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sábado, 1 de noviembre de 2025

TRIBUNA: La Doctrina de la Iglesia, ¿evolución o desarrollo?





Por una católica (ex) perpleja

Con motivo de la proclamación de San John Henry Newman Doctor de la Iglesia por parte de León XIV, recordemos esta importantísima contribución suya a la comprensión del desarrollo doctrinal correctamente entendido, con el fin de superar la confusión modernista.

Nuestro contexto es el del desarrollo de la “iglesia sinodal”. En este marco, el domingo 27 de octubre de 2024 finalizó la segunda sesión de la XVI Asamblea General del Sínodo de los Obispos. Infovaticana ofreció un interesante análisis al respecto del documento final del Sínodo, que reemplazó a la habitual exhortación apostólica postsinodal.

Como bien señaló el canal de Youtube La fe de la Iglesia analizando el citado artículo de InfoVaticana, el documento parece apuntar a una fundación eclesial cuando afirma que “una verdadera conversión hacia una Iglesia sinodal es indispensable para responder a las necesidades actuales”. Responder a la pregunta recurrente sobre qué es la sinodalidad parece una empresa vana: puesto que un sínodo es una reunión, la sinodalidad sería “el hecho de reunirse”; por tanto, sería una reunión sobre el hecho de reunirse. Lo que sí está claro es que, siendo el de “sinodalidad” un concepto vacío en sí, es preciso rellenarlo de contenido. Y en eso está la jerarquía eclesial: en dotar a esta iglesia sinodal de nuevos dogmas (ecologismo, fraternidad universal masónica, fomento de la invasión islámica y la sustitución poblacional) y pecados (contra la sinodalidad, contra la ecología, etc).

Una frase del documento llega a afirmar, para referirse a roles de liderazgo que considera que deberían desempeñar las mujeres en la Iglesia, que “no se podrá detener lo que viene del Espíritu Santo”. Del Espíritu de Dios, empero, del Espíritu Santo, ¿puede provenir algo que sea contrario a lo que contienen las fuentes de la Revelación, es decir, la Sagrada Escritura y la Tradición? Además de una miserable apelación a un espíritu que no es el de Dios, porque Él no se contradice, que vigilen estos innovadores vaticanos no estar incurriendo en pecado contra el mismo Espíritu, que no tiene perdón, como dijo Nuestro Señor. Porque resulta que los modernistas encaramados a la más alta jerarquía eclesiástica cometen un error propio de la herejía en la que han incurrido, y que es la confusión de la evolución con el desarrollo.

Han olvidado el principio de no contradicción del catolicismo: la Iglesia no se puede contradecir. Y han caído en el culto al progreso como algo positivo per se, refiriéndose continuamente a “las necesidades de los tiempos actuales” (¿recuerdan el “aggiornamento” del Concilio Vaticano II?), pensando que la doctrina católica puede “evolucionar” (cambiar) según los signos de los tiempos, aunque eso implique contradecir a lo que la Iglesia dijo con anterioridad.

Resulta por todo lo dicho dramático que el papa Francisco incurriese en el nefasto error de pensar que la doctrina no se desarrolla sin contradicción, sino que evoluciona con cambios. Es la consecuencia del pensamiento modernista que domina el actual razonamiento eclesial. En la consideración indistinta por parte del anterior Papa de los conceptos de progreso, evolución y desarrollo yace el origen del problema. Por eso creyó que podía inventar pecados nuevos y cambiar el Catecismo. En este sentido, pensemos en el cambio producido en el Catecismo sobre la pena de muerte: puesto que Francisco consideraba que la Iglesia ha tenido hasta ahora una visión equivocada del depósito de la fe como algo estático (como era habitual en él, creaba un problema que no existía – en este caso, la consideración de la doctrina como algo estático – para luego resolverlo de manera confusa y heterodoxa), argumentaba que “la Palabra de Dios no se puede conservar en naftalina como si se tratase de una vieja manta que debe protegerse de los parásitos. No. La Palabra de Dios es una realidad dinámica y viva que progresa y crece porque tiende hacia un cumplimiento que los hombres no pueden detener”. Por lo tanto – decía -, “la doctrina no puede preservarse sin progreso, ni puede estar atada a una lectura rígida e inmutable sin humillar la acción del Espíritu Santo”.

Este error en el pensamiento de Francisco – y por lo visto parece que de León XIV también: primero, cambio de mentalidades; luego, cambio de doctrina – no es nuevo. Alfred Loisy (1857 – 1940), principal representante del modernismo en tiempos de san Pío X, juzgaba necesaria una “adaptación del Evangelio a la condición cambiante de la humanidad”, y pretendía “el acuerdo del dogma y la ciencia, de la razón y la fe, de la Iglesia y la sociedad”. Esta “adaptación” y este “acuerdo” llevaban necesariamente, según Loisy – como indica Yves Chiron en su obra “Historia de los tradicionalistas”- al cuestionamiento de ciertos dogmas y a nuevas interpretaciones de las Sagradas Escrituras (p. 15).

Se observa claramente el error, al referirse Francisco al “progreso” de la Doctrina, y no a su desarrollo. En esta línea, su discurso era el de un continuo enfrentamiento entre lo que se hizo y dijo, que ya no es válido hoy, y las posturas contrarias desarrolladas, necesarias para que la Iglesia viva al ritmo del mundo y sus modas, aunque eso contradiga lo que dijo siempre. En definitiva, una hermenéutica de la discontinuidad o de la ruptura contra la que tanto luchó Benedicto XVI: una interpretación del Concilio Vaticano II y su fiel o abusiva implementación como un nuevo comienzo de la Iglesia. Una discontinuidad que Francisco parecía haberse propuesto convertir en ruptura y reinicio con esta especie de Concilio camuflado que es el sínodo de la sinodalidad.

Sin embargo, es necesario insistir en que la doctrina de la Iglesia no evoluciona a la manera en que plantean los modernistas, sino que se desarrolla, de la manera que puede desarrollarse un árbol desde una semilla: todo el árbol que llegaría a ser estaba ya contenido en la semilla, como brillantemente explicó el cardenal John Henry Newman. En su obra de 1845 “Un ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana”, Newman expone cómo el problema no es el hecho de que la doctrina se hubiera desarrollado a lo largo de los siglos – lo cual parecía innegable—, sino los criterios para el desarrollo. ¿Cómo se pueden distinguir los desarrollos que son auténticos de los que son falsos? En términos más explícitos, ¿cómo se puede distinguir la doctrina genuina de la herejía?

A este respecto, John Senior sintetizó de manera brillante la exposición de Newman en “La muerte de la cultura cristiana”, para el autor, “el evolucionismo religioso es confundido con frecuencia con la idea exactamente contraria de Newman acerca del desarrollo de la doctrina – en el cual toda la creación está para siempre contenida en su propio petardo. Evolución, dice Newman, no es desarrollo: en el desarrollo, lo que es dado una vez y para siempre al comienzo es meramente explicitado. Lo que fue dado de una vez y para siempre en la Escritura y la Tradición ha sido clarificado en generaciones sucesivas, pero sólo por adición, nunca por contradicción; por el contrario, la evolución funciona mediante la negación. Newman dedica un capítulo entero de su ´Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana´ a refutar la idea de que algo contrario al dogma o que no se encuentre en el consenso de los dogmas de los Padres pueda ser desarrollado alguna vez apropiadamente. Concebido positivamente, el desarrollo es radicalmente conservador, permitiendo sólo aquel cambio que ayude a la doctrina a seguir siendo verdadera al definir los errores que aparecen en cada edad”.

Lo que ocurre es que, como suele suceder, Francisco inventó que la Iglesia ha creído que la doctrina era estática, cuando resulta que el mismo Cristo dijo a los Apóstoles que el Espíritu Santo les ayudaría a comprender con el tiempo la verdad completa. Les ayudaría, y de hecho les ayudó, con el desarrollo de la doctrina, que no tiene nada que ver con un supuesto “progreso” o “evolución”. En un muy interesante artículo en InfoCatólica, Jorge Soley destacaba las siete notas que deben poseer los desarrollos auténticos de la doctrina según el cardenal Newman, en su obra citada, de las que carecen los que, aun presentándose como un mero desarrollo, no son más que corrupciones de la doctrina. De estas siete notas, me gustaría destacar aquí cuatro:

1) la continuidad de los principios: los principios son generales y permanentes, mientras que las doctrinas se relacionan con los hechos y crecen. Escribe Newman, “la continuidad o alteración de los principios sobre los que se ha desarrollado una idea es una segunda marca de distinción entre un desarrollo fiel y una corrupción”.

2) la sucesión lógica: Un proceso de desarrollo auténtico sigue las reglas de la lógica: “la analogía, la naturaleza del caso, la probabilidad antecedente, la aplicación de los principios, la congruencia, la oportunidad, son algunos de los métodos de prueba por los que el desarrollo se transmite de mente a mente y se establece en la fe de la comunidad”. Lo que le hace decir a Newman que una doctrina será un desarrollo verdadero y no una corrupción, en proporción a cómo parezca ser el resultado lógico de su enseñanza original.

3) la Acción conservadora de su pasado: escribe Newman que, “así como los desarrollos que están precedidos por indicaciones claras tienen una presunción justa a su favor, así también los que contradicen e invierten el curso de la doctrina que se ha desarrollado antes que ellos y en la cual tuvieron su origen son ciertamente corrupciones”. Si un desarrollo contradice la doctrina anterior está claro que no es desarrollo, sino corrupción. En este importante punto, Newman aclara que “un desarrollo verdadero se puede describir como el que conserva la trayectoria de los desarrollos antecedentes… es una adición que ilustra y no oscurece, que corrobora y no corrige el cuerpo de pensamiento del que procede”.

4) El “vigor perenne”: “la corrupción no puede permanecer mucho tiempo y la duración constituye una prueba más de un desarrollo verdadero”. Resulta interesante otro comentario que Newman desliza aquí y en el que se nos muestra como un fino observador: “la trayectoria de las herejías siempre es corta, es un estado intermedio entre vida y muerte, o lo que es como la muerte. O si no acaba en la muerte, se divide en alguna trayectoria nueva y tal vez opuesta que se extiende sin pretender estar unida a ella… mientras que la corrupción se distingue de la decadencia por su acción enérgica, se distingue de un desarrollo por su carácter transitorio”.

El desarrollo, pues, es conservador; no es rupturista ni innovador. La Iglesia afirma que la Revelación acabó en la era apostólica, con la muerte del último apóstol. Lo que se ha desarrollado – de manera orgánica y sin contradicciones – es la comprensión y exposición de la misma. Sin embargo, si la doctrina cristiana o católica progresara, tal como la entendía Francisco, en contradicción con postulados de tiempos anteriores al nuestro, eso significaría que la Iglesia erró al predicar que la Revelación se había terminado con la muerte del último apóstol y que, en realidad, la doctrina estaría incompleta y necesitaría ser completada. Se observa perfectamente el catastrófico error epistemológico, la ignorancia de la lógica católica y la intoxicación modernista. Si hablamos de desarrollo quiere decir que toda la doctrina está ahí, y lo que se hace es des-enrollarla, descubrirla, conocerla, abrirla. El desarrollo no añade nada nuevo, sino que descubre lo escondido; mientras que el progreso es todo lo contrario: un salto y, por lo tanto, algo nuevo. Dicho de otra manera: progreso es discontinuidad y desarrollo es continuidad. La doctrina de la Iglesia se desarrolla; no evoluciona. Por tanto, estemos atentos: allí donde haya contradicciones no existe un sano desarrollo doctrinal, sino corrupción y error.

Debido a la utilización manipulada que el progresismo en el Concilio Vaticano II hizo de la figura del Cardenal Newman, Peter Kwasniewski ha realizado aclaraciones muy necesarias sobre él tras el anuncio de León XIV de su proclamación como Doctor de la Iglesia. Aclaraciones que el bloguero Wanderer tradujo al español en un extenso artículo presentado en tres partes que recomiendo leer, en la que Kwasnieweski comenta cómo “es irónico que se mencione a Newman junto a los defensores de las tendencias reformistas de la Iglesia moderna, cuando —al menos en cuestiones relativas a la teología fundamental, la moral cristiana y la liturgia sagrada— arguyó enérgica y constantemente a lo largo de su carrera contra el racionalismo, el emocionalismo, el liberalismo y la «tinkeritis» litúrgica, es decir, la creencia de que podemos construir un culto mejor si modificamos lo suficiente lo que hemos heredado.

En el ámbito de la liturgia en particular, se opuso firmemente a las modificaciones y modernizaciones rituales destinadas a «encontrar a las personas donde están» o a «adaptarse a la mentalidad actual» (como dijo Pablo VI en su Constitución Apostólica del 3 de abril de 1969, que promulgaba el Novus Ordo).

Newman no era solo antiliberal (lo dice expresamente de sí mismo, y más de una vez); no era sólo un conservador que detestaba los planes revolucionarios. Era lo que hoy se llama un tradicionalista en materia dogmática y litúrgica, alguien que habría criticado duramente todo el proyecto conciliar, y sin duda la reforma litúrgica llevada a cabo en su nombre, por errónea y condenada al fracaso”.