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sábado, 4 de octubre de 2025

Cuando el Papa torpedea la batalla por la vida, y por el camino se carga la teología moral básica



En los últimos días, tras las palabras de León XIV sobre Cupich y el premio al senador Durbin, hemos podido comprobar un fenómeno devastador: los grandes medios de comunicación no han tardado en presentarse como voceros del Papa para acusar de hipócritas a los provida y blanquear a los políticos abortistas. MSNBC, como muestra, ya hablan de “tener de su parte la autoridad moral de la Iglesia” para justificar el aborto.

No es una anécdota. Cada palabra de un Papa tiene un eco inmenso. Y lo que para algunos puede parecer un matiz teológico o un guiño pastoral, en la batalla cultural, política y social se convierte en un torpedo a la línea de flotación de quienes llevan décadas defendiendo la vida en la calle, ante las clínicas, en los parlamentos y en los tribunales.

El aborto no es un tema más

La enseñanza moral de la Iglesia, plasmada con claridad en Veritatis splendor y en Evangelium vitae, por ejemplo, distingue entre males que son intrínsecamente desordenados —y por tanto nunca justificables— y otros problemas sociales y morales que admiten grados, contextos y prudencia política.

El aborto está en la primera categoría. Es la eliminación directa e intencionada de un inocente, un acto que no admite circunstancias atenuantes ni proporcionalismo posible. Colocarlo al mismo nivel que la política migratoria, la ecología o la pobreza no es “integralidad”, es una distorsión moral. Es desarmar conceptualmente la defensa de la vida y rebajarla al terreno de la opinión.

El veneno de la “túnica inconsútil”

La llamada teoría del seamless garment de Joseph Bernardin, recuperada ahora como si fuera la panacea de la coherencia cristiana, opera en la práctica como un disolvente: reduce el aborto a un elemento más de una lista, poniéndolo al lado de la pena de muerte, la contaminación o la falta de acceso al polideportivo municipal.

La consecuencia es previsible: en lugar de exigir a un político que defienda el derecho fundamental a la vida, se le permite compensar su apoyo al aborto con un buen discurso verde o con fondos para programas sociales. Es exactamente lo que ha ocurrido con Durbin.

Una bomba en Veritatis splendor

Juan Pablo II explicó con precisión que hay actos que, por su objeto mismo, son malos siempre y en todas partes. El aborto es el paradigma de esos actos. Tratarlo como un asunto opinable o relativo, rebajándolo a la categoría de “tema entre otros”, significa dinamitar uno de los pilares de la moral católica, el concepto de «intrínsecamente desordenado».

Una tragedia para la Iglesia y para el mundo

Es una tragedia que un Papa hable así, porque desarma la conciencia de los fieles, embrolla la claridad que necesitamos frente a la mentira cultural del aborto y deja vendidos a quienes en primera línea combaten en defensa de los más vulnerables.

La Iglesia no está llamada a equilibrar el aborto con otras causas secundarias, sino a proclamar con toda la fuerza profética de Cristo que no se puede matar al inocente. Esa es la línea roja absoluta, y borrarla en nombre de la “coherencia integral” no une a la Iglesia: la divide y la debilita, y entrega munición al enemigo.

Carlos Balén

jueves, 2 de octubre de 2025

Me temo que hay que (empezar a) preocuparse





La elección del Papa León XIV fue una gran alegría para muchos, que estábamos cansados del tormentoso pontificado anterior. Parecía inaugurarse una nueva etapa en la que se acabarían los constantes sobresaltos, las arbitrariedades, el desprecio de la moral y la doctrina de la Iglesia y la proliferación en altos cargos de personajes que, en otras épocas, no habrían pasado de porteros de convento o sacristanes. El Pontífice recién elegido, tan amable, educado y cuidadoso en las formas, era un símbolo de que, de nuevo, la Iglesia se dedicaría a lo suyo, a ser Iglesia y a enseñar la fe católica y la salvación en el Señor Jesucristo, en lugar de a intentar superar al mundo en mundanidad. ¿Cómo no alegrarse?

La discreción de León XIV, que habló poco durante los primeros cien días de pontificado, permitió mantener estas esperanzas de cambio y renovación. Esa situación idílica duró lo que duró, pero en algún momento tenía que acabar. Por desgracia, tras el verano, cuando ha empezado a hablar y actuar más, el idilio se ha enfriado y, a una velocidad inquietante, han comenzado a surgir significativas razones para preocuparse.

Ya al principio mismo del pontificado señalamos alguna disonancia, como la afirmación de que el “verdadero milagro” de la multiplicación de los panes y los peces del evangelio era el compartir. Dentro de su gravedad objetiva, aún podían atribuirse, sin embargo, a una forma desafortunada de expresarse, comprensible quizá en alguien que no estaba acostumbrado aún a su nuevo cargo. El problema con esta interpretación reside en que, a medida que el pontífice se ha ido acostumbrando a ser Papa, esas afirmaciones desafortunadas o directamente erróneas han ido aumentando en lugar de disminuir.

No hace mucho, León XIV habló en un discurso de la “fe de Jesús”, algo que es contrario a la doctrina de la Iglesia, porque nunca en la Escritura se habla de esa fe y porque el hecho de que Cristo, como Dios verdadero, tuviera la visión beatífica ya en la tierra excluye la posibilidad de la fe. Después, en relación con la guerra de Ucrania, afirmó: “creo firmemente que no podemos perder la esperanza, nunca. Tengo grandes esperanzas en la naturaleza humana”. No hace falta saber mucha teología para darse cuenta de que esto es una afirmación netamente pelagiana. La esperanza del cristiano no está puesta en la naturaleza humana, ni en las buenas intenciones ni en nada parecido, sino en Dios. Resulta, además, muy llamativo caer en ese error de poner la esperanza en la naturaleza humana precisamente en la época en que la gente es más abiertamente anticristiana e inmoral.

En cuanto a la fascinación por temas que distraen fundamental de la tarea de la Iglesia, León XIV ha mostrado ya su militante ecologismo, criticando duramente a los que “han elegido mofarse de los indicios cada vez más evidentes del cambio climático, ridiculizar a los que hablan del calentamiento global e incluso culpar a los pobres precisamente de aquello que más les afecta”. Después, de forma enigmática (y, si somos sinceros y con todo el respeto, bastante ridícula), ha bendecido un trozo de hielo o le ha impuesto las manos o no se sabe muy bien qué ni para qué ni por qué.

Es muy difícil no asombrarse de que un pontífice no se dé cuenta de que su misión no es defender el cambio climático, que es una cuestión científica y no teológica. Especialmente cuando, como suele suceder a los eclesiásticos, no se ha enterado de que el “calentamiento global” ya está pasado de moda (después de décadas y décadas en que no se han cumplido nunca las predicciones catastrofistas al respecto) y ahora solo hay que hablar de “cambio climático", que es algo más vago y vale igual para un roto que para un descosido. En fin, al menos Schwarzenegger le ha llamado por ello un “héroe de acción”.

No podía faltar el irenismo religioso al que ya estamos, por desgracia, acostumbrados. En sus intenciones de oración, León XIV ha puesto una vez más al mismo nivel a las “distintas tradiciones religiosas […] más allá de las diferencias” (como si la misión de la Iglesia no fuera, precisamente, anunciar la diferencia esencial entre el catolicismo y las religiones que no pueden salvar) y hablando de la hermandad entre las religiones (como si la verdadera fraternidad no fuera la fraternidad en Cristo). Afirmó, además que las religiones deben ser “vividas como puentes y profecía”, olvidando que Cristo es el único puente entre Dios y los hombres y que las religiones no cristianas son errores mezclados con algunas verdades, pero en ningún caso profecías (es decir, palabras dadas en nombre de Dios).

Una de las cosas más graves ha sido su reafirmación de Fiducia supplicans, el documento del Papa Francisco que permitía bendecir a las parejas del mismo sexo, como si no fuera un despropósito bendecir lo que es moralmente malo. En la misma entrevista afirmó, entre otras cosas bastante cuestionables, que “me parece muy poco probable, al menos en un futuro próximo, que la doctrina de la Iglesia respecto a lo que enseña sobre la sexualidad y sobre el matrimonio” vaya a cambiar. Esto es gravísimo, porque si el propio Papa admite que es posible que la Iglesia cambie su doctrina sobre la sexualidad y el matrimonio, eso significa que no considera que sea verdad, porque la verdad no cambia. A eso se une que a una heterodoxa organizacion pro-LGBT el Vaticano le ha permitido participar oficialmente en el jubileo, con banderas del arcoiris, lemas anticatólicos, una cruz también arcoirisada y una Misa solemne en el Gesù, celebrada por el vicepresidente de la Conferencia Episcopal Italiana, en la que se intentó normalizar las relaciones del mismo sexo.

La gota que ha colmado el vaso para muchos, sin embargo, ha sido su asombroso apoyo a que se otorgase el premio a “los logros de toda una vida” a un senador norteamericano abortista y favorable al “matrimonio” del mismo sexo. Por si eso fuera poco, el pontífice ha pretendido fundamentar ese apoyo en que “alguien que dice que está en contra del aborto, pero está a favor de la pena de muerte, no es realmente provida”. De nuevo, no hace falta ser un teólogo para saber que el aborto es provocar la muerte a un inocente y, por lo tanto, es intrínsecamente inmoral y siempre malo. En cambio, la pena de muerte es un castigo lícito a alguien culpable de graves delitos y, por lo tanto, se puede aplicar o no en algunas ocasiones, de modo que un católico puede perfectamente estar a favor de la pena de muerte. No hay comparación posible entre ambas cosas y un Papa debería saberlo.

El sentido común nos dice que una o dos de estas cosas podrían achacarse a formas desafortunadas de expresarse, pero, en conjunto, resultan muy preocupantes. Algunos católicos, escamados por el pontificado anterior, ya se preocupaban desde el principio de este pontificado, temiendo que el nuevo Papa fuera a continuar los errores del anterior. Otros prefirieron aguardar a ver qué hacía y decía León XIV, dándole no solo el beneficio de la duda, sino el cariño y respeto que todo católico debe al Papa. Lo que ha ido sucediendo después parece decantar la balanza en dirección a la preocupación.

Es indudable que León XIV aventaja humanamente hablando a su predecesor y que le son ajenos los malos modos, los insultos, la imprudencia constante, la arbitrariedad, la dureza extrema con los enemigos y el desprecio por el derecho canónico. También es indudable que tiene en su haber muchas cosas buenas, como el enfoque más cristocéntrico de sus homilías, su amor por San Agustín, la conciencia de la importancia de la solemnidad y las buenas formas en la Iglesia o el sincero deseo de preservar la unidad eclesial. Asimismo, parece estar dispuesto a remediar algunas injusticias del pontificado anterior, por ejemplo, relajando las restricciones contra los amantes de la liturgia antigua.

Nada de eso importará, sin embargo, si falla en lo propio de un papa, que es confirmar en la fe a los católicos y proclamar esa fe a los que no la conocen. La ortodoxia doctrinal no es una simple ventaja en un Papa, sino que es esencial. Los católicos no deseamos otra cosa que obedecer al Papa, tenerle cariño y aprender de su doctrina, pero para ello tiene que ser fiel a su misión. Santo Tomás enseñaba que “toda verdad, la diga quien la diga, viene del Espíritu Santo”, pero eso supone que todo error, lo diga quien lo diga, no viene del Espíritu Santo.

Es más, en el caso de León XVI los errores doctrinales y morales serían mucho más dañinos, al presentarlos con una cara amable y educada, lo que los haría menos evidentes y, por lo tanto, más difíciles de combatir. Como decía Chesterton, “a menudo, conservador solo significa alguien que conserva revoluciones”. Si el Papa León XIV pretendiera conservar o continuar, a su modo más educado y simpático, la revolución doctrinal y moral fomentada por el Papa Francisco, los católicos, sintiéndolo mucho, tendríamos que resistirnos a ese intento, porque nadie tiene autoridad alguna contra la fe y la moral de la Iglesia, ni siquiera el Papa.

Recemos mucho por León XIV, para que el Espíritu Santo le ilumine y pueda cumplir con gozo su misión de confirmarnos en la fe.

Bruno Moreno

miércoles, 1 de octubre de 2025

Santo Padre, de lo que no puede hablar, mejor es callar



La historia es conocida y decepcionante. El cardenal Blaise Cupich, arzobispo de Chicago, decidió otorgar una medalla, algo muy típico de los yankees, al senador Richard Durbin como un «premio al logro» por su trabajo en torno a la política de inmigración (es decir, por su anti-trumpismo), a pesar del récord de votación proaborto que ostentaba el tal senador. Varios obispos estadounidenses condenaron los planes del cardenal: la Iglesia no puede premiar a alguien que abiertamente es favorable al asesinato de niños.

Finalmente, ayer nos enteramos que el Durbin declinó el honor que se le concedía, motivado seguramente por la ruidosa oposición que encontró dentro de la iglesia estadounidense.

La cuestión es que el Papa León, entrevistado por varios periodistas a la salida de su residencia de Castelgandolfo, breve e improvisadamente, dijo: «Entiendo la dificultad y las tensiones. Pero creo que como yo mismo he hablado en el pasado, es importante mirar muchos temas relacionados con las enseñanzas de la Iglesia. Alguien que dice que estoy en contra del aborto pero está a favor de la pena de muerte no es realmente provida. Alguien que diga que estoy en contra del aborto pero estoy de acuerdo con el trato inhumano a los inmigrantes en los Estados Unidos, no sé si eso es pro-vida. Así que son problemas muy complejos y no sé si alguien tiene toda la verdad sobre ellos. Así que son temas muy complejos y no sé si alguien tiene toda la verdad sobre ellos, pero pediría ante todo que tuvieran respeto los unos por los otros y que busquemos juntos, tanto como seres humanos y en ese caso como ciudadanos estadounidenses y ciudadanos del estado de Illinois, así como católicos, decir que necesitamos estar cerca de todos estos temas éticos. Y encontrar el camino adelante como Iglesia. La enseñanza de la Iglesia sobre cada uno de estos temas es muy clara«.

No vale entrar a analizar los argumentos que da el pontífice sencillamente porque no existen. Y lo que dijo no hace más que demostrar lo que decíamos la semana pasada: Robert Prevost recibió una teología pésima, en el peor momento de la iglesia posconciliar y aprendida en uno de los peores lugares que puede uno imaginarse. Por eso decíamos que no pueden pedirse peras al olmos

Afirmar que «no sé si alguien tiene toda la verdad sobre ellos» muestra una ignorancia supina en teología básica: toda la verdad sobre todos los temas la tiene Jesucristo cuyo intérprete es la Iglesia. Lo curioso es que dice efectivamente que «La enseñanza de la Iglesia sobre cada uno de estos temas es muy clara», pero pareciera que es él quien no tiene clara la enseñanza de la Iglesia. La idea de ausencia de una verdad absoluta y definitiva lleva a estas dudas en el ámbito del bien moral y por tanto la religión queda relegada a una experiencia subjetiva donde lo único importante es eso que también pide el Papa en las mismas declaraciones de ayer: «ante todo que se respeten unos a otros y que busquen juntos el camino». Desvincular la comunión de la verdad y de la fe compartida y llevarla al terreno del respeto y la tolerancia mutua, porque todos podemos tener ideas distintas de lo que es un aborto. En definitiva, lo importante de la fe termina siendo que nos respetemos y sepamos convivir.

Yo insisto en que León XIV es un hombre de buena voluntad, y que estos gruesos errores se deben a su ignancia de la teología católica. Eso no debería ser un gran problema; a lo largo de la historia de la Iglesia encontramos muchos ejemplos de Papas que no sabían teología, pero estos Papas no hablaban sino por sus documentos. Y si hablaban improvisadamente, como hizo ayer León, lo hacían para un grupo reducido de personas y allí terminaba la cuestión. Hoy, en cambio, a los Papas se les da por hablar en cuanto ven un micrófono enfrente y lo escuchan millones de personas y, por eso mismo, pueden meter gravemente la pata, como ocurrió en esta ocasión.

Me permito entonces, con humildad filial, dirigirme al Papa León y suplicarle que no hable improvisadamente. Por algo la Iglesia dispuso que existiese en la corte papal el «Maestro del Sacro Palacio», hoy llamado «Teólogo de la Casa Pontificia», siempre un dominico cuyas funciones son asesorar doctrinal y confidencialmente al Papa en temas de fe, moral y magisterio y participar en la censura teológica de libros y documentos vaticanos.

Wanderer