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martes, 16 de diciembre de 2025

EL ODIUM PLEBIS Y EL CARDENAL FERNÁNDEZ (Bruno Moreno)



Los distintos cánones jurídicos que ha aprobado la Iglesia a lo largo de la historia muestran a menudo una gran sabiduría, que maravilla al lector interesado. Es una sabiduría cimentada tanto en la fe como en la experiencia de siglos y milenios, en criterios a la vez teológicos, jurídicos y de un apabullante sentido común. Un ejemplo podría ser el concepto de odium plebis en lo relativo a los motivos de remoción de un párroco.

Antiguamente, era mucho más difícil que ahora retirar a un párroco de su parroquia. Un buen número de los párrocos, de hecho, tenían la parroquia “en propiedad”, lo que no significaba que fuera literalmente de su propiedad, sino que habían accedido por oposición al cargo de párroco de esa parroquia en particular. En esos casos, el obispo no podía cambiarles sin más de parroquia, como en la práctica sucede ahora, sino que tenía que poner en marcha un arduo proceso canónico de remoción. Como todo tiene sus pros y sus contras, con ello los obispos de entonces tenían menos libertad de acción, pero a cambio los sacerdotes ganaban en seguridad jurídica.

Sea como fuere, uno de los motivos de remoción existentes según el antiguo Código de 1917 era el de odium plebis, es decir, odio del pueblo: el hecho de que el rebaño que debía pastorear el párroco aborreciese al sacerdote en cuestión. Era un criterio practico, porque, si ese aborrecimiento fuera “tal que impidiese el ministerio parroquial útil y no se previese que fuera a cesar en breve” (c. 2147), la labor del párroco se haría imposible y no tendría sentido que continuase al frente de la parroquia.

No se trataba de un castigo al párroco, sino de una cuestión de sentido común. De hecho, se admitía como motivo el odio del pueblo “quamvis iniustum et non universale”, aunque fuera injusto y no afectase a todo el rebaño. Si, por la razón que fuese, una gran parte de los fieles no podían tragar al párroco, probablemente lo mejor fuera buscar a otro que desempeñara el cargo. A fin de cuentas, la ley suprema en la Iglesia es la salvación de las almas, como sigue señalando el nuevo Código de Derecho Canónico, precisamente en relación con la remoción de los párrocos (c. 1752).

En el Código actual ya no se usa el término odium plebis, que ha sido sustituido por la expresión algo más suave de aversio in parochum, “aversión contra el párroco”, junto con la “pérdida de la buena fama a los ojos de los feligreses honrados y prudentes” (can. 1741), pero la sustancia es la misma, incluida la posibilidad de que el motivo de remoción se dé “sin culpa grave del interesado” (can. 1740).

Llevo un tiempo pensando en todo esto en relación con el actual Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. Por supuesto, los cánones citados no son directamente aplicables, ya que no se trata de un párroco y, además, los cargos de la curia Romana son de libre disposición del Papa, que puede nombrar y retirar a sus colaboradores a voluntad. Sin embargo, tiendo a pensar que, por analogía al menos, el criterio de odium plebis puede darnos algo de luz en este caso.

Escribo en un medio de comunicación católico y tengo que encargarme periódicamente de la moderación de los comentarios de los lectores, una labor bastante pesada, pero que proporciona una visión privilegiada de cómo está y cómo va cambiando la opinión pública en la Iglesia o, al menos, entre los católicos hispanohablantes. Pues bien, esos comentarios, unidos a lecturas y conversaciones con multitud de clérigos y laicos de diversos países, me indican que existe algo bastante parecido al odium plebis en relación con la figura del actual Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.

En InfoCatólica hace bastante que sabemos que, si en una noticia aparece el cardenal Víctor Manuel Fernández, aunque sea porque ha dicho o hecho algo bueno y sensato, los comentarios serán en su gran mayoría fuertemente negativos y, en una buena proporción, insultantes y necesitados de moderación. Algo parecido sucede en las conversaciones privadas con seglares, sacerdotes e incluso obispos. Multitud de artículos en otros medios de comunicación lo corroboran (mencionemos, por ejemplo, al Catholic Herald, al Wanderer o a la Bussola Quotidiana). El hecho es que una buena proporción de los fieles y los clérigos simplemente no acepta nada que venga del cardenal.

Me estoy refiriendo, por supuesto, al auténtico pueblo de Dios, no a aquellos que se dicen católicos, pero se han apartado de la fe de la Iglesia y opinan lo mismo que el mundo. Estos últimos parecen encontrarse a gusto con el cardenal Fernández, creyendo al parecer que introducirá cosas como el divorcio, las relaciones del mismo sexo e inmoralidades similares en la Iglesia, pero su opinión es irrelevante, porque no son católicos más que de nombre. Entre los que tienen fe, en cambio, se observa que cuanto más serios, piadosos y formados son los fieles, más marcado resulta ese odium plebis.

Al margen de cualquier otra consideración, se trata de una situación lamentable, que perjudica significativamente al pueblo de Dios. Precisamente aquellos que son obedientes y a los que les importa lo que diga el Dicasterio para la Doctrina de la Fe desconfían de lo que pueda decir el Dicasterio y ya no se fían de que vaya a ser acorde con la fe de la Iglesia. Esto es la definición de una situación que impide “el ministerio útil” de un Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.

Las razones para haber llegado a esta situación son muy numerosas. El cardenal, a fin de cuentas, fue protagonista de las páginas menos brillantes del pontificado anterior. Por ejemplo, es sabido que fue uno de los asesores que estaban detrás del texto de Amoris Laetitia que no solo negaba el dogma de fe de que Dios siempre da la gracia necesaria para no pecar, afirmaba asombrosamente que Dios a veces quiere que pequemos y negaba la doctrina moral básica de que el fin no justifica los medios y la existencia de actos intrínsecamente malos, sino que de hecho introducía el divorcio en la Iglesia. Asimismo, tiene en su haber un documento, Fiducia supplicans, que permitía lo que el mismo Dicasterio había prohibido dos años antes, tuvo que ser “aclarado” solo dos semanas después y fue rechazado públicamente por una gran cantidad de obispos por introducir la ambigüedad en un tema, las relaciones del mismo sexo, en que la Iglesia debe ser clarísima. No podemos olvidar que es responsable de que el Papa firmara un texto en el que se corregía a la misma Palabra de Dios, afirmando que “algunas consideraciones del Nuevo Testamento sobre las mujeres” y “otros textos de las Escrituras […] hoy no pueden ser repetidos materialmente”. Su último documento sobre los títulos marianos de Corredentora y Medianera de todas las gracias han recibido, merecidamente, fuertes críticas por su confusión y escaso nivel teológico y argumentativo, además de por silenciar las enseñanzas de papas y doctores anteriores en contra de su tesis personal. Como prefecto y como obispo ha manifestado en varias ocasiones opiniones claramente erróneas y ofensivas a oídos piadosos. Ya antes de ser obispo tenía fama de heterodoxia, que fue investigada por la antigua Congregación para la Doctrina de la Fe y obstaculizó su nombramiento como rector de la Universidad Católica Argentina, una dificultad que solo se salvó por el empeño personal del cardenal Bergoglio. Es, además, autor de textos (¡y libros enteros!) decididamente impropios para un alto prelado de la Iglesia, con una fuerte carga erótica. Todo esto es lo contrario de lo que conviene para un Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.

Es decir, no faltan razones que expliquen esta situación. De todas formas, como hemos visto en el caso de los párrocos, no es necesario meterse en consideraciones de culpabilidad o inocencia del interesado, de que merezca o no merezca lo que sucede. Solo el hecho de la aversión entre el pueblo fiel basta para que convenga que el Papa considere la posibilidad de solucionar este problema, quizá retirando al cardenal de su cargo.

A fin de cuentas, ¿de qué sirve un Dicasterio para la Doctrina de la Fe del que los fieles católicos desconfían? En la Iglesia, si por la razón que sea se pierde la auctoritas, toda la potestas del mundo no hará posible desempeñar un cargo para “la salvación de las almas”, que es la ley suprema. Por desgracia, parece que don Víctor Manuel se ha granjeado el odium plebis, ha perdido “la buena fama a los ojos de los feligreses honrados y prudentes” y ya no tiene la auctoritas necesaria, algo que, lamentablemente y al margen de su responsabilidad personal, le incapacita para ejercer su misión.

Bruno Moreno