagonizando una creciente restricción de las libertades personales. Asimismo, existen ejemplos históricos de democracias que incubaron tiranías, como la Alemania de Hitler en 1933, la Venezuela de Chávez en 1998 o la dictadura impuesta durante el covid, con el Parlamento cerrado, los encierros domiciliarios, los toques de queda y los controles policiales.

La segunda idea importante es que, como escribió el historiador de Oxford Ronald Syme, «en todas las épocas, cualquiera que sea la forma y el nombre del gobierno, ya sea monarquía, república o democracia, una oligarquía se esconde detrás de la fachada (…)»[4]. Por lo tanto, no existe una democracia ideal etimológicamente perfecta en la que el pueblo ostenta el poder, sino una oligarquía democrática sometida a un mayor o menor control por parte del pueblo. Entender esto resulta crucial.

Finalmente, la tercera idea es que todo sistema político (incluida la democracia) es un instrumento y no un fin en sí mismo. Un instrumento, ¿para qué? Para preservar el bien común, es decir, las condiciones sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección. Esto se concreta en el respeto a la libertad, al orden y a la justicia dentro de un marco ético que promueva la virtud y, por tanto, la felicidad.

Hay democracias y democracias

La democracia es muy frágil. Puede ser un buen sistema político, pero sólo si reúne ciertas condiciones; si no, puede convertirse en un sistema político enemigo de la libertad, de la propiedad, de la justicia y del bien común. Por lo tanto, resulta engañoso hablar de “democracia”, en singular; hay democracias y democracias. 

Por ejemplo:

– no es lo mismo una democracia con elecciones limpias que con elecciones amañadas;

– tampoco es lo mismo una democracia con prensa libre y veraz que sin ella;

– no es lo mismo una democracia sujeta al imperio de la ley con una Constitución respetada que una democracia en la que el gobierno carece de límites;

– tampoco es lo mismo una democracia que aprueba leyes justas que una que aprueba leyes injustas, o una en la que apenas hay corrupción que otra en la que la corrupción es rampante;

– no es lo mismo una democracia con separación de poderes que sin ella: no es lo mismo una democracia con un Tribunal Constitucional independiente que otra en la que éste esté corrompido y politizado;

– tampoco es lo mismo una democracia con instituciones independientes que otra donde las instituciones están colonizadas por la clase política.

– no es lo mismo una democracia con un Estado Gigante que una democracia con un Estado mínimo en el que los gobernantes apenas puedan interferir en la vida de los gobernados.

– tampoco es lo mismo una democracia directa que una democracia representativa, y no es lo mismo que los representantes sean elegidos directamente por los electores a que sean elegidos a dedo por el líder del partido;

– no es lo mismo una democracia con una policía independiente que puedan investigar las corruptelas del gobierno que una democracia en la que la policía está controlada por el poder político;

– tampoco es lo mismo una democracia con una población bien formada que con una población ignorante, o con una población económicamente independiente que con una población que vive del Estado;

– no es lo mismo una democracia con una población cohesionada (que vive las elecciones sin temor a la victoria del contrario) que una democracia con una población enfrentada en la que la victoria del adversario se percibe como una amenaza;

– finalmente, no es lo mismo una democracia sujeta a una clara moral pública que otra donde ésta haya desaparecido; por ejemplo, no es lo mismo una democracia en la que la mentira o la traición a las promesas electorales se castigan que otra en la que dichas conductas queden impunes.

A mayor democracia, ¿menos libertad?

Paradójicamente, la generalización de la democracia ha conllevado una preocupante disminución de la libertad personal en todo Occidente, por lo que los defensores de la libertad tenemos la obligación de señalar el elefante en la habitación, como hicieron Aristóteles, los Padres Fundadores de EEUU, Tocqueville, o, más recientemente, pensadores liberales como Hoppe, Brennan o Caplan. La alucinante disminución a la libertad de expresión y la generalización de la autocensura deberían encender todas las alarmas.

En cualquier caso, no podemos caer en la intimidación de considerar la democracia como una diosa ante la que sólo cabe inclinarse, sino como un sistema político más que debe ser objeto de crítica y escrutinio y al que debemos exigir que ofrezca los resultados prometidos.

Con su inteligente ironía, el pensador colombiano Nicolás Gómez-Dávila definía la democracia como «el régimen político donde el ciudadano confía los intereses públicos a quienes no confiaría jamás sus intereses privados». Los Padres Fundadores de EEUU la definían como como «dos lobos y una oveja votando qué hay para cenar esta noche». Efectivamente, les preocupaba que la democracia degenerara en la «dictadura de la mayoría».

Entonces, ¿qué ha ocurrido? ¿Se ha corrompido el concepto de democracia o es que nunca fue ninguna panacea?

La breve historia de la democracia

La realidad es que la historia de la democracia es tan breve que puede considerarse algo prácticamente episódico en la Historia de la Humanidad. Tras su origen en la Antigua Grecia y algunos guiños de la República de Roma (en ambos casos, sin sufragio universal), apenas volvió a utilizarse prácticamente en los siguientes 1.800 años.

Al llegar a principios del siglo XIX, la mera idea de igualar el poder de voto de un joven inexperto y frívolo con el de un anciano experimentado y sabio, o de personas educadas con personas ignorantes, o de aquellos que pagan impuestos para financiar subsidios con los que reciben esos mismos subsidios, era considerada una idea extraña. Quizá por ello, en el Reino Unido sólo el 7% de la población mayor de 20 años tenía derecho a voto en 1832.

Hubo que esperar hasta el primer cuarto del siglo XX para que se adoptara el sufragio universal en parte de Europa, aunque algunos grupos de la población sufrieron retrasos aún mayores (en Brasil los analfabetos no pudieron votar hasta 1988), a veces por razones puramente discriminatorias. Por ejemplo, en Suecia los católicos no pudieron votar hasta 1860 y tuvieron que esperar hasta 1950 para poder ser miembros del gobierno; en Italia, las mujeres no pudieron votar hasta 1945 (y en algunos cantones suizos hasta 1990); y las minorías étnicas o raciales en Canadá, Australia o EEUU no pudieron hacerlo hasta 1965, aproximadamente.

¿Un sistema disfuncional?

¿Por qué han devenido las democracias en sistemas disfuncionales? ¿Podemos establecer una relación con los otros experimentos? Yo creo que sí. Los yonquis del poder adulan y seducen a las masas con todo tipo de promesas de dinero público hasta convertir el proceso electoral en una subasta de votos. Quizá eso explique por qué el tamaño del Estado (y la consecuente disminución de la libertad del individuo) ha aumentado de forma paralela al desarrollo democrático.

Cualquier análisis racional del proceso de formación del voto conduce a conclusiones muy sobrias que moderan el entusiasmo democrático, pues las tres características fundamentales del voto son la frivolidad, la inercia y la ignorancia. Además, el voto, lejos de ser racional y libre, está condicionado por las pasiones (particularmente por el miedo y la envidia) y por la propaganda[5]. Churchill defendía que «el mejor argumento contra la democracia es una conversación de un cuarto de hora con el votante medio». Esta ignorancia no tiene por qué reflejar pereza o indolencia, sino un simple argumento lógico, el llamado “efecto de ignorancia racional” de Downs.

En efecto, como explica el profesor de la Universidad de Georgetown Jason Brennan en su provocadora obra Contra la Democracia, «cuando se trata de política, algunas personas saben mucho, la mayoría de la gente no sabe nada y muchas personas saben menos que nada». No debería sorprendernos. El sufragio universal incondicional implica que «una abrumadora mayoría de personas carece incluso de un conocimiento elemental sobre la política, y muchas de ellas están mal informadas». Sin embargo, estas personas «ejercen su poder político sobre los demás, pues el sufragio universal incondicional concede poder político de una manera indiscriminada». Brennan se pregunta: «Yo puedo señalar al votante medio y preguntarme con razón: ¿por qué debería esta persona tener cierto grado de poder sobre mí? Puedo igualmente volverme hacia el conjunto del electorado y preguntar: ¿Quién ha decidido que esa gente mande sobre mí?» [6].

El sufragio universal conduce además a una politización exagerada de la sociedad. Los medios de comunicación no hablan de otra cosa que no sea de lo que dicen y hacen en cada momento los políticos, motivo por el que, cuando éstos están de vacaciones, la prensa adelgaza y sólo nos hablan de desastres naturales. A su vez, esta simbiosis entre política y periodismo facilita que los políticos promuevan a través de sus altavoces mediáticos la polarización de la sociedad, pues el teatro político fomenta el miedo e incluso el odio hacia el que piensa diferente. De este modo, conforme las democracias envejecen, las opiniones políticas se convierten en difícilmente reconciliables y enfrentan a los ciudadanos entre sí empujados por sus irresponsables líderes, aunque el enfrentamiento entre ciudadanos sea mucho más enconado que el que tienen los políticos entre ellos en privado. La violencia política —llegando a la eliminación física del adversario— puede aumentar, como hemos visto recientemente en EEUU.

Hay otras explicaciones de por qué las democracias no están dando los resultados apetecidos. Aristóteles argumentaba que las democracias caían por culpa de los «demagogos rastreros y sin escrúpulos (…) que en realidad aspiran a la tiranía». Puede ser. Tenemos, sin duda, ejemplos muy cercanos. También es posible que la democracia lleve en sí misma inherente el germen de su propia destrucción.

Pero el hecho irrebatible es que nunca en la Historia se había utilizado la democracia a una escala tan masiva, y, paradójicamente, salvo en regímenes totalitarios, nunca la oligarquía gobernante (la clase política) había ostentado tal poder. A mayor poder de la oligarquía gobernante, menor libertad del pueblo gobernado, por lo que la libertad política ha ido acompañada de una grave pérdida de libertad personal.

¿Acertaba, por tanto, el gran Jouvenel al afirmar que «la soberanía del pueblo no deja de ser una ficción, una ficción que a la larga no puede menos que destruir las libertades individuales»[7]? ¿Ha sido la democracia una distracción por la que, mientras con una mano nos permitían votar un día cada cuatro años, con la otra nos quitaban nuestro dinero y nos restringían cada vez más nuestras libertades diarias?

Por qué terminó la democracia en la Antigua Grecia

El fin del primer experimento democrático de la Antigua Grecia hace 2.500 años puede encerrar alguna lección para las sociedades modernas, tal y como lo explicó la historiadora y helenista Edith Hamilton en su maravilloso libro The Echo of Greece, publicado en 1957. Esta larga, pero portentosa cita, pertenece al capítulo titulado «El fracaso de Atenas»:

«Lo que el pueblo quería era un gobierno que le proporcionara una vida cómoda, y con este objetivo primordial, las ideas de libertad y autosuficiencia quedaron oscurecidas hasta el punto de desaparecer. Atenas se consideraba cada vez más como una cooperativa de la que todos los ciudadanos tenían derecho a beneficiarse. Los fondos que ello exigía, cada vez más cuantiosos, hacían necesaria una fiscalidad cada vez más pesada, pero eso sólo preocupaba a los ricos, que siempre eran una minoría. La política estaba ahora estrechamente relacionada con el dinero, tanto como con el voto. Los votos estaban en venta (…).

Atenas había llegado al punto de rechazar la independencia, y la libertad que ahora quería era que la liberaran de la responsabilidad. Solo podía haber un resultado. Si los hombres insistían en liberarse de la carga de una vida autosuficiente y de la responsabilidad, dejarían de ser libres. La responsabilidad era el precio que todo hombre debía pagar por la libertad. No había otra forma de obtenerla. (…). Pero, para entonces, Atenas había llegado al fin de la libertad y nunca volvería a tenerla».

¿Será éste el destino de las democracias occidentales?

[1] M. Huemer. El problema de la autoridad política. Deusto, 2019.
[2] H-H. Hoppe, Democracy, the God that Failed. Routledge, 2017.
[3] H. Spencer. El Hombre contra el Estado. Unión Editorial, 2019.
[4] R. Syme, La Revolución Romana, Ed. Crítica, 2010.
[6] J. Brennan, Contra la Democracia. Ed. Deusto, 2018.
[7] B. de Jouvenel. Sobre el Poder. Unión Editorial 2011, p. 343.

Dignitatis Humanae y el Magisterio perenne de la Iglesia (SCHOLA VERITATIS)



El documento acerca de la Libertad Religiosa del Concilio Vaticano II ha sido extensamente debatido y objeto de controversia. No ocurrió así, por ejemplo, con ningún texto ni canon del Concilio de Trento, ni en muchos otros Concilios de la Iglesia. Esto es el resultado de abandonar el lenguaje tradicional de la Iglesia, lo que tiene en sí graves consecuencias -como puede apreciarse en el caso que estudiamos y muchos otros-.

Muchos autores bien intencionados y de probada fidelidad a la Iglesia, defienden una adhesión al Vaticano II en su totalidad, en la literalidad de sus textos, como si tal actitud se identificara con la indefectibilidad de la Iglesia. Aunque algunos admitan que «los textos no tuvieron la mejor redacción», no permiten realizar ninguna crítica a los textos mismos en su contenido y los defienden contra viento y marea. En cambio, han sido los mismos Papas los que en la convocatoria del Vaticano II dijeron que se trataba de un Concilio Pastoral, que no pretendía hacer afirmaciones definitivas. Y esto no se puede olvidar ni obviar en cualquier análisis serio que se haga de los textos.

Por otra parte, el comunicado oficial de la Santa Sede, con motivo de las conversaciones con la FSSPX en tiempos de Benedicto XVI, establece como base la aceptación de un llamado Preámbulo Doctrinal, pero añade que deja «a una discusión legítima, el estudio y la explicación teológica de expresiones o formulaciones particulares presentes en los documentos del Concilio Vaticano II y del Magisterio sucesivo» (https://blog.messainlatino.it/2011/09/bollettino-ufficiale-dellincontro-roma.html).
Nótese que el objeto de esta discusión, que es expresamente reconocida como «legítima», no son sólo las interpretaciones de los documentos, sino el texto mismo de estos últimos: las «expresiones o formulaciones» usadas en los documentos conciliares.
Muchas personas, y yo mismo, creíamos que había que adherirse tanto al Concilio Vaticano II como a las declaraciones de los Papas posteriores en su integridad, y, por tanto, en mi caso, no aceptaba críticas por temor a ser infiel a la Iglesia y a la devoción debida al Santo Padre. Sin embargo, como indica Monseñor Athanasius Schneider, «semejante actitud no es sana y contradice la tradición de la Iglesia, como observamos en los Padres, Doctores y los grandes teólogos de la Iglesia a lo largo de 2.000 años» (Christus vincit 143).

«… Incluso ahora -continúa diciendo Monseñor Schneider- en la mentalidad de los católicos buenos y fieles en general, se percibe, a mi juicio, como un esfuerzo para ver como absolutamente infalible todo lo que dijo el Concilio Vaticano II o todo lo que dice o hace el Pontífice actual. Esta clase de ultramontanismo, donde se da un centralismo papal insano, ya había estado presente entre los católicos a lo largo de varias generaciones… Pero desde siempre ha habido crítica y se ha permitido dentro de la Tradición de la Iglesia, puesto que lo que se debe buscar, en todo momento, es la verdad y la fidelidad a la Revelación divina, lo cual supone en sí la necesidad de hacer uso de la razón y evitar los malabarismos erróneos» (ibid).

Ahora bien, dentro del espíritu de los defensores a toda prueba de DH, se arguye que

El planteamiento de la libertad religiosa cambió a causa de una situación histórica concreta. La sociedad está completamente secularizada, no es cristiana …

«Aunque el cambio del contexto histórico es evidente (dice Monseñor Schneider), eso no permite modificar los principios, los cuales son independientes de las circunstancias. El primero es que solo la verdad tiene derechos; … toda sociedad humana, incluso sus gobiernos, deben reconocer a Cristo y adorarlo; son verdades reveladas como afirma Pío XI en Quas Primas. Por supuesto que el Estado no debe invadir las competencias de la Iglesia. No obstante, en su calidad de representante del pueblo, las autoridades deben adorar públicamente a Cristo, el Dios verdadero, y deben practicar la religión verdadera, que es únicamente la religión católica. Esta es una verdad católica constante, que ninguna autoridad eclesiástica puede cambiar por su contraria. Otra cuestión es la aplicación concreta y práctica de esta verdad en una situación histórica cambiante» (Ibid 108-109).

La cuestión que nos interesa ver ahora es el error que contiene DH en su texto.

Continúa Monseñor Schneider: «Dice el texto de la declaración DH que la libertad de cada uno para elegir la religión propia es un derecho fundamentado en la misma naturaleza de la persona humana (nº2: «In ipsa eius natura fundatur»), con las justas limitaciones de no provocar un peligro de orden público en la sociedad. 

Ahora bien, el hombre no tiene derecho por naturaleza a cometer un pecado o a abrazar un error. No existe ningún derecho natural de ofender o de ultrajar a Dios, y una religión idolátrica o cualquier religión falsa es un ultraje que se comete contra Dios. Podemos tolerar el pecado y el error, pero no podemos reconocerlo como un derecho natural; esto sería una perversión contra el orden creado por Dios puesto que Dios ha creado a todos los hombres con el fin de que conozcan y adoren únicamente y de modo explícito al Dios trinitario» (ibid. 107-108).

Que el Concilio va más allá de la mera inmunidad de coacción, que por otra parte la Iglesia siempre sostuvo, se demuestra en el hecho, indicado por el punto 4 de la DH, de que las distintas confesiones religiosas, tendrían todas ellas derecho incluso a hacer proselitismo y defender sus principios como normativos para la sociedad. Eso implicaría, por poner un ejemplo, que los musulmanes tienen el derecho a defender la sharia como «doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda actividad humana» (DH 4)

Para terminar esta reflexión, citamos, con permiso del mismo Monseñor Athanasius Schneider, los números 746-758 del libro Credo, Compendio de la fe católica, que ya ha aparecido  en su versión española. De esta manera, buscamos dar luz al pueblo fiel católico sencillo respecto a esta cuestión, dadas las graves consecuencias que ha acarreado en el contexto de la apostasía actual.

La Libertad Religiosa

1. Qué hay que hacer cuando se habla de la libertad religiosa?

El hombre goza de una libertad psicológica tal que le permite rechazar la creencia en Dios que se revela. Sin embargo, el hombre tiene la grave obligación de abrazar la Revelación divina; por lo tanto, tiene el deber moral de obedecer a Dios y está privado de libertad moral a este respecto. De hecho, el hombre tiene la capacidad física de pecar, pero tiene un grave deber moral de abstenerse de pecar.

2. Entonces ¿la “libertad religiosa” no es un derecho humano fundamental e inalienable?

No. Todo derecho, o capacidad moral para hacer algo conforme a la ley, se otorga al hombre solo para acciones verdaderas. Pero el error y la falsedad, especialmente en materia de religión, son malos en sí mismos y, por lo tanto, no establecen el título de un derecho legítimo[1]. Si bien todo el mundo tiene el derecho natural a no ser obligado a practicar una religión, ningún hombre tiene el derecho, ni siquiera un derecho meramente civil, de ofender a Dios eligiendo un mal moral, o practicando o promoviendo un error religioso[2]. Dios ha dado a todos los hombres el derecho natural de elegir solo el bien y la verdad, que es el único uso adecuado de su libertad.

3. ¿Existe algún derecho civil legítimo a la inmunidad al ejercer y difundir una religión falsa?

No. Aunque tales afirmaciones han sido hechas incluso por autoridades de la Iglesia en nuestro tiempo[3], nadie tiene un derecho universal, positivo y natural a practicar lo que entiende como “religión”. Cualquier derecho civil en relación con esto es igualmente un grave error, ya que todas las leyes civiles éticamente válidas deben estar en armonía con la voluntad divina positiva, expresada en la Revelación divina y en la ley natural. Las leyes civiles que promueven la libertad de ofender a Dios mediante la propagación de religiones falsas no pueden ser válidas ni estar arraigadas en la naturaleza humana.

4. ¿Qué daño puede producirse si los estados permiten la propagación de religiones falsas?

Además de violar la ley divina y fomentar el indiferentismo religioso, esa permisión a menudo allana el camino para prácticas religiosas falsas que contradicen la ley natural, por ejemplo: la poligamia, el divorcio, la anticoncepción, los cultos inmorales, las prácticas de magia, el fetichismo, el sacrificio humano o el odio racial.

5. ¿Qué nos enseña al respecto el Magisterio perenne de la Iglesia?

“El derecho es una facultad moral que, como hemos dicho ya y conviene repetir con insistencia, no podemos suponer concedida por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la virtud y al vicio. Existe el derecho de propagar en la sociedad, con libertad y prudencia, todo lo verdadero y todo lo virtuoso para que puedan participar de las ventajas de la verdad y del bien el mayor número posible de ciudadanos. Pero las opiniones falsas, que son la máxima plaga mortal del entendimiento humano, y los vicios corruptores del espíritu y de la moral pública deben ser reprimidos por el poder público para impedir su paulatina propagación, dañosa en extremo para la misma sociedad”[4].

6. Una conciencia invenciblemente errónea en materia de religión, ¿establece un derecho legítimo?

No. Una conciencia invenciblemente errónea excusa del pecado cuando uno viola la ley divina como resultado de tal error, pero nunca puede establecer un derecho a tales violaciones. Los derechos se establecen según criterios estrictamente objetivos, no subjetivos; por lo tanto, quien por conciencia errónea actúa contra la ley divina y no abraza la fe católica, no adquiere el derecho de propagar doctrinas contrarias a la verdad revelada[5].

7. Una noción falsa de libertad religiosa, ¿convierte con facilidad a la conciencia individual en fuente de derechos y deberes en materia religiosa?

Sí, pues subordina el orden objetivo al subjetivo. Los dictados de la conciencia subjetiva deben someterse a las verdades objetivas establecidas por Dios y manifestadas al hombre ya sea por el orden natural o por la Revelación[6].

8. ¿Debería el derecho civil legitimar la difusión de religiones falsas por respeto a una conciencia invenciblemente errónea?

No. Especialmente en el caso de los menores de edad, nadie está obligado a sufrir las consecuencias de una opinión o acción religiosa errónea bajo el pretexto de que cada uno tiene un supuesto derecho natural a difundir su propia religión, y mucho más si tales prácticas religiosas son ofensivas o peligrosas para su vida religiosa y moral[7]. Los derechos de una conciencia verdadera y bien formada son superiores a los derechos de una conciencia invenciblemente errónea.

9. ¿Cuál es la verdadera dignidad humana en relación con la religión?

La dignidad del hombre consiste en el recto uso de la libertad. Por lo tanto, no se puede dar a la persona humana ningún derecho verdadero y propio que contradiga la verdad divina en la ley natural o positiva de Dios.

10. ¿Ha condenado la Iglesia la teoría de la elección privada ilimitada en religión?

Sí. El papa Pío IX condenó formalmente las siguientes opiniones: “Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que juzgue verdadera guiado por la luz de su razón”[8] y “Los hombres pueden, dentro de cualquier culto religioso, encontrar el camino de su salvación y alcanzar la vida eterna”[9].

11. ¿Cómo ha llamado el Magisterio a esta concepción de la libertad absoluta de conciencia y de religión?

Se la ha llamado “libertad de perdición”. El papa Pío IX condenó la opinión de que “la libertad de conciencia y culto es un derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida; y que los ciudadanos tienen derecho a la libertad omnímoda de manifestar y declarar públicamente y sin disimulo sus conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra, de forma impresa, o de cualquier otro modo… [Esto es] predicar la ‘libertad de perdición’ (san Agustín, Ep. 105 a los donatistas)”[10].

12. ¿Solo el catolicismo tiene un derecho natural y sobrenatural a ser libremente ejercido y difundido?

Sí. El catolicismo posee el único derecho genuino a la libertad religiosa tanto en el orden subjetivo como en el objetivo, porque se funda no solo en la ley natural, sino también en aquellos derechos que provienen de la Revelación divina[11].

13. Entonces, ¿existe una diferencia básica entre la “libertad” de las religiones falsas y la de la Iglesia católica?

Sí. Las falsas religiones están constituidas por la libre voluntad de las personas. Pero la Iglesia católica, establecida por institución divina, es la sociedad religiosa originaria y suprema, cuya libertad se basa en el mandato dado por su divino Fundador de enseñar, gobernar y santificar a todas las naciones (cf. Mt 28,18-20), y por lo tanto tiene el derecho absoluto de practicar, difundir y promover su fe en todo tiempo y lugar[12].

P. Pedro Pablo Silva, SV


[1] Cf. Monseñor Javier Miguel Ariz Huarte, Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani Secundi, vol. 3, per. 3, pt. 2, Congregationes Generales LXXXIII-LXXXIX, Città del Vaticano 1974, 627.

[2] Cf. Papa León XIII, Libertas Praestantissimum.

[3] Como, por ejemplo, en las siguientes afirmaciones del Vaticano II: “Esta libertad [religiosa] consiste en que… en materia religiosa, no se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos… El derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido” (Dignitatis Humanae [7 de diciembre de 1965], 2).

[4] Papa León XIII, Libertas Praestantissimun, 18.

[5] Cf. Monseñor Javier Miguel Ariz Huarte, Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani Secundi, vol. 3, per. 3, pt. 2, Congregationes Generales LXXXIII-LXXXIX, Città del Vaticano 1974, 627.

[6] Cf. Monseñor Benigno Chiriboga, Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani Secundi, vol. 3, per.3, pt. 2, Congregationes Generales LXXXIII-LXXXIX, Città del Vaticano 1974, 647.

[7] Cf. Papa León XIII, Inmortale Dei, 15.

[8] Syllabus Errorum, proposición 15, repitiendo la condena hecha por la Carta Apostólica Multiples inter, (10 de junio de 1851) y la Alocución Maxima quidem, (9 de junio de 1862).

[9] Syllabus Errorum, proposición 16, repitiendo la condena hecha por la Encíclica Qui pluribus, (9 de noviembre de 1846) y por la Encíclica Singulari quidem, (17 de marzo de 1856).

[10] Cf. Pío IX, Carta Apostólica Quanta Cura (8 de diciembre de 1864), citando al papa Gregorio XVI, Encíclica Mirari Vos (15 de agosto de 1832).

[11] Cf. Cardenal Alfredo Ottaviani, Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani Secundi, vol. 3, per. 3, pt. 2, Congregationes Generales LXXXIII-LXXXIX, Città del Vaticano 1974, 377.

[12] Cf. Monseñor Giuseppe Vairo, Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani Secundi, vol. 3, per. 3, pt. 2, Congregationes Generales LXXXIII-LXXXIX, Città del Vaticano 1974, 749.

miércoles, 17 de septiembre de 2025

La verdadera mística y el falso misticismo



Los siete dones en sí


1) Don de temor de Dios

Santo Tomás (II-II, q. 19, a. 1) lo define diciendo que es un acto sobrenatural por el que el justo, impulsado por una moción el Espíritu Santo, adquiere una docilidad especial para someterse y conformarse totalmente a la voluntad de Dios, incluso en lo que le es adverso y desagradable. Ciertamente, en tanto que bondad infinita, Dios es objeto de amor y no de temor; pero, por ser también justicia infinita que premia el bien y castiga el mal, y puede por tanto sancionar nuestras malas acciones, es objeto igualmente de nuestro temor. Este temor puede ser servil (temor al castigo) o filial (aversión a ofender a un Dios infinitamente amable). El don tiene que ver con el temor filial y excluye el servil (cf. II-II, q. 19, a. 1 in corpore y ad 2). Este don es necesario para perfeccionar la manera en que vivimos la virtud de la esperanza, evitando así tanto la presunción de que nos salvaremos sin méritos propios como la desesperación (II-II, q. 19, a. 9, ad 1 y ad 2). En cuanto al don, la virtud de la templanza corrige la tendencia desordenada al placer sensible reforzando de modo sobrenatural y heroico la mencionada virtud, que mantiene a raya los placeres de la gula y la sensualidad (II-II, q. 141, a. 1, ad 3).

2) Don de fortaleza

Santo Tomás habla de él en la Suma teológica (II-II, q. 139). Se lo puede definir como un hábito sobrenatural que robustece el alma para que, movida por el Paráclito, practique todas las virtudes de manera heroica con confianza inquebrantable en que superará los mayores obstáculos y soportará las más grandes adversidades. Este don tiene por objeto fortalecer el ánimo humano y conseguir que obre de un modo divino por participación, sobrenatural, perfecta y sobrehumana o heroica. Aunque el don de la fortaleza perfecciona directamente la virtud de la fortaleza , influye no obstante en todas las virtudes, cuya práctica heroica supone la fortaleza especial que es don del Espíritu Santo (II-II, q. 139, a. 1, ad 3; cfr. In III Sent., dist. 34, q. 3, a. 1, quaestiuncula 2, sol.). La diferencia concreta entre la virtud infusa de fortaleza y el don de fortaleza radica en su diversa forma de obrar. Mientras que la virtud infusa se apoya en el auxilio divino, en sí invencible y omnipotente, pero que en su ejercicio obra al modo humano (o sea, según el discurso de la razón iluminada por la Fe, y no elimina del todo la percepción de la propia debilidad y los límites de las propias fuerzas), el don hace que el alma obre impulsada por el Espíritu Santo de un modo totalmente sobrenatural, con lo que elimina toda aprensión causada por la conciencia de los propios límites1. Como vemos, el don de fortaleza no sólo es necesario para la perfección de la virtud de fortaleza y las demás virtudes infusas, sino a veces también para mantenerse en gracia de Dios, por ejemplo en peligro de martirio.

3) Don de piedad

Es un hábito sobrenatural infuso que se asocia a la gracia santificante para excitar la voluntad, bajo el influjo del Espíritu Santo, a fin de amar a Dios del modo en que un hijo ama a su padre y al prójimo como a un hermano. Según Santo Tomás (II-II, q. 121), el aspecto formal del don de piedad es el amor filial que inflama nuestra voluntad, y lo diferencia de la virtud de piedad, que forma parte de la de religión, que es la que nos mueve a adorar a Dios como Creador con la razón, asistida e iluminada por la fe. En cambio, el don de piedad nos permite entender a Dios como un Padre amable y amoroso que nos ha dado la vida de la Gracia. (II-II, q. 121, a. 1, ad 2). Por otra parte, el don de piedad va más allá del culto a Dios y se extiende a todos los hombres creados por Dios, hijos adoptivos de Él en potencia o en acto, por medio de la gracia actual o santificante (II-II, q. 121, a. 1, ad 3). Este don es necesario para perfeccionar hasta el heroísmo sobrenatural los actos de la virtud de justicia y de las virtudes derivadas de éste, como las de religión y la de piedad. Practicar la religión impulsados por el Paráclito, que nos hace ver en Dios un Padre amoroso a quien debemos amar con todas nuestras fuerzas, se vuelve mucho más fácil y perfecto. Así también, el don de piedad perfecciona las inclinaciones de la justicia y la caridad confiriéndoles cierta gentileza afectuosa e intensa que sobrepasa el modo meramente humano de con que vivimos dichas virtudes. Infunde en el alma el hábito de un abandono filial en los brazos de Dios, tranquilo y confiado, sin la más mínima duda. No hay nada que pueda alterar la paz del alma que posee tal don actuado habitualmente por impulso del Paráclito. Uno de los vicios más contrarios a este don es la dureza de corazón, que es fruto del amor desordenado y egoísta a nosotros mismos, el cual nos absorbe toda la atención haciendo que sólo nos conmueva lo que nos atañe a nosotros mismos, olvidándonos así del prójimo y de Dios. De ahí la aspereza, el resentimiento y el rencor que alberga la voluntad. Mientras que cuanto más se cultiva el don en el alma, más sensible es ésta y más se preocupa por el bien de Dios y del prójimo4.

4) Don de consejo

Es un hábito sobrenatural por el que el alma en gracia de Dios, por inspiración del Espíritu Santo, juzga rectamente en los casos individuales lo que conviene o no hacer con miras a la salvación eterna (cf. II-II, q. 52, a, 2). Este don perfecciona la virtud de la prudencia, en la que se da un laborioso esfuerzo de la razón iluminada por la fe y accionada por la gracia actual ordinaria para saber cuál es la mejor opción para alcanzar un fin. En el caso del don de consejo, cambia el modo de operación, dado que el don de consejo es la moción o inspiración actual del Paráclito la que lleva al hombre a elegir con prontitud y facilidad, sin dificultad y sin dudas, el medio por el que debe decidir qué hacer en un momento dado para alcanzar el fin último. Este don es necesario en los casos difíciles de resolver que exigen una decisión inmediata cuando no hay tiempo para consultar un manual de teología moral o a un moralista. A veces se plantean casos así a la responsabilidad moral de hacer o evitar el mal. De ahí que el don en cuestión sea necesario para la salvación en semejantes circunstancias. Hay, por ejemplo, ocasiones en que es muy difícil conciliar en concreto la firmeza con la suavidad, la vida interior con el apostolado o el afecto y la bondad para con el prójimo con la pureza. Es un don necesario ante todo para los sacerdotes, que por haber estudiado teología moral corren el riesgo de convertir el mal en bien y viceversa mediante los paralogismos y sofismas de la casuística. Justificar lo injustificable, conciliar o inconciliable, es muy difícil para los fieles de a pie, pero es fácil para los teólogos que ponen la teología al servicio del amor propio en vez de la verdad, que consiste en la conformidad con la realidad objetiva. Enseña San Agustín que lo que nos gusta se vuelve bueno, y lo que deseamos se vuelve santo. Por eso, solamente el don de consejo, que sobrenaturaliza la razón natural herida por el pecado original e inclinada a preferir los caprichos personales a la verdad, nos permite emitir un juicio certero en el momento sin tener que indagar mucho, aunque sea algo que se oponga a nuestros deseos naturales. Este don corrige la precipitación para no obrar sin la debida reflexión o sin el consejo de un sabio. En el caso del don, el sabio es el Espíritu mismo de Sabiduría, aun cuando la obstinación en el propio parecer por exceso de confianza en uno mismo resulta errónea. Hasta aquí hemos visto los cuatro dones prácticos que nos ayudan a obrar de un modo sobrenatural o heroico; luego están los tres dones especulativos (entendimiento, ciencia y sabiduría), que nos ayudan a conocer y amar a Dios de una manera más sobrenatural y divina por participación. Vamos a examinarlos.

5) Don de entendimiento

Es un hábito sobrenatural infuso junto a la gracia habitual y a las virtudes, por el cual la inteligencia simple humana, actuada directamente por el impulso o gracia actual especial y sobreabundante del Paráclito, penetra cada vez más el entendimiento (intus legere) el sentido o espíritu de las verdades reveladas e incluso de las naturales vistas a la luz de Dios o sub specie aeternitatis. Sabemos que sólo la gracia superabundante del Espíritu Santo puede actuar los dones, y que no basta la ordinaria que acciona las virtudes. Por consiguiente, el hombre no puede hacer otra cosa que predisponerse mediante una larga vida de ascesis a cultivar los dones y recibir dócilmente el impulso o gracia actual del Consolador, como el marinero que despliega las velas de su nave disponiéndolas para recibir dócilmente el soplo del Espíritu. El elemento concreto de este don es la capacidad para hacerse penetrar las verdades reveladas o para asimilarlas interiormente en profundidad de una forma casi intuitiva que supera el entendimiento humano (I-II, q. 8, a. 6, ad 2). El Doctor Angélico la califica lapidariamente de simplex intuitus veritatis (II-II, q. 180, a. 3, ad 1). El don de entendimiento es la simples apprehensio, y se distingue de los dones especulativos de ciencia y sabiduría y del especulativo-práctico de consejo (que emite juicio para sabe aplicar las verdades reveladas, cosa que no hace el de intelecto (II-II, q. 8, a. 6). Este don es necesario porque la fe se ejerce de modo humano y discursivo o razonado (adhesión de la inteligencia humana, impulsada por la voluntad, que es actuada por la gracia actual ordinaria, a una verdad revelada por Dios que propone a nuestra fe el Magisterio de la Iglesia para que la creamos). El hombre razona, no intuye. Sólo el don del entendimiento nos faculta para intuir las verdades reveladas.

6) Don de Ciencia

Santo Tomás habla de él en la Suma teológica (II-II, q. 9), y lo define como un hábito sobrenatural infuso junto con la gracia santificante y las virtudes mediante el cual la inteligencia humana, impulsada por la gracia actual excepcional del Paráclito, juzga correctamente de las cosas creadas y finitas en orden al fin sobrenatural último. Scientia est cognitio certa per causas (Aristóteles). Por eso este don nos proporciona certeza sobre la naturaleza de las criaturas en orden al fin último, o sea sobre su bondad o falta de bondad, para ayudarnos a entender . De hecho, quien aspira un fin se sirve de los medios para alcanzarlo. Ahora bien; ¿cómo puedo estar seguro de que tal medio creado me sirve para alcanzar el fin último? El razonamiento, aunque ayudado por la gracia actual ordinaria de las virtudes infusas, obra al modo humano y hay por tanto posibilidad de errar. Únicamente la gracia y la moción actual y sobrenatural del Paráclito, que activa el hábito del don de ciencia, elimina toda duda y posibilidad de error (II-II, q. 8, a. 6). De hecho, las criaturas pueden alejarse, o pueden acercarse, al fin, y quien nos dice con seguridad y de modo inmediato si tal criatura o medio (ea quae sunt ad finem) nos conviene o no para alcanzar el fin al que aspiramos es el don de ciencia (II-II, q. 9, a. 4). Es un don necesario, porque no basta el conocimiento más profundo de las verdades de fe o las verdades reveladas (don de entendimiento); para salvarse es necesario saber a ciencia cierta si los medios de que nos servimos o las criaturas que nos rodean nos sirven para alcanzar los fines. Por eso, hay que valerse de ellas en la medida en que nos ayudan; ni más ni menos, como enseña San Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales.

7) Don de sabiduría

Es el más elevado de los siete dones. El Doctor Angélico lo define como hábito sobrenatural que nos es infundido junto con la gracia santificante y las virtudes y nos permita juzgar rectamente sobre Dios y sobre lo divino en sus últimas y altísimas causas, y hace además que las probemos por cierta connaturalidad (II-II, q. 45, a. 1). Se diferencia del de ciencia en que por juzgar de las cosas divinas y hacérnoslas gustar con placer y suavidad («Gustad y ved cuán bueno es el Señor», Salmo 33,9). Por su parte, San Bernardo de Claraval canta: «Nec lingua valet dicere, / nec littera exprimere; / expertus potest credere, / quid sit Jesum diligere (himno Jesu, dulcis memoria), mientras que el segundo nos permite juzgar a las criaturas con relación a Dios. Este don es necesario porque perfecciona hasta el heroísmo la virtud de la caridad, que nos une a Dios, y sin la cual no es posible poseer la gracia habitual.

Josephus a Copertino

1 Cf. M. SCHOOYANS, Nuovo Disordine Mondiale, Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 2000; ID., Il volto nascosto dell’Onu. Verso il governo Mondiale, Roma, Il Minotauro, 2004; ID., Conversazioni sugli idoli della Modernità, Bolonia, ESD, 2010; ID., Evoluzioni demografiche, Bolonia, ESD, 2013.3

2Cf. Juan de Santo Tomás, en I-II, dist. 18, a. 6.

3Cf. Juan de Santo Tomás, en II-II, dist. 18, a. 6, § 1, n. 26.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)