Si algo nos enseñó el pontificado anterior es que lo que es verdad sigue siéndolo, lo niegue quien lo niegue, y lo que es falso sigue siendo falso, lo defienda quien lo defienda. Aunque sea un sacerdote. Aunque sea un obispo. Aunque sea un papa. No podemos dejarnos arrastrar de nuevo al error de pensar que, si un papa dice algo contra la doctrina de la Iglesia, de algún modo lo que dice está bien porque es el papa. Ese tipo de razonamiento sectario no tiene nada de católico. De hecho, lo católico es lo contrario: el papa tiene el deber de preservar y defender la fe que ha recibido y que proviene de Cristo a través de los apóstoles y no tiene ningún poder para cambiarla.
El presente pontificado ha despertado grandes esperanzas en muchos católicos que habían observado con creciente preocupación las innovaciones ajenas a la fe de la Iglesia del pontificado del Papa Francisco. No cabe duda de que el Papa León XIV tiene un estilo diferente, menos polémico y más conciliador, que, por contraste, ha sido como un bálsamo para los que estábamos cansados de los continuos sobresaltos de la etapa precedente.
El estilo, sin embargo, es lo de menos. Lo que importa es la sustancia y, poco a poco, el Papa León XIV parece estar mostrando que, en cuanto a la sustancia, coincide en buena parte con su predecesor (dentro de la dificultad de coincidir con alguien que era capaz de afirmar una cosa y al día siguiente la contraria sin ningún problema).
Doctrinalmente hablando, lo más grave del pontificado del Papa Francisco fue la idea de que la doctrina de la Iglesia podía cambiar, ya fuera directamente o indirectamente con la excusa del “enfoque pastoral", de la “sinodalidad” o la simple confusión característica de todo el pontificado. Así, se cambió lo que decía el Catecismo sobre la pena de muerte (para hacerlo más confuso en vez de más claro), se hicieron declaraciones en varias ocasiones contrarias a la doctrina católica sobre la guerra justa, se negó indirectamente la indisolubilidad del matrimonio (al permitir comulgar a los adúlteros sin arrepentimiento ni propósito de la enmienda), se afirmó que Dios quiere a veces que pequemos y que no siempre da la gracia necesaria para no pecar, se permitió bendecir las parejas del mismo sexo pero no su unión (como si eso significara algo) y también que esas bendiciones se consideraran buenas en algunas diócesis y una barbaridad en otras, se afirmó que todas las religiones eran “una riqueza” querida por Dios o que para ser santo solo había que ser fiel a las propias creencias, fueran las que fueran, y un largo etcétera.
Todos estos cambios y otros que se preparaban y no llegaron a formularse planteaban un problema fundamental: si la doctrina de la Iglesia puede cambiar, es que era errónea y, si la anterior era errónea, ¿por qué tiene que creerse nadie la nueva? Era la consecuencia de pasar de la inmutable Revelación de Dios que hay que preservar como un tesoro a una especie de política de partido, siempre cambiante pero que debe defenderse en cada momento. Es muy difícil imaginar algo menos católico.
Por desgracia, el papa León parece estar de acuerdo con esta forma de entender la enseñanza de la Iglesia, según indicó en una entrevista con la periodista Elise Ann Allen, de la revista norteamericana Crux. En ella, el pontífice afirmó, entre otras cosas bastante cuestionables, que “me parece muy poco probable, al menos en un futuro próximo, que la doctrina de la Iglesia respecto a lo que enseña sobre la sexualidad y sobre el matrimonio” vaya a cambiar.
Si lo publicado por Crux es correcto (y no parece que no lo sea, porque el Vaticano no lo ha corregido), con eso está dicho todo y no hace falta más. A confesión de parte, relevo de pruebas. Si el propio Papa admite que es posible que la Iglesia cambie su doctrina sobre la sexualidad y el matrimonio, eso significa que no considera que sea verdad, porque la verdad no cambia.
En ese sentido, da igual que afirme que él no la va a cambiar, porque lo verdaderamente grave es que piense y afirme que puede cambiarse. A fin de cuentas, si puede cambiarse, antes o después se cambiará (y por supuesto, se cambiará en la dirección que pide el mundo, que es a donde lleva la corriente). Las opiniones cambian, solo la verdad es inmutable.
Esto no solo es erróneo, sino que además es lo contrario del papel que tiene el Papa en la Iglesia. El Concilio Vaticano I lo enseñó con absoluta claridad: “Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe” (Constitución dogmática Pastor Aeternus). También el Concilio Vaticano II dice lo mismo en múltiples lugares: “Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones” (Dei Verbum 7).
Dios quiera que haya sido una forma desafortunada de expresarse en la entrevista (y, si es así, debería ser corregida públicamente y cuanto antes al tratarse de una cuestión gravísima). En cualquier caso, si el Papa León, aparentemente y según sus propias palabras, vacila y no quiere actuar como Pedro, entonces nuestra obligación es decirle, con todo el respeto y el cariño del mundo, que se equivoca, mientras seguimos rezando para que el Espíritu Santo le ilumine.
Bruno Moreno