Los siete dones en sí
1) Don de temor de Dios
Santo Tomás (II-II, q. 19, a. 1) lo define diciendo que es un acto sobrenatural por el que el justo, impulsado por una moción el Espíritu Santo, adquiere una docilidad especial para someterse y conformarse totalmente a la voluntad de Dios, incluso en lo que le es adverso y desagradable. Ciertamente, en tanto que bondad infinita, Dios es objeto de amor y no de temor; pero, por ser también justicia infinita que premia el bien y castiga el mal, y puede por tanto sancionar nuestras malas acciones, es objeto igualmente de nuestro temor. Este temor puede ser servil (temor al castigo) o filial (aversión a ofender a un Dios infinitamente amable). El don tiene que ver con el temor filial y excluye el servil (cf. II-II, q. 19, a. 1 in corpore y ad 2). Este don es necesario para perfeccionar la manera en que vivimos la virtud de la esperanza, evitando así tanto la presunción de que nos salvaremos sin méritos propios como la desesperación (II-II, q. 19, a. 9, ad 1 y ad 2). En cuanto al don, la virtud de la templanza corrige la tendencia desordenada al placer sensible reforzando de modo sobrenatural y heroico la mencionada virtud, que mantiene a raya los placeres de la gula y la sensualidad (II-II, q. 141, a. 1, ad 3).
2) Don de fortaleza
Santo Tomás habla de él en la Suma teológica (II-II, q. 139). Se lo puede definir como un hábito sobrenatural que robustece el alma para que, movida por el Paráclito, practique todas las virtudes de manera heroica con confianza inquebrantable en que superará los mayores obstáculos y soportará las más grandes adversidades. Este don tiene por objeto fortalecer el ánimo humano y conseguir que obre de un modo divino por participación, sobrenatural, perfecta y sobrehumana o heroica. Aunque el don de la fortaleza perfecciona directamente la virtud de la fortaleza , influye no obstante en todas las virtudes, cuya práctica heroica supone la fortaleza especial que es don del Espíritu Santo (II-II, q. 139, a. 1, ad 3; cfr. In III Sent., dist. 34, q. 3, a. 1, quaestiuncula 2, sol.). La diferencia concreta entre la virtud infusa de fortaleza y el don de fortaleza radica en su diversa forma de obrar. Mientras que la virtud infusa se apoya en el auxilio divino, en sí invencible y omnipotente, pero que en su ejercicio obra al modo humano (o sea, según el discurso de la razón iluminada por la Fe, y no elimina del todo la percepción de la propia debilidad y los límites de las propias fuerzas), el don hace que el alma obre impulsada por el Espíritu Santo de un modo totalmente sobrenatural, con lo que elimina toda aprensión causada por la conciencia de los propios límites1. Como vemos, el don de fortaleza no sólo es necesario para la perfección de la virtud de fortaleza y las demás virtudes infusas, sino a veces también para mantenerse en gracia de Dios, por ejemplo en peligro de martirio.
3) Don de piedad
Es un hábito sobrenatural infuso que se asocia a la gracia santificante para excitar la voluntad, bajo el influjo del Espíritu Santo, a fin de amar a Dios del modo en que un hijo ama a su padre y al prójimo como a un hermano. Según Santo Tomás (II-II, q. 121), el aspecto formal del don de piedad es el amor filial que inflama nuestra voluntad, y lo diferencia de la virtud de piedad, que forma parte de la de religión, que es la que nos mueve a adorar a Dios como Creador con la razón, asistida e iluminada por la fe. En cambio, el don de piedad nos permite entender a Dios como un Padre amable y amoroso que nos ha dado la vida de la Gracia. (II-II, q. 121, a. 1, ad 2). Por otra parte, el don de piedad va más allá del culto a Dios y se extiende a todos los hombres creados por Dios, hijos adoptivos de Él en potencia o en acto, por medio de la gracia actual o santificante (II-II, q. 121, a. 1, ad 3). Este don es necesario para perfeccionar hasta el heroísmo sobrenatural los actos de la virtud de justicia y de las virtudes derivadas de éste, como las de religión y la de piedad. Practicar la religión impulsados por el Paráclito, que nos hace ver en Dios un Padre amoroso a quien debemos amar con todas nuestras fuerzas, se vuelve mucho más fácil y perfecto. Así también, el don de piedad perfecciona las inclinaciones de la justicia y la caridad confiriéndoles cierta gentileza afectuosa e intensa que sobrepasa el modo meramente humano de con que vivimos dichas virtudes. Infunde en el alma el hábito de un abandono filial en los brazos de Dios, tranquilo y confiado, sin la más mínima duda. No hay nada que pueda alterar la paz del alma que posee tal don actuado habitualmente por impulso del Paráclito. Uno de los vicios más contrarios a este don es la dureza de corazón, que es fruto del amor desordenado y egoísta a nosotros mismos, el cual nos absorbe toda la atención haciendo que sólo nos conmueva lo que nos atañe a nosotros mismos, olvidándonos así del prójimo y de Dios. De ahí la aspereza, el resentimiento y el rencor que alberga la voluntad. Mientras que cuanto más se cultiva el don en el alma, más sensible es ésta y más se preocupa por el bien de Dios y del prójimo4.
4) Don de consejo
Es un hábito sobrenatural por el que el alma en gracia de Dios, por inspiración del Espíritu Santo, juzga rectamente en los casos individuales lo que conviene o no hacer con miras a la salvación eterna (cf. II-II, q. 52, a, 2). Este don perfecciona la virtud de la prudencia, en la que se da un laborioso esfuerzo de la razón iluminada por la fe y accionada por la gracia actual ordinaria para saber cuál es la mejor opción para alcanzar un fin. En el caso del don de consejo, cambia el modo de operación, dado que el don de consejo es la moción o inspiración actual del Paráclito la que lleva al hombre a elegir con prontitud y facilidad, sin dificultad y sin dudas, el medio por el que debe decidir qué hacer en un momento dado para alcanzar el fin último. Este don es necesario en los casos difíciles de resolver que exigen una decisión inmediata cuando no hay tiempo para consultar un manual de teología moral o a un moralista. A veces se plantean casos así a la responsabilidad moral de hacer o evitar el mal. De ahí que el don en cuestión sea necesario para la salvación en semejantes circunstancias. Hay, por ejemplo, ocasiones en que es muy difícil conciliar en concreto la firmeza con la suavidad, la vida interior con el apostolado o el afecto y la bondad para con el prójimo con la pureza. Es un don necesario ante todo para los sacerdotes, que por haber estudiado teología moral corren el riesgo de convertir el mal en bien y viceversa mediante los paralogismos y sofismas de la casuística. Justificar lo injustificable, conciliar o inconciliable, es muy difícil para los fieles de a pie, pero es fácil para los teólogos que ponen la teología al servicio del amor propio en vez de la verdad, que consiste en la conformidad con la realidad objetiva. Enseña San Agustín que lo que nos gusta se vuelve bueno, y lo que deseamos se vuelve santo. Por eso, solamente el don de consejo, que sobrenaturaliza la razón natural herida por el pecado original e inclinada a preferir los caprichos personales a la verdad, nos permite emitir un juicio certero en el momento sin tener que indagar mucho, aunque sea algo que se oponga a nuestros deseos naturales. Este don corrige la precipitación para no obrar sin la debida reflexión o sin el consejo de un sabio. En el caso del don, el sabio es el Espíritu mismo de Sabiduría, aun cuando la obstinación en el propio parecer por exceso de confianza en uno mismo resulta errónea. Hasta aquí hemos visto los cuatro dones prácticos que nos ayudan a obrar de un modo sobrenatural o heroico; luego están los tres dones especulativos (entendimiento, ciencia y sabiduría), que nos ayudan a conocer y amar a Dios de una manera más sobrenatural y divina por participación. Vamos a examinarlos.
5) Don de entendimiento
Es un hábito sobrenatural infuso junto a la gracia habitual y a las virtudes, por el cual la inteligencia simple humana, actuada directamente por el impulso o gracia actual especial y sobreabundante del Paráclito, penetra cada vez más el entendimiento (intus legere) el sentido o espíritu de las verdades reveladas e incluso de las naturales vistas a la luz de Dios o sub specie aeternitatis. Sabemos que sólo la gracia superabundante del Espíritu Santo puede actuar los dones, y que no basta la ordinaria que acciona las virtudes. Por consiguiente, el hombre no puede hacer otra cosa que predisponerse mediante una larga vida de ascesis a cultivar los dones y recibir dócilmente el impulso o gracia actual del Consolador, como el marinero que despliega las velas de su nave disponiéndolas para recibir dócilmente el soplo del Espíritu. El elemento concreto de este don es la capacidad para hacerse penetrar las verdades reveladas o para asimilarlas interiormente en profundidad de una forma casi intuitiva que supera el entendimiento humano (I-II, q. 8, a. 6, ad 2). El Doctor Angélico la califica lapidariamente de simplex intuitus veritatis (II-II, q. 180, a. 3, ad 1). El don de entendimiento es la simples apprehensio, y se distingue de los dones especulativos de ciencia y sabiduría y del especulativo-práctico de consejo (que emite juicio para sabe aplicar las verdades reveladas, cosa que no hace el de intelecto (II-II, q. 8, a. 6). Este don es necesario porque la fe se ejerce de modo humano y discursivo o razonado (adhesión de la inteligencia humana, impulsada por la voluntad, que es actuada por la gracia actual ordinaria, a una verdad revelada por Dios que propone a nuestra fe el Magisterio de la Iglesia para que la creamos). El hombre razona, no intuye. Sólo el don del entendimiento nos faculta para intuir las verdades reveladas.
6) Don de Ciencia
Santo Tomás habla de él en la Suma teológica (II-II, q. 9), y lo define como un hábito sobrenatural infuso junto con la gracia santificante y las virtudes mediante el cual la inteligencia humana, impulsada por la gracia actual excepcional del Paráclito, juzga correctamente de las cosas creadas y finitas en orden al fin sobrenatural último. Scientia est cognitio certa per causas (Aristóteles). Por eso este don nos proporciona certeza sobre la naturaleza de las criaturas en orden al fin último, o sea sobre su bondad o falta de bondad, para ayudarnos a entender . De hecho, quien aspira un fin se sirve de los medios para alcanzarlo. Ahora bien; ¿cómo puedo estar seguro de que tal medio creado me sirve para alcanzar el fin último? El razonamiento, aunque ayudado por la gracia actual ordinaria de las virtudes infusas, obra al modo humano y hay por tanto posibilidad de errar. Únicamente la gracia y la moción actual y sobrenatural del Paráclito, que activa el hábito del don de ciencia, elimina toda duda y posibilidad de error (II-II, q. 8, a. 6). De hecho, las criaturas pueden alejarse, o pueden acercarse, al fin, y quien nos dice con seguridad y de modo inmediato si tal criatura o medio (ea quae sunt ad finem) nos conviene o no para alcanzar el fin al que aspiramos es el don de ciencia (II-II, q. 9, a. 4). Es un don necesario, porque no basta el conocimiento más profundo de las verdades de fe o las verdades reveladas (don de entendimiento); para salvarse es necesario saber a ciencia cierta si los medios de que nos servimos o las criaturas que nos rodean nos sirven para alcanzar los fines. Por eso, hay que valerse de ellas en la medida en que nos ayudan; ni más ni menos, como enseña San Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales.
7) Don de sabiduría
Es el más elevado de los siete dones. El Doctor Angélico lo define como hábito sobrenatural que nos es infundido junto con la gracia santificante y las virtudes y nos permita juzgar rectamente sobre Dios y sobre lo divino en sus últimas y altísimas causas, y hace además que las probemos por cierta connaturalidad (II-II, q. 45, a. 1). Se diferencia del de ciencia en que por juzgar de las cosas divinas y hacérnoslas gustar con placer y suavidad («Gustad y ved cuán bueno es el Señor», Salmo 33,9). Por su parte, San Bernardo de Claraval canta: «Nec lingua valet dicere, / nec littera exprimere; / expertus potest credere, / quid sit Jesum diligere (himno Jesu, dulcis memoria), mientras que el segundo nos permite juzgar a las criaturas con relación a Dios. Este don es necesario porque perfecciona hasta el heroísmo la virtud de la caridad, que nos une a Dios, y sin la cual no es posible poseer la gracia habitual.
Josephus a Copertino
1 Cf. M. SCHOOYANS, Nuovo Disordine Mondiale, Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 2000; ID., Il volto nascosto dell’Onu. Verso il governo Mondiale, Roma, Il Minotauro, 2004; ID., Conversazioni sugli idoli della Modernità, Bolonia, ESD, 2010; ID., Evoluzioni demografiche, Bolonia, ESD, 2013.3
2Cf. Juan de Santo Tomás, en I-II, dist. 18, a. 6.
3Cf. Juan de Santo Tomás, en II-II, dist. 18, a. 6, § 1, n. 26.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)