Hay una dinámica que se repite con inquietante regularidad en la vida de la Iglesia: la negación de los propios problemas. Se percibe en la propia vida de la Iglesia que el sistema legal parece cada vez más inestable, cada vez más comprometido. «Hemos dedicado tantos años al estudio. ¿Por qué?»
Hoy en día, en la Iglesia, no tiene sentido estudiar derecho. Esperemos que un Papa canonista aborde esta tendencia. Pero quizás solo ahora nos estamos dando cuenta de lo inapropiado que fue nombrar obispos sin competencia legal en el pasado. La justicia canónica, que debería garantizar la transparencia, la protección y la imparcialidad, a menudo se ejerce de forma arbitraria, selectiva, casi caprichosa. Ya no se trata de casos aislados: es una tendencia sistémica que socava la credibilidad de la Iglesia en su propia pretensión de ser guardiana de la verdad y la justicia.
En los últimos años, se ha observado un aumento de casos de condenas pronunciadas sin un juicio adecuado, de procedimientos carentes de pruebas concretas y de decretos punitivos emitidos con total desprecio por el proceso canónico establecido.
Sacerdotes obedientes, a menudo frágiles, son suspendidos o marginados sin siquiera haber tenido la oportunidad de defenderse. Mientras tanto, otros permanecen inexplicablemente impunes, a pesar de haber escandalizado a los fieles durante mucho tiempo. Algunos insultan públicamente, otros asisten a programas de televisión, algunos usan lenguaje vulgar y grosero, algunos publican declaraciones en redes sociales que claman venganza ante Dios, desacreditando a la propia Iglesia. Algunos de estos sacerdotes incluso han sido condenados en tribunales civiles y penales, sin que esto haya afectado en lo más mínimo a sus obispos, quienes están ocupados discutiendo con la sociedad civil y provocando la huida de la mitad del presbiterio de las diócesis a las que lamentablemente fueron enviados. ¿Por qué este trato desigual? ¿Por qué quienes carecen de poder, apoyo y silencio son duramente perseguidos, mientras que quienes usan el púlpito mediático para ofender, difundir noticias falsas y división, y desacreditar a sus hermanos y al propio Papa siguen en libertad? ¿Será acaso porque estos individuos controlan a sus obispos, chantajeándolos con expedientes o amenazas? ¿O más bien, porque el episcopado, en demasiados casos, elige la salida fácil: mostrarse fuerte ante los débiles y débil ante los fuertes?
El derecho canónico pierde credibilidad y ya no es un instrumento de justicia, sino de conveniencia. Ya no es un bastión del derecho, sino un campo de batalla para intereses personales y dinámicas de poder. El derecho canónico, tal como está codificado, ofrece normas claras: juicio justo, posibilidad de defensa, pruebas garantizadas. Pero ¿con qué frecuencia se ignora todo esto? ¿Con qué frecuencia los tribunales eclesiásticos se convierten en lugares donde se ratifican decisiones ya tomadas en los despachos, en las cámaras episcopales o en los pasillos de un dicasterio romano?
San Agustín: «Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia»; sin justicia, ¿qué son los reinos sino grandes bandas de ladrones?. Sin justicia, ¿qué queda de su autoridad moral? Si la Iglesia no garantiza justicia a sus sacerdotes, ¿cómo puede exigir justicia a los estados, gobiernos y los poderosos de la tierra? La justicia canónica, creada para proteger a los débiles y salvaguardar la comunión, se utiliza a menudo para castigar a los obedientes y absolver a los rebeldes.
Esto produce un efecto devastador: una pérdida de fe. Los fieles ya no creen en la justicia de la Iglesia, porque ven con sus propios ojos la discrepancia entre las proclamaciones y la realidad. No se trata de invocar la represión indiscriminada ni de pedir juicios sumarios, al contrario. Se trata de reafirmar un principio fundamental: la justicia debe ser igual para todos. La credibilidad de la justicia canónica no se mide por códigos escritos, sino por hechos concretos. La verdadera reforma no consiste en una nueva ley ni en otro motu proprio, sino en la elección de la valentía y la competencia.
Nos sorprenden los caso de escándalos sacerdotales que pueblan la información, tenemos fresco el escándalo en España protagonizado por un ilustre miembro del cabildo de Toledo.
En Italia es noticia el hermano Bernardino, de 66 años, de la Fraternidad de Menores Renovados, originario de Colombia pero residente en Palermo. Está acusado de agresión sexual contra cinco víctimas, de las cuales solo una era mayor de edad. En 2015, el fraile supuestamente les pidió a las niñas que se desnudaran y cambiaran delante de él. «Nos dijo que era una forma de expresar la libertad de nuestros cuerpos. Nos dio vergüenza, pero lo hicimos rápidamente por vergüenza». Su superior testificó ante el tribunal, relatando la investigación canónica iniciada contra el fraile cuando el asunto salió a la luz en 2014.
Sin justicia, no hay paz, ni dentro ni fuera de la Iglesia. Sin justicia, no hay credibilidad. Sin justicia, la Iglesia se convierte en la caricatura que sus enemigos siempre han denunciado: una institución autorreferencial, capaz de predicar, pero no de vivir lo que predica. ¿Podemos todavía confiar en la justicia canónica?