Este fin de semana leí León XIV. Ciudadano del mundo. Misionero del siglo XXI, la primera biografía del Papa León. El libro tiene dos parte claramente diferenciadas: la biografía en sí, que es la más extensa, y una larga entrevista. Pueden leerse de modo autónomo, aunque lo que el Papa dice en la entrevista se entiende mejor luego de haber leído su biografía, pues se cae en la cuenta que no podría haber respondido de otro modo a las preguntas. Publicaré mis impresiones de la primera parte de libro en este post, y el miércoles próximo lo haré de la entrevista.
En mi opinión, para que una biografía sea buena, debe reunir dos condiciones iniciales: que el biografiado haya ya muerto y que el autor no sea un periodista. Caso contrario, el libro será malo. Lo cierto es que ninguna de estas condiciones se cumplen en este caso, y el libro no es malo, sino malísimo. Podría haber tenido la mitad de la extensión que tiene y no se hubiese notado, porque está lleno de repeticiones agregadas solamente para engordarlo. Por otro lado, la autora es una periodista norteamericana: Elise Ann Allen, proclamada como los medios como “vaticanista”, lo cual ya de por sí indica que hay que ser cauteloso. Pero en este caso hay que serlo doblemente porque esta mujer tuvo un entuerto de joven con el Sodalitium, al que perteneció y se marchó en 2013. Estimo que habrá sufrido algún tipo de abuso de autoridad o psicológico, lo cual es lamentable, pero más lamentable aún es que la convirtió en una resentida contra todo lo que tenga que ver con esa disuelta institución religiosa y contra todo lo que huela a ultraconservador.
Consecuentemente, es un libro sesgado, completamente sesgado en cuanto a los datos que proporciona de Robert Prevost, porque eligió sesgadamente las fuentes a las cuales recurrir. El lector conocerá solamente un cariz de la vida del pontífice, aquél que ella quiere que se conozca, y desconocerá el resto. Pongo un ejemplo: para el importante capítulo destinado a relatar la vida de Prevost como obispo de Chiclayo, recurre solamente a tres o cuatro testimonios, de laicos y un sacerdote claramente progresistas, y que conocieron a su obispo sólo de modo circunstancial. Lo lógico hubiera sido que entrevistara también a los sacerdotes que convivieron siete años con él en la catedral de Chiclayo, como el P. Jorge Millán, que concedió muy interesantes reportajes a diversos medios como dimos cuenta aquí. Pero Millán, como la mayor parte de los sacerdotes y laicos de Chiclayo son conservadores, porque se trata de una diócesis que fue gobernada durante casi cincuenta años por obispos del Opus Dei, y en la que Bergoglio ubicó a Prevost creyendo que desarmaría el ambiente católico que se había generado, cosa que no sucedió aunque sí imprimió un aspecto más social a la labor de la Iglesia. Allen, entonces, entrevista a lo largo del libro a enemigos declarado de la Obra que, indefectiblemente, fuerzan los hechos a fin de presentar a Prevost como lo opuesto. Esto genera que los lectores, yo incluido, se queden con sólo una parte de los hechos. No es una sorpresa; lo mismo habría hecho Elizabetta Piqué o cualquier otro vaticanista.
Pero vayamos a las impresiones que deja la lectura del libro sobre León XIV. Una cosa queda clara después de la lectura del libro, del testimonio de aquellos que conocieron a Prevost y de lo él mismo dice: es un hombre que tiene fe católica, y con esto quiero decir que cree en Dios y cree que Jesucristo es el Hijo de Dios encarnado en el seno de María la Virgen y el único redentor del género humano. Y viniendo de donde veníamos y sabiendo los candidatos que se asomaban para suceder al Difunto, esto es mucho. Parece una broma pero no lo es; que un obispo, y en este caso el obispo de Roma, tenga fe católica es ya mucho.
En segundo lugar, es claro que fue un buen religioso, y por esto me refiero a que cumplió los votos que hizo el día de su profesión solemne. Fue un hombre obediente a todo lo que sus superiores le pedían, y le pidieron cosas difíciles.
Es además, un hombre disciplinado y trabajador, como los religiosos clásicos. Durante su etapa como formador en el noviciado agustiniano de Trujillo, se relata: “A las cuatro de la mañana ya estaba en pie; a las cinco estaba en la capilla; a las seis celebraba la eucaristía. Era una persona muy estricta […] Nunca dejó de estar en los programas o en los compromisos que teníamos. Creo que ese temple dio testimonio para todos. Siempre nos exigía el tema del estudio, de los compromisos, de las responsabilidades”. Y si bien Prevost no es un académico, es un hombre formado e, insisto, un religioso clásico. Cuenta, por ejemplo, quien lo sucedió en el gobierno general de los agustinos, que Prevost, siendo prior general, tradujo el inglés el propio de la orden, es decir, las oraciones de la misa y del oficio de todas las fiestas propias, que son habitualmente la de los santos que fueron agustinos. Y esto supone dos cosas: que tiene inclinación y valora la liturgia, y que sabe muy bien latín, porque esta es la lengua original desde la que tradujo.
La etapa de formador en Trujillo, que se dio entre 1988 y 1998, muestra otro de los rasgos interesantes de su personalidad. Tanto él como el resto de los religiosos norteamericanos fueron perseguidos y amenazados de muerte por Sendero Luminoso, y a pesar de que en varios ocasiones se lo instó a que regresara a su país hasta que la situación se calmase, como hicieron varios de sus hermanos, lo cierto es que él permaneció en su puesto. Relata él mismo: “La mayoría de nosotros nos quedamos. Hubo varios mártires. En la diócesis al sur de Trujillo, Chimbote, tres sacerdotes fueron asesinados. Pero nos quedamos, pues era muy importante permanecer al lado de las personas a las que servíamos y estar con ellas. Y eso fue lo que hicimos”. Por otra parte, cuando el presidente Fujimori logró erradicar al terrorismo marxista de Sendero Luminoso, se levantó en Perú todo un cuestionamiento a los modos violentos que tuvo para hacerlo —como si hubiese otra opción—, y grandes demostraciones motorizadas por los conocidos “organismo internacionales de derechos humanos”. La particularidad en este caso fue la participación de amplios sectores de la Iglesia en estas actividades. Narran los novicios agustinos de ese momento, que el P. Prevost nunca participó de ellas, aunque no les prohibía que ellos participaran.
Y esto tiene que ver con otros de los aspectos de la personalidad del Papa actual que aparecen en el libro, mal que le pesen a la autora. Prevost nunca fue un sostenedor de la interpretación marxista de la Teología de la Liberación, tan cercana a toda la iglesia peruana porque peruano era su fundador Gustavo Gutierrez. Más aún, Prevost era, y seguramente seguirá siendo, un decidido contrario al marxismo. Dice él mismo hablando de otros colegas religiosos de la época: “[eran] de hecho, quizá demasiado amigables con ideas marxistas, incluyendo el uso de la violencia para luchar por los derechos de los pobres. Yo nunca fui alguien que estuviera de acuerdo con eso”.
Estaríamos quizás tentados a pensar entonces que Robert Prevost es conservador. Y no, no lo es. Si bien es un hombre “leído” (título de grado en matemáticas y doctor en derecho canónico), no es un teólogo, y la teología que tuvo fue pésima. Se formó en esta disciplina a fines de los ’70 y comienzo de los ’80 en el Catholic Theological Union de Chicago, que es una suerte de facultad o instituto teológico que habían establecido algunos años antes un buen número de congregaciones religiosas para que allí se formaran sus miembros. Cualquiera puede imaginar la teología que allí se enseñaba en aquellos años. La autora del libro entrevista a dos de sus antiguos enseñantes: son dos monjas, y sabrá disculparse mi actitud machirula, pero yo desconfío profundamente de las monjas que enseñan teología… Más aún, uno de los frailes agustinos peruanos a los que entrevista Allen y que conoce de cerca Prevost —y que es el más progresista que pudo encontrar— relata que es “alguien a quien le gustan mucho teólogos como el cardenal francés Yves Congar y el cardenal alemán Walter Kasper. Teólogos posconciliares, que han trabajado mucho en temas con una visión más abierta también de Jesucristo en la Iglesia”. No dudo de la veracidad de esta afirmación pero, insisto, se trata de una versión sesgada, pues no sabemos qué otras lecturas teológicas tiene y no conocemos el testimonio de otros allegados que tienen una tendencia más conservadora.
Decimos, entonces, que Roberto Prevost no es conservador. ¿Es, entonces, progresista? Yo diría que sí, pero un progresista de baja intensidad, un progresista circunstancial porque fue eso lo que conoció; en lenguaje de Karl Rahner, diría que es un “progresista anónimo”. Quizás este breve párrafo que pronuncia él mismo a la periodista, ilustre lo que quiero decir: “Fue como el Vaticano II, que quería renovar la vida de la Iglesia y lograr un sentido mucho más claro de comunión, de personas estando juntas en la Iglesia, y no de una espiritualidad individualista o una piedad privada donde yo le rezo a Dios, yo voy a misa y espero que Dios me salve. Ahora tenemos un sentido de «bueno, sí, nosotros vamos a misa, nosotros nos convertimos en comunidad eclesial, juntos somos testigos de la presencia de Cristo en el mundo”. ¿Es herético lo que dice? ¿Está mal? No, en absoluto, está bien, pero es la clásica poesía vacía vaticanosegundista que ya sabemos que no condujo a nada o, en todo caso, terminó provocando un gran daño a la Iglesia. Prevost, como todos nosotros, es hijo de su tiempo y de su formación, y no pueden pedirse peras al olmo.
Una persona amiga me decía: “Podría haber reaccionado a ese discurso progre”. Ciertamente, podría haber sido así. De hecho, mientras él era formador en Trujillo, había otra casa de formación agustiniana en Perú, ubicada en Lurín, a las afueras de Lima, dirigida por el ex-sacerdote Ricardo Coronado (en la web podrán seguir el confuso recorrido de esta persona), que era claramente conservadora. Pero me parece injusto pedirle a alguien que se dedicó fundamentalmente a las misiones que se desembarazara totalmente de la pésima formación teológica recibida y que descubriera el “mundo tradicional”. Por otro lado, si hubieran así sucedido las cosas, en el mejor de los casos, estaría todavía misionando en la costa peruana como simple fraile mendicante.
Sin embargo, y a pesar de todo esto, creo que es el hombre adecuado para dirigir a la Iglesia católica en este momento histórico. No se trata de una persona excepcional, un outstandig como dirían los gringos, como lo fue Juan Pablo II con su personalidad arrolladora, o como lo fue Benedicto XVI con su inteligencia prodigiosa, o como lo fue Francisco con su audacia para obrar el mal. Es un hombre gris y hasta opaco, pero que posee dos características que son las dos que debe tener un Papa para manejar la barca de Pedro en este momento histórico concreto: preocupación por la unidad y capacidad de gestión de conflictos.
Estos dos aspectos lo repiten una y otra vez los entrevistados. Prevost siempre estuvo preocupado y siempre bregó por la unidad, por superar los conflictos y no ahondarlos. En más de una ocasión hemos hablado en este blog de la preocupación casi obsesiva que tienen mucho por la unidad de la Iglesia a la que sacrifican la verdad. Y todos sabemos que la unidad verdadera sólo puede encontrarse en la Verdad. Yo creo que esto lo tiene claro el Papa León, pero también creo que Bergoglio dejó a la Iglesia en un estado de estrés muy alto, y que sólo un hombre de consensos podía dirigirla y evitar que se produjera un cisma. Si el elegido hubiese sido Palorín o Höllerich, por ejemplo, hubiese sido inevitable un cisma del grupo más conservador, desperdigado por todo el mundo; y si el elegido hubiese sido Erdö o Müller, el cisma lo habrían provocado los progresistas. León XIV es el indicado, me parece, para no apagar el pabilo humeante y para no quebrar la caña cascada (Isaías 42:3).
Y la otra característica no menor es su capacidad de gestión. Se dice que el hecho determinante que impulsó a Francisco a llevar a Roma fue el modo cómo resolvió un conflicto muy grave desatado en la diócesis de El Callao por un obispo español neocatecumenal. Éste fue desplazado y Prevost nombrado administrador apostólico. En un año se dedicó a escuchar a todos (y esta es una característica que aparece una y otra vez en el libro); escucha, pregunta pero no opina. Y se toma el tiempo para escuchar a todos, todos, todos. Dicen: “Resolvía conflictos de manera efectiva a través de la escucha y del diálogo con todas las partes, y no dudaba en tener mano firme cuando era necesario”. O bien: “La modestia y la humildad en él se acompañan de una gran valentía y, cuando es necesario, de una gran firmeza”. Tiene, para decirlo en lenguaje eclesial contemporáneo, una “actitud sinodal” que me parece imprescindible para el momento actual de la Iglesia. Así como escuchó al jesuita James Martin -lo cual no sólo no me gustó sino que opino que fue un gesto equívoco para toda la Iglesia-, escuchó también a Burke, y seguramente dentro de poco escuchará a Müller. Ese será su estilo; nos gustará poco o mucho, pero ese es Prevost: Se tomará todo el tiempo que sea necesario y decidirá, pero cuando lo hago, nadie lo moverá de lo decidido. Él mismo dice: “Soy capaz de ser decisivo cuando se necesita ser decisivo, que es otro aspecto del liderazgo que a veces falta en la gente. No puedes quedarte dando vueltas en «pensemos en esto y hablemos de ello para siempre». Tienes que tomar decisiones para poder seguir adelante. Soy capaz de hacer eso, y no tengo miedo de hacerlo”.
¿Es el Papa que a mi hubiese gustado? Ciertamente no. Y no pretendo pedirle peras al olmo. Algunos me dirán: “Pero nosotros queríamos un peral, no un olmo”, pero, aunque suene paradójico, creo que es mejor en este momento, tener un olmo y conformarnos con sámaras mientras olvidamos momentáneamente las peras. Porque estoy pensando que León XIV es el Papa que la Iglesia necesita en este momento tan complejo; una última oportunidad para evitar una nueva Reforma.
The Wanderer